Tema central

¿Qué pueden hacer los gobiernos locales?


Nueva Sociedad 212 / Noviembre - Diciembre 2007

La inseguridad es uno de los ejes del debate político latinoamericano. Su incremento se vincula a la pérdida de espacios públicos, un comportamiento social más individualista y una creciente sensación de angustia y temor. En este contexto, la ciudad ha ido perdiendo su capacidad socializadora, para convertirse en un campo de batalla. Aunque la función de control de la seguridad está a cargo de los gobiernos nacionales o estaduales, en cuya órbita se encuentran las fuerzas policiales, las gestiones locales son, sin duda, las más adecuadas para trabajar en la prevención del delito. Para ello deben dejar de lado los planteos simplificadores y desarrollar políticas de largo plazo que impliquen el compromiso de la comunidad.

¿Qué pueden hacer los gobiernos locales?

Introducción

En América Latina, la inseguridad se ha convertido en la principal preocupación ciudadana y en el objeto de debates políticos sobre los mecanismos e iniciativas más adecuados para enfrentar su incremento. Por ende, se instaló en el centro de las campañas presidenciales de todos los procesos eleccionarios ocurridos en los últimos años, cuya principal característica fue la ausencia de propuestas alternativas o innovadoras frente a la problemática. De hecho, las divergencias son mínimas y los candidatos apuestan a la «mano dura» o la «tolerancia cero», propuestas a veces acompañadas de apelaciones a la «mano amigable» o la «prevención». La situación es similar en la agenda local: en este nivel de gobierno, la oposición cuestiona a la administración nacional por no haber logrado disminuir la delincuencia, mientras que el partido oficialista se limita a defenderse. Las iniciativas de seguridad ciudadana se centran en el patrullaje vecinal, la organización comunitaria y el trabajo con la policía como ejes de las propuestas de los programas de coaliciones de diverso color político.

Esta similitud en las propuestas indicaría una desideologización. Pero ¿es realmente un tema que no admite diferencias ideológicas? Y aún más: ¿el progresismo presenta alternativas de política a la conocida «mano dura»? Las respuestas no son sencillas. El juego político y mediático generado alrededor de la delincuencia lleva a un debate «en y para los medios», en el cual el aumento de los castigos, la mayor presencia policial e incluso la limitación de las garantías para los infractores parecen sintonizar con el estado de ánimo de la población. La prevención, aunque asumida como una necesidad y un elemento del correcto debate político, juega siempre un rol secundario. De hecho, son limitados los casos en los que las coaliciones llamadas «progresistas» han desarrollado perspectivas que pongan énfasis en los problemas sociales, ya sea el incremento de la desigualdad o el desempleo juvenil, como base del fenómeno criminal. Estas perspectivas son entendidas, en el debate político-mediático, como «garantistas» o favorables a los delincuentes, por lo que el proceso de inhibición por parte de las coaliciones progresistas es evidente.

Ahora bien, a la hora de gobernar las cosas son diferentes. Aunque hay diversos contrastes entre los gobiernos locales progresistas y los de derecha, en la mayoría de los casos se torna imposible definir una clara línea divisoria entre una y otra perspectiva. Los temas valóricos y de tolerancia a la diferencia o al uso alternativo de los espacios públicos a veces evidencian posiciones encontradas, sobre todo en cuestiones delicadas como la inclusión de grupos sociales alternativos o la regulación del comercio sexual. De igual manera, los gobiernos progresistas son más reacios al uso indiscriminado de la fuerza pública y reconocen que la delincuencia no es una opción racional sino más bien consecuencia de diversos factores socioeconómicos. Por ende, no se proponen medidas para aumentar los costos de delinquir, sino para limitar el ingreso de las personas en la ruta delictiva.

Tomando en cuenta esta situación, el presente artículo analiza las potencialidades y problemáticas que enfrenta el gobierno local (sea progresista o de derecha) para disminuir la violencia y la criminalidad. Las experiencias son múltiples y los aprendizajes, valiosos. Para lograr buenos resultados, es necesario avanzar en el reconocimiento de los elementos que permiten implementar políticas justas y efectivas para mejorar la calidad de vida en las ciudades de América Latina.

Algunas definiciones previas

La violencia urbana es uno de los problemas sociales más importantes y, sin embargo, es también uno de los menos entendidos. Tal vez uno de los motivos de esta falta de correspondencia sea el hecho de que la comprensión de la violencia se genera a través de los medios de comunicación masiva, que generalmente instalan una imagen distorsionada de la realidad y proponen soluciones poco útiles para la reducción de las tasas de criminalidad. De esta manera, se tiende a confundir conflicto con violencia, violencia con criminalidad y criminalidad con sensación de inseguridad. Esta falta de claridad en la utilización de los términos origina serias consecuencias en el análisis social y tiene implicancias relevantes en la formulación e implementación de políticas públicas.

El primer paso en este sentido es reconocer que las ciudades son un campo de relaciones y conflicto social permanente debido a la diversidad de personas e intereses que conviven en ellas. El conflicto es consustancial con la ciudad y, por ende, proponer su desaparición solo puede plantearse desde un enfoque autoritario que pretenda establecer una única mirada e interpretación de la realidad. Ahora bien, que la ciudad sea un territorio donde se potencian los conflictos no implica que sea también un espacio donde la violencia deba reproducirse, ya que los conflictos no siempre tienen como consecuencia respuestas violentas. Lamentablemente, en la mayoría de los casos la respuesta frente al conflicto es la violencia, simbólica o efectiva. Sin duda, la clausura o el ingreso definido de acuerdo con ciertas características individuales a algunos espacios públicos, junto con la aparición de guardias privadas, constituyen muestras de la violencia simbólica que se vive diariamente en la ciudad. Pero también se observa violencia efectiva, con linchamientos de aquellos a los que se considera violentos, peligrosos o presuntamente involucrados en algún acto delictivo. En muchos casos también hay evidencia de violencia institucional ejercida por la policía: el incremento de los casos de violencia innecesaria, e incluso de muertos civiles en «enfrentamientos» con la policía, son indicadores trágicos de esta realidad.

En los países de América Latina el fenómeno de la violencia urbana reviste algunas características comunes: es relativamente nuevo desde el punto de vista de su magnitud; se ha diversificado mediante la inclusión de nuevas modalidades, como el narcotráfico, el secuestro callejero y el pandillaje; incluye la emergencia de nuevos actores que van más allá de la delincuencia común, como los sicarios en Colombia; y penetra todos los dominios de la vida urbana. El sentimiento generalizado de inseguridad trae consigo cambios en el crecimiento fragmentado de las ciudades, las formas de interacción social, el uso de los espacios públicos y la utilización de la seguridad privada. De esta forma, las ciudades se caracterizan por la pérdida de espacios públicos y cívicos, el desarrollo de un comportamiento social más individualista y una creciente sensación de angustia, marginación y temor, junto a la generalización de la urbanización privada, como en el caso de los barrios cerrados, que profundiza la segregación social y espacial (Caldeira). Así, la ciudad ha ido perdiendo su capacidad socializadora para convertirse en un campo de batalla.

Crimen, temor e ineficiencia institucional

El incremento de la delincuencia en las principales ciudades latinoamericanas es un dato innegable. Desde inicios de los 90 se registra la presencia, cada vez más cotidiana, de diferentes episodios delictivos, la mayoría violentos. En un inicio se pensó que esta tendencia se limitaría a las ciudades grandes, especialmente a las capitales, donde las migraciones, el explosivo crecimiento poblacional y las profundas diferencias socioeconómicas explicaban esta nueva realidad. Sin embargo, en la actualidad se observa que el fenómeno impacta también en ciudades intermedias, como Mendoza (Argentina), Arequipa (Perú), Belo Horizonte (Brasil) y Santa Tecla (El Salvador), entre muchas otras. Así, el incremento de la violencia y la criminalidad se ha convertido en una característica central del proceso urbano en la región. El gráfico 1 así lo evidencia, aun con una tendencia decreciente de acuerdo con el tamaño del lugar de residencia (pero que de todos modos implica una variación poco significativa). Los resultados muestran que casi 25% de la población de las ciudades capitales de un importante número de países de la región ha sido víctima directa de algún delito en el último año. 


Pero conviene mirar los datos con cuidado, pues la generalización del fenómeno de la criminalidad a todos los países de la región puede esconder un hecho innegable: su diversidad en cuanto a la intensidad y el impacto. Así, por ejemplo, la situación es más compleja en países como Perú y Chile que en El Salvador y Colombia (ver gráfico 2). 

Ahora bien, cuando se busca analizar con más especificidad el fenómeno y se comparan los delitos más violentos (homicidios), la distribución varía significativamente. El gráfico 3 demuestra que la tasa de homicidios denunciados en Chile –donde, de acuerdo con lo mencionado anteriormente, se registra uno de los mayores niveles de victimización– es una de las más bajas del continente. Al mismo tiempo, en algunos países las tasas de homicidio en las principales ciudades no son necesariamente más altas que el promedio nacional. En relación con el primer punto, es evidente que los países con un porcentaje mayor de población víctima de algún delito y una baja tasa de homicidios enfrentan una criminalidad menos violenta concentrada especialmente en los delitos contra la propiedad. Esto corrobora la necesidad de mirar los diagnósticos comparados de forma más detallada para evitar afirmaciones erradas y políticas poco efectivas. El segundo aspecto mencionado –las altas tasas de delitos en el ámbito nacional y en las ciudades más importantes– confirma la dispersión del fenómeno.


Las causas de la criminalidad son múltiples: personales (consumo de drogas, deserción escolar, violencia doméstica), ambientales (hacinamiento, pérdida de espacios públicos, carencia de iluminación) y de contexto (altos niveles de inequidad, modelos de desarrollo excluyente). La literatura aún no ha establecido el peso específico de cada una de ellas y no ha logrado definir de manera clara las prácticas más adecuadas para disminuir su magnitud.

Si bien la violencia y la criminalidad son fenómenos objetivos que se presentan en la vida cotidiana de la mayoría de los ciudadanos de la región, el temor o sensación de inseguridad no pueden ser obviados. La desconexión entre el temor y los delitos reales, así como las implicancias que esto genera en el espacio público (abandono) y privado (encierro y segregación), confirman la necesidad de enfrentar la percepción ciudadana de desorden, desconfianza y, sobre todo, impunidad. Esta preocupación se expresa de múltiples formas. Por un lado, el temor genera procesos de protesta social expresados en organizaciones de la sociedad civil vinculadas con la temática. Estas desarrollan diversas actividades, entre las que se destacan las marchas ciudadanas en México DF, Buenos Aires y Quito, cuyas principales reivindicaciones se vincularon con la necesidad de apuntar a la prevención y, sobre todo, al control de la criminalidad. De igual forma, la población desarrolla acciones de «autoprotección» personal mediante la compra de sistemas de alarma y monitoreo, la colocación de rejas de protección e incluso la adquisición de armas. En menor medida, y generalmente bajo el auspicio del gobierno, se desarrollan mecanismos de participación ciudadana en la prevención de los delitos. Pero, además de estas acciones proactivas dentro del marco del Estado de derecho, han surgido otras, conocidas como prácticas de «justicia popular», en diferentes ciudades de la región (Snodgrass Godoy).

El marco institucional no es el mejor. La crisis de los sistemas de justicia criminal en la región se evidencia en los bajos niveles de legitimidad y confianza ciudadanas, así como en la percepción de corrupción e ineficiencia de la justicia y la policía. Sin duda, la emergencia del fenómeno criminal ha desnudado una realidad de ineficiencia y limitada profesionalización de las instituciones policiales para enfrentar delitos cada vez más complejos y organizados. Pero también contrastó con la precariedad de la actividad policial, que en muchos casos carece de protección social (jubilación, salud, seguros), sin mencionar coberturas familiares de educación o vivienda. Esto pone en riesgo cualquier diseño de política que pretenda ser efectiva, tanto en el control como en la prevención del delito.

Los sistemas carcelarios merecen una mirada especial por la profunda crisis que atraviesan. La población carcelaria ha crecido enormemente en la última década en toda la región, lo cual ha generado pésimas condiciones de habitabilidad y seguridad y ha disminuido las posibilidades de rehabilitación. En este contexto, las cárceles se han convertido en verdaderas universidades del delito, lugares donde se organiza el crimen o espacios donde se deposita (y olvida) a la población considerada peligrosa. En algunos países las violaciones a los derechos humanos que ocurren dentro de las cárceles son invisibilizadas por el discurso de castigo desplegado por una ciudadanía temerosa.

El aumento de la inseguridad y la aparente ineficiencia de las instituciones nacionales han puesto en el primer plano la acción de los gobiernos locales para contribuir a resolver este problema. Pero ¿qué pueden hacer los gobiernos locales para controlar y prevenir el delito? En la siguiente sección se exponen brevemente los principales límites y alternativas.

Gobierno local: la oportunidad de la prevención

El involucramiento del gobierno local tiene el potencial de enfatizar la importancia de la prevención. Luego de los procesos de democratización y descentralización del Estado desarrollados en los 80 en América Latina, el gobierno local comenzó a jugar un papel activo en la formulación e implementación de políticas públicas. Sin embargo, las limitaciones propias de estos procesos, junto con el déficit de recursos humanos y financieros, así como la carencia de cobertura de servicios básicos a la población, han limitado la consolidación de los gobiernos locales como verdaderos protagonistas en este tema. Asimismo, en la mayoría de los países de América Latina los gobiernos locales carecen de una tradición en el tratamiento de la problemática, pues se han dedicado principalmente a otras cuestiones, como el uso del suelo, la edificación, el tránsito, el control ambiental y la habilitación de comercios e industrias. Pero a pesar de la débil vinculación histórica con esta problemática, el crecimiento de la criminalidad generó una fuerte demanda de políticas locales efectivas. En muchos casos, este reclamo ciudadano intenta articular una relación entre la sociedad civil y el Estado en la búsqueda de propuestas de corto, mediano y largo plazo que mejoren la calidad de vida de la ciudadanía. Sin embargo, a pesar de este interés por políticas multisectoriales y transversales que articulen las diversas iniciativas vinculadas con el control y la prevención de la criminalidad, la experiencia reciente muestra un amplio abanico de iniciativas, en general de corte efectista y carente de coordinación con otros organismos del Estado (Dammert).

Los gobiernos locales enfrentan cotidianamente el reclamo ciudadano por la inseguridad. En términos generales, las medidas que pueden adoptarse para enfrentar esta situación son de tres tipos: control, prevención y rehabilitación. Las primeras, en la mayoría de países de la región, pertenecen al ámbito nacional o estadual (en los países federales), por lo que la capacidad local de intervención es muy limitada. La prevención, en cambio, es la mejor estrategia para el gobierno local. El conocimiento detallado de los problemas que enfrentan las comunidades (espacios abandonados, carencia de iluminación, aumento de la deserción escolar, entre otros) es una de las grandes ventajas de los gobiernos locales, que cuentan con una mayor capacidad de focalización de las iniciativas y, por lo tanto, constituyen una instancia propicia para la articulación con la comunidad. De igual forma, la rehabilitación es una tarea que debería ser desconcentrada y descentralizada para asegurar una mayor efectividad. Ahora bien, estos desafíos deben ser enfrentados en conjunto y de forma coordinada. La experiencia internacional muestra que, bien coordinadas, las tareas de control, prevención y rehabilitación generan resultados efectivos. Así, por ejemplo, la recuperación de un espacio público en un barrio de alta vulnerabilidad delictiva requiere una mayor presencia policial que a su vez aliente a los vecinos a participar, así como iniciativas de prevención situacional que mejoren la iluminación y la calidad del espacio cercano. Finalmente, puede ser necesario implementar programas de participación de la comunidad que permitan detectar problemas mediante el involucramiento de actores locales, como por ejemplo las iglesias. El reclamo por una mayor presencia policial se ha intentado enfrentar con la creación de cuerpos de patrullaje municipal, llamados Seguridad Ciudadana en Chile, Serenazgos en Perú o Guarda Municipal en Brasil. En algunas ciudades, estos funcionarios pueden portar armas y detener sospechosos, mientras que en otras su función es solo de apoyo civil a las urgencias de la población. El impacto de estas iniciativas en relación con la disminución de los delitos no parece muy relevante, aunque sí contribuyen a reducir la sensación de inseguridad y marcan una presencia municipal permanente.

Adicionalmente, muchos gobiernos locales han generado mecanismos de cooperación con las policías nacionales o estaduales mediante el aporte de recursos financieros o la creación de entidades encargadas de la coordinación.

Ahora bien, el apoyo económico de algunos gobiernos locales a la institución policial es un arma de doble filo ya que, si bien puede mejorar la capacidad de cobertura policial en una determinada zona, también puede aumentar la desigualdad en la entrega de bienes públicos. Esta situación debe ser atendida para evitar que los recursos policiales se concentren en aquellos municipios que cuentan con el dinero necesario para brindar mayor infraestructura a la policía. En todo caso, bien utilizada, la cooperación del gobierno local con la policía es una importante estrategia de negociación para garantizar la colaboración permanente con las acciones que lleva a cabo el gobierno.

Pero, más allá de iniciativas como las guardias municipales, lo cierto es que el gobierno local enfrenta importantes limitaciones para el desarrollo de estrategias de control. Lo contrario ocurre con la prevención. De hecho, la literatura internacional coincide en que es el gobierno local el que mejor puede diseñar e implementar este tipo de iniciativas. El conocimiento directo de los problemas que aquejan a la población es un elemento que es necesario tomar en cuenta para el diseño de planes de acción que busquen focalizar las intervenciones en aquellos territorios o personas que más lo necesitan. Por eso el gobierno local constituye el actor preventivo por excelencia, porque es el único que puede articular las medidas orientadas a mejorar la calidad de vida urbana (iluminación, espacios públicos, transporte) con aquellas directamente vinculadas con la criminalidad (prevención del consumo de drogas y alcohol y violencia doméstica, entre otros). El costo de estas intervenciones y la expectativa de resultados de largo plazo son elementos que deben ser considerados desde el inicio y que evidencian la necesidad de un trabajo coordinado con el gobierno nacional, si se quiere dotar de sustentabilidad a esta estrategia. El riesgo es que la prioridad asignada a la inseguridad en el discurso y en la agenda política limite aquellas iniciativas consideradas de «mano blanda», que no generan resultados evidentes durante una determinada gestión. Esto hace necesario un serio compromiso de los actores de la sociedad civil para que apoyen medidas que quizás no produzcan un impacto inmediato, de modo de establecer mecanismos de continuidad basados en diagnósticos participativos y consejos ciudadanos activos.

Debilidades y posibilidades

Las iniciativas son diversas. Sin embargo, resulta extraño que, a pesar de que muchos estudios resaltan la falta de resultados claros en cuanto al impacto sobre el delito de las medidas de prevención comunitaria, estas constituyan la práctica más común. Dos de los ensayos más destacados sobre esta temática resaltan que «hay poco éxito sostenible de estas iniciativas» (Crawford, p. 155) y que «no hay programas que evidencien éxito comprobado» (Sherman). Esto se explica por la falta de claridad en los indicadores que pueden utilizarse para cuantificar el impacto de las medidas; es decir, no existe una identificación precisa de aquellos indicadores que pueden confirmar la disminución de los delitos, como tampoco de aquellos vinculados a la sensación de inseguridad en la población, la desconfianza ciudadana en las instituciones policiales o el aumento del involucramiento de la ciudadanía en acciones comunitarias. A pesar de estas debilidades, la importación de políticas públicas hacia América Latina no tomó en cuenta estos déficits. Es natural entonces que hoy se enfrenten problemas, dudas y desconocimiento sobre su impacto y su utilidad.

Además, estas iniciativas se caracterizan por su parcialidad, su corta duración y, en algunos casos, porque desaparecen del escenario político sin que haya concluido el proceso de implementación. Si bien su origen responde a una reacción estatal ante las críticas a la policía, a la desconfianza sobre su capacidad para disminuir el delito e incluso a la necesidad de responsabilizar a la comunidad, lo cierto es que los planes nacionales elaborados «constituyen más bien operaciones con fines políticos y electorales» (Rico/Chinchilla, p. 83). Esta debilidad en el diseño y la evaluación de las iniciativas, junto con la insuficiencia de recursos materiales y humanos y la falta de estudios sobre el tema, además de la participación restringida de la población, ha generado muchas críticas a la idea del involucramiento de la comunidad en la prevención.

Pero a pesar de las limitaciones mencionadas, es posible encontrar algunos elementos claves detectados en algunas experiencias prometedoras desarrolladas en la región. En primer lugar, se destaca la importancia de un liderazgo personal e institucional fuerte encarnado en la figura del alcalde. Los casos de Bogotá y Medellín (Colombia), Santa Tecla (El Salvador), Distrito Federal (México), Peñalolén y Puente Alto (Chile), así como Quito y Guayaquil (Ecuador), muestran la importancia de este tipo de compromiso personal con la temática. Ciertamente, los énfasis son diferentes: en algunos casos se pone de relieve la necesidad de encarar la violencia y la criminalidad desde una perspectiva preventiva, mientras que en otros se proponen políticas centradas en el fortalecimiento de la fuerza policial, pero con una participación directa que permite consolidar una intervención sustentable. Representantes de corrientes políticas ideológicamente opuestas han liderado experiencias relevantes, por lo que no puede considerarse una estrategia propia de la izquierda o la derecha.

Un segundo elemento importante para que los gobiernos locales tengan éxito en el desarrollo de estrategias contra la inseguridad es la continuidad. La generación de consensos políticos que sostengan las iniciativas más allá del periodo de gobierno de un determinado partido o sector es una de las tareas más complejas, debido a la necesidad de cada líder político de dejar su propia «huella». La continuidad en el caso de Bogotá, durante las gestiones de Mockus, Peñalosa y nuevamente Mockus, es un hecho que no se repite con frecuencia. Incluso si se suceden alcaldes del mismo partido político, las refundaciones y los renombramientos son constantes. En la mayoría de los casos las políticas no han alcanzado a instalarse cuando ya empiezan a ser modificadas o directamente desmanteladas. En este punto tampoco se encuentran diferencias entre los gobiernos de derecha, centro o izquierda.

El tercer elemento es la necesaria modernización y profesionalización del aparato municipal. La reciente emergencia de esta problemática se explica por la falta de recursos humanos capacitados para enfrentar el problema y definir políticas integrales y efectivas. Para ello es necesario desarrollar diagnósticos y planes de seguridad en el ámbito local como herramienta fundamental para la implementación de iniciativas eficientes de prevención del delito, así como la conformación de consejos con la participación de actores municipales y de la sociedad civil. Se trata sin duda de un proceso lento, que debe enfrentar problemas constantes. Sin embargo, las experiencias exitosas fueron justamente aquellas que realizaron cambios en la estructura municipal, implementaron procesos de reingeniería organizacional y contrataron personal especializado. En ese sentido, si bien inicialmente los conceptos de eficiencia y eficacia en la gestión municipal fueron patrimonio de los partidos de derecha, han sido asumidos también por aquellos gobiernos progresistas que reconocen que la mejor política pública se vincula al uso eficiente del dinero y la necesaria racionalidad de la burocracia estatal. Otro elemento importante es considerar la prevención como un mecanismo educativo, metodológico y de gestión. En Bogotá, por ejemplo, se implementaron iniciativas especialmente dirigidas a vincular a las comunidades con el tema de la inseguridad. Una de ellas fue la creación de las Escuelas de Seguridad Ciudadana, donde se capacitó a la comunidad, con apoyo de la Policía Metropolitana, en temas de seguridad y convivencia, con el objetivo de mejorar los comportamientos ciudadanos e incentivar a los líderes capacitados a que orienten a sus comunidades en la prevención del delito. De igual forma, se impulsó la creación de Frentes Locales de Seguridad, organizaciones de carácter comunitario que integran a vecinos por cuadra para que enfrenten el miedo, la apatía, la indiferencia y la falta de solidaridad frente a los actos violentos. Asimismo, en 1999 se creó la Policía Comunitaria, con el objetivo de acercar al policía a la comunidad y propiciar una cultura de seguridad ciudadana en el barrio. Finalmente, en 2001, con el apoyo de la Cámara de Comercio de Bogotá, se inició el programa Zonas Seguras, que definió ciertas áreas de la ciudad que, por la cantidad de personas que circulan cotidianamente o por constituir centros de comercio, ofrecían mayores oportunidades para el delito.

Finalmente, las políticas de prevención por parte de los gobiernos locales hacen necesaria la creación de equipos de trabajo. Un ejemplo es Medellín. Si bien las características de la violencia presente en esta ciudad limitan su comparación con otras, es interesante observar que la participación de la comunidad es posible aun en contextos de alta violencia. En Chile, el Programa Comuna Segura desarrolló un proceso en esta línea, mediante la contratación de un secretario técnico que ayuda a la elaboración de un diagnóstico y un plan de trabajo en el nivel local con la participación de la comunidad. Esta decisión ha sido adoptada por gobiernos pertenecientes a las dos coaliciones que existen en Chile, tanto de izquierda como de derecha.

Desafíos

Los desafíos son múltiples y se basan en el reconocimiento de los aprendizajes realizados en la última década en América Latina. El gobierno local puede y debe asumir el liderazgo necesario para instalar la prevención en el centro de la agenda pública de seguridad. Esto, a su vez, supone avanzar en procesos de descentralización de la toma de decisiones en una temática que tiene características locales específicas, lo cual tendrá que ir de la mano de mejores mecanismos de coordinación interinstitucional entre los diversos niveles de gobierno y dentro de cada uno de ellos.

El análisis de las experiencias exitosas y prometedoras muestra la necesidad de consolidar políticas integrales de Estado que permitan una implementación de mediano y largo plazo para que generen los resultados esperados. En ese sentido, continuar con la banalización del debate a través de los medios de comunicación masiva es un peligro para la sociedad en su conjunto.

La criminalidad nace en un campo sembrado de desigualdades, falta de oportunidades, segregación, adicciones y negocios internacionales como el narcotráfico, que no serán resueltos con la construcción de más cárceles o el aumento de los castigos. Por el contrario, la experiencia analizada muestra la urgencia de crear mecanismos de prevención y control del delito desde una perspectiva inclusiva e integradora, que permita mejorar la calidad de vida de todos los ciudadanos de la región.

Bibliografía

Barómetro de las Américas, 2006, http://sitemason.vanderbilt.edu/lapop/.

Caldeira, Teresa: City of Walls: Crime, Segregation and Citizenship in Sao Paulo, University of California Press, Berkeley, 2000.

Crawford, Adam: The Local Governance of Crime: Appeals to Community and Partnerships, Clarendon Press, Oxford, 1997. 

Dammert, Lucía: Participación comunitaria en la prevención del delito en América Latina. ¿De qué participación hablamos?, Cuadernos del Centro de Estudios del Desarrollo, Santiago de Chile, 2001. 

Rico, José María y Laura Chinchilla: Seguridad ciudadana en América Latina, Siglo XXI, México, 2003.

Sherman, Lawrence: «Trust and Confidence in Criminal Justice» en National Institute of Justice Journal N° 248, 2002, pp. 22-31.

Snodgrass Godoy, Angelina: «Lynching and the Democratization of Terror in Postwar Guatemala» en Human Rights Quarterly N° 24, 2002, pp. 640-661.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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