Opinión
julio 2020

República Dominicana: ¿el cambio va?

Las recientes elecciones en República Dominicana acabaron con el reinado del Partido de la Liberación Dominicana que configuró un sistema atravesado por la corrupción que profundizó el régimen de privilegios y precariedad. Las protestas de los últimos tiempos favorecieron el cambio político. Resta por ver si las ansias de cambio tienen algún correlato en las políticas del nuevo gobierno.

República Dominicana: ¿el cambio va?

El pasado 5 julio se convirtió en un día histórico para la ciudadanía dominicana. Con el triunfo de Luis Rodolfo Abinader Corona, del Partido Revolucionario Moderno (PRM), se puso fin a 16 años de gobierno ininterrumpido del Partido de la Liberación Dominicana (PLD). Esta maquinaria electoral gobernó 20 de los últimos 24 años (1996-2000, 2004-2020), desde que se firmó el Pacto por la Democracia en 1994, acuerdo que cerró las posibilidades de reelección del dictador Joaquín Balaguer, colaborador y heredero de la dictadura trujillista.

El PLD configuró un gobierno con características mafiosas, que profundizó el régimen de privilegios y precariedad que encontró cuando llegó al poder en 1996. Pero la vocación autoritaria con la que actuó en el sistema político en los últimos 16 años rebotó como bumerán en el interior del partido. Los aprestos reeleccionistas de Danilo Medina, presidente saliente, provocaron la ruptura del partido y con ello un cierre de ciclo en el que desaparecen los liderazgos sucesores de los tres grandes caudillos del post-truijillismo: Joaquín Balaguer, José Francisco Peña Gómez y Juan Bosch.

Las aspiraciones de Medina se enfrentaron a los mismos propósitos de gobernar del ex-presidente Leonel Fernández, quien contribuyó a doblegar las intenciones de Medina de reformar otra vez la Constitución para habilitar su candidatura. La pugna concluyó con la salida de Fernández del partido, quien se vio obligado a presentarse en la fórmula de otra plataforma política (Fuerza del Pueblo), y con la imposición por parte de Medina de Gonzalo Castillo, ex-ministro de Obras Públicas e integrante de su círculo cercano, como candidato presidencial por el PLD.

Lo incomprensible para algunos es que la derrota del PLD no haya ocurrido como resultado de una fuerte crisis económica, como algunas figuras de opinión e intelectuales profetizaban. Gran parte del poder del PLD se sostenía sobre la base de un sistema clientelar y corrupto, en el que compraban voluntades y aliados. Por tanto, para estos analistas, solo una crisis económica abriría la posibilidad de romper con ese esquema cartelizado de poder y permitiría la entrada de otro grupo político. Sin embargo, lo que ocurrió fue que un hartazgo acumulado empezó a ser visible con la suspensión abrupta de las elecciones municipales de febrero de 2020, cuando una ola de ciudadanos movilizados por el temor a un posible fraude electoral por parte del oficialismo expresó durante semanas, con cacerolazos y la consigna #SeVan, los deseos de un cambio político.

Sin profundizar en los factores que incidieron en el largo periodo del peledeísmo y su fin, lo cierto es que Medina y el PLD salen del poder involucrados en importantes denuncias de corrupción, en especial las relacionadas con la red de sobornos de la constructora Odebrecht. El vínculo fue tal que en República Dominicana se estableció un punto nodal de operación de esta red de corrupción, y cuando fue apresado en Brasil, el consultor João Santana se encontraba trabajando en la coordinación de la campaña reeleccionista de Medina de 2016.

En las dos décadas de gobierno, el PLD tecnificó y modernizó un arquetipo de Estado sedimentado durante la dictadura balaguerista. Su apuesta como proyecto modernizador y de progreso configuró un tipo de hegemonía autoritaria sobre la democracia y la ciudadanía, así como también un rol pasivo del Estado como garante de los derechos sociales y económicos. La promesa de progreso se basó, en los últimos 20 años, en la idea de que para elevar la cultura democrática se requerían importantes reformas institucionales que permitiesen mejorar la calidad de la representación y establecer mecanismos de participación ciudadana que organizaran e institucionalizaran el descontento y los conflictos sociales. Concretamente, ese proyecto de modernización incluía procesos de tecnificación y profesionalización de la función pública, que prometía disminuir los niveles de corrupción y gestionar de forma más eficiente los asuntos públicos.

Por supuesto, lograr esos objetivos requiere que en el Estado las decisiones de interés público se tomen en función del conocimiento-técnico científico invisibilizando los «intereses políticos» y el consecuente conflicto. Este relato sigue el patrón de muchos gobiernos neoliberales de la región, que desdeñan el carácter político de las demandas de los partidos de oposición y de la ciudadanía frente a las decisiones supuestamente «científicas» del Estado. En este proceso, la democracia se convierte en un servicio provisto por los partidos y sus tecnócratas, y la ciudadanía queda relegada a un rol pasivo, limitada a consumir y elegir cada cuatro años al mejor prestador.

Esta negación de la política es la base de un tipo de autoritarismo porque cierra el juego democrático y reduce las decisiones públicas a un concierto de elites que luego les son comunicadas a la ciudadanía. Más aún, se oculta que las decisiones del Estado implican decidir entre intereses encontrados de la ciudadanía y por lo tanto producen ganadores y perdedores.

El relato peledeísta se planteó sacar el país del atraso social y económico, para lo cual propició un rentable sistema financiero y políticas de incentivos económicos que abrieran los mercados y motivaran la inversión privada y extranjera para generar empleos y de esta forma elevar la capacidad de consumo de las familias dominicanas. El alto crecimiento económico, sostenido por una intensa y coordinada política monetaria y fiscal, generaría por efecto derrame el aumento del bienestar social y económico de la población.

El resultado es que a la fecha no se ha logrado aumentar la calidad democrática ni el progreso social. República Dominicana logró mantener un crecimiento promedio de 5,3% del PIB entre 1993 y 2018; sin embargo, es claro que no ha aprovechado el aumento del ingreso nacional bruto real per cápita para avanzar en temas de salud y educación. 80% de los asalariados apenas alcanza un ingreso mensual inferior al valor de la canasta básica promedio; 29,2% de los hogares sufren de privaciones de bienes, de recursos o de oportunidades que posibilitarían su subsistencia y desarrollo en condiciones mínimas, y 61,7% de la población pertenece a estratos de ingresos bajos. A la par del aumento de la cantidad de personas consideradas «no pobres», las vulnerabilidades de las familias dominicanas son altas. En los hogares que reciben remesas, los niveles de pobreza alcanzan a 33,3%, pero si se excluyese esta fuente de ingresos estos aumentan hasta 60,8%.

El PLD deja el país con una deuda pública que representa 52,3% del PIB, junto a un importante déficit histórico en servicios básicos. El gasto público social per cápita apenas representa 64% de lo que en promedio invierte América Latina. En el plano institucional, respecto a la calidad democrática se evidencia una situación deficitaria del Estado de derecho, con importantes retrocesos en los últimos años del sistema de contrapesos, especialmente en las limitaciones de los poderes Legislativo y Judicial para controlar al Ejecutivo.

A pesar del triunfo en primera vuelta del candidato de la oposición con su lema «El cambio va», no parece estar claro que el proyecto político que encabeza Abinader pueda materializar el deseo de un cambio radical y hasta revolucionario que expresa 49% de la población. Más que la disputa por una nueva hegemonía política, fueron el hartazgo por los escándalos de corrupción, la división interna del PLD y el agotamiento de sus principales liderazgos lo que llevó a la salida del partido oficialista, dejando sobre el escenario venidero más preguntas que certezas.

El PRM fue fundado en 2014 a raíz de la ruptura del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), principal partido de masas de la segunda mitad del siglo XX, que encarnó la lucha por la democratización de República Dominicana. El PRM sigue siendo el típico partido «atrapatodo», con diversas corrientes ubicadas a la derecha y la izquierda (moderada) del espectro político.

Abinader recibe la Presidencia con una crisis de salud que ha puesto en evidencia las vulnerabilidades de los sistemas de protección social y las debilidades de los sistemas sanitarios. En vista de la actual coyuntura, la agenda del primer año de este nuevo gobierno se enfocará en contener los niveles de desastre que se prevé generará la pandemia de covid-19. Sin embargo, más allá de este momento excepcional, los ojos de la ciudadanía siguen puestos en los temas que han generado las movilizaciones de esta última década, en especial, de la clase media urbana: educación, género, medio ambiente y combate contra la corrupción. Así lo muestran las luchas contra la minería extractiva (los Haitises, Loma Miranda, contra la Barrick Gold), así como las movilizaciones contra la reforma constitucional de 2010, la Coalición Educación Digna y la lucha contra la corrupción (Cadenas Humanas y Marcha Verde).

Satisfacer las ansias de un sistema democrático con mayor justicia social, caracterizado por una mejor distribución del ingreso, como señala un estudio, implica el reto de desmontar los actuales esquemas de incentivos fiscales onerosos que ha creado y beneficiado a una elite empresarial al permitirle una importante acumulación de riqueza a expensas de trabajos precarios con bajos niveles de salarios. La lucha contra la desigualdad en sus múltiples expresiones (social, racial, de género y económica) es el principal reto, sobre todo de cara a la crisis climática que enfrentan los Estados de la región, entre los cuales República Dominicana no es la excepción. Para acabar con ella habría que posicionar las demandas de justicia en su carácter político, porque materializarlas implica hacer frente a los intereses de una elite empresarial y eclesiástica con mucho arraigo y poder en el país.

En el proyecto que encabeza Abinader confluyen actores que representan tanto los intereses de la elite empresarial como los del espectro progresista de la sociedad civil dominicana. Esto augura conflictos internos en el gabinete y arroja dudas sobre la posibilidad de que este nuevo gobierno pueda enfrentar las desigualdades rampantes en el país y fortalecer la protección social frente a la emergencia climática.

¿Podrá este nuevo gobierno hacer frente a la necesidad de una transformación urgente del sistema previsional y de salud dominicano que se encuentran bajo el control del sistema financiero? Para garantizar una mayor recaudación, que será necesaria para hacer frente a la coyuntura de la pospandemia, ¿se modificará el actual sistema fiscal para avanzar hacia un sistema impositivo más equitativo, que descanse en las grandes riquezas?

Por otro lado, con los nombres revelados hasta ahora para este nuevo gabinete, Abinader ha hecho un guiño a su compromiso de campaña de luchar contra la corrupción. Por ejemplo, ha anunciado como ministro de Relaciones Exteriores a Roberto Álvarez Gil, un reconocido experto de política exterior proveniente de la sociedad civil, rompiendo así la tradición de los gobiernos de utilizar este espacio como botín político para repartir cargos entre aliados partidarios. Sin embargo, aún queda en suspenso a qué figura propondrá en la Procuraduría para perseguir los actos de corrupción que han sido tratados con total impunidad en cada cambio de gobierno. Esta es la mayor expectativa que existe incluso entre las propias bases de su partido, quienes, en pleno discurso (en el que Abinader se declaraba virtual ganador), coreaban de forma espontánea la consigna «Los queremos presos».

Sobre su apoyo expreso en campaña de una mayor participación de las mujeres en el espacio público, el nuevo mandatario anunció que designará gobernadoras en todas las provincias del país. Una política que solo aumentaría la participación de las mujeres en términos nominales, ya que en estos cargos no tienen ningún poder efectivo sobre el curso de las políticas territoriales. Para algunos, esta es una estrategia para disminuir el amargo sabor que dejaría un gabinete ministerial que por ahora está lejos de ser paritario.

Sobre las desigualdades de género, el nuevo gobierno tiene la tarea de aprobar de una vez por todas una legislación que permite la interrupción voluntaria del embarazo. República Dominicana es de los pocos países del mundo que lo prohíbe en toda circunstancia. También debe disminuir la alta tasa de mortalidad materna, los embarazos en adolescentes y la violencia de género, al tiempo de establecer políticas de cuidado y atender a la alta tasa de desempleo femenino. Avanzar sobre gran parte de estas problemáticas involucra enfrentar a una elite eclesiástica que ejerce una presión activa contra los programas curriculares con enfoque de equidad de género y las políticas públicas que garantizan los derechos sexuales y reproductivos.

Específicamente, la senadora electa por el Distrito Nacional, Faride Raful (PRM), quien ha sido una visible defensora de la despenalización del aborto en tres causales y de una educación con perspectiva de equidad de género en las escuelas, sufrió en plena contienda electoral una fuerte campaña de descrédito por parte de los grupos religiosos y políticos de extrema derecha, e incluso de su contrincante del PLD. El PRM ha expresado una postura de apoyo a las tres causales; sin embargo, la vicepresidenta electa Raquel Peña se declaró provida en plena campaña, ignorando la posición del partido. Habrá que esperar y ver si el resultado de esta campaña ha sido una corrida de la postura del PRM hacia un espectro más conservador o, por el contrario, si el triunfo de la senadora Raful envió un mensaje claro de un mayor compromiso sobre estas temáticas.

En otro orden, dos temas están plenamente cerrados en este gobierno: el avance de los derechos de la comunidad LGBTIQ+ y la restitución de la nacionalidad de los dominicanos de ascendencia haitiana afectados por la sentencia 168-13, que constituyó un caso extremo de racismo institucional.

Sobre lo primero, Abinader ha dicho ser respetuoso y tolerante con la orientación sexual de cada persona, pero declaró estar en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, expresando que solo cree en un modelo de familia tradicional. Con respecto al tema de los dominicanos y las dominicanas de ascendencia haitiana, la posición no ha sido clara, pero se podría colegir a partir de sus posturas sobre el tema migratorio. Si bien el nuevo ministro de Relaciones Exteriores es conocido por sus posturas a favor del respeto a los derechos humanos, las declaraciones del presidente electo continúan enmarcando y estigmatizando a la migración haitiana como un factor de desorden y una carga para el Estado dominicano. De esta forma, este nuevo gobierno se hace eco de un discurso que ignora el orden mafioso que existe en el flujo migratorio. Por un lado, la burocratización de las políticas migratorias vuelven aún más vulnerable a este grupo de población, y por el otro, los sectores empresariales sacan provecho de su situación irregular incrementando la explotación laboral.

En definitiva, el nuevo ciclo político se abre con un acumulado de demandas insatisfechas heredadas de los gobiernos peledeístas y la necesidad de disputarse una nueva hegemonía política que ponga fin a la larga tradición autoritaria de la cultura política dominicana. Ambas apuestas están estrechamente relacionadas.

La pandemia de covid-19 puede ser una oportunidad para relanzar el aparato productivo dominicano hacia una economía verde, justa y solidaria, así como priorizar y diseñar políticas sociales que pueda crear resiliencia y disminuyan los niveles de desigualdad y vulnerabilidad, brindando las garantías de un sistema democrático más justo. O, por el contrario, la pandemia puede dar pie a que se apliquen políticas económicas que profundicen el actual orden desigual que ha terminado por generar la actual desafección por el sistema democrático, amparándose en tecnicismos retóricos (invisibilizando los conflictos políticos) en este contexto de crisis.

El resultado dependerá del ejercicio por parte de la ciudadanía de una democracia de control. En términos de Pierre Rosanvallon en La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza1, se trata de cuestionar más allá del momento electoral, las políticas y la legitimidad de las decisiones públicas. Para ello, los grupos que históricamente han sufrido la ausencia de un sistema democrático pluralista y equitativo, como la comunidad LGBTIQ+, mujeres, población dominicana de ascendencia haitiana, trabajadores informales, empleadas del hogar, jóvenes de barrio, entre otros grupos excluidos, tienen enfrente la tarea de abrir una lucha política por un nuevo sentido común, en el que la democracia se legitime a partir de la satisfacción de las demandas ancladas en significantes de justicia.

  • 1.

    Manantial, Buenos Aires, 2007.



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