Opinión
julio 2020

Serás heroína o si no, no serás nada Sobre la libertad en «Poco ortodoxa»

El éxito de Netflix salió, ayudado por el azar, en medio de los confinamientos provocados por la pandemia de covid-19. En ese marco, las dicotomías planteadas por la serie resonaron con más fuerza. Pero no escasean estereotipos fáciles y la dinámica de «a cada paso un acierto» debilita al personaje.

Serás heroína o si no, no serás nada  Sobre la libertad en «Poco ortodoxa»

Heroína o nada

Nadie conoce mejor los apetitos de una audiencia que la máquina publicitaria de la «bestia pop» del capital, nadie crea mejor una necesidad. Por eso el póster de Poco ortodoxa aparecido entre los nuevos lanzamientos de Netflix en el mes de abril fue sin dudas su primer acierto: la cara de una joven rapada, de labios carnosos y ojos desafiantes. Cuatro capítulos de 50 minutos fueron suficientes para contar la historia de Esther Shapiro, una joven de 19 años que huye de Satmar, la comunidad jasídica de Williamsburg en la que se crió y se casó con Yanky, un buen chico judío, «como todos, normal». Asfixiada por los muchos mandatos de la ortodoxia religiosa, Esty deja todo atrás para arrojarse a una nueva vida en la cosmopolita Berlín, la ciudad elegida por los enamorados del multiculturalismo.

Paradoja del destino o tiempismo del mercadeo, la miniserie alemana creada por Anna Winger y Alexa Koralinski y basada en la novela de Deborah Feldman Unorthodox: The Scandalous Rejection of My Hasidic Roots, apareció ante nosotros poco después de que el aislamiento social, preventivo y obligatorio comenzara a regir en numerosos países de América Latina, cuando todavía se sostenía la idea de que el cronograma de actividades de la «vida normal» podía ser trasladado a la esfera privada sin mayores obstáculos. Esta pretensión, este impulso por seguir el ritmo de los latigazos de la sociedad del rendimiento, puso en tensión toda aquella dimensión que considerábamos, hasta entonces, garantizada. Poco ortodoxa dialogó en el momento justo con una crisis global inédita en la que el adentro y el afuera resignificaron (y resignifican) la noción misma de libertad. Cuando la pandemia obligó a la retracción y la quietud –al punto de aflojarle las rodillas al sistema–, el escape de Esty era todo expansión y movimiento. Y aunque muchos vieron en la angustia de la protagonista por la opresión la suya propia por el aislamiento, el juego de espejos no terminaba ahí. A través de esta historia de insurrección, se hizo énfasis una vez más en la fantasía moderna de un mundo feminista que advierte en declamaciones el precio último de la emancipación: «serás heroína o si no, no serás nada» –nada más que una oprimida, una subordinada, una gobernada, los sinónimos son muchos–. En este sentido, Poco ortodoxa reniega de los mandatos de la tradición religiosa, pero solo para enfrentarlos con los del mundo libre (esa noción cada vez más rayana en el oxímoron) que prometen felicidad.

Dicotomías for export

A pesar de ser narrada con el recurso de los saltos de tiempo, la intención de Poco ortodoxa no es subvertir las dicotomías sino sostenerlas, por momentos hasta la parodia. Las idas y venidas entre pasado y presente no solo articulan la vida de la protagonista en términos temporales, sino que operan como punto de quiebre entre diferentes juegos de opuestos: adentro y afuera, opresión y libertad, religión y laicismo, tradición y ruptura, deber y placer. Estos pares dicotómicos se presentan sin la trampa de los matices, sin el drama de la ambigüedad típica que nos constituye a través de un recorrido que parece haber sido trazado con una regla. La joven disidente va de un punto a otro con mínimas pinceladas de dubitación, arrepentimiento o culpa. Estos signos del «a cada paso un acierto» no robustecen la decisión parteaguas de Esty sino que, por el contrario, debilitan al personaje en tanto es escindido de la fragilidad. Desde la ventana de su departamento, la recién casada mira a lo lejos y no duda. Se imagina lo maravilloso que es el mundo «allá afuera», asunto que en efecto constata apenas llega al café berlinés, la primera parada escenario de una serie de eventos que, de tan afortunados, pierden toda verosimilitud. Abroquelada en la pura certeza, no hay defasaje entre fantasía y realidad, no hay margen de error en el arrojo de Esther. La serie señala que allá afuera está esa felicidad que añoramos, como si el mundo fuera una «Cajita Feliz», que de feliz tiene bastante poco.

Por momentos, la epopeya cosmopolita bordea el relato burocrático: dinero y pasaporte son elementos suficientes para reiniciar una vida. Poco ortodoxa se vale del contraste pero no de la contradicción y responde al imaginario de un cuento de princesas, esta vez reeditado para jóvenes adultas. Convertida Esty en una verdadera jewish princess, en las dos grandes postales que componen su vida, la serie se sostiene en estereotipos de buenos y malos. La madre de su marido, con toda la mitología de «la suegra» sobre sus hombros, encarna el rol de una villana, una madrina malvada que porta la voz del deber y la obediencia –con una tía, una abuela y unas vecinas frienemies que acompañan el coro–. Ellas abren al espectador una grieta de sentidos que la producción prefirió esquivar acerca de las diferentes maneras de vivenciar la pertenencia a universos con un fuerte sesgo patriarcal. Si a Esty se la muestra como la heroína, la excepción a la regla, ¿cuál es el lugar que se les asigna a las otras?

La contraparte está puesta en lo secular. En la profesora de piano que ayuda a Esty en Nueva York, pero fundamentalmente en los amigos que adoptan a nuestra fugitiva en la Alemania modelo Angela Merkel. Este grupo de músicos bien podría haber sido sacado de una vieja publicidad de Benetton, donde los colores unidos no se sustentaban en la diversidad sino que expandían las oportunidades de mercado. O bien mostraban exactamente eso: que el mercado es tan diverso que se apropia lo que sea con tal de fortalecerse. Con un galán a la cabeza, porque todo cuento necesita de un príncipe –viril, talentoso, de amplia sonrisa blanca–, en el nuevo grupo de pertenencia de Esther son todos sinceros, generosos, invitantes y «cancheros». A través de este collage multicultural y diverso, se nos sugiere que nada puede salir mal y que la libertad puede ser narrada mediante el pack café americano, ropa de H&M, becas y boliches. Poco ortodoxa, sí, y también muy (neo)liberal. Si en la vida que dejó atrás «Dios esperaba demasiado» de Esty, será más temprano que tarde cuando descubra que el dinero es la deidad de los libres, cuando la magia del hechizo se desvanezca en la hostilidad, la competencia feroz, la soledad de los sujetos del cansancio. Lo individual y lo comunitario, lo personal y lo colectivo son puestos en crisis si lo que se tiene es la intención de hacer una lectura política de este enlatado de Netflix que promete una segunda temporada, gracias a un éxito que habla más de su audiencia que de la calidad del producto mismo.

Siempre hay metáfora en el cuerpo

Poco ortodoxa es además la historia de un devenir mujer. No solo por la posibilidad de acceder al amor, porque «el corazón es un órgano hembra», como bien lo apuntó Roland Barthes, sino también porque aparece la dimensión compleja de la sexualidad. El pasaje de puella a conjux –de virgen a cónyuge– está certificado en el matrimonio, cuando el cuerpo de Esther pasa a estar en manos de su marido y al servicio de la Torá. Sin embargo, la consumación se ve impedida por los dolores de Esty quien, más adelante en el relato, luego de innumerables frustraciones e intromisiones familiares, es diagnosticada con vaginismo, una disfunción sexual en la que se contraen los músculos de la vagina e impiden la penetración.

Pese a la buena voluntad, los ejercicios y los imperativos disfrazados de consejos sexuales, el cuerpo de Esther está cerrado al deber de hacer sentir a su hombre «como un rey». Recién un año después de la noche de bodas, cuando entre Esty y Yanky no queda más que resentimiento, la pareja logra tener sexo con un consentimiento que él consigue desde las antípodas de la seducción, mediante gritos y amenazas, un método coercitivo. La escena en la que Esther pierde su virginidad es difícil de mirar en tanto pone de relieve la posibilidad del abuso y de la violencia sexual acontecida en el seno de parejas constituidas. Mientras ella soporta las embestidas con un dolor imposible de ser ignorado, su marido se desahoga y se tiende a su lado, fuera de sí, pues satisfizo en el mismo acto su apetito sexual, a su madre y el mandato de la procreación. No hay registro de ese cuerpo clausurado.

Todo el deseo que estaba ausente en la vida conyugal, Esther parece experimentarlo en su vida nueva con Robert. Desde el primer capítulo puede adivinarse una atracción que crece hasta concretarse después de una noche de baile y alcohol en un joint cualquiera de Berlín. Allí el cuerpo de Esty se abre a la erótica y al sexo, se libidiniza en tanto se aproxima a la libertad y puede elegir. Este asunto se subraya, además, cuando un control médico posterior confirma el embarazo que acarrea la protagonista desde su huida. La opción de practicarse un aborto dentro de un marco legal aparece también como la posibilidad de retar la tradición.

Estas situaciones están planteadas en espejo en el mismo capítulo y reafirman el discurso dicotómico. Sin embargo, presentan una serie de preguntas acerca de la dominación sobre la corporalidad de la mujer en las tradiciones –podríamos mencionar cualquiera y obtener el mismo resultado– que la audiencia prefirió pasar por alto. ¿Qué lugar queda para el deseo en lo colectivo? ¿Cuánto de nosotros queremos ceder para hacer funcionar un proyecto común? ¿Cuánto somos capaces de soportar en nombre de un Dios? ¿Y en nombre de la libertad? ¿De dónde proviene la opresión en la tierra de los laicos? Las preguntas solo generan más preguntas. Por eso merecen ser formuladas para insertarse en las narrativas feministas que revisan los modos en que nos vinculamos con el mundo.

Nunca fuimos tan libres

Una peste mundial inesperada trajo consigo una revuelta de los sentidos en el marco de un capitalismo salvaje que fomenta el every man for himself y se propone destrozar, de manera definitiva, los entramados sociales. Sin embargo, todavía sin vacuna en la línea del horizonte, el covid-19 señala que si hay cura, esta se encuentra en la mancomunión, en los consensos, en hacer más consciente la incidencia que tienen nuestros actos individuales sobre los demás. Y Poco ortodoxa calzó como un zapato de cristal en esta coyuntura sanitaria para efectuar una pregunta fundamental: ¿cómo conviven la confianza acérrima en lo colectivo y la prepotencia de la libertad individual?

No es de ningún modo una paradoja que estemos aislados en el mundo libre, sino el sello en el pasaporte mismo de una vida que, atravesada por la tecnología, nos acerca a los otros en la misma medida que nos aleja. Sobran las crónicas, los diarios, los posteos y reflexiones que confirman que la autosuficiencia garantizada por el capitalismo es superficial y superflua, que no llega nunca donde promete y nos sacia de aquello que ni siquiera necesitamos. Solo hizo falta una pandemia para que las almas libres conocieran el ejercicio de la humildad que se inscribe en lo colectivo: nadie quiere morir solo.





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