Las relaciones peligrosas de Jair Bolsonaro
abril 2020
La crisis del coronavirus no solo demostró la impericia de Bolsonaro: también desnudó su relación con las milicias, las organizaciones parapoliciales que dicen combatir el narcotráfico y en muchos casos actúan como verdaderos «Estados paralelos» y reparten kits médicos e información sobre el coronavirus. En este contexto, la estruendosa renuncia del ministro de Justicia Sérgio Moro desencadenó una verdadera crisis política con final incierto.
La «coronacrisis» ha tenido múltiples expresiones en Brasil. Primero, se produjo la minimización (cuando no negación) de la pandemia por parte del presidente Jair Bolsonaro. Luego, cuando la gravedad del asunto comenzó a hacerse visible, se produjeron conflictos dentro del gobierno debido a la mala gestión. Finalmente, Bolsonaro terminó echando a su ministro de Salud Luiz Henrique Mandetta. Sin embargo, existen otros aspectos de la «coronacrisis» que han estado presentes durante este tiempo. Se trata de aspectos serios y que hacen a la situación de seguridad de la población y a las precauciones médicas de la ciudadanía. Una de ellas es la coexistencia entre la gestión pública y la gestión ilegal del territorio urbano brasileño, sobre todo en el área metropolitana de Río de Janeiro. En las favelas de la región, la presencia de agentes de salud del Estado (que distribuyen kits higiénicos e informaciones sobre la pandemia) convive con las acciones de grupos narcotraficantes y milicianos que establecieron reglas propias para imponer la cuarentena y otras medidas precautorias. Estos sucesos se dan en un momento en que el gobierno federal encabezado por Bolsonaro se niega a aceptar la gravedad de la pandemia de Covid-19, lo que provocó choques con los gobiernos estaduales y con parte de sus propios ministerios y erosionó con rapidez su base de apoyo entre políticos civiles, militares y parte de la ciudadanía.
La polémica alrededor de la «coronacrisis» se produjo justo en el momento en que la familia Bolsonaro estaba siendo apuntada por sus relaciones con los milicianos de Río de Janeiro. Las milicias son organizaciones formadas por ex-policías y policías en actividad, militares, ex-integrantes de las fuerzas de seguridad y bomberos, que crecieron en la década de 1990 (aunque su formación data de la época de la dictadura), con la presunta misión de combatir el narcotráfico.
A diferencia de los grupos de paramilitares de otros países de la región, las milicias se presentaron como «garantes de la seguridad» en los territorios más complejos, entre los que se destacan las favelas de Río de Janeiro. Su accionar, sin embargo, dista mucho de ser el de servidores comunitarios. Son, más bien, lo contrario: amparados en la lucha contra los narcos, estos grupos extorsionan a la sociedad civil y ofrecen desde servicios e insumos médicos hasta redes de internet. Los milicianos se valen de los «aportes» (obviamente obligatorios, aunque no los presenten así) de los ciudadanos y ciudadanas. Constituyen verdaderos Estados paralelos en los territorios que ocupan. Y tienen, por supuesto, poder de fuego. Son esas milicias las que ahora están «haciéndose cargo» de la crisis del coronavirus en diversos territorios del país.
Las acusaciones de familiaridad de los Bolsonaro con el crimen organizado habían sido la principal fuente de inestabilidad política en Brasil hasta el comienzo de la pandemia. La percepción de que hay una vinculación más fuerte entre el accionar policial, el parapolicial y el crimen organizado en el gobierno de Bolsonaro se refleja en numerosas informaciones. En 2008, cuando era diputado, Bolsonaro aseguró que las milicias eran necesarias y que los congresistas preferían atacarlas antes que a los narcotraficantes. «Ningún diputado local hace campaña para reducir el poder de fuego de los narcos y la venta de drogas en nuestro Estado. No. Quieren atacar a los milicianos, que ahora son un símbolo de la maldad, peores que los narcos», afirmó.
Hace apenas un año se descubrió, además, que Flávio Bolsonaro, el hijo mayor del presidente, tenía conexiones directas con la familia del ex-capitán de la Policía Militar de Río de Janeiro, Adriano Magalhães da Nóbrega, sindicado como el presunto jefe de una de las milicias más temerarias del país a la que se conocía como la «Oficina del Crimen». Nóbrega fue asesinado en enero de este año en un tiroteo con policías mientras se encontraba en una finca. Flávio Bolsonaro había tenido como empleadas en su oficina de diputado (hasta 2018) a su madre y a su esposa. Poco después del asesinato, el propio presidente Jair Bolsonaro, que no se manifiesta en relación con Franco, pidió una «pericia independiente» para el asesinato de Nóbrega. Ese pedido es raro, por no ser competencia del presidente de la República.
Diputado desde 2002 y senador desde 2018, Flávio Bolsonaro se hizo conocido por sus discursos en defensa de las milicias y por haber condecorado a policías militares que después fueron expuestos como miembros protagónicos de grupos milicianos y escuadrones de la muerte. Durante los mandatos del hijo del presidente en la Asamblea Estatal, surgieron denuncias involucrándolo en el lavado de dinero y con miembros de la «Oficina del Crimen» de Nóbrega.
El principal gerente del esquema de lavado habría sido el asesor de Flávio Bolsonaro, un ex-policía militar llamado Fabricio Queiróz, que está prófugo desde 2018. En 2004, Flávio Bolsonaro le entregó la «moción de congratulación» al mayor de la Policía Militar (PM) Ronald Pereira por haber asesinado a un líder narco. Desde 2019 está en la cárcel por su supuesta participación en el asesinato de Marielle Franco. Además, en 2005, Flávio Bolsonaro homenajeó a Nóbrega con el más grande de los honores del estado de Río de Janeiro: la Medalla Tiradentes. En ese momento, Nóbrega estaba preso, acusado de asesinar a un «trapito» o «cuidacoches». Los dos, Pereira y Nóbrega, pronto se convirtieron en los principales líderes de la «Oficina del Crimen» que, como se ha mencionado, es una de las milicias más fuertes de Río, y con particular actuación en Río de las Piedras, el barrio en el que Bolsonaro hijo conquistó más votos para el Senado en 2018.
La repercusión del asesinato de la concejala Franco en marzo de 2018 fue, de hecho, el punto de inflexión en la legitimidad nacional de las milicias y de los justicieros individuales contra una ley percibida como «incapaz de garantizar la paz social». Ese proceso encontró dinámicas locales similares en todo el país. Por un lado, no hay forma de afirmar una ligazón directa entre el asesinato de la concejala socialista y el presidente Bolsonaro. Por otro, la participación de la esposa y de la hija del jefe de la milicia de los acusados de matarla como empleadas en la oficina de Flavio Bolsonaro no deja de ser llamativa. A eso se suman la relación amorosa del hijo más joven del presidente con la hija del acusado de disparar contra Marielle Franco, y la actitud burlona de los asesores de Jair y Flávio Bolsonaro y de sus partidarios sobre la muerte de la edil y activista, lo que habla de la familiaridad del grupo del presidente con sectores de las milicias.
Sin embargo, la conmoción alrededor de la muerte de Nóbrega y de sus relaciones con la familia Bolsonaro tuvo vida breve. Llegaba el Covid-19, la polémica se disipó. Aun así, las relaciones siguieron evidenciándose, dada la existencia de un «Estado paralelo» conformado por las milicias en los barrios populares actuando frente a la pandemia.
La elección de Bolsonaro a la Presidencia de la República representó un cambio de actores dentro de los grupos articuladores de la política nacional que ya se ensayaba desde el impeachment a la presidenta Dilma Rousseff. Se trata de una verdadera ruptura con el ciclo de Luiz Inácio Lula da Silva y Rousseff, pero también con el ciclo más largo que incluye los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso. Parte de ese proceso llevó a un uso cada vez más importante del dispositivo constitucional que permite la intervención de fuerzas federales en temas de seguridad pública. En 2018, la federalización de la gestión de la seguridad pública en Río de Janeiro –lo que redundó en la intervención del gobierno– representó el reconocimiento oficial de que, en Río, las instituciones tradicionalmente responsables de garantizar cierto equilibrio en la seguridad eran ellas mismas parte del problema. Las milicias crecieron en este contexto.
El proceso por el cual las milicias pasaron a ser reconocidas como actores centrales por parte del gobierno de Bolsonaro se fundamenta en un criterio ideológico netamente derechista. El bolsonarismo intenta mostrar, tanto con sus discursos como con sus prácticas, que la «justicia» y la «ley» no están en sintonía. Esto ha quedado claro con la incorporación de Sérgio Moro, el juez que llevó a Lula da Silva a prisión, como ministro de Justicia y Seguridad Pública, pero también con otras políticas adoptadas. La idea básica del bolsonarismo es que para hacer lo que ellos mismos consideran «justicia» no alcanza el orden constitucional. Así, las instancias jurídicas son burladas, sus mecanismos distorsionados, o simplemente no se interfiere en la acción de sicarios individuales o asesinos involucrados con las milicias.
Mientras enfrenta una grave crisis de legitimidad por la gestión de la crisis del coronavirus, Bolsonaro busca garantizar el apoyo de su base electoral. El 17 de abril de 2020, revocó dos normativas que reglamentaban el control de armas de fuego. La primera establecía el sistema de rastreo de armas usadas por el Ejército, mientras que la segunda imponía la identificación y la clasificación de las armas de fuego producidas en Brasil para el mercado interno, las destinadas a la exportación y las importadas. Es importante saber que, tras el asesinato de Marielle Franco, la policía encontró más de 100 fusiles contrabandeados escondidos en la vivienda del vecino de Bolsonaro, sospechoso de haber disparado contra la concejala. Una decisión como esta, en periodo de fragilidad política, hace sonar las alarmas de la familiaridad de los Bolsonaro con el crimen organizado, pues es precisamente el tráfico de armas el principal acto que ha llevado milicianos a la cárcel. Ante el monumental desafío de contener y combatir la pandemia, el presidente invierte demasiado tiempo y capital político en temas que pueden operar en favor del crimen organizado en Brasil.
La mañana del 24 de abril, el ministro Moro se presentó en rueda de prensa comunicando su salida del gobierno de Bolsonaro. Famoso por haber sido el juez de la operación Lava Jato, Moro aceptó su cargo para combatir, según sus propios dichos, contra el crimen organizado y la corrupción, y recibió «carta blanca» de Bolsonaro para llevar adelante su tarea. Sin embargo, Moro ha presentado una lista de presiones directas de Bolsonaro como la demanda de informes de inteligencia que involucraban investigaciones contra sus hijos y pedidos de cambio de comisarios locales de la Policía Federal (entidad vinculada al Ministerio de Justicia), incluyendo al comisario de Río de Janeiro, donde se investiga el asesinato de Franco, entre otros crímenes asociados a la familia Bolsonaro. Según Moro, el punto más álgido del conflicto con el presidente llegó el 23 de abril, cuando Bolsonaro habría exigido la exoneración del comisario general de la Policía Federal Mauricio Valeixo. Moro se enfrentó a esa decisión. No obstante, a la mañana siguiente, el Diario Oficial de la Unión publicó la exoneración con la firma digital de Moro que, en su rueda de prensa, negó haber firmado el documento.
El mismo 24 de abril, Bolsonaro convocó a una conferencia de prensa en la que se presentó junto a todo su gabinete. En su comparecencia, el mandatario admitió haber interferido en las investigaciones de la Policía Federal, como si eso fuese algo a su alcance (y no constituyera la confesión de un delito). Afirmó, además, que Moro pareció prestar más atención a las investigaciones del caso Franco que a las relacionadas con el atentado sufrido por el entonces candidato Bolsonaro en 2018, un caso que en verdad ya está resuelto. El presidente, sumergido en una fuerte crisis política, terminó su discurso defendiendo sus tradicionales temas morales conservadores, como el combate a la «ideología de género» o el presunto «comunismo» presente en las universidades públicas. Mientras hablaba, los números relacionados con la pandemia de Covid-19 alcanzan más de 3.400 muertos y 51.000 infectados, con claros indicios de subestimación estadística. Mientras hablaba, los cacerolazos se extendían en las principales ciudades de Brasil. El escenario está abierto. Nadie sabe cómo seguirá la historia en los próximos días. El apoyo militar y el alineamiento de los partidos en el Congreso serán parte de las claves, mientras algunos levantan la bandera de un impeachment por ahora incierto.