Tema central
NUSO Nº 66 / Mayo - Junio 1983

Marx y América Latina

El tema del marxismo en la cultura política de América Latina no ha sido plenamente explorado y aún suscita dudas de compleja resolución. Debe considerar amplias perspectivas en términos de teorías, doctrinas y programas de acción. El tema se complica porque partidos o movimientos políticos se reservan enfáticamente el calificativo de «marxistas», y deberían tomarse como expresiones modernizadas de antiguas corrientes democráticas.

Marx y América Latina

América Latina: el confín del mundo de Marx

La inserción del marxismo en la cultura política latinoamericana es un tema aún insuficientemente explorado y que suscita problemas de compleja resolución. Obligado como está a incluir una extensa constelación de perspectivas diferentes en términos de teorías, doctrinas y programas de acción, situación que, por lo demás, lo aproxima en parte a lo que ocurre en otras áreas culturales, en Hispanoamérica el tema se complica porque, en muchos casos, partidos políticos o movimientos nacionales que reservan enfáticamente para sí el calificativo de «marxistas» deberían con mayor razón ser considerados expresiones más o menos modernizadas de antiguas corrientes democráticas, antes que formaciones ideológicas adheridas estrictamente al pensamiento de Marx o a las corrientes que de él se desprendieron. Si hoy, por ejemplo, no podríamos reducir el fenómeno aprista a una variante autóctona de movimientos inspirados en el marxismo, no debe olvidarse que en los años 30 sin embargo, se presentó como una genuina interpretación indoamericanista de la doctrina de Marx.

Una dificultad inicial para encarar esta problemática reside en el escaso interés (aunque en realidad, y como veremos, debería hablarse con mayor precisión de soslayamiento prejuicioso) que los fundadores del marxismo, y más en particular el propio Marx, prestaron a esa suerte de «confín» del mundo europeo que el colonialismo de ultramar hizo de América. Este hecho, como es lógico, acabó gravitando negativamente sobre el estatuto teórico del subcontinente en la tradición socialista. En primer lugar, porque a diferencia de lo ocurrido en aquellos países donde el marxismo pudo ser de manera significativa la teoría y la práctica de un movimiento social de carácter fundamentalmente obrero, entre nosotros sus intentos de «traducción» no pudieron medirse críticamente con una herencia teórica «fuerte» como la del mismo Marx, ni con elaboraciones equivalentes por su importancia teórica y política a las que él hizo de las diversas realidades nacionales europeas. Ausente una relación original con la complejidad de las categorías analíticas del pensamiento marxista, y con su potencial cognoscitivo aplicado a formaciones nacionales concretas, el marxismo fue en América Latina, salvo muy escasas excepciones, una réplica empobrecida de esa ideología del desarrollo y de la modernización canonizada como marxista por la II y la III Internacional.

Pero el «menosprecio» de Marx por la América hispana, o mejor dicho, su indiferencia frente al problema de la naturaleza específica de las sociedades nacionales constituidas a partir del derrumbe del colonialismo español y portugués –en una etapa de su reflexión en la que paradójicamente abordó con mayor amplitud y apertura crítica el mundo no europeo– tuvo también consecuencias negativas por razones de orden más estrictamente teórico. Forzado por el perfil fuertemente antihegeliano que adoptó de manera polémica su consideración del Estado moderno, Marx se sintió inclinado a negar teóricamente todo posible rol autónomo del Estado político, idea esta que sin embargo constituía el eje en torno del cual se estructuró su proyecto inicial de crítica de la política y del Estado. Al extender indebidamente al mundo no europeo la crítica del modelo hegeliano de un Estado político como forma suprema y fundante de la comunidad ética, Marx debía ser conducido, por la propia lógica de su análisis, a desconocer en el Estado toda capacidad de fundación o de «producción» de la sociedad civil y, por extensión y analogía, cualquier influencia decisoria sobre los procesos de constitución o fundación de una nación.

A partir de estos supuestos, que en el caso de sus trabajos sobre América Latina nunca estuvieron claramente explicitados, aunque pueden ser deducidos del análisis que hizo, por ejemplo, de la figura de Simón Bolívar, Marx se rehusó a conceder espesor histórico, alguna determinación real, a los Estados-naciones latinoamericanos y al conjunto de los procesos ideológicos, culturales, políticos y militares que los generaban. Al privilegiar el carácter arbitrario, absurdo e irracional de tales procesos en la América hispana, Marx concluyó haciendo un razonamiento semejante al de Hegel y con consecuencias similares. Porque si este excluyó a América de su filosofía de la historia al transferirla al futuro, Marx simplemente la soslayó.

La idea de un continente «atrasado» que solo podía lograr la modernidad a través de un proceso acelerado de aproximación y de identificación con Europa –paradigma fundante de todo el pensamiento latinoamericano del siglo pasado y aún del presente– estaba instalada en la matriz misma del pensamiento de Marx a partir de la lectura que de él hizo la conciencia europea. Pero la exhumación de sus escritos sobre Rusia y otros países «anómalos» con respecto a las formas occidentales de constitución del mundo burgués muestra que esa idea era impugnada por el propio Marx, quien comprometió buena parte de sus esfuerzos en la dilucidación de los caminos que pudieran evitar a determinados países los horrores del capitalismo. Su pensamiento, cada vez más renuente a dejarse encerrar en ortodoxias sistematizadoras, sus deslizamientos y descentramientos ajenos a cualquier manía teoricista, cristalizaron en una tradición que se consolidó bajo la forma de una ideología fuertemente eurocéntrica, legataria de la idea de progreso y de continuidad histórica. La inserción de esta tradición en la realidad latinoamericana no hizo sino acentuar, con el prestigio que le acordaba su presunta «cientificidad», la arraigada convicción de una identidad con Europa que permitía confiar en una evolución futura destinada a suturar en un tiempo previsible los desniveles existentes. La «anomalía» latinoamericana tendió a ser vista por los socialistas de formación marxista como una atipicidad transitoria, una desviación de un esquema hipostatizado de capitalismo y de relaciones entre las clases adoptado como modelo «clásico». Pero en la medida en que un razonamiento analógico como el aquí esbozado es, por su propia naturaleza, de carácter contrafáctico, las interpretaciones basadas en la identidad de América con Europa, o más ambiguamente con Occidente, de la que los marxistas latinoamericanos –excepto el caso atípico del peruano Mariátegui– se convirtieron en los más fervientes portavoces, no representaban en realidad otra cosa que transfiguraciones ideológicas de propuestas políticas modernizantes. De ahí entonces que la dilucidación del carácter histórico de las sociedades latinoamericanas, elemento imprescindible para fundar desde una perspectiva marxista las propuestas de transformación, estuviera fuertemente teñida de esta perspectiva eurocéntrica. A fin de cuentas, no era tanto la realidad efectiva, como la estrategia a implementar para modificarla en un sentido previamente establecido, lo que tendió a predominar en la forma teórica, ideológica y política adoptada por el marxismo en Hispanoamérica.

Contextualizar a Marx

Sin embargo, creo que no sería de mucha utilidad contentarnos con el reconocimiento de la existencia de un menosprecio, indiferencia o soslayamiento de la especificidad americana en el pensamiento de Marx, y aceptar este hecho como una evidencia más de las limitaciones de la conciencia europea para comprender y admitir la insuprimible heterogeneidad del mundo. Pienso por el contrario que reflexionar sobre esta admitida «laguna» de Marx, y sobre las razones que pudieron motivarla, puede ser un modo teóricamente relevante y políticamente productivo de contrastar una vez más la validez del corpus teórico marxista en su examen de las sociedades periféricas y no típicamente burguesas. Lo cual, como se comprende, es también una forma indirecta de poner a prueba su vigencia actual como teoría y práctica de la transformación histórica.

Si hoy sabemos que los textos de Marx y de Engels referidos en forma directa o indirecta a la América hispana son más abundantes de lo que se creyó, y que la actitud que adoptaron frente a nuestra realidad de ningún modo puede ser identificada por completo con la benevolencia y hasta la aceptación con que enjuiciaron, en una primera etapa de sus reflexiones, la invasión y el despojo de México por Estados Unidos1, cuando hablamos de indiferencia evidentemente nos queremos referir a algo más que a un simple vacío de pensamiento. Lo que intentamos sostener no es que Marx –para referirnos sólo a él– dejara de percibir la existencia de una parte del mundo ya en gran medida incorporada al mercado mundial capitalista en la época histórica que le tocó vivir. Más aún, el papel que desempeñaron y seguían desempeñando las regiones americanas en la génesis y reproducción del capital aparece nítidamente señalado en sus elaboraciones esenciales. Pero lo que nos interesa indagar es desde qué perspectiva estos territorios periféricos, estas «fronteras» del cosmos burgués, fueron o no considerados en su discurso teórico y político. Pero una vez admitido el hecho indiscutible2 de que la América hispana emerge de los textos de Marx solamente como frontera, es decir como territorios sin personalidad ni autonomía propias, el nudo problemático se desplaza hacia la pregunta por las razones que pudieron conducirlo a hacer de América una realidad en cierto modo soslayada, o sea, «ocultada» en el mismo acto de referirse a ella.

A partir de lo hasta aquí afirmado pienso que para avanzar en la dilucidación del problema lo que corresponde es analizar la forma en que América Latina aparece en Marx –por ejemplo, en el panfleto desmedidamente negativo sobre la figura de Bolívar–, forma que, en mi opinión, exige para su develamiento ir más allá de los contenidos explícitos de los textos directamente referidos al tema. Se trata, por lo tanto, de construir una trama más vasta que permita contextualizar a Marx confrontando sus textos «americanos» con los que paralelamente dedicó al análisis del complejo fenómeno de descomposición del mundo no burgués. Dicho de otro modo, y para aclarar mejor el sentido de mi reflexión, no interesa tanto saber si Marx tenía o no razón frente a Bolívar como indagar por qué tendía a verlo del modo en que lo vio. En caso contrario la discusión no tendría otro valor que el estrictamente historiográfico, el cual, como es obvio, no tiene para nuestro caso relevancia alguna. Para saber algo de Bolívar nunca se necesitó leer el panfleto de Marx; pero este y otros textos suyos siguen siendo muy importantes para nosotros no por los conocimientos que aportan sobre el tema en sí, sino por lo que nos enseñan del propio Marx y de su modo de abordar realidades en buena parte ajenas al mundo social y cultural que dio razón de ser a sus concepciones.

Cuatro excusas equivocadas

Se han ensayado varias explicaciones para dar cuenta de este desencuentro de Marx con nuestra realidad, que en el caso de la ya citada diatriba antibolivariana estaba destinada a convertirse en una suerte de vía crucis para los marxistas latinoamericanos. En realidad, más que explicaciones satisfactorias fueron exoneraciones de culpas que mantenían intocado un sistema aceptado de antemano como verdad absoluta e incontrastable, o la enfatización de una supuesta incapacidad del marxismo para dar cuenta de la originalidad radical del mundo americano. Veamos algunos ejemplos de las explicaciones más usuales.

¿La superficialidad del periodista? Basada en una distinción que rechazo como incorrecta o por lo menos superficial entre un Marx «científico» y un Marx «político», es casi una frase hecha la afirmación de que muchas de las reflexiones de Marx sobre la política y la diplomacia mundiales, por provenir de artículos periodísticos justificados por razones económicas personales, no tienen un valor teórico propio. Se trataría, por tanto, de trabajos ocasionales factibles de ser dejados de lado en el estudio de la naturaleza estricta del programa científico trazado por Marx. Y no puede negarse que durante muchos años fueron prácticamente desconocidos o no suficientemente utilizados por los investigadores. Material de acarreo de innumerables antologías, solo se los utilizaba para alimentar la vocación enciclopédica de una filosofía de la historia convertida en saber absoluto. Pero si recordamos que la abrumadora mayoría de sus textos sobre el mundo europeo, o para decirlo con más precisión, sobre el mundo no capitalístico-céntrico, fueron escritos periodísticos, al aceptarlos solo como «material de segunda clase» estamos obligados a concluir que el análisis hecho por Marx sobre las formas particulares que adoptaba el proceso de devenir mundo del capitalismo occidental no constituye una reflexión sustantiva. Sus trabajos sobre Rusia, el mundo eslavo, China y la India, Turquía, la revolución en España, y hasta la cuestión irlandesa, no nos enseñarían nada equivalente a lo que en términos de teoría nos ofrecen sus análisis de formaciones sociales concretas como Inglaterra, Francia o Alemania.

Esta explicación, en el caso de que fuera reconocida como tal, es una tontería que hace muy poca justicia al estilo de trabajo de Marx. Utilizada por quienes rechazan a priori la existencia de fuertes tensiones internas en su pensamiento, acaban fragmentándolo en un extraño ser bifronte que hace ciencia a la mañana y escribe liviandades a la tarde. Basta comparar sus escritos periodísticos sobre Irlanda, por ejemplo, con las muchas páginas dedicadas a la acumulación originaria del capital en su obra teórica más relevante, para advertir hasta dónde existe entre ambos textos una alimentación recíproca. Lo cual, como se comprende, es un proceso lógico, natural e inevitable que funda el rechazo de cualquier distinción o jerarquización de corte althusseriano de sus textos.

¿El desconocimiento del historiador? He aquí otra de las razones aducidas con mayor frecuencia, aunque en realidad más que una explicación constituye simplemente una constatación de hecho al servicio de un intento justificatorio. «En descargo de Marx –recuerda Rubel comentando su texto antibolivariano– podría decirse que en los momentos en que escribió su artículo la historia de las luchas liberadoras de los países de América Latina estaba aún insuficientemente explorada»3. Nadie puede negar que el conocimiento por parte de Europa de la guerra de independencia era limitado y que la información al alcance de Marx lo era aún más. Sin embargo, un argumento que intente fundarse sobre la limitación de las fuentes historiográficas solo es parcialmente válido porque deja de lado el problema más importante del modo en que tales fuentes son utilizadas. En cierta manera, la permanente renovación y avance de los estudios históricos coloca siempre a un investigador en la incómoda situación de «desconocer» informaciones. Es más, prolongando el razonamiento sobre la contradictoria relación entre conocimiento y verdad histórica, podríamos llegar a la conclusión –que no corresponde discutir aquí– de que la historia, como «secuela de los hechos a narrar», es de algún modo una tarea imposible. Pero no creo que resulte de utilidad alguna introducir este reconocimiento de validez más general que nos coloca fuera de la sustancia del problema que estamos abordando.

La rigurosidad extrema, el enfermizo exceso de celo, la insaciable capacidad de lectura y de reflexión de Marx, que sigue provocando en nosotros admiración, respeto y ¿por qué no? mucho de envidia, nos lleva a rechazar cualquier privilegiamiento de la ignorancia para explicar las razones de sus juicios. Para encarar el estudio de los diversos temas que despertaron su interés, Marx consultó una imponente cantidad de materiales en los más diversos idiomas que le permitieron disponer de una información excepcional para su época. Véase, por ejemplo, el exuberante listado de obras que consultó para escribir sus ensayos sobre España, o el referido al estudio que en los años 70 efectuó sobre las formas comunitarias en Asia, Africa y América; de su lectura se deduce un escrupuloso trabajo de búsqueda que no condice con la gratuita y superficial atribución a «desconocimientos» su facciosa valoración de Bolívar. Pero aun admitiendo que todo pudiera deberse a informaciones insuficientes, insisto en que esta razón no tiene validez explicativa. Porque o bien se demuestra que las informaciones de que disponía eran unívocamente negativas, y Marx fue un acrítico pero comprensible deudor, o bien se reconoce que era contradictoria y el argumento deja de tener validez. Y lo que sorprende es que disponiendo Marx de fuentes que evaluaban de manera contradictoria el papel desempeñado por Bolívar, hubiera aceptado plenamente los juicios de dos de sus enemigos declarados como eran Hippisley y Ducudray, en lugar de los más favorables de Miller. Todo lo cual constituye una prueba más de que la actitud de Marx hacia lo latinoamericano era previa a la lectura de los textos en los que se basó para redactar su panfleto. Y porque su juicio era desmedido e injusto el redactor de la enciclopedia para la cual lo escribió aceptó a regañadientes publicarlo y solo por el respeto que Marx le inspiraba.

¿Las limitaciones del metodólogo? Quizás sea esta la objeción de mayor peso, aunque pienso que antes que a Marx habría que aplicarla a esa construcción teórica que arranca de él pero se constituye como sistema luego de su muerte, hacia fines de siglo. Si el marxismo enfatizó la supuesta división de la realidad en «base» y «superestructura» –división que indudablemente está en Marx, pero que tiene connotaciones distintas– y sostuvo que las formaciones sociales solo podían ser analizadas arrancando de la infraestructura, es lógico pensar que este método era de difícil aplicación a sociedades cuya estructuración de clase en el caso de existir era gelatinosa, y cuya organización giraba en torno del poder omnímodo del Estado nacional o de los poderes regionales. Sin embargo, si analizamos desde nuestra perspectiva los escritos de Marx sobre España, o sobre Rusia, nos sorprenderá observar que sus razonamientos parecen adoptar un camino inverso al previsible, y es precisamente este hecho el que aún provoca en muchos marxistas perplejidad y desconcierto. Como recuerda Sacristán al analizar sus trabajos sobre España, el método de Marx, notablemente evidenciado en sus textos «políticos», es «proceder en la explicación de un fenómeno político de tal modo que el análisis agota todas las instancias sobreestructurales antes de apelar a las instancias económico-sociales fundamentales. Así se evita que estas se conviertan en Dei ex machina desprovistas de adecuada función heurística. Esa regla supone un principio epistemológico que podría formularse así: el orden del análisis en la investigación es inverso al orden de fundamentación real admitido por el método»4. Y es esto lo que afirma precisamente Marx cuando en El capital (t. I, cap. XIII, nota 89) observa que aun cuando sea más fácil hallar mediante un análisis el contenido, el «núcleo terrenal» de las brumosas apariencias de la religión, el único método materialista, «y por consiguiente científico», es adoptar el camino inverso que permita a partir del análisis de las condiciones reales de la vida desarrollar las formas divinizadas que les corresponden.

¿El eurocentrismo? La última explicación del soslayamiento de Marx apela al socorrido argumento del supuesto desprecio «eurocéntrico». Si dejamos de lado esa noción pedestre del concepto que se funda en la idea de una ontológica «ininteligibilidad» del mundo no europeo por la cultura occidental –idea esta profundamente arraigada en América Latina, en cuanto mundo de naciones aún en búsqueda de una identidad propia siempre evanescente e indeterminada–, nos queda de todas maneras la fundamentación que el concepto recibe por parte de quienes, colocados en una perspectiva distante de la romántica-nacionalista que la visión de eurocentrismo conlleva, enfatizan el hecho indiscutible de un Marx pensador de su tiempo y poseído, como es lógico, de una creencia nunca puesta en cuestión en el progreso, en la necesidad del dominio del hombre sobre la naturaleza, en la revalorización de la tecnología productiva, y en una laicización de la visión judeocristiana de la historia. A partir de este basamento cultural, definido como un típico «paradigma eurocéntrico», Marx habría construido un sistema categorial basado en las determinantes contradicciones de clase que debía necesariamente excluir aquellas realidades que escapaban al modelo. La contradicción subyacente entre un modelo teórico-abstracto y una realidad concreta irreductible a sus parámetros esenciales explicaría, por tanto, la exclusión de América. Marx no podía ver detrás del caos, del azar y de la irracionalidad, el proceso de devenir naciones de los pueblos latinoamericanos, porque su perspectiva capitalístico-céntrica se lo vedaba. Una construcción teórica como la suya, basada en la modalidad particular que adquirió la relación Nación-Estado en Europa, determinaba necesariamente una concepción de la política, del Estado, de las clases, y más en general del curso histórico de los procesos que no encontraba réplica cabal en América Latina.

Actitud política desviante

Confieso que esta explicación me resulta insatisfactoria por diversas razones, la principal es la de que acaba por convertir a Marx en un pensador esclavo de su teoría y a esta en un sistema cerrado e impermeable a la irrupción de la historia. Creo encontrar en Marx fuertes descentramientos de sus hipótesis que no podrían ser entendidos y evaluados en su real significación si aceptáramos tal explicación. Cito solamente algunos casos:

a) el viraje estratégico de los años 70 en torno del privilegiamiento de la independencia de Irlanda como elemento motriz de la revolución en Inglaterra; 

b) el rechazo explícito en los años 70 de la idea de un camino unilineal de la historia basado en la expansión capitalista y de la reducción de su teoría a una filosofía de la historia omnicomprensiva; 

c) el reconocimiento de la potencialidad de la comuna agraria como vía no capitalista para el tránsito a una sociedad socialista; 

y d) el privilegiamiento de la autonomía de la política en sus análisis concretos, privilegiamiento que impregna fuertemente todos sus escritos políticos desde los años 50.

Pienso que cualquier estudio que se haga sobre su obra debe necesariamente ser capaz de integrar tales perspectivas que parecen contradecir una lectura en clave sistémica de tal obra.

Es debido a esta y otras razones por las que creo encontrar en la diatriba de Marx contra Bolívar elementos para fundar una interpretación que privilegie en cambio la presencia en sus reflexiones de una previa y prejuiciosa actitud política desviante de su mirada. La caracterización de Bolívar como delator, oportunista, incapaz, mal estratega militar, autoritario y dictador, y su identificación con el haitiano Soulouque, encontraba luego el tercero y verdadero término de comparación en el denostado Luis Bonaparte, contra cuyo régimen Marx desplegó toda su capacidad de análisis teórico y denuncia política, y todas sus energías de combatiente.

El rechazo del bonapartismo como obstáculo esencial para el triunfo de la democracia europea, el temor por las consecuencias políticas de la apertura hacia América de Napoleón III y la identificación de Bolívar como una forma burda de dictador bonapartista fueron los parámetros sobre los que Marx construyó una perspectiva de análisis que unió a la hostilidad política una irreductible hostilidad personal. Este cabal prejuicio político pudo operar como un reactivador en su pensamiento de ciertos aromas ideológicos que, como aquella idea hegeliana de los «pueblos sin historia», constituyeron dimensiones nunca extirpadas de su mirada del mundo. Y es indudable que tal idea subyace en su caracterización del proceso latinoamericano, aunque nunca –como en otros casos– haya sido claramente expresada; es indudable que más por lo no dicho que por lo dicho podemos descubrir en Marx la consideración de los pueblos de la América hispana como conglomerados humanos carentes de potencialidad propia y, podríamos decir, de esa masa «crítica» siempre necesaria para la constitución de una nación legitimada en sus derechos de existencia.

Paralelamente con la resurrección positiva de esta idea hegeliana, el síndrome bonapartista hace aflorar también con fuerza su viejo rechazo juvenil al postulado de Hegel que coloca al Estado como instancia productora de la sociedad civil. Si el supuesto era la inexistencia de la nación, Marx no podía visualizar de otra forma que como presencia omnímoda y no racional –también en sentido hegeliano– del Estado sobre los esbozos de sociedad civil los procesos en curso en América Latina desde las guerras de Independencia, procesos en los que el Estado cumplía indudablemente un papel decisivo en la modelización de la sociedad. Marx no logró ver en ellos la presencia de una lucha de clases definitoria de su «movimiento real» y por lo tanto fundante de su sistematización lógico-histórica. A partir de lo cual no pudo caracterizar en su personalidad propia, en su sustantividad y autonomía, una realidad que se le presentaba en estado magmático.

La revolución como separador de las aguas

Las condiciones de constitución de los Estados latinoamericanos y las primeras etapas de su desarrollo independiente eran tan excéntricas de los postulados de Marx respecto de la relación entre Estado y sociedad civil, que solo podían ser descubiertas en su positividad si Marx hubiera empleado frente a ellas un tipo de razonamiento como el que utilizó para el caso de España o del asiatismo ruso-mongol, pero en la medida en que las consideró como la potenciación sin contrapartida del bonapartismo y de la reacción europea, el resultado fue su soslayamiento. Es por esto que me siento inclinado a pensar que América Latina no aparece en Marx desde una perspectiva «autónoma» no porque la modalidad particular de la relación Nación-Estado desvíe su mirada, ni porque su concepción de la política y del Estado excluya la admisión de lo diverso, ni tampoco porque la perspectiva desde la cual analiza los procesos lo conduzca a no poder comprender aquellas sociedades ajenas a las virtualidades explicativas de su método. Ninguna de estas consideraciones, por más presentes que estén en Marx y que influyan sobre la manera de situarse frente a la realidad, me parecen suficientes por sí mismas para explicar el fenómeno. Todas ellas, curiosamente, menosprecian la perspectiva política desde la cual Marx analiza el contexto internacional, al mismo tiempo que critican la supuesta ausencia en él de una admisión de la «autonomía» de lo político como consecuencia de la rigidez de su método interpretativo. No eran esquemas teóricos definidos, sino más bien opciones estratégicas consideradas como favorables a la revolución, lo que llevaba a Marx a privilegiar campos o a jerarquizar fuerzas. La matriz de su pensamiento no era por tanto el reconocimiento indiscutido del carácter progresivo del desarrollo capitalista, sino la posibilidad que este abría para la revolución. Es la revolución el sitio desde el cual se caracteriza la «modernidad» o «atraso» de los movimientos de lo real. Y porque esto es así, la bendición o maldición marxista cae de manera aparentemente caprichosa sobre los hechos. Aun aceptando el carácter «progresivo» del capitalismo, es la Inglaterra «moderna» la que resulta denostada por Marx a causa de su entendimiento con el baluarte reaccionario del zarismo. El contexto internacional no puede ser analizado, en consecuencia, única y exclusivamente a partir de la confianza –presente en Marx– del determinismo del desarrollo de las fuerzas productivas. Requiere de otras formas de aproximación que permitan visualizar aquellas fuerzas que, puestas en movimiento por la dinámica avasalladora del capital, tiendan a destruir todo lo que impide el libre desenvolvimiento de los impulsos de la sociedad civil. Porque el desarrollo del modo capitalista de producción sucede sobre un mundo profundamente diverso y diferenciado, tratar de mostrar y de mutar la proteiforme realidad de este obliga a dejar de lado cualquier pretensión de unificarlo de manera abstracta y formal y abrirse a una perspectiva micrológica y fragmentaria.

En la enumeración material de lo que es verdaderamente está encerrada la posibilidad de aferrar la realidad histórica concreta para potenciar una práctica transformadora. Es desde la política, desde la admisión de la diversidad de lo real, desde la presentación de los elementos contiguos de la historia social de su tiempo, como Marx intenta fundar una lectura que descubra en los insterticios de las sociedades las fisuras por donde se filtre la dinámica revolucionaria de la sociedad civil. Tal es la razón de por qué sus análisis de «casos» nacionales no parecen obedecer a «procesos globales», «mediaciones» o «totalizaciones» que otorguen un sentido único, un orden de regularidad, a sus movimientos. Por cuanto no existe en él una teoría sustantiva de la «cuestión nacional», los momentos nacionales son solo variables de una política orientada a destruir todo aquello que bloquea el desarrollo del progreso, concepto este en el que Marx siempre incluye al movimiento social que pugna por la transformación y la conquista de la democracia. En última instancia, las naciones que realmente interesan a Marx son las que, desde su perspectiva, pueden desempeñar tal función histórica.

Como América Latina fue por él considerada desde la perspectiva de su real o imaginaria función de freno de la revolución española, o como Hinterland de la expansión bonapartista, su mirada estuvo fuertemente refractada por un juicio político adverso; procedimiento que se torna muy evidente e irritante en su escrito sobre Bolívar. El hecho de que a partir del reconocimiento de una perspectiva basada en lo que califico de prejuicio político podamos rastrear luego hasta dónde tal prejuicio se alimentó de aromas ideológicos, de concepciones teóricas y de ideas adquiridas en su formación ideológica y cultural, no invalida la necesidad de privilegiar una dirección de búsqueda más acorde con el sentido propio de la obra de Marx.

La compleja relación entre presencias y ausencias de determinadas perspectivas en el tratamiento de realidades de algún modo aproximables –la noción misma del «mercado mundial» sienta las bases para tal aproximación y las condiciones de existencia de una «historia mundial»– no debe ser resuelta apelando a categorizaciones que condicionen la obra de Marx en un sentido general. Y tal es el riesgo que conlleva la aplicación a su pensamiento de una noción general y confusa como la de europeísmo. Una lectura contextual como la que he intentado hacer sobre este tema instaura la posibilidad de que sus textos puedan iluminarse mutuamente, mostrando las fisuras e insterticios que grafican la presencia –a diferencia de lo que siempre se pensó– de un pensamiento fragmentario, refractario a un sistema definido y congelado de coordenadas. Es verdad que existen en el mismo Marx fuertes elementos para concebirlo como un genial creador de sistemas; pero visto de ese modo terminaría siendo un epígono de la civilización burguesa, el constructor de una nueva teoría afirmativa del mundo, y no, como quiso ser, el instrumento de una teoría crítica. Si como puede probarse Marx pareciera ser europeísta en un texto al tiempo que resultaría arbitrario designarlo como tal en otro, la explicación debe ser buscada fuera de esta noción y de la ciega fe en el progreso que la alimenta. Marx, es cierto, se propuso descubrir la «ley económica que preside el movimiento de la sociedad moderna», y a partir de ella explicar el continuum de la historia como «historia» de los opresores, como progreso en apariencia automático. Pero el programa científico instalaba este momento cognoscitivo en el interior de una radical indagación que permitiera develar en la contradictoriedad del «movimiento real» las fuerzas que apuntaban a la destrucción de la sociedad burguesa, o sea revelar el sustancial discontinuum que corroe el proceso histórico. Utilizando una aguda observación de Benjamin, se puede afirmar que el concepto de progreso cumple en Marx la función crítica de dirigir la atención de los hombres a los movimientos retrógrados de la historia, a todo aquello que amenaza hacer estallar la continuidad histórica reificada en las formas de la conciencia burguesa. Contra la idea «marxista» de que los destinos debían cumplirse (Que les destinées s’accomplissent! escribía Engels al revolucionario ruso Danielson recordándole la inevitabilidad del progreso histórico), Marx defendía la necesidad y la posibilidad de evitarlos.

La sustitución del movimiento real por un falso héroe

La descalificación de Bolívar tenía consecuencias que Marx no sorteó y de las que, en realidad, jamás tuvo conciencia. El resultado fue la incomprensión del movimiento latinoamericano en su autonomía y positividad propia. Dejándose llevar por su odio al autoritarismo bolivariano, visto como una dictadura personal y no, como quizás fue, una dictadura «educativa» impuesta de manera coercitiva a masas que se pensaba inmaduras para una sociedad democrática, Marx dejó de considerar aquellos aspectos de la realidad que su propio método lo condujo a explorar en otros fenómenos sociales que analizó: la dinámica real de las fuerzas sociales, aquellos movimientos más orgánicos de la sociedad que el tumultuoso ocurrir de los hechos ocultaban detrás de la superficie. Es por esto que nos sorprende que no haya prestado atención alguna a las referencias que en algunas de las obras que consultó se hacen sobre la actitud de los distintos sectores sociales hispanoamericanos ante la guerra de independencia; las rebeliones campesinas o rurales contra las elites criollas que dirigieron la revolución; la endeblez de las apoyaturas políticas de dichas elites entre los sectores populares de la población, y más en particular entre los negros y los indios, quienes en muchos casos sostuvieron la causa de los españoles; el alcance de la abolición del pongo y de la mita; la distinta característica de las guerras de independencia en las regiones del Sur, donde las elites urbanas habían logrado mantener el control del proceso evitando el peligro de una abierta confrontación entre pobres y ricos, y en México, donde la Revolución comenzó siendo una rebelión generalizada de campesinos e indígenas.

Marx no comprendió que si el movimiento independizador estaba enfrentado a tan complejas y peligrosas alternativas, en un momento de clausura de la etapa revolucionaria en Europa y de plena expansión de la restauración conservadora, la forma bonapartista y autoritaria del proyecto bolivariano no expresaba simplemente, como creyó, las características personales de un individuo, sino la debilidad de un grupo social avanzado que en un contexto internacional y continental contrarrevolucionario solo pudo proyectar la construcción de una gran nación moderna a partir de la presencia de un Estado fuerte, legitimado por un estamento profesional e intelectual que por sus propias virtudes fuera capaz de conformar una opinión pública favorable al sistema, y por un ejército dispuesto a sofocar el constante impulso subversivo y fragmentador de las masas populares y de los poderes regionales. Por todo esto es posible afirmar que, dejando a un lado lo que constituía la forma mentis de su modo de abordar los procesos sociales, Marx sustantivó en la persona de Bolívar lo que de hecho se negó a ver en la realidad de Hispanoamérica: las fuerzas sociales que conformaban la trama de la historia. De modo idealista, reproduciendo un mecanismo que tan brillantemente criticara en Víctor Hugo, el movimiento real fue sustituido por las desventuras de un falso héroe.

La presencia obnubilante de los fenómenos del populismo que caracterizan la historia de los países americanos en el siglo XX llevó curiosamente a cuestionar como formas de «eurocentrismo» la resistencia a las modalidades bonapartistas y autoritarias que signan nuestra vida nacional. El resultado fue una fragmentación cada vez más acentuada del pensamiento de izquierda, dividido entre una aceptación del autoritarismo como costo ineludible de todo proceso de socialización de las masas, y un liberalismo aristocratizante como único resguardo posible de toda sociedad futura, aun al precio de enajenarse el apoyo de las masas. Aceptar la calificación de eurocéntrico implica en nuestro caso soslayar el filón democrático, nacional y popular que representa una parte inseparable del pensamiento de Marx. Si es innegable que el proceso de configuración de las naciones latinoamericanas se realizó en gran medida a espaldas y en contra de la voluntad de las masas populares, si pertenece más bien a la historia de los vencedores antes que a la de los vencidos, cuestionar la idea cara a la II y a la III Internacional de la progresividad en sí del desarrollo de las fuerzas productivas y de las formaciones estatales significa de hecho reencontrarse con ese filón democrático y popular del marxismo para encarar un nuevo modo de apropiación del pasado. Problematizar las razones de la resistencia de Marx a incorporar a sus reflexiones la realidad del devenir Estado de las formaciones sociales latinoamericanas no es, por esto, un mero problema historiográfico o un estéril ejercicio de marxología, sino una de las múltiples formas que puede, y yo diría más bien debe, adoptar el marxismo para cuestionarse a sí mismo.

Los puntos límites como puntos de partida

Estas son las razones por las que creo que es un camino inconducente atribuir a un supuesto «europeísmo» de Marx su paradójico soslayamiento de la realidad latinoamericana. Inconducente, porque clausura un nudo problemático que solo a condición de quedar abierto libera las capacidades críticas del pensamiento de Marx para que puedan ser utilizadas en la construcción de una inédita capacidad de representar lo real, de una nueva racionalidad que nos permita leer aquello que, como recordaba Hofmannsthal, «jamás fue escrito».

Únicamente si la investigación marxista avanza a contrapelo en la historia puede cuestionar un patrimonio cultural que reclama siempre el momento destructivo para que la memoria de los sin nombre atraviese una historia que en la conciencia burguesa es siempre el cortejo triunfal de los vencedores. Es en los puntos límites de su pensamiento donde podemos encontrar todo aquello que Marx aún nos sigue diciendo. Pero esta tarea es posible solo porque siendo un pensador que alcanzó una aguda conciencia de la crisis fue capaz de leer en el libro de la vida la pluralidad de las historias que fragmentan un mundo que se propuso destruir, para que la posibilidad del futuro pudiera abrirse paso.

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Nota: Este trabajo, con algunas correcciones y agregados, reproduce la ponencia presentada en el Congreso Internacional «Karl Marx en África, Asia y América Latina», organizado por la Fundación Friedrich Ebert, en colaboración con la Comisión Alemana de la Unesco en Tréveris (RFA), del 14 al 16 de marzo de 1983.



  • 1.

    ¿No es sorprendente la abusiva reiteración con que siempre se recuerdan estos juicios tempranos (1847) de Engels y de Marx como si fueran los únicos que hubieran emitido sobre las conflictivas relaciones entre México y EEUU? V. al respecto las siempre útiles reflexiones de Gastón García Cantú: El socialismo en México, Era, México, 1969, pp. 186-198 y 464-469 y en este número de Nueva Sociedad el trabajo «Marx y México» (1983, p. 66) de Jesús Monjarás Ruiz, como texto preliminar de su estimulante estudio sobre los textos éditos e inéditos de Marx y Engels referidos a América Latina.

  • 2.

    Tal como lo he mostrado en mi libro Marx y América Latina (Cedep, Lima, 1980, y Alianza Editorial, México, 1982), del que el presente trabajo es en realidad una síntesis.

  • 3.

    Maximilien Rubel: «Avant-propos» a «Bolívar y Ponte» en Cahiers de Marxologie, t. II, Nº 12, diciembre de 1968, p. 2429.

  • 4.

    Manuel Sacristán: «Prólogo a Marx y Engels» en Revolución en España, Ariel, Barcelona, 1970, p. 14.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 66, Mayo - Junio 1983, ISSN: 0251-3552


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