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El marxismo latinoamericano ante dos desafíos: feminismo y crisis ecológica


Nueva Sociedad 66 / Mayo - Junio 1983

  

El marxismo latinoamericano ante dos desafíos: feminismo y crisis ecológica

Los marxistas latinoamericanos no han tomado aún plena conciencia de los desafíos fundamentales de la última década. Cuando parecía haberse superado el dogmatismo, se ha producido una parcial involución, cayendo en una posición a la defensiva frente a problemas como la insurgencia femenina, la crisis ambiental, la relación etnia-clase, el papel revolucionario de otras capas explotadas -y no solo del proletariado- puesto de manifiesto en la revolución nicaragüense y salvadoreña, el proceso de regionalización de la revolución latinoamericana y el socialismo que queremos.

Está de moda hablar de la crisis del marxismo. A nuestro modo de entender, lo que está en crisis es el marxismo convertido en escolástica, el dogmatismo sedicentemente marxista, el estalinismo, el neo- y el mao-stalinismo. En ese nuevo catecismo todo parece reducirse a las «siete leyes inmanentes» de la dialéctica, al binomio fuerzas productivas-relaciones de producción o a la fórmula cuasi mágica de estructura-superestructura para explicar de un modo reduccionista los complejos y multifacéticos problemas de las formaciones sociales

Así se fue forjando una nueva ortodoxia que transformó al marxismo en filosofía, tirando por la borda la herencia de sus fundadores que lucharon precisamente por la supresión de la filosofía como ideología. Y se pretendió no solo convertir al marxismo en filosofía sino también en una nueva ciencia, en una ciencia de las ciencias. En nombre de la sedicente ciencia marxista Althusser llegó a negar la teoría de la alienación, calificándola de mera ideología, cuando constituye la esencia del pensamiento de Marx. 

El marxismo no necesita el certificado de ciencia para legitimarse en las aulas universitarias. El marxismo es más que una ciencia. Es una teoría y una praxis para construir una nueva sociedad, para derrocar a la clase dominante y reemplazarla por un gobierno de obreros, campesinos y demás capas oprimidas de la sociedad, que permitirá construir un socialismo autogestionario y basado en la auténtica democracia de los trabajadores, con el fin de extinguir progresivamente el Estado hasta llegar a la sociedad sin clases. Esto es y no es ciencia. Es también política.

Construir una nueva sociedad -distinta de los actuales «socialismos burocráticos reales»- es más que una ciencia. Por eso, el planteamiento estratégico de Marx no fue la mera formulación economicista relacionada con los medios de producción, sino la lucha permanente por liquidar la alienación humana. 

Esta teoría no está en crisis. Lo que está en crisis es la ideología pervertida del denominado «campo socialista» que con sus deformaciones burocráticas y abiertamente represivas y autoritarias -al estilo Jaruzelski- ha distorsionado la imagen del socialismo proyectada por los fundadores del marxismo. Está en quiebra, también, la forma de generar el poder en la sociedad global y dentro del partido. 

De más está decir que ante todo está en crisis el pensamiento burgués. Ni el liberalismo, el neopositivismo, el neotomismo y el estructural funcionalismo, ni los postulados de un Spengler, un Mannheim, un Popper o un Toynbee han podido superar la falta de un proyecto histórico de sociedad que viene arrastrando hace más de un siglo el sistema capitalista mundial. Las únicas banderas que dicen representar, la libertad y los derechos humanos, se disuelven como pompas de jabón ante realidades tan evidentes como las masacres de Vietnam, El Líbano y Centroamérica.

Periodización tentativa del pensamiento marxista latinoamericano

Podrían señalarse las siguientes fases: la de gestación (1870-1910), caracterizada por la divulgación de los libros de Marx y Engels, la organización de las seccionales de la Internacional y la elaboración de los primeros programas socialistas por Enrique Roig y Carlos Baliño en Cuba, Rhodakanaty y Zalacota en México, Vázquez y Vasseur en Uruguay y el alemán H. Ave Lallemant, que hizo uno de los primeros análisis marxistas de Argentina, publicados en El Obrero y en Die Neue Zeit, además de ser fundador del movimiento obrero argentino, junto a otros inmigrantes que se quedaron definitivamente en ese país. Paralelamente, surgió el pensamiento socialdemócrata, bernsteiniano, liderado por J. B. Justo.

En la segunda fase (1910-1930), se destacaron precursores de la talla de Recabarren, Salvador de la Plaza, Mariátegui, Mella y Ponce. Entonces se planteó creadoramente la cuestión de la tierra ligada al problema indígena, la unidad de los pueblos latinoamericanos retomando el pensamiento bolivariano en un nuevo contexto de clase, la lucha nacional-antimperialista y el carácter socialista de la revolución. 

La tercera fase, que transcurrió desde 1930 hasta 1960, estuvo caracterizada por un proceso de esclerosamiento ideológico que condujo a un dogmatismo incapaz de ver más allá de lo que dictaban los manuales de la Unión Soviética. Fueron los tiempos en que había que fabricar tesis, como la de América Latina feudal, al servicio de la estrategia de turno: el Frente Popular, expresión de la teoría de la revolución por etapas. 

Tuvo que advenir una gran revolución, como la cubana, para que pudiera romperse el corsé estalinista, inaugurando la cuarta fase, una de las más ricas del pensamiento marxista en nuestro continente. Se inició así el cuestionamiento de los manuales, del llamado materialismo dialéctico y de la interpretación escolástica de nuestra historia. Esta ruptura con el dogmatismo ha tenido subperiodos de alza, de la Revolución Cubana al triunfo popular de Allende; de estancamientos, como los sufridos a raíz de los golpes militares en el Cono Sur, que «choquearon» a los intelectuales marxistas; y de resurgimientos estimulados por el triunfo de la revolución nicaragüense. En general, han sido 20 años de continuo enriquecer del pensamiento marxista latinoamericano, que se expresa en la reinterpretación de las historias de cada país, de los nuevos papeles del Estado, de los nuevos sectores de clase, de la llamada «marginalidad», de los movimientos sociales, etc.

Hemos tenido un rico debate sobre los modos de producción y las formaciones sociales, que puso al desnudo la ideologización hecha por el estalinismo en relación con una supuesta existencia de feudalismo para justificar su política de colaboración de clases con la burguesía industrial «progresista». Hemos logrado romper los esquemas y modelos europeos que se aplicaban acríticamente a nuestras sociedades atrasadas semicoloniales, aunque todavía quedan algunos con «mente colonizada», como diría Franz Fanon. A pesar de la derrota sufrida por los partidarios de la concepción unilineal de la historia, que rebuscaron obstinadamente en América Latina la secuencia esclavismo-feudalismo-capitalismo, ha vuelto a resurgir un dogmatismo tardío, bajo un nuevo ropaje. Su portavoz más publicitado es Marta Harnecker, repetidora fiel de los modelos del estructuralismo althusseriano. Ha llegado el momento de hacer un anti-Dühring para América Latina, salvando en lo puntual, por supuesto, las distancias entre el señor Dühring y la señorita en cuestión.

La discusión sobre el carácter de la dependencia abrió un nuevo campo de investigación a los pensadores marxistas, que comenzaron a cuestionar la teoría desarrollista de la Cepal, poniendo de manifiesto que era otra ideologización al servicio de una nueva reasociación del capital privado y estatal con el capital monopólico internacional. Sin embargo, algunos pretendieron erigir la «dependencia» como una nueva teoría, cuando en realidad se trata de una categoría de análisis que puede utilizarse en las fases de la historia latinoamericana, despojándola de la ideología de los «dependentólogos», de su metodología estructuralista, del dualismo centro-periferia y, sobre todo, del enfoque aséptico que ha menospreciado el papel de la lucha de clases.

Una nueva generación de marxistas ha comenzado a criticar la llamada «teoría de la dependencia» -cuyo estancamiento es obvio- por haber unilateralizado el análisis, al poner el acento en el carácter exógeno de nuestra economía, en detrimento del estudio de las relaciones de producción y del conflicto de clases. Los llamados factores «externos e internos» forman parte de un mismo proceso global insertado en el sistema capitalista mundial. Las relaciones de dependencia se expresan tanto a través de la opresión semicolonial y étnica, como de la explotación de clase, las repercusiones de la crisis ecológica y las formas especiales de opresión de la mujer en América Latina. Etnia-clase-sexo-colonialismo constituyen en América Latina partes interrelacionadas de una totalidad dependiente que no puede escindirse, a riesgo de parcelar el conocimiento de la realidad y la praxis social, como si por ejemplo las luchas de la mujer por su emancipación estuvieran desligadas del movimiento ecologista, indígena, clasista y antimperialista, y viceversa. 

Solo a la luz de este análisis totalizante de la formación social podemos enfocar problemas como los del feminismo y la crisis ecológica.

Feminismo y marxismo

Los «marxistas» fosilizados y lamentablemente la mayoría de los partidos de la izquierda latinoamericana no se han atrevido a dar una respuesta integral a las luchas de la mujer por su emancipación, aunque existen algunos promisorios avances en Cuba y Nicaragua. Basta mirar los programas y la praxis diaria de la mayoría de esos partidos para comprobar que su «comprensión» del problema no va más allá de permitir tímidas reformas que, a fin de cuentas, mediatizan la lucha feminista. Ni qué decir si uno se adentra en la vida interior de esos partidos, donde en las células o núcleos se reproduce la misma forma de dominación machista, autoritaria y represiva, que en la sociedad global: los hombres dirigen y teorizan, las mujeres hacen de secretarias, servidoras de café y organizadoras de fiestas para recolectar fondos destinados al partido. Los dirigentes de los comités centrales, temerosos de perder votos, no quieren que se les mencione la posibilidad de hacer una campaña por el derecho al aborto, a pesar de estar informados que en cada uno de nuestros países entre medio y un millón de mujeres practican anualmente el aborto ilegal, con todos sus riesgos fatales.

Los partidos autodenominados «marxistas-leninistas» tratan de minimizar las luchas de la mujer manifestando que el movimiento es diversionista y ¡cuando no! pequeño burgués, ya que sus reivindicaciones específicas tenderían a desviar el proceso de la lucha de clases, como si el combate de la mujer estuviera desligado de esa lucha de clases que tanto propugnan y tan poco practican. 

Prometen a las mujeres que su liberación comenzará con el socialismo. Dicen luchar contra el sistema, pero parecen ignorar que el sistema de dominación se afirma también en la ideología de la opresión femenina. Se niegan a reconocer que los pioneros del marxismo no alcanzaron a formular una teoría sistemática de la explotación y opresión de la mujer. La mayoría de los marxistas creyó que la incorporación masiva de la mujer al trabajo sentaría las bases esenciales para la liberación femenina. La realidad ha demostrado que eso no basta. Más aún, la revolución socialista es la condición sine qua non para iniciar el proceso de emancipación de la mujer, pero no lo garantiza. El curso deformado de las revoluciones socialistas ha demostrado que aún subsisten ciertas formas de explotación de la mujer y que los hombres se resisten a perder sus privilegios, superviviendo rasgos heredados de la familia patriarcal burguesa. 

Los varones marxistas latinoamericanos por su parte, tampoco se han atrevido, salvo excepciones, a dar una respuesta al desafío planteado por más de la mitad de la población. Manuel Agustín Aguirre, el que suscribe y otros, hemos intentado hacer algunas contribuciones sobre el tema, tratando de señalar la especificidad de las luchas de la mujer latinoamericana: su etnia indígena y negra, sus prejuicios condicionados por la ideología de la clase dominante, sus creencias religiosas, su sobrecarga de trabajo hogareño y el especial machismo que soportan. Pero los aportes fundamentales han sido realizados por las propias mujeres latinoamericanas, lo cual constituye una clara expresión de la renovación del pensamiento marxista. Una Giovanna Machado en Venezuela, Mirta Henault, Elena Gil e Isabel Larguía en Argentina, Lourdes Arispe en México, Margaret Randall, Viezzer Domitila en Bolivia, la Revista FAM de Ecuador, y otras de Perú, Colombia, México y Brasil, son muestras elocuentes de una teoría propia, latinoamericana, que se está abriendo paso con sus propias fuerzas.

La teoría marxista acerca de la mujer debe considerar que no es solamente oprimida, postergada y objeto sexual, sino desentrañar su proceso de explotación económica y la magnitud de su contribución a la acumulación originaria de capital desde la colonia y a la ulterior consolidación del modo de producción capitalista. La base de la opresión es la explotación. Las diferentes variantes de alienación sexual, psíquica y cultural tienen como basamento la alienación en el trabajo, dentro y fuera del hogar.

La mujer: reproductora de la fuerza de trabajo

La función básica que realiza la mujer es la de reproducir la fuerza de trabajo. El capitalismo no invierte un centavo en esa reproducción. La mujer se encarga de la reproducción sin que el capitalismo retribuya su trabajo. Parece increíble, pero hay que repetirlo: la crianza de los hijos es un trabajo, un trabajo no remunerado. Detrás de la ideología, que pretende idealizar el papel de la madre, están los intereses del capitalismo para asegurar, sin inversión, la reproducción de la fuerza de trabajo. El trabajo «doméstico» de la mujer, considerado como función natural, complementa el salario o «trabajo necesario» del obrero o empleado. Un ideólogo burgués podría argumentar que la alimentación de los hijos es subvencionada por el pago del salario. La verdad es que el «trabajo necesario» pagado al trabajador solo alcanza para que se mantenga y vuelva con nuevas energías a la producción. Sin el trabajo de la mujer en el hogar, dicho salario no bastaría para la familia. La mujer realiza un trabajo no remunerado en la preparación de los alimentos para el hombre que tiene que seguir entregando plusvalía en la empresa. La mujer no solo cría hijos y elabora gratis la comida sino que también produce valores de uso, como vestidos, tejidos, etc. Los marxistas latinoamericanos tenemos que analizar las especificidades de esta explotación económica en América Latina, como parte del enriquecimiento a la Economía Política en relación con el proceso de acumulación capitalista. 

La teoría del valor-trabajo sirve para explicar el fenómeno de la plusvalía y del excedente económico, pero no ha evaluado el significado del trabajo de la mujer como factor decisivo en la reproducción de la fuerza de trabajo. No se trata de aplicar la teoría de la plusvalía al trabajo doméstico de la mujer, ya que en esta labor no se dan las reglas del juego capitalista: trabajo necesario y trabajo excedente. No hay extracción de la plusvalía por parte del hombre en relación con el trabajo de la mujer en el hogar, pero hay una transferencia de valor al conjunto del sistema capitalista.

La mujer realiza un trabajo, y todo trabajo produce valor. Si la mujer que trabaja en el hogar produce un valor, cabe analizar cómo se manifiesta ese valor. Es evidente que los alimentos y vestidos producidos en el hogar son valores de uso. Pero el problema se hace más complejo cuando se trata de la reproducción de la fuerza de trabajo destinada al mercado laboral. Marx demostró que la fuerza de trabajo es una mercancía en el capitalismo. El obrero-mercancía vende «libremente» su fuerza de trabajo una vez que ha sido criado por su madre. Sería osado deducir de esta afirmación -como lo han hecho ya algunas autoras- que la madre produce mercancías. Lo que hace la mujer es reproducir gratis la fuerza de trabajo que luego se convertirá en mercancía en el momento en que el obrero se ofrece por un salario.

La explotación de la mujer en el capitalismo 

Otro de los trabajos no remunerados de la mujer se realiza en las pequeñas explotaciones indígenas y campesinas de tipo familiar. El trabajo no remunerado de esposa e hijas en las labores de campo permite al campesino vender sus productos a bajos precios. El capitalismo se beneficia de estos precios de los productos de consumo popular porque los trabajadores pueden adquirirlos para renovarse como fuerza de trabajo. De modo que la explotación de tipo familiar -que obviamente no es capitalista- sirve para reforzar el proceso de acumulación. Es fundamental investigar en qué medida han tomado conciencia de esta explotación las mujeres indígenas y campesinas y si estarían dispuestas a luchar para que su trabajo sea remunerado. 

Las mujeres obreras y empleadas entregan tanta o más plusvalía que los hombres porque son contratadas con bajos salarios, en los llamados trabajos «no calificados». La verdad es que en algunas industrias la productividad de la mujer es superior a la de los hombres y, por tanto, la plusvalía producida es mayor. Este es otro tema de investigación para el marxismo latinoamericano; es fundamental porque permitiría explicar el proceso de acumulación de capital en la primera fase de la industrialización por sustitución de algunas importaciones que se dio en América Latina entre 1930-1960, con mayor incidencia del capital variable. Hay que estudiar -como se ha hecho en Japón- en qué trabajos «no calificados» la mujer es capaz de alcanzar una velocidad de ejecución y una minuciosidad que el hombre no puede lograr. 

Si el marxismo latinoamericano pudiera demostrar este tipo de explotación ayudaría a que las obreras y empleadas tomen conciencia de la necesidad de luchar para que a igual trabajo, calificado o no, se pague igual salario, terminando así con la discriminación por sexo en el trabajo. Quizá ese convencimiento las lleve a exigir una Secretaría de la Mujer en los sindicatos, como se hace en España, y desde esa trinchera organizada de clase, defender el derecho al aborto, luchar para no ser despedida en caso de embarazo y reafirmar el derecho de la mujer a hacer libre uso de su cuerpo. 

El numeroso contingente de mujeres que trabajan por cuenta propia en América Latina produce valores de cambio, como vestidos y alimentos. Otras son explotadas por las empresas que les dan trabajo a domicilio. El marxismo tiene que analizar cómo ha bajado el salario real a través de la integración de la mujer al masivo ejército industrial de reserva. La mujer no solamente reproduce la fuerza de trabajo que engrosa esa masa de cesantes, sino que también es parte potencial y real del propio ejército de reserva de mano de obra.

Las mujeres latinoamericanas se han organizado, todavía minoritariamente, en movimientos autónomos, democráticos y antiautoritarios, muchos de ellos convocados al Segundo Congreso Latinoamericano de Mujeres a realizarse este año en Perú. Están en contra del verticalismo partidario que las frustró por ser en el fondo una expresión de la sociedad patriarcal represiva. Los hombres de izquierda deben entender que la mayoría de las mujeres no solo luchan por sus reivindicaciones específicas, sino también por una forma alternativa de comunidad igualitaria, proyecto histórico del cual tienen mucho que aprender los marxistas. Quizá las mujeres jueguen un papel clave en la estructuración de una nueva concepción de partido y de generación del poder. De ahí, las numerosas coincidencias estratégicas entre el movimiento feminista y el de los Verdes ecologistas.

Ecología y marxismo 

El marxismo tiene otro gran desafío: dar respuesta teórica y política a la crisis ambiental, porque en torno de esta cuestión clave se está jugando la supervivencia de la humanidad. El dilema «socialismo o barbarie», planteado por Rosa Luxemburg, está más vigente que nunca.

Los marxistas han descuidado el estudio del ambiente, reaccionando muchos de ellos a la defensiva, negando la trascendencia de la crisis ecológica o denunciando los grupos ecologistas como movimientos diversionistas que distraen la atención de las tareas de la lucha de clases. Uno se pregunta si esta falta de respuesta de la izquierda, y especialmente de los partidos comunistas, se debe a que en la URSS, los países de Europa oriental y China existen similares impactos ambientales, ya que aún no han inventado una tecnología distinta a la del capitalismo industrial, que no altere los ecosistemas. 

La indiferencia de la izquierda latinoamericana ante la crisis ecológica ha facilitado el camino para que un «ecologismo demagógico», de ideología burguesa, arrebate ciertas banderas al auténtico movimiento ambientalista reduciendo la crisis a la contaminación y el conservacionismo. También se ha desarrollado un «dogmatismo energético», que plantea el problema de la energía por encima de las clases, como si los flujos energéticos no estuvieran mediados por las relaciones de poder. Se ha llegado a plantear que la ecología ha superado al marxismo y su teoría de la lucha de clases, no advirtiendo que la crisis ambiental solo será superada a través de la lucha de clases, del enfrentamiento con los explotadores, responsables del deterioro ambiental. 

También los «desarrollistas» se han puesto a la moda incorporando la «variable ecológica» y el estudio del «medio ambiente», según los informes de los últimos años de la Cepal. Antes que nada, es necesario aclarar que el ambiente no es «medio», sino la totalidad constituida por la naturaleza y la sociedad humana. Por eso es un error hablar de medio ambiente; la palabra medio debe utilizarse en relación al medio natural, medio geográfico, etc. Es también incorrecto emplear el término «variable ambiental» porque el ambiente no es ninguna variable sino el todo. 

Cuando los teóricos de la Cepal se refieren a la necesidad de incorporar la «dimensión» ambiental, quieren expresar que toda planificación económica debe contemplar la «variable» ambiental. En rigor, debería partirse de la planificación ambiental y dentro de ella considerar la variable económica. Pero la Cepal no plantea el problema de esta manera porque le interesa el «crecimiento sin deterioro» o «el desarrollo con el mínimo daño permisible», modelo de por sí falso, ya que es el actual tipo de desarrollo capitalista el que precisamente ha conducido a la crisis ambiental más grave de la historia. La Cepal trata de conciliar lo inconciliable: desarrollo capitalista y mínimo deterioro ambiental.

Ahora están preocupados de determinar la «oferta ecológica» potencial. Cabe preguntarse: ¿quién cuantifica la oferta ecológica? y ¿quién se la apropia? Paralelamente, sugieren incorporar a las «cuentas nacionales» los recursos naturales para registrar el monto del deterioro. ¿Acaso las cuentas nacionales no son controladas por la misma clase social que provoca el deterioro?

Las sugerencias de la Cepal para un «crecimiento sin deterioro» se hacen en un momento en que las transnacionales están trasladando a Latinoamérica industrias altamente contaminantes, reactores nucleares y empresas de alto consumo energético. El nuevo modelo de acumulación, basado en el crecimiento de las industrias de exportación no tradicionales, va también en contra de toda ilusión de un crecimiento sin deterioro. El aumento de la inversión extranjera, de 18.000 a 38.000 millones de dólares entre 1967 y 1975 en América Latina, se ha dado precisamente en las industrias de mayor impacto ambiental. ¿Cómo hará la Cepal para pedirle a esas transnacionales un crecimiento con el «mínimo daño permisible»?

Naturaleza y sociedad 

Los marxistas deben partir del reconocimiento que han estudiado solamente la sociedad humana. Para comprender la totalidad naturaleza-sociedad, que es el ambiente, es necesario retornar a la concepción de la historia formulada por Marx, a la indisoluble relación entre naturaleza e historia. Así, podrá entenderse el proceso de la naturaleza socialmente mediada por la producción de bienes materiales. El fenómeno de la producción es el aspecto más relevante de la interacción naturaleza-sociedad. Para estudiar esta interrelación hay que crear una nueva disciplina, o Ciencia del Ambiente. 

Las actuales ciencias y subciencias parcelan la realidad.

Los marxistas tenemos que reexaminar la forma en que los ecosistemas condicionaron nuestros modos de producción desde la sociedad precolombina y cómo la ecobase determina la productividad de los recursos naturales, afectando las condiciones de producción, es decir, estudiar la incidencia de los ecosistemas en la formación del valor, especialmente en la renta de la tierra de nuestros latifundios y haciendas. 

Comprendiendo la interrelación entre naturaleza y sociedad global humana, tomará una nueva dimensión la Economía Política, al analizar los costos ecológicos de la explotación petrolera, del cobre, estaño, madera y demás materias primas. De este modo, podrá plantearse una clara política de protección a los ecosistemas, denunciando los desastres ambientales provocados por el capitalismo y los regímenes burocráticos, al mismo tiempo que adquirirá un perfil más claro el tipo de socialismo que queremos. Mientras el marxismo europeo discute acerca de las nuevas alternativas de vida, en América Latina seguimos repitiendo viejos esquemas de la transición, ignorando el papel que pueden jugar en la lucha social los movimientos feministas y ecológicos en el diseño de una nueva sociedad y de una nueva calidad de vida.

Hasta ahora la izquierda latinoamericana ha criticado solamente el régimen de producción del sistema capitalista, pero no el estilo de consumo ni lo que se produce. Hay que cuestionar tanto las pautas de consumo como el tipo de producción, criticando los monocultivos que han proliferado en América Latina en función de las empresas agroindustriales y postulando una diversificación que incorpore las experiencias de la agricultura campesina. En tal sentido, los marxistas tienen mucho que aprender de los indígenas y campesinos que conocen mejor que muchos técnicos de escritorio el funcionamiento de los ecosistemas naturales y los riesgos que corren sus tierras con los pesticidas y la contaminación de las fábricas. El marxismo tiene que retomar el problema de la tierra en la tradición de Mariátegui, pero integrando la problemática ambiental. Si no se comprende la relación etnia-clase-ambiente se puede caer en un mal tratamiento del problema indígena, como le ha sucedido a los compañeros sandinistas con los misquitos, cuya única reivindicación es que se respete el derecho a la autodeterminación de su pueblo.

Nuestra izquierda sigue denunciando al imperialismo en los mismos términos de hace medio siglo, no advirtiendo que las transnacionales están trasladando reactores nucleares e industrias altamente contaminantes, que no sólo saquean nuestras materias primas y se apoderan de las industrias sino que ahora también nos envenenan el ambiente. 

Algunos alientan ilusiones acerca de la posibilidad de lograr una planificación ambiental. La burguesía puede programar ciertas campañas contra la contaminación, pero jamás planificará en beneficio del ambiente de la calidad de vida del pueblo, porque la lógica de la acumulación del capital va precisamente en contra de los ecosistemas. Existe una contradicción insalvable entre la acumulación capitalista y los ciclos ecológicos. 

La estrategia global de ecodesarrollo se logrará solamente en una sociedad socialista, autogestionaria y practicante de la democracia de los que trabajan, capaz de generar una tecnología propia, de bajo costo ecológico y de uso racional de la energía. 

Sin ruptura del nexo semicolonial en América Latina no habrá planificación ambiental ni posibilidades de implementar un auténtico ecodesarrollo. Como dice Philippe Saint Marc: «la única manera de proteger la naturaleza es socializarla».


Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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