La calle bolsonarista: entre la lucha y el luto
abril 2024
El 25 de febrero de este año, el bolsonarismo recuperó las calles. Aunque luego de esa protesta ha producido otros actos, aquel evento es vital para comprender la dinámica de una dirigencia de extrema derecha que pretende avanzar políticamente, pero que se encuentra acorralada judicialmente por su participación directa en el intento de fraguar un golpe para evitar la vuelta de Luiz Inácio Lula Da Silva a la presidencia.
Uno de los principales objetivos de Jair Bolsonaro de cara a la manifestación del 25 de febrero de 2024 era producir una «fotografía para el mundo». Pretendía lograr una ocupación masiva de la Avenida Paulista (la más importante de San Pablo) en defensa del Estado democrático de derecho, pero esa defensa se basa en su interpretación de que el Estado, como dice la máxima de Luis XIV, es él. El 25 de febrero era la fecha elegida, aquella en la que la extrema derecha debía volver a aparecer fuertemente en la esfera pública tras su derrota electoral de 2022, el asalto a las instituciones de Brasilia y las acusaciones de golpismo contra el propio ex-presidente.
La búsqueda de responsables por los actos de vandalismo y profanación cometidos el 8 de enero de 2023 en Brasilia obligó a los extremistas a desarrollar un vergonzante repliegue que se extendió durante un año entero y que implicó que las convocatorias del campo reaccionario a manifestaciones y protestas lograran resultados módicos o insignificantes. Pero la resaca del estigma y la vergüenza tras lo que he venido llamando el «Capitolio brasileño» fue, en cierto modo, superada con la protesta masiva del domingo 25 de febrero de este año. En palabras que pude oír de un eufórico muchacho que ese día estaba transmitiendo en vivo desde su celular: «La cosa es así: ¡volvimos!».
Pero ¿acaso el único patrón para evaluar los efectos políticos de esa animada reunión dominical es la cantidad de manifestantes? Para interpretar lo que ocurrió entonces y lo que puede ocurrir en este tiempo, hay que tomar en cuenta otros elementos. A tal fin, voy a recurrir a una metodología de observación de manifestaciones públicas que vengo perfeccionando desde hace diez años, y que se basa en la descripción densa de los discursos, los símbolos y las emociones desplegados en la manifestación.
Cuando la cantidad se vuelve calidad
Las protestas bolsonaristas de noviembre y diciembre de 2023 fueron muy curiosas. Por primera vez incluyeron un camión con un sistema de sonido unificado, lo que alteró profundamente su dinámica. La extrema derecha parecía apropiarse de un recurso de la izquierda institucional, buscando emular un acto electoral, con una importante presencia de políticos profesionales, pero sin contar aún con la presencia de su líder. En noviembre, el ritual político organizado por el pastor evangélico Silas Malafaia logró cierto éxito, debido a la transformación en mártir de Cleriston Pereira da Cunha, uno de los detenidos por el asalto a la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia –producida el 8 de enero de 2023–, que murió en la cárcel tras una repentina enfermedad. Sin embargo, la manifestación realizada en el mes de diciembre destinada a bloquear el nombramiento de Flávio Dino -un ex-ministro de Lula- para el Tribunal Supremo (STF), fue un fracaso rotundo: un acto pequeño, burocrático y tedioso, sazonada con parlantes y letras de samba escritas para la ocasión pero que nadie conocía.
El acto del 25 de febrero volvió a exhibir un carro de sonido unificado, solo que esta vez la estructura era más grande y contemplaba a los distintos líderes políticos que se movilizaban para demostrar su apoyo y su alineación con Bolsonaro. Sorpresivamente, quedaba superada la dinámica burocrática de diciembre. ¿Qué había pasado en el medio?
El primer factor a destacar es que la convocatoria provino del propio Bolsonaro. Como escuché de una mujer en una calle paralela a Avenida Paulista: «Esta vez no es espontáneo, esta vez nos convocaron». Todos los manifestantes alimentaban la expectativa de que el ex-presidente se hiciera presente. Mientras circulaba, pude oír a varias personas diciendo cosas como «¡Ya llegó a San Pablo!» o «¡Ya está acá!». Cada helicóptero avistado generaba conmoción y la subsecuente esperanza de que el líder bajase del cielo. Pasadas las tres de la tarde, hora oficial del inicio del acto, escuché cómo una mujer en tono humorístico reclamaba: «Bueno, Bolsonaro, las tres son las tres, ya te pasaste 11 minutos!». Como veremos más adelante, tanta ansiedad por escuchar hablar a Bolsonaro hizo que la movilización se cargase de expectativas que finalmente no se cumplieron cuando, en efecto, Bolsonaro habló.
El segundo factor fue la propia masividad del acto. Las protestas de noviembre y diciembre habían sido pequeñas: 10.000 y 5.000 personas respectivamente, según el relevamiento del Monitor de Debate Político en el Medio Digital, mientras que en febrero el mismo Monitor estimó unos 185.000 manifestantes en el momento pico. Mi percepción desde el lugar lo corroboraba: en los reclamos anteriores no vi personas vestidas de verde y amarillo, los colores de la bandera brasileña, desplazándose por las calles, los restaurantes y las estaciones de metro, y mi acceso al centro del acto fue sencillo. Esta vez, en cambio, se me hizo difícil acercarme al camión de sonido, y la densidad de manifestantes llegaba a extenderse unas cinco cuadras por la Avenida, de modo que para avanzar tuve que caminar por calles paralelas.
El acto del 25 de febrero fue mucho más grande que los de finales de 2023 y fue, también, considerablemente más grande que los de finales de 2022 (septiembre y noviembre). Solo recuerdo la misma dificultad para circular en dos protestas masivas anteriores: la primera de la campaña pro-impeachment de la presidenta Dilma Rousseff, el 15 de marzo de 2015, y el acto del 7 de septiembre (Día de la Independencia) de 2021, con una convocatoria que la Policía Militar estimó en 125.000 asistentes. Respecto del 25 de febrero, la misma fuerza habló de 750.000 personas, duplicando la expectativa de Silas Malafaia y superando incluso las proyecciones más exageradas del abogado de Bolsonaro, Fabio Wajngarten, días antes del acto («500, 600, 700.000 personas»). Mi hipótesis sobre estas cifras es que están atravesadas por intereses político-partidarios: muy probablemente la Policía Militar (PM), que respondía al ex-gobernador del estado de San Pablo João Dória, subestimó el número de manifestantes en 2021, en tanto que la PM que responde al actual gobernador Tarcísio de Freitas infló la cantidad real –el primero era adversario de Bolsonaro, el segundo es su aliado–.
Como diría cualquiera que se lanza al pensamiento dialéctico, en determinadas circunstancias «la cantidad se vuelve calidad». La masificación no sirve solo para contrastar cifras y sancionar éxitos o fracasos: la concentración de personas genera vínculos y alimenta emociones. El hecho de que hubiera gente ocupando no ya la Avenida Paulista, sino varias de las perpendiculares y algunas calles paralelas, lejos del centro del acto y del despliegue sonoro, pero aun así participando desde sus lugares, también influye en la dinámica de la protesta.
Mientras yo me desplazaba con dificultad en una dirección o la otra, los temas de los que hablaban los manifestantes entre sí eran siempre los mismos: además de la expectativa de que se hiciera presente el líder, la gente estaba eufórica por la masividad del encuentro. En la entrada de una estación de metro a cuadras del núcleo de la concentración, una señora me detectó mientras miraba el flujo de gente que se desplazaba a mi lado y me dijo: «Deben ser 50 personas nomás, ¿no?». Su ironía encontró eco en una pareja: el hombre dijo «Seguro dicen que somos 50.000 como mucho»; su compañera agregó: «Son capaces de decir 5.000». Luego, ambos añadieron variaciones irónicas para nombrar a Datafolha, el instituto de encuestas del diario Folha de S. Paulo, un órgano centrista de la prensa dominante que para los bolsonaristas es indudablemente de izquierda: lo llamaron «Datafoi» [Data-fue] y «Datafoda-se» [Data-jódase].
Pero la masividad no solo tuvo el efecto de generar una sensación de triunfalismo. Personalmente, pude constatar algo que ya había observado en actos previos de la derecha y la extrema derecha: el foco de atención de los asistentes no suele centrarse en los discursos proferidos desde el centro del escenario (y que el sistema de sonido reproduce con mayor alcance), sino que se abre a conversaciones informales en los bordes de la protesta. La masividad alentó una sociabilidad distante e independiente del núcleo del acto (ubicado en la cuadra del Museo de Arte de San Pablo). Personas en movimiento o sentadas en la vereda fortalecían vínculos, conversando ya no entre amigos o colegas que habían ido juntos, sino entre gente que nunca se había visto antes, pero que ahora se reconocía en una identidad colectiva y una causa política común.
De la melancolía a la euforia
La casi impecable banda sonora que atravesó todo el acto fue el tercer y último factor que hizo posible borrar cualquier sombra de un tedioso acto burocrático-electoral: una omnipresente versión instrumental electrónica del funk «Baile de favela». Originalmente, esa composición de MC João, lanzada en 2015, se hizo conocida tanto por exaltar los bailes callejeros de las periferias de San Pablo como por su letra no carente de misoginia.
El acto del 25 de febrero no fue en absoluto la primera vez que esta melodía era usada para fines políticos, desde diversas posiciones ideológicas. A meses de su lanzamiento, en 2015, MC Foice y Martelo da Zona Sul ya habían subido a su canal de YouTube una versión politizada y paródica del tema, titulada «Escolas de luta». En vez de a bailar, la nueva letra, «de izquierda», instaba a movilizarse contra la llamada «reorganización escolar», un ambicioso y autoritario proyecto de reforma educativa conducido por Geraldo Alckmin (actual vicepresidente de Brasil) mientras era gobernador del estado de San Pablo y opositor a Lula y el Partido de los Trabajadores (PT). La letra original decía «Ella vino caliente / pero yo estoy hirviendo»; la nueva versión: «O Estado veio quente / Nóis já tá fervendo» [El Estado vino caliente / nosotros ya estamos hirviendo] y más adelante: «Mexeu com estudante / Vocês vão sair perdendo» [Se metieron con los estudiantes / van a salir perdiendo].
Junto con el panfleto «¿Cómo ocupar una escuela?» (traducción de un texto de la agrupación anarquista argentina Frente de Estudiantes Libertarios), el funk «Escola de luta» fue una brillante síntesis estética, lúdica y política, producida por un colectivo que ponía a disposición de los estudiantes secundarios distintos medios para lograr sus fines. Años después surgió otra versión politizada de «Baile de favela», grabada por MC Reaça para las elecciones de 2018. Esta exaltaba a Bolsonaro como militar y al ya fallecido filósofo de derecha Olavo de Carvalho, al tiempo que atacaba a la izquierda y en especial la «degeneración» del feminismo. Esta versión fue la que escuché en la protesta de bolsonarista mientras trataba de dejar atrás la Avenida Paulista entre la multitud. En rigor, escuché la música instrumental por los parlantes, que la pasaron sin letra; fueron los manifestantes quienes la corearon. Por ejemplo, uno cerca de mi que cantaba: «As minas de direita são as top mais bela / Enquanto as de esquerda tem mais pelo que cadela» [Las chicas de derecha son las más bellas / mientras que las de izquierda tienen más pelos que una perra]. El joven cantaba y su compañera y amigos lo alentaban riendo. Pudo ser solo un detalle sin mayores consecuencias políticas, pero algunas cosas en apariencia banales cobran relevancia sociológica en relación con los discursos políticos que las sustentan.
Para ampliar mis observaciones, di una vuelta por las manzanas próximas al núcleo del acto. Con muchísima suerte logré volver a la Avenida justo para el momento en que Bolsonaro se disponía a hablar. No estaba lo suficientemente cerca como para escucharlo con nitidez desde el camión donde hablaba, pero había equipos de sonido desperdigados que reproducían el discurso electrificado del ex-presidente. Rodeado de manifestantes, pude seguir en sus semblantes el modo en que recibían la palabra del líder. En un silencio mortal, todos cabizbajos, seguían el discurso con una mezcla de reverencia y concentración extrema. El estado de ánimo del público, más bien calmo, le aportaba un extra de melancolía a las palabras de Bolsonaro. Este se presentó como un perseguido (antes, durante y después de su gobierno) y afirmó que de ninguna manera se buscó un golpe militar a fines de 2022, ya que «un golpe son tanques en la calle». Sus referencias al estado de sitio, instrumento jurídico explícitamente incluido en la minuta del frustrado decreto golpista descubierto por la Policía Federal, fueron ambivalentes: primero dijo que el estado de sitio no se planteó, luego dijo que si se hubiese activado habría sido inconstitucional.
Esa ambivalencia discursiva es una muestra del equilibrio que actualmente debe hacer Bolsonaro al manifestarse, ya que precisa enviar mensajes en simultáneo para dos públicos divergentes. Tiene que enviar al sistema político, y sobre todo al judicial, señales opuestas a las que envia a su base de apoyo en 2022. El clamor por una intervención militar, las súplicas frente a los cuarteles del tipo «SOS Fuerzas Armadas» o «¡Salven la nación!» eran, justamente, un llamado a «poner los tanques en la calle». Según una encuesta de Atlas Intel realizada a comienzos de febrero de 2024, 36,3% de la población brasileña habría estado de acuerdo con un estado de sitio que evitase la asunción de Lula. En paralelo, Bolsonaro precisa transmitirle a su base de apoyo que sigue adherido a ella, a fin de que esta siga adherida a él. Los otros temas que abordó en su discurso incluyeron un llamado genérico a la «pacificación» y una propuesta concreta de amnistía a los «pobres desgraciados» presos tras el asalto del 8 de enero –un tema bastante minoritario entre los manifestantes: solo vi dos personas con remeras que decían «8 de enero #presospoliticos»–.
El rostro melancólico de los asistentes a medida que progresaba, frágil y aguado, el discurso de Bolsonaro, fue quedando gradualmente atrás, primero tras la irrupción de una melodía triunfal de fondo cada vez más alta, de un estilo que llamaba a la vez al fragor político y el culto religioso, pero que no lograba ser del todo eficaz. Ya cuando Bolsonaro terminó de hablar, entre los intensos aplausos resurgió radiante la versión electrónica de «Baile de favela», en un loop eterno que debe haber durado casi una hora.
Frente a una cierta decepción de las elevadas expectativas que había activado el discurso del líder, ese pasaje de la melancolía a la euforia fue el ápice de una gestión racional de las emociones, milimétricamente calculada por los organizadores del evento. Desde el arranque, cuando la música ya se había hecho oír, muchos jóvenes se veían animadísimos, como si estuvieran yendo a una fiesta al aire libre. Por lo demás, el «Baile de favela» fue tan central para el acto bolsonarista que hasta sustituyó al Himno Nacional como música de cierre, algo sumamente atípico y posiblemente inédito. La distancia frente al acto de diciembre de 2023 no podía ser más grande: no solo esta vez la dispersión posterior se desarrolló lentamente, sino que la gente se iba animada y empoderada. Al revés de lo que leí en redes sociales, no tuvo nada de «rave para la tercera edad». El funk transformado en música electrónica engendró en aquel momento una momentánea alianza intergeneracional: niños, jóvenes, adultos y ancianos bailando y aplaudiendo, para luego volver a sus casas con la sensación de deber cumplido y un sentimiento de victoria.
Los dilemas del campo reaccionario
El contraste entre el funk politizado de «Escola de luta» y la versión instrumental electrónica en el ritual orquestado por Silas Malafaia nos permite desentrañar los dilemas políticos que atraviesa el campo reaccionario brasileño. En ambos casos, las resignificaciones del «Baile de favela» demuestran inteligencia política, aunque de distintos modos. La parodia de MC Foice y Martelo fue la síntesis lúdica de un cambio táctico (la ocupación de escuelas como medio hacia el fin político del movimiento estudiantil) y una identificación colectiva: cualquier escuela que fuese ocupada podía volverse parte de las «escuelas de lucha» –no en vano ese es el título del libro que escribí con Antonia Malta Campos y Márcio Moretto Ribeiro sobre este movimiento de estudiantes secundarios–.
En cuanto al acto bolsonarista, la inexistencia de letra impidió que su potente transformación de las emociones tras el frustrante discurso de Bolsonaro se tradujese en una propuesta estratégica. Es decir que la melodía potente y eficaz no logró el estatus de un baile de lucha. Observo un desplazamiento en la extrema derecha desde el 8 de enero (e incluso antes, desde la asunción de Lula da Silva el 1 de enero de 2023): de la lucha (luta) al luto por el proyecto golpista. Imposible saber con exactitud qué hubo detrás de la elección de los organizadores de esa versión instrumental, o si fue pensada o aleatoria. Pero la historia está repleta de consecuencias no previstas por los sujetos. Así las cosas, es muy significativo que la producción de emociones positivas no haya ido acompañada por una propuesta clara de direccionamiento político para el futuro del campo reaccionario.
Sea como fuere, los manifestantes volvieron a sus casas energizados por la masividad y por la potencia sonora; la duda es en qué dirección podría canalizar toda esa energía Bolsonaro. Tras haberse apropiado de lo peor de los actos de la izquierda institucional (un camión de sonido y esa dinámica aburrida de los actos electorales), el campo reaccionario secuestró una canción que ya había sido políticamente apropiada con eficacia desde el campo de la izquierda autonomista.
Pero este deslizamiento derivó en una reproducción hueca, vacía de sentido político concreto: en vez de una inteligente propuesta de cambio estratégico capaz de sustentar una campaña en pro de la amnistía retrospectiva de los «presos políticos» del 8 de enero y una amnistía preventiva para el propio Bolsonaro, se produjo una suerte de hedonismo inmediatista: corazones latiendo al son electrónico en una felicidad a corto plazo, sin horizonte político de mediano y largo plazo.
El acto del 25 de febrero fue un éxito parcial, en tanto demostró fuerza cuantitativa (masividad) y cualitativa (emociones). Pero podría ser una victoria pírrica para Bolsonaro, ya que se hace cada vez más evidente que, ante el fracaso de la trama golpista de 2022, él y su entorno no tienen mucho que ofrecer en reemplazo de aquella esperanza mesiánica en una intervención militar.
Escuché a mucha gente reclamando en distintos tramos de la manifestación por la falta de más altoparlantes, bafles o pantallas que reprodujesen lo que pasaba en el camión de sonido. No era solo que el mensaje no se escuchaba bien en los rincones más alejados, sino que, además, la base de apoyo ya venía algo desmotivada por el hecho de que no «podía» llevar pancartas –Bolsonaro había pedido que no hubiese carteles o pancartas en contra de nadie–. La gente respondió al pedido, y de hecho casi no había carteles, algo sumamente atípico y que dificulta la circulación de mensajes políticos. Ni los líderes ni las bases tematizaron explícitamente cuáles serían los próximos pasos de acción colectiva del campo reaccionario. Aunque las charlas informales proliferaron al cierre del acto, solo logré escuchar en dos ocasiones algo así como la formulación de acciones concretas por delante, ambas surgidas de grupos aislados y posiblemente más radicalizados.
En un momento me crucé con un grupo de gente y escuché a un hombre pedir «cárcel para todos». Sobre el final de la jornada, mientras trataba de volver a casa (tuve que caminar varias cuadras hasta una parada de ómnibus mientras que los accesos al metro estaban desbordados de manifestantes vestidos de verde y amarillo), escuché a una señora decirles a sus amigas: «Mi hijo dice que hay que poner una bomba». Recordemos que en plena campaña golpista de rechazo a los resultados de la elección presidencial de 2022 fracasó un atentado terrorista en la víspera de Navidad: por poco no explotó una bomba instalada en un camión que transportaba combustible en dirección al aeropuerto de Brasilia. El objetivo era intensificar el caos por medio de acciones disruptivas y violentas para forzar una restauración del orden por parte de las Fuerzas Armadas.
Por primera vez en los últimos años, la paradoja que ponía a la izquierda en una posición de defensa del orden (de la ciencia, de la prensa, del sistema judicial, en suma, del sistema) y llevaba a la extrema derecha a un lugar de subversión, dejaba de ser productiva para los segundos. Hasta entonces, la extrema derecha surfeaba a gusto en aguas de un espíritu antisistema, como bien demostró Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha?, con un diagnóstico cercano al que desarrollamos con Camila Rocha y Esther Solano en The Bolsonaro Paradox.
Ahora, para que Bolsonaro modifique la incómoda y desfavorable correlación de fuerzas en el sistema político a partir de la política de las calles, necesitaría volver a flirtear con dar un paso más allá de las fronteras de la legalidad, la legitimidad y la resistencia. Para alcanzar su inédito objetivo de «pacificación» –inédito puesto que su estilo militar, retórico y político siempre fue agresivo, ofensivo y belicoso–, debería instigar y alimentar algo así como la guerra santa de 2022, construyendo una campaña basada en acciones directas cada vez más radicalizadas, que obviamente serían medios que erosionarían su supuesto fin. En este nuevo y paradójico escenario, para evitar su encarcelamiento, Bolsonaro podría acelerar su detención. La acumulación de evidencias de su implicancia (y la de muchos de sus ministros, civiles y militares) en la conspiración golpista para mantenerse en el poder independientemente del resultado electoral va generando poco a poco la legitimidad y, en un futuro próximo, la irreversibilidad de su condena y encarcelamiento, que se extiende a su entorno.
Todo esto nos coloca frente a algunos interrogantes: ¿cómo reaccionará su base de apoyo?, ¿cómo reaccionará el propio Bolsonaro? ¿Podría terminar buscando refugio en la embajada de algún país con un gobierno unido a la «internacional de la extrema derecha», como es el caso de Hungría, como ya ha amagado, o dejando libertad de acción a sus partidarios como cuando viajó a Florida? ¿Los reaccionarios se animarían a flirtear con la acción directa y la desobediencia civil, como trató de hacer un sector de militantes lulistas en San Bernardo en abril de 2018 al bloquear con sus cuerpos la salida del actual presidente de la sede del histórico Sindicato de Metalúrgicos para ser detenido? ¿O el ex-presidente actuaría igual que Lula, que se entregó voluntariamente, en un decoroso respeto de las instituciones? ¿Qué acabará predominando en el campo de la extrema derecha: la inédita disposición a la acción pacífica o el ánimo insurrecto que la caracteriza?
Traducción: Cristian De Nápoli
Nota: Una versión breve de este texto fue publicada como «O baile do golpe frustrado» en Revista Piauí el 2/3/2024