Coyuntura
NUSO Nº 202 / Marzo - Abril 2006

Una espiral virtuosa de pluralismo y democracia

En los últimos 25 años, México vivió una espiral virtuosa de institucionalización democrática, apertura del Congreso al pluralismo y aprendizaje de convivencia pacífica entre las diferentes fuerzas políticas. Concluida la larga etapa de partido hegemónico y la presidencia de Vicente Fox, todo indica que las elecciones presidenciales del 2 de julio de 2006 darán lugar a un gobierno que no contará con una mayoría clara en el Congreso. Será necesario, por lo tanto, vencer las resistencias ideológicas y avanzar en la conformación de gobiernos de coalición que permitan una profundización de los avances institucionales y una mayor productividad política.

Una espiral virtuosa de pluralismo y democracia

Introducción

El 2 de julio de 2006, México llevará a cabo elecciones generales para renovar el Congreso bicameral (diputados y senadores) y elegir a un nuevo presidente de la República. Ese mismo día, se realizarán 10 elecciones estatales para renovar los ayuntamientos, los congresos locales y, en algunos casos, también las gobernaturas. Las coaliciones electorales ya se han formado y los candidatos han sido registrados ante el Instituto Federal Electoral. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Verde Ecologista de México (PVEM) postulan a Roberto Madrazo Pintado (ex-gobernador del estado de Tabasco y ex-presidente del Consejo Nacional del PRI); el Partido de la Revolución Democrática (PRD) se unió al Partido del Trabajo (PT) y a la agrupación Convergencia para apoyar la candidatura de Andrés Manuel López Obrador (ex-jefe de gobierno del Distrito Federal y ex-presidente nacional del PRD); mientras que el Partido Acción Nacional (PAN), hoy en el gobierno, lanzó la candidatura de Felipe Calderón Hinojosa (ex-secretario de Energía y ex-presidente nacional del PAN). Hay, además, otros dos candidatos postulados por partidos recientemente creados, como la Alianza Socialdemócrata y Campesina y la Nueva Alianza. En una encuesta de noviembre de 2005, la intención de voto de López Obrador era de 34,8%, seguido por Roberto Madrazo, con 30,4%, y por Felipe Calderón, con 28,8%. Es decir que la perspectiva es competitiva. Aunque, por supuesto, la elección es importante en sí misma, resulta más relevante si se la enmarca en las nuevas condiciones en las que transcurre la política mexicana. A esto último están dedicadas las siguientes notas.

La transición democrática

En los últimos 25 años, México vivió un cambio radical en la fórmula de procesamiento de su vida política. Transitamos de un esquema autoritario a otro de carácter democrático de manera institucional, gradual, a través de reformas sucesivas. Durante este período, el país se vio involucrado en una espiral constructiva en el terreno político. Sus principales fuerzas y las corrientes más profundas, aunque desataron conflictos y desencuentros sin fin, fueron capaces de concurrir a un esfuerzo mayúsculo: el de edificar un escenario legal e institucional para que la diversidad política pudiese expresarse, competir y convivir de manera pacífica.

Fue una etapa cargada de tensiones que se convirtieron en el acicate para abrir el espacio institucional a la pluralidad, de innovaciones constitucionales y legales recurrentes con el fin de aclimatar el debate y la contienda entre contrarios, de creaciones institucionales para ofrecer garantías a la diversidad, de fenómenos inéditos que modificaron radicalmente el mundo de la representación política. En una palabra, se trató de un tránsito democratizador que se transformó primero en el horizonte de las principales fuerzas políticas y luego, en una realidad explotada y vivida por todos.

Para comprender mejor este camino es necesario recordar el reclamo democratizador de 1968 y la respuesta represiva con que se pretendió aplastarlo, a lo que siguió una conflictividad creciente en diversos campos –universidades, sindicatos, organizaciones agrarias y populares y la irrupción de una guerrilla urbana y otra campesina–, que demandaba reformas capaces de ofrecer un cauce institucional a esa diversidad de expresiones que no se reconocían, ni deseaban hacerlo, en un sistema político vertical, prácticamente monocolor.

La reforma de 1977 tomó en cuenta esa realidad: mediante la apertura del sistema a las corrientes políticas a las que se mantenía artificialmente marginadas, y gracias a una inyección de pluralidad en la Cámara de Diputados, esta transformación abrió las puertas al cambio y construyó un cauce para empezar a modificar el autoritarismo en democracia. Durante los primeros años, la diversidad ideológica tomó cartas de naturalización, la convivencia entre adversarios se extendió, aparecieron y se fortalecieron los brotes de una auténtica competencia. No sin agudos conflictos, el horizonte parecía claro: o espacio para todos o desgaste interminable.

La fase más intensa de ese proceso transformador se vivió entre 1988 –cuando se realizaron elecciones realmente competitivas en un marco legal e institucional que no permitió el juego limpio– y a partir de la reforma de 1996. En esos años, vividos al borde del precipicio, gobiernos y oposiciones fueron capaces de construir instituciones y procedimientos que garantizaran la imparcialidad en los comicios, condiciones para una competencia medianamente equitativa, mecanismos para dirimir los diferendos con altos grados de certeza, fórmulas para integrar los cuerpos legislativos, puertas de entrada y salida para nuevas ofertas políticas y un diseño democrático para el gobierno del Distrito Federal. Vista de manera panorámica, se trató de una espiral constructiva (aunque, por supuesto, no exenta de episodios ominosos) que logró sintonizar el mundo de las instituciones políticas con la pluralidad que recorría y recorre a la Nación, en un virtuoso proceso de transición democrática mediante el cual la diversidad política de la sociedad encontró un espacio institucional para su recreación y coexistencia. Ello fue posible porque los principales actores comprendieron que solo el formato democrático ofrecía las condiciones para la convivencia pacífica y la competencia, y porque fueron capaces de impulsar y diseñar las reformas necesarias. Quien compare el mundo de la representación política de hoy con lo que sucedía hace 20 años encontrará evidencias de sobra: presidentes municipales de un partido que conviven con gobernadores de otro; fenómenos de alternancia en todos los niveles; congresos plurales, muchos de ellos sin mayorías absolutas; inexistencia de ganadores y perdedores predeterminados; y una Presidencia de la República acotada por una densa pluralidad instalada en el Congreso y en los gobiernos estatales. Todo ello fue posible porque México construyó un auténtico sistema de partidos (fuertes y con arraigo) y un sistema electoral capaz de garantizar imparcialidad y equidad en la contienda. Lo que faltaba para hacer realidad la aspiración democrática eran partidos y elecciones limpias.

La transformación del Congreso

El Congreso –y, más específicamente, la Cámara de Diputados– fue la primera institución estatal, de carácter federal, en asimilar el impacto de la pluralidad política. Se convirtió en un espacio de debate y recreación de la diversidad y en un escenario de experimentación e innovación a lo largo del proceso de cambio democrático. La historia del Congreso ilustra de manera inmejorable las diferentes etapas por las que transcurrió la transición democrática. Y sin embargo, a pesar de los cambios evidentes, aún mantiene su estatus jurídico, sus rutinas y su relación con los otros poderes, como si nada hubiese sucedido.

En 1976 y 1977, cuando comenzó a debatirse la reforma política implementada por Jesús Reyes Heroles y el presidente José López Portillo para propiciar una mayor pluralidad en el Congreso, la Cámara de Diputados contaba con una amplia mayoría del PRI, cuyos representantes llegaban a 82,3% del total. En aquel momento, el PAN solo alcanzaba 8,4% de los asientos. Esta monumental disparidad era superada únicamente por lo que acontecía en el Senado: la totalidad de sus integrantes (64) pertenecía a las filas del PRI. En ese contexto, no es necesario explicar por qué los tratadistas hablaban de un sistema de «partido hegemónico», o por qué el presidente de la República, que prácticamente lo era todo, podía hacer avanzar sus iniciativas en el circuito legislativo sin demasiados problemas. Por fortuna, la reforma política inicial se hizo cargo de que el mundo de la representación institucional no expresaba al México plural que emergía a través de múltiples y enconados conflictos. Los primeros impactos de aquella reforma se observaron de inmediato. Luego de las elecciones de 1979, la representación en la Cámara de Diputados pasó de cuatro a siete partidos, y el PRI vio descender su mayoría a 74%, porcentaje que se mantuvo estable en las elecciones de 1982 (74,8% de los diputados) y de 1985 (73%). Esto significa que, si bien el PRI mantenía su hegemonía, a lo largo de tres legislaturas se fue creando un clima de coexistencia en la Cámara de Diputados que, de manera paulatina, contribuyó a «desdemonizar» a las oposiciones e instalar la idea de diversidad política como algo natural en el paisaje mexicano. Las elecciones de 1988 supusieron, sin embargo, un cambio radical en la composición del Congreso. Más allá de la discusión sobre la justicia y la transparencia con que se contaron los votos, que llevó al sistema electoral a una profunda crisis, lo cierto es que incluso las cifras oficiales dan cuenta de un momento de inflexión que permitió una presencia más equilibrada de las fuerzas políticas en el Parlamento. Como resultado de aquellos controvertidos comicios, el PRI apenas obtuvo 52% de los escaños en la Cámara de Diputados y por primera vez arribaron al Senado cuatro legisladores que no habían sido postulados por el partido gobernante, sino por el Frente Democrático Nacional, que llevó a Cuauhtémoc Cárdenas como candidato a presidente. Ello supuso que, por primera vez, el PRI requería de algún tipo de acuerdo con otras fuerzas políticas si quería modificar el texto constitucional. Y entonces, como un germen, se comenzó a vislumbrar la importancia del Congreso.

A partir de esos años, comenzaron a producirse los primeros acuerdos parlamentarios entre dos o más partidos, acicateados ya no por las «buenas intenciones» de algún político sensible, sino por la necesidad. Dado que ningún partido contaba con los votos suficientes para modificar por sí mismo la Constitución, apareció la obligación de las negociaciones y los acuerdos. Y, aunque al inicio –y aún hoy– los pactos han contado con la incomprensión de no pocos y han sido objeto de una especie de maltrato rutinario en los medios de comunicación, lo cierto es que la etapa del diálogo, las cesiones mutuas, los tratos, fue posible por la mutación producida en el mundo de la representación. En efecto, aunque en las elecciones de 1991 y 1994 el PRI se recuperó, de todas formas nunca logró volver a tener los diputados suficientes como para modificar la Constitución.

Una nueva vuelta de tuerca sucedió en los comicios de 1997. En aquella oportunidad, también por primera vez (son años en los que muchas cosas han sucedido por primera vez), el partido del presidente de la República no logró la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. El PRI tuvo que conformarse con 47,8% de los representantes, un porcentaje inferior al de la suma del PAN (24,2%) y el PRD (25%). Ese mismo año, en la Cámara de Senadores se equilibraron las fuerzas como nunca antes: el PRI obtuvo 60,2%, el PAN 25,8%, el PRD 12,5% y el PT y el PVEM, 0,8% cada uno. Desde ese momento, no solo para modificar la Constitución, sino para hacer avanzar cualquier proyecto de ley, se requiere del acuerdo de dos o más fuerzas políticas; ningún partido puede hacer su voluntad y se necesita, como nunca antes, de acercamientos, negociaciones y pactos. El Congreso se ubica en el centro del juego político y su importancia no puede ser ignorada.

Las elecciones del año 2000 trajeron como novedad la alternancia en el Poder Ejecutivo luego de la derrota del PRI y la victoria del actual presidente, Vicente Fox, del PAN. Además, el partido del presidente ya no solo no tiene mayoría absoluta en el Congreso, sino que es la segunda fuerza política en ambas cámaras (el PAN tenía 40% de los diputados y el PRI, 42%; en la Cámara de Senadores, el PAN contaba con 35,9% y el PRI, con 46,9%).

Elecciones 2006: coaliciones para gobernar

La aritmética democrática suele ser sencilla: si un partido político tiene la mayoría absoluta en el Congreso, puede gobernar en soledad, pero si carece de ella, tiene que construirla a través de negociaciones, si es que quiere ser productivo. En este segundo caso, lo más recomendable es la formación de una coalición, algo que también depende de si el tipo de régimen es parlamentario o presidencialista. En el parlamentario, generalmente se requiere contar con esa mayoría absoluta para aprobar el gobierno, mientras que en el presidencialista se puede llegar al gobierno sin tenerla, aunque el sentido común indica que más vale construirla después.

Esta última situación es la que se le presentaría, al parecer, al ganador de las elecciones presidenciales del 2 de julio de este año: lo más probable es que, gane quien ganare, no tenga mayoría absoluta en ninguna de las cámaras del Congreso.

En los regímenes presidenciales, como ya apuntamos, se puede llegar al gobierno sin una mayoría legislativa. Sin embargo, si no se edifica una mayoría absoluta que apoye de manera regular y permanente la gestión presidencial, los problemas o la parálisis suelen aparecer. Hace casi 30 años, Giovanni Sartori lo expresaba de este modo:

El principal rasgo distintivo del pluralismo moderado es el gobierno de coalición. Esta característica se desprende del hecho de que los partidos importantes son por lo menos tres, de que por lo general ningún partido alcanza la mayoría absoluta y de que parece irracional permitir que el partido mayor o dominante gobierne solo cuando se le puede obligar a compartir el poder.

Sartori ejemplificaba su afirmación con casos europeos de sistemas parlamentarios (Alemania, Bélgica, Holanda, Dinamarca) en los que la construcción de una coalición resulta una alternativa insoslayable. Si ésta no se conforma, nadie tiene mayoría en el Parlamento y el gobierno es imposible. El sistema, entonces, induce a los acuerdos. El texto reproduce un cuadro más que elocuente de 30 años de coaliciones en Bélgica (1946-1977), donde los tres partidos principales (católicos, socialistas y liberales) han hecho todas las combinaciones de gobierno posibles.

No obstante, y aunque parezca increíble, en el sistema presidencial se produce el espejismo de que se puede gobernar sin mayoría en el Congreso con una frecuencia alarmante. Y ello por dos razones diferentes. La primera tiene que ver con la arquitectura institucional: dado que el gobierno presidencial no depende del Congreso, y teniendo en cuenta que sus fuentes de legitimidad –las elecciones– suelen ser simultáneas pero independientes, los gobiernos presidenciales resultan legítimos y legales aun si no cuentan con una mayoría legislativa. De este modo, la necesidad de construir una mayoría absoluta en el Congreso no aparece de manera natural, inmediata y obligada, como sí ocurre en un régimen parlamentario. Al mismo tiempo, las fórmulas de elección del presidente en segunda vuelta, que por supuesto logran la mayoría absoluta de votos, no inciden en la composición del Congreso. Las segundas vueltas solo han servido para fortalecer la ilusión de que se puede gobernar sin mayoría en el Parlamento.

La segunda razón que explica el espejismo de gobernar sin mayoría parlamentaria es el clima político-ideológico de México, muy contrario a las coaliciones. Si se escuchan con atención los discursos de los partidos y sus líderes, de la prensa y la academia, parecería que la negociación es un instrumento perverso (aunque todos los días se lleve a cabo), que los acercamientos entre partidos son antinaturales, que lo único digno de reconocimiento son los monólogos intransigentes donde cada uno repite sus verdades (que, por supuesto, son compartidas solo por sus seguidores). Así, el diseño constitucional y un clima cultural reacio a las coaliciones parecen gravitar en contra de estas últimas. Se cree que las artes de la política pueden trascender la falta de mayoría absoluta. Se piensa que a través de destrezas políticas más o menos refinadas se puede hacer prosperar las diferentes iniciativas de gobierno. Y, por supuesto, esto es posible (y deseable) si se construye una especie de pacto político general que permita negociar los distintos programas y proyectos entre dos o más partidos capaces de construir la mayoría necesaria en el Congreso, o si se negocia caso por caso. Pero hay que reconocer, entonces, que estamos hablando de coaliciones permanentes, aunque nadie se atreva a decir su nombre, o de coaliciones coyunturales, difíciles de mantener en el tiempo. Sea como fuere, en ambos casos las coaliciones se imponen: no se trata de un capricho, sino de una necesidad ante la falta de mayoría.

México ha arribado a un formato pluripartidista que ningún exorcista logrará erradicar (por lo menos en el corto plazo), y es muy probable que en las elecciones de 2006 volvamos a contar con un presidente sin mayoría absoluta en el Congreso. Y, como nadie piensa que a esta altura puedan producirse reformas profundas al régimen de gobierno (como hubiese sido deseable), resulta pertinente pensar seriamente en la posibilidad de gobiernos de coalición, calificados para trascender la coyuntura.

Subrayo: gobierno de coalición. Es decir, un gobierno capaz de contar con un apoyo mayoritario en el Congreso, que eventualmente se puede lograr con un acuerdo general, estableciendo con claridad y de manera pública los principales compromisos y reformas y, por supuesto, acordando la composición de un gabinete bipartidista si fuera necesario. Porque, si deseábamos democracia y pluripartidismo, ya los tenemos. Ahora es preciso que no se erosionen y que sean productivos.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 202, Marzo - Abril 2006, ISSN: 0251-3552


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