Artículo
NUSO Nº 35 / Marzo - Abril 1978

Primeros tanteos: literatura y exilio

A fines de noviembre de 1977 el diario La Opinión, de Buenos Aires, llevó a cabo una encuesta de tipo deliberadamente valorativo en torno de la literatura argentina. Los resultados fueron publicados el día 27 de ese mes y con independencia de sus fundamentos -algunos confesados y otros conjeturables- y de sus cómputos -sobre los que no vale la pena detenerse-, el hecho tiene importancia porque actualiza sobre el papel la lista de los escritores nacionales, ofrece un elenco que, de otro modo, laboriosamente, habría que recomponer. Forman parte de él, desde luego, ciertos nombres que no figuran en las listas y, entre estos y los que figuran, la literatura argentina pasa a la actualidad en forma de una incitación o un punto de partida para pensar en ella si, previamente, se ha estado pensando en la suerte actual del país en su conjunto o en la suerte individual o personal de algunos a quienes la suerte actual del país afectó de manera individual o personal.

Primeros tanteos: literatura y exilio

A fines de noviembre de 1977 el diario La Opinión, de Buenos Aires, llevó a cabo una encuesta de tipo deliberadamente valorativo en torno de la literatura argentina. Los resultados fueron publicados el día 27 de ese mes y con independencia de sus fundamentos -algunos confesados y otros conjeturables- y de sus cómputos -sobre los que no vale la pena detenerse- el hecho tiene importancia porque actualiza sobre el papel la lista de los escritores nacionales, ofrece un elenco que, de otro modo, laboriosamente, habría que recomponer. Forman parte de él, desde luego, ciertos nombres que no figuran en las listas y, entre estos y los que figuran, la literatura argentina pasa a la actualidad en forma de una incitación o un punto de partida para pensar en ella si, previamente, se ha estado pensando en la suerte actual del país en su conjunto o en la suerte individual o personal de algunos a quienes la suerte actual del país afectó de manera individual o personal.

La primera reflexión frente al elenco es locativa y cuantitativa: efectivamente, la mayoría de los mencionados -y muchos otros que por complementación se añaden- sigue viviendo en Argentina: mayoría inmensa que hace, por contraste, que aparezcan como muy escasos los escritores que no viven en laArgentina; dicho de manera más directa todavía -para excluir a quienes han zarpado hace muchos años por razones muy personales o políticas de otro signo-, los escritores argentinos que han debido optar por el exilio son relativamente muy pocos.

La segunda reflexión es, como corresponde, cualitativa: los monstruos sagrados de la literatura nacional no revistan en las filas de los que han debido emigrar; permanecen en el país, al que desde luego no renunciaron los que se fueron. La delicadeza de la encuesta reside en que no se hacen distingos entre unos y otros, el olimpo -o la clase sacerdotal de los escritores- sigue siendo una y homogénea, unidos todos en la valoración, como si el exilio de unos -sobre el que se tiende un pudoroso silencio- fuera un accidente no computable.

Tercera reflexión: no es que la escasez de escritores argentinos exiliados sea un indicio de su calidad como tales o de su falta de calidad; tampoco los que no han debido salir son por ello más brillantes o menos imaginativos cuando se trata de poemas, cuentos o novelas. En principio la salida de unos constituye un hecho político flagrante, aunque sean pocos y no puedan, por el momento, tener a su disposición los aparatos publicitarios que han hecho la gloria auténtica, o sospechable, de otros; la permanencia es también un hecho político pero más matizado; hay entre ellos unos cuantos que han sido siempre exiliados internos y silenciosos, otros que soportan sin duda con dignidad y valentía una situación oprobiosamente represiva y otros, finalmente, que están felices con ella, ya sea porque la política general de la Junta Militar interpreta perfectamente, como es el remanido caso de Jorge Luis Borges, sus propios anhelos sobre el país, ya sea porque se les presenta la ocasión de llenar ciertos huecos, de hacer una carrera que de otro modo resultaría más ardua, no me atrevo de ninguna manera a decir que absolutamente imposible.

Si los datos que se manejan acerca de la cantidad de argentinos que han emigrado desde mediados de 1974 hasta ahora es correcta, si solo en Barcelona hay, según se dice, unos 50.000, parece significativo que entre ellos haya tan pocos escritores. Desde luego, es significativo desde el punto de vista de los escritores pero también de la literatura argentina en su relación, irrenunciable aunque a veces negada, con un proceso que afecta o engloba a una cantidad respetable de argentinos. Problema considerable, por cierto, pero parcialmente ligado al fenómeno general de exilio que habría que considerar. Por ejemplo, las cifras van y vienen y no están formalmente establecidas; quizás en algunos casos sean proyecciones de temor o de catástrofe, quizás el hecho de haber tenido que emigrar uno mismo multiplica fantasiosamente el número de los que están en la misma situación. Sin embargo, lo menos que se puede decir es que la emigración argentina de este periodo es, aunque la menos estruendosa, la más grande de su historia: nunca se fue tanta gente, nunca constituyó un tema tan imponente y sobre el cual los sociólogos deberían detenerse un tanto, no dejándolo, como suelen tender a hacerlo, entre paréntesis, como si no integrara el cuadro general de las descripciones que se hacen sobre qué pasó en Argentina y qué va a pasar a mediano plazo. Si, por un lado, a pesar del aparato científico que se maneja, da la impresión de que no se admite que  Argentina puede haber realizado cierta mutación ideológica, parece correlativamente coherente que la consecuencia humana de ese cambio sea omitida o soslayada, o relativizada, o un dato menor, a veces mostrada como una realidad pobremente subjetiva.

Desde luego, en toda esa migración hay que establecer diferencias que pueden tener algún valor; en primer lugar, mucha gente se fue del país por razones políticas: presos, amenazados opositores; otros, muchos también, no toleraron la falta de libertad, la posibilidad de una vida sin sobresaltos, no aguantaron moralmente las patrullas, los patibularios pero no tan escondidos secuestradores, los allanamientos, las susurradas noticias sobre la desaparición o la muerte de alguien; otros, por último, han hecho un análisis más frío y han llegado a la conclusión de que en Argentina no se puede hacer nada, ni siquiera trabajar, que amenaza la desocupación o la mediocridad absoluta y, por lo tanto, que el horizonte económico es más amplio y vaporoso en otros países.

Por unas u otras razones, la corriente es tan potente que obligaría a considerar que en ese país un grupo se ha visto obligado a optar dejándolo todo o casi todo; en suma, que se trata de un exilio y como estas decisiones vienen al final de un proceso político, los exiliados formarían, pues, algo así como una columna que pone el broche final a un combate, seguramente no el final de una guerra. Carente de esa espectacularidad pero, de todos modos, en la imagen de la salida y la implantación en otras tierras, por lo menos simbólicamente ejemplificarían un contraste duro, si no se lo quiere llamar derrota, cuya reversión no se vislumbra a plazo inmediato y en términos clásicos.

La literatura argentina y su despolitización crónica

Volviendo a lo nuestro, en esa corriente los escritores son pocos, muchos emigrados del común descubren con sorpresa que entre ellos este o aquel son poetas o novelistas. En ese sentido, si se admite la imagen de la columna, esta emigración es muy diferente de la española y aun de la chilena; en el primer caso, los escritores engrosaron, de manera notable, la emigración, el destierro o el «transtierro» ; eran además los mejores, los que habían levantado la escritura española quitándole ese provincianismo que con tanta agudeza había fustigado Antonio Machado; ciertamente que en España quedaron muchos que, por no haberse definido tanto en favor de la República, pudieron seguir rumiando su derrota en suelo natal; otros, los peores, los acomodaticios o los fascistas, ocuparon el terreno e impregnaron a una España que había querido ser otra de un olor a sótano y a encierro, ese olor de la burguesía madrileña que puede asfixiar al difundirse. Los mejores estaban afuera y escribían sobre su estar afuera, su corte, su decisión, su sobrevivencia, sus avatares, sus esperanzas, sus duelos: en el exilio y admitiéndolo construyeron una literatura y tendieron un puente hacia el porvenir. En el caso de Chile, la muerte de Neruda, dos días después de la de Allende, ejemplifica toda una situación: puesto que los escritores estaban metidos en el conflicto y nada les impedía por ello tener inmanencia -porque valían para su pueblo- y trascendencia -puesto que valían para América Latina- , pudieron acompañar, de manera evidente, el exilio: es probable que lo elaboren porque nada les impide vivirlo, ya que el exilio no es más que una prolongación de un compromiso establecido desde antiguo con su propio país. Diferencias que nacen antes del exilio y que llevan a establecer comparaciones entre literaturas y sus peculiares relaciones históricas o las maneras de resolverlas. Así en Argentina y para remontarnos ligeramente al origen, después de que los primeros escritores modernos se vincularon a un proceso de lo real, los que los siguieron se hicieron cada vez más asépticos, más inmaculados, pero no por ello más grandiosos, desde luego. No se trataba, desde mi punto de vista, por cierto, del ejercicio de un tipo de literatura, realismo o engagement o poesía social, que se les pudiera reclamar, sino de otra cosa a la vez más amplia y más precisa, de una responsabilidad ciudadana que los más hábiles eludieron siempre y no desde una actitud crítica muy refinada; algo vago e inasible.

Una despolitización que tampoco puede ni debe atribuirse al presunto europeísmo de que se la suele acusar generalizando también; sencillamente, el proceso de la conformación de la institución llamada «literatura argentina»derivó hacia un rumbo en el cual un escritor podía sentirse autorizado a no sentirse concernido por el asesinato de un diputado, de un abogado, de un gremialista o simplemente por la brutalidad de una represión cuya exhibición velada pudo llegar a horrorizar hasta a pacíficos pequeñoburgueses barriales. Los más sensibles, en términos profesionales, crearon un buen caparazón y se tornaron en los menos sensibles a una vinculación corporal: el ejemplo de Martínez Estrada, único, excepcional, monumental, obra de contraste para entender esa práctica orgánica y sistemática de la despolitización; todavía tenemos que reivindicarlo y hacerle los homenajes que la asepsia literaria argentina le ha retaceado, como si lo considerara un intruso en una sociedad de socorros mutuos, no viendo todavía la forma de reducirlo canonizándolo, así como ha querido hacer con Quiroga, con Arlt y probablemente pronto quiera hacer con Girondo y con Macedonio Fernández, gente que supo decir que no, aunque no necesariamente estuviera afiliada a un partido político, abogado de la especie humana o de la clase obrera. Hay incluso escritores de «izquierda» para los cuales la izquierda ha sido el escalón, la montura; lo mismo puede decirse de escritores peronistas que en tiempos malos, o sea fuera del gobierno, se inocentizan, se blanquean; se academizan: esperan que el temporal deje de arreciar para reaparecer -o creyendo que van a reaparecer- empujando a los liberales, vieja obsesión, sueño infantil no cumplido, al basurero de la historia.

Por estas razones no se podría hablar en nombre de la literatura argentina respecto del exilio, sino, tan solo, en nombre propio y no para entender qué pasa con la literatura propiamente dicha sino, tan solo, qué pasa con los cuerpos del exilio, con esta experiencia que toca a muchos y respecto de la cual hay un obvio anhelo, que cese, y una compleja problemática: mientras no cesa tiende una maraña de fuerzas que arrastran, propone fuerzas que potencian o neutralizan toda planificación, todo proyecto, lanza espejismos, genera conflictos a veces incomprensibles, envuelve en posposiciones infinitas, tantálicas, hace aparecer el hueso de la muerte a la vuelta de cada nostalgia.

Claro, al hablar de la despolitización crónica de la institución denominada «literatura argentina» parezco haber condenado en bloque no solo a ella sino aun a quienes la integran: seres humanos complejos y contradictorios, muchas veces valiosos humana y literariamente y no necesariamente átomos de su manera de ser. Sería ridículo e imperdonable caer en actitud tan vanguardista y tan descabellada; el hecho de que se enuncien los datos de una situación desde un pronombre personal y su consecuencia, o sea la tendencia a la ampliación de los efectos de los enunciados, lleva a estos probables malentendidos que generan a su vez innúmeras aclaraciones del tipo «no he querido meter a todo el mundo en una sola bolsa», «solo quiero tratar de comprender»; muchos individuos, por cierto, escapan a lo que caracteriza al conjunto, el conjunto a su vez hace lo que puede y sin duda lo hace mejor que lo haría gente como yo, si existiera en número suficiente como para decir «gente como yo». Se trata de otra cosa, en el fondo se trata de entenderse uno mismo en lo actual, y de paso, como si tuvieran que ver con lo actual, se trata de entender las crispaciones que nos han afligido durante muchos años, mucho antes de que soñáramos siquiera que podríamos considerarnos «exiliados», calificativo para otros, no para argentinos, integrados a un país y a sus avatares, con permanentes proyectos para ese país y no solo para su literatura, dueños de un sentimiento (seguramente engañoso) de propiedad legítima de uno y otra, tal vez solo por amar a su gente y a su cielo, a sus luchas y a la dulzura de su aire.

La situación del escritor en el régimen militar

Pero poniendo las cosas en otra parte, objetivándolas, es fácil imaginar que en un medio que se deteriora políticamente todos los días, desde hace varios años, muchos o algunos escritores argentinos no han de ser felices, no han de tener el mínimo sentimiento de estar construyendo la forma simbólica de un país que los tiende a paralizar, ni aun cuando sus nombres aparezcan en el ranking preparado por La Opinión, en una tentativa cristalina de engañarse a sí mismo como órgano de información y de engañar al conjunto acerca de la normalidad de la vida literaria en Argentina. Por otra parte, salvo el histrionismo a que han llevado a Borges, no hay público -o lo hay muy escaso- para escritores argentinos que antaño, no hace tanto, provocaban, alimentaban la inquietud social y estética de nuevas generaciones, mostraban caminos; en un lugar donde reinan las traducciones de las editoriales Emecé y Pomaire, invadido masivamente por una literatura de vacaciones, donde rigen controles ideológicos tan primarios como definidos en contra de toda pretensión de actividad mediante la literatura, la competencia es imposible, solo el silencio es la respuesta más decorosa y digna. El medio, atacado permanentemente, bastardeado en sus exigencias, termina por adaptarse y se asfixia y asfixia, por lo menos se confunde: si no es fácil reivindicar la libertad de una práctica y postular para ella una función en la sociedad, ni siquiera es fácil prostituirse en homenaje a la Junta Militar que, como todas las Juntas del universo, privilegia tediosamente la tecnocracia, es la diosa cuya invocación permitirá a sus miembros soñarse en el dominio de un país desierto pero limpio, eficiente y sumiso. La tecnocracia, ni siquiera la ciencia -y menos la literatura-, puesto que los científicos argentinos, no quizá las Instituciones, de cuando en cuando se niegan, dicen que no, y pasan por ello a ser innecesarios; de todos modos, para la Junta es fácil expulsar a los negativistas, la ciencia que se necesita se puede comprar, no es indispensable producirla y en cuanto a la literatura, el cine o el teatro, basta con autorizar sus aspectos ritualmente frívolos para neutralizar su acción más profunda; esto último da una impresión de débil y falsa libertad que se articula con una represión verdadera que impide trabajo, pensamiento, cumplimiento de un proyecto que exija mínimamente de un público o del estado público.

Es seguro que por abajo está pasando otra cosa, una espera tensa y productiva, de modo que en realidad el proceso, en su conjunto, sea formulable mediante una ecuación: durar como sea, como se pueda y, en otro nivel, al ritmo de procesos más abarcativos, sociales y políticos, preparar las condiciones de una producción diferente; sin duda, en la amargura actual algo debe estarse gestando, no solo en la literatura, pero también en ella; el día que empecemos a verlo no solo sentiremos que la predicción se confirma, también que todo este eclipse no es vano; nuevas formas deslumbrarán con su potencia a quienes estarán necesitando nuevas formas en un país nuevo; para todo eso se necesita una gestación que, sin duda, no puede esperarse del exilio; ignoro sus protagonistas y sus caminos, no puedo darme cuenta de los síntomas que ya estén haciendo guiños de sana complicidad a quienes esperan y necesitan de lo nuevo.

Me consuelo, quizás, pensando en ese futuro promisorio, a la vez grandioso y agradable: la realidad, por el momento, es más triste y mediocre, pero no es de una ni otra perspectiva que se puede hablar ahora, sino de lo que se tiene entre manos, lo concreto del exilio que hay que tratar de entender. Entre lo subjetivo y lo objetivo clasifiquemos, ordenemos las instancias, procedamos con rigor.

El exilio y las posibilidades de expresión

Por empezar, el exilio ofrece a los escritores fantasías y promesas bien concretas, valga el juego de palabras. No es improbable que algunos poetas, que han debido llegarse hasta España, sueñen con rehacer el camino de Rubén Darío; no es impensable que otros, en México, se identifiquen con Aníbal Ponce; no está fuera de la lógica que otros quieran reorientar el equivocado rumbo que sigue, digo por decir, la literatura venezolana, por ejemplo, así como tampoco es invención que al llegar a las diferentes playas surjan halagadoras voces locales que les susurren: por fin llegaron ustedes, con el desarrollo y la experiencia que traen nos van a ayudar mucho, el exilio español transformó a México, por ejemplo, por qué no ustedes. De Lautréamont al Che Guevara, pasando por Esteban Echeverría y Cortázar, el exilio puede alimentarse: salvarse primero de la represión pero triunfar después en los escenarios del mundo y así demostrar el esencial error de un sistema y, además, puesto que la imaginación -que constituye el capital de los escritores- debe ir al poder, por qué no reorientar la lucha popular, por qué no decirles a los guerrilleros qué rumbo deben seguir, o bien a los políticos que mucho se les puede ayudar con las vibrantes plumas que se ponen al servicio de las grandes causas.

De Esteban Echeverría a secretarios de Cámpora, fantasías y sueños de acción acechan en el exilio; pasado en el que el corte y la penuria tuvieron su compensación y presente que se asemeja a ese pasado en el momento anterior a la compensación, hacen un continuo que se acompasa con las páginas literarias que se ofrecen, con las editoriales que se interesan, con los cineastas que simpatizan o los cenáculos que les muestran algunos de los rollos sagrados, guardados en el tabernáculo.

Por otro lado, y como contraparte, surgen dificultades para lograr la continuidad de un trabajo.

Por de pronto, se presenta la cuestión idiomática que, en América Latina al menos, parece no constituir una barrera; será tal vez por eso que unos cuantos de entre ellos hayan elegido México y Venezuela y, por razones más oscuras, España, como si al mismo tiempo que deben buscar un lugar para vivir tuvieran que demostrar una cierta superioridad acumulada, ganar en el propio reducto de la dificultad.
 
Pero el hecho de que no haya una barrera tan definida como debe haberla en Suecia, y aun en Francia, no quita que las peculiaridades lingüísticas, y lo que ideológicamente se pone en ellas, no creen dificultades que dimanan del choque que se produce cuando las peculiaridades -que implican también procesos de formación profesional y estética propios- se refractan sobre las concepciones de grupos que tienen cierto poder local y en algunos casos internacional; parecería que «hay que entrar» en grupos cuyas líneas de acción no son del todo inteligibles -sobre todo en México, donde la claridad suele venir por prodigiosas revelaciones, pocas veces por simples y fraternales explicaciones- para quienes llegan de afuera y que además no necesitan de quienes llegan de fuera, porque, por añadidura, sospechan de ellos, intelectual, modal y profesionalmente. Sobreviene, entonces, un tiempo de soledad y de aislamiento: quienes admiten que deben pasar por esas sospechas y vencerlas dando pruebas de comprensión y admiración, respecto de los grupos, de alguna manera se folklorizan, en el sentido de que presentándose con su atuendo temático y estilístico propio, y descartando en su presentación que eso pueda tener alguna universalidad, reduciéndose a ser «muestra» bien diferenciada respecto de la literatura o la cultura en la que se presentan, logran un statu quo, eliminan en su torno la sombra de una competencia o de una soberbia, son o pueden ser aceptados como hijos menores, como protegidos. Otros, en cambio, se introducen con mayor habilidad en los grupos porque, compartiendo sus orientaciones políticas, pueden entrar en los sanctasanctórum desde antes, y de ahí se les abren las editoriales locales y las revistas, las radios y el cine, pueden ser útiles a los sacerdotes municipales; a su vez, y en cambio, habrá para ellos alguna publicidad, podrán participar de algo pero jamás, dada cierta estructura en la que la literatura desempeña un papel, en el poder que de ella se desprende. Permanentes visitantes, solo se espera con afecto de ellos que la visita concluya de una vez y que el recuerdo sea grato, servicial, de modo tal que no haya por qué reconocerles un aporte activo, ni tampoco necesidad de renegar de ellos.

Problema en cierto modo menor; uno más importante es el de la continuidad de una obra y, sobre todo, de su sentido en un contexto que, desgraciadamente, no es el que favoreció su surgimiento. Los signos vuelan por el cielo del exilio y hay que apresarlos, atraparlos, se tornan fugaces, habría que poseer un proyecto tan rígido o sólidamente configurado como para que su realización no se vea afectada por las presiones que vienen de los ambiguos atractivos del exterior que, a su vez, si se es honesto, hay que tratar de entender. Conflicto de positividades: seguir en una construcción para la cual nos hemos preparado durante años y no rechazar lo que de cualquier manera que sea, nos distrae de esa construcción. ¿Serán deseables el rigor y el encierro? ¿Será mejor abandonar también el proyecto, así como se abandonó la tierra, y entregarse a los nuevos estímulos?

Como siempre, es posible que la solución esté en la astucia, en la habilidad: proseguir un trabajo ligado a lo más entrañable, al fondo del nacimiento si se quiere, pero inscribirlo en un marco que implique la aceptación de las nuevas condiciones como una suerte que el destino nos deparó; dicho de otro modo, inflexionar el proyecto traído de lejanas tierras reconociendo la nueva situación, la pérdida y el encuentro en tierra dudosa, pero al menos protectora, no excesivamente hostil en lo general de una apuesta política. Tender puentes, en suma, hacia el regreso, pero tejidos con los materiales que el camino va proveyéndonos, no atenidos al equipaje que hemos traído y que, por el apresuramiento de la partida, es deficiente, a medida que pasa el tiempo va perdiendo algo de su consistencia, flecos nostálgicos que parecen carecer de carne y que no hallan lugar en esa construcción, nuevos proyectos en los que el tiempo desempeñe su papel integrándolos, este tiempo que marcado por la provisoriedad puede convertirse en repetición y parálisis.

El rechazo respecto al exiliado

Otra vez me hablo a mí mismo, me doy órdenes como cuando tengo que despertarme temprano y no tengo despertador. Pero tienen algo estas indicaciones, no deberían quedar aisladas en una justificación, en un deseo de no perder a mi país y de no perder todo lo que me excita en éste que vivo. El único erotismo posible está en una síntesis, cuya forma es asunto de cada cual, puesto que cada cual, además, ha tenido que tomar sus decisiones individualmente, fuera de un planeamiento de la salida. De aquí se desprende otra cuestión: podría decirse que el exilio argentino se caracteriza por su desorden; por un lado, porque ninguna fuerza política emitió la orden de emprenderlo y, por lo tanto, todas las fuerzas políticas, en cierto modo, se lavan las manos respecto de sus consecuencias, así haya sido necesario emprenderlo por haber actuado en su momento en favor de dichas fuerzas; por el otro, correlativamente, parece haber respondido a motivaciones individuales o, si se quiere decirlo de otro modo, a análisis que tenían en cuenta ya sea una posibilidad de recuperar la libertad, porque se estaba en la cárcel, ya la posibilidad de volver a gozar de una tranquilidad, entonces, amenazada, ya la perspectiva de un progreso humano e intelectual; desprotegidos, muchos argentinos pensaron que lo más adecuado era desaparecer del escenario, porque ningún público los aplaudiría ni se solidarizaría con su drama, si llegaba a sobrevenir. El exilio no es, por lo tanto, cuestión de grupos políticos ni emana de su responsabilidad; en el caso de que esos grupos lleguen, total o parcialmente, a un arreglo con la dictadura militar, bien puede ocurrir que invoquen este desconcernimiento, frente a los exiliados que, desde afuera, con petulancia y desaprensión, hostigan a la Junta Militar y contribuyen, quizás, a desbaratar esos manejos; en consecuencia, ¿a quién se podrían dirigir en un futuro próximo las reclamaciones de los exiliados por los daños emergentes de decisiones que tomaron tan individualmente? Grave problema que se añade a una tradicional actitud de rechazo de los argentinos respecto de sus compatriotas que «se fueron del país». Irse o quedarse siempre apareció como una alternativa inquietante, con matices culpabilizantes y condenatorios: años de discusión llevó, en tiempos mejores, determinar qué pasaba con Cortázar, si retornaba a su patria o no. Y esto, que desde el punto de vista de las coberturas políticas para la decisión del exilio traza el cuadro de una debilidad conceptual, tiene consecuencias también para el transcurso del exilio mismo; las principales son, creo, una irreprimible tendencia a la dispersión, un escepticismo creciente que no encuentra satisfactores y una paulatina despolitización, a veces encubierta con adhesiones políticas superestructurales, sustitutivas de acciones posibles.

Desprendidos de un proceso, es posible que los exiliados argentinos no se atrevan a reiniciarlo en sus límites precisos, en lo que los límites de su situación lo harían real, y ponen su energía en las más diversas formas de elusión: así, por ejemplo, si consideran que la dimensión política solo se halla en los partidos o grupos, en consecuencia, como lo que los partidos o grupos en el exilio ofrecen es pobre, hacen el culto de la prescindencia; recrean grupos de relación personal en los que la temática misma del exilio -que comporta por definición la temática del país natal- empieza a palidecer paulatinamente hasta generar una doble ilusión, primero de que se es un ciudadano del mundo y, segundo, de que se es un ciudadano del país que de todos modos no se termina por aceptar y que no lo acepta tampoco a uno; intentan un bienestar económico en el que viejas ideologías pequeñoburguesas atemperan la incomodidad que suscita no solo el mundo y sus desgracias, sino también esta protagonización de las desgracias del mundo, este ingreso en las estadísticas de las Naciones Unidas. Pero ni la prescindencia es posible, ni la elusión lleva lejos, ni la comodidad burguesa sirve durante mucho tiempo; sí, quizás para justificar para sí mismo la dispersión y el desprecio por intentos de otros para contenerla, pero los resultados son magros; no por ello, si se trata de intelectuales, se incrementa la producción. ¿Serán estas actitudes de fuga, en el caso de los escritores, una suerte de aceptación resignada y confirmatoria de la imagen que de los intelectuales han tenido siempre o casi siempre los partidos políticos en Argentina?
 
Desde luego, para algunos grupos políticos la actitud respecto de la suerte de los exiliados cambió un poco cuando el grupo entero tuvo que emigrar, falto de aire o de posibilidades de continuar una acción. Si hasta 1976, por ejemplo, para los que se quedaban peleando, quienes se iban de alguna manera defeccionaban, cuando unos y otros se encontraron después de 1977 en las calles de Roma o de México, las diferencias podían desaparecer, esa diferencia al menos. Pero nuevamente lo político establece categorizaciones duras de tragar: los que debieron exiliarse antes del golpe militar de marzo de 1976 forman a veces un solo bloque con los que vinieron después; para entenderse todos, pareciera que hay que negar lo anterior al golpe y sostener que las desdichas nacionales empiezan después del golpe, que los militares instauraron un régimen de terror que habría hecho algunas víctimas acaso por adelantado, acaso por excepción; los antiguos exiliados deben, en homenaje a una nueva unidad, dejar de ser testigos de una infamia y sus exponentes humanos y angustiados, para asumir benevolentemente una amnesia histórica. Lo mismo ocurrió en los primeros momentos: si la línea divisoria entre los argentinos que lucharon durante algunos años, muchos o pocos, por un cambio en el país, pasaba por la política y las armas, en el exilio los dos paneles subsistieron; pero las armas son más impositivas -cualquiera lo sabe- que las razones políticas, que son a su vez más solapadas; un argumento apoyado por una ametralladora goza de un prestigio mayor que un argumento lanzado en un susurro, a escasos oyentes; en virtud de esa desproporción y potenciadas las respectivas fuerzas por el exilio, los partidarios de las soluciones armadas, mientras duraba su presencia activa en Argentina, tuvieron una franca predilección por un eclipse de la crítica, desearon y lograron el silencio, de modo que todos los exiliados aparecieran implícitamente confundidos en una sola causalidad, juzgaron que si la «crítica de las armas» valía de por sí, la «crítica a las armas» podía devenir una pérdida de control sobre las almas atormentadas por la culpabilidad pequeñoburguesa; sobre todo de esos intelectuales que, caídos a la política dentro de un movimiento general, nunca entendieron su intervención más que como «adhesión», no como una decisión que comprometiera su propio cuerpo. Visto desde la perspectiva de los intelectuales, continuar en la «adhesión», sobre todo cuando ha cesado la creencia, tiene como consecuencia un generalizado silencio, tanto respecto de aquello en lo que ya no creen más, como de sus propias capacidades de análisis; el silencio aparece como solemne, irreprochable, la velada sombra de un gran trauma impide hablar y, con el silencio, se cierne la amenaza de una parálisis de la productividad, de la clausura de una continuidad.

¿Venganza de lo político al cual se acercaron sin luchar por una inscripción propia?
 
Los escritores españoles crearon algunas fórmulas felices: se definieron como «transterrados», no como «desterrados», palabra que, al contrario, designa un movimiento cumplido, un triunfo (del enemigo) y una derrota; en cambio el otro término supone un desplazamiento, hasta cierto punto un reencuentro, el establecimiento de un circuito entre dos puntos, España y el lugar de exilio, que tienen en común más de lo que el conformismo nacionalista supone. De esa definición salen otras fecundas y resistentes, instituciones que quedan pero también presencias luminosas; es como si, a pesar de todo, hubieran podido muy rápidamente poner los pies en la tierra y, a partir de ese asentamiento, concreto y simbólico al mismo tiempo, hubieran podido engendrar un modelo que ganó la partida, claro que luego de esperas y de angustias que no tienen compensación. Partida contra la muerte que puede estar agazapada en la confusión del exilio, y contra la cual, en esta etapa, pienso que debemos luchar. Es claro, no somos españoles y nuestra causa es menos «mundial»: nuestra situación y nuestro destino son, por consecuencia, más inciertos. Si eso es así, ahí está el límite y el proyecto, que no puede constituirse desbordándolo, en la ilusión o la negación.

¿Se sacan de ahí conclusiones útiles? ¡Vaya uno a saber! Porque no se trata de preconizar, como programa, un tipo de literatura o de «temas», como si con la exterioridad que presuponen se lograra aclarar algo: al contrario, muchos de nosotros jugamos sucio con esa salida, porque en la adopción proclamada de tales temas, exilio incluido, descargamos menos la libido que la buena conciencia, podemos perfectamente disfrazar nuestra incapacidad de respuesta en la repetición sacramental del elenco de buenas palabras y gracias a la cual podemos, además, ingresar en una especie de olimpo trashumante, interamericano, satisfecho de sí mismo y de sus «contactos» internacionales. Tampoco, desde luego, podemos pretender que el modesto camino que alguno pueda emprender constituya un modelo para todos. Se trataría más bien de una actitud, de una ampliación, de la creación de un espacio del que surja una cierta figura de resistencia, un puente. No solo una productividad que dignifique literariamente, que imponga un progreso respecto de lo existente, sino también que contribuya, en la cual se pueda ver un modelo más integrado, vinculado a un doble proceso real, de lo real: el que convulsivamente tiene lugar allá, el que acompaña el estar aquí.

Todo muy vago y abstracto, lo reconozco; vago en mí que lo formulo quitándole deliberadamente todo aparato objetivo, disminuyéndole «sistema»; acaso sentimental y poco práctico, acaso un tanto ético y compulsivo para quienes pueden preferir que las cosas se vayan dando solas; pero también tienen razón; las cosas se van dando solas, impulsa su proceso de darse la necesidad de manifestar la necesidad de que se den. Entre unos que callan y otros que dicen, un balanceo va tomando tal vez su forma y, desde ella, la enfermedad que alimenta el exilio retrocede. ¿Lo hará?

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 35, Marzo - Abril 1978, ISSN: 0251-3552


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