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NUSO Nº 290 / Noviembre - Diciembre 2020

¿Por qué el comunismo resulta «insoportable»? Más allá de la economía libidinal

El libro Practicing the Good: Desire and Boredom in Soviet Socialism [Practicar el bien. Deseo y aburrimiento en el socialismo soviético], de Keti Chukhrov, plantea una provocativa y radical revisión del sistema soviético poniendo el acento en la economía libidinal. Si bien por momentos pareciera un intento de reivindicar aspectos emancipadores de la vida en la URSS, la autora deja en evidencia las tensiones que implica ir más allá de la economía libidinal y aporta de manera aguda al debate sobre la emancipación.

¿Por qué el comunismo resulta «insoportable»?  Más allá de la economía libidinal

En su primer libro publicado en inglés, Practicing the Good: Desire and Boredom in Soviet Socialism [Practicar el bien. Deseo y aburrimiento en el socialismo soviético]1, la filósofa rusa Keti Chukhrov hace dos cosas: una reevaluación radical del socialismo soviético y una crítica de las teorías posmodernas, posestructuralistas y afines que han destacado en los escenarios académicos e intelectuales desde los años 60 del pasado siglo hasta el presente. Esta doble intervención sacude y pone de cabeza muchas ideas que se dieron por sentadas durante el medio siglo en que figuras como Michel Foucault, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Jean-François Lyotard, Slavoj Žižek, Judith Butler y otras se convirtieron en paisaje de fondo del pensamiento contemporáneo.

Podemos ubicar a Chukhrov en una trayectoria de la filosofía rusa posterior al colapso de la Unión Soviética que entronca con figuras heterodoxas del periodo soviético, como Lev Vygotsky, Valentin Volóshinov, Alexander Luria y, sobre todo, Évald Iliénkov y Mijaíl Lifshitz. En otras palabras, Chukhrov pertenece a la corriente del marxismo postsoviético que da continuidad a esos pensadores. En las primeras dos décadas de este siglo, voces como las de Alain Badiou, Slavoj Žižek, Bruno Bosteels, Gianni Vattimo y Jodi Dean protagonizaron la actual ola de replanteamientos de un horizonte comunista para nuestra época, pero Chukhrov acomete un reexamen filosófico del comunismo histórico tal cual se experimentó en la urss y lo hace desde premisas muy diferentes de las de los teóricos occidentales mencionados. Ella no disputa que el comunismo pueda ser un horizonte de la actualidad, pero más bien le interesa confirmar que existe ya una experiencia comunista desde la cual reflexionar sobre proyectos presentes y futuros de emancipación anticapitalista.

La reevaluación del comunismo soviético cobró importancia con un libro tan lacónico como provocador de Boris Groys titulado Postdata comunista (2006)2, cuyo manejo virtuoso de la paradoja nos recuerda el célebre tratado de Guy Debord La sociedad del espectáculo (1967)3. Groys plantea que, sin necesidad de obviar el despotismo sumamente deletéreo de Iósif Stalin, en toda consideración del comunismo del siglo xx hay que partir del hecho de que en la urss efectivamente se abolió la propiedad privada y se estableció la primera sociedad moderna en la cual el lenguaje (ideología, filosofía) se impuso sobre la economía, es decir, sobre la ley capitalista del valor. Para Chukhrov, este hecho constituye un avance excepcional de la sociedad humana que no puede ser ignorado.

En este resumen me permito captar y transmitir un tono muy singular que atraviesa todo el libro: por momentos pareciera que estamos presenciando un intento bastante franco de reivindicar aspectos emancipadores de la vida soviética, obviando los rasgos opresivos ampliamente conocidos. Sin embargo, el ángulo asumido por Chukhrov no debe confundirse, en absoluto, con una apología del régimen político, en especial, del periodo estalinista. Si hubo un «socialismo realmente existente», también perdura un «anticomunismo realmente existente». Prevalece todavía la expectativa de que toda intervención teórica de izquierda en torno de la historia revolucionaria marxista debe cumplir con cierto protocolo de autoinculpación y arrepentimiento antes de reclamar para la reflexión ciertas transformaciones objetivas que significaron un logro y que podrían aportar a la perspectiva emancipatoria algunas lecciones hábiles, es decir, algo más que el tipo de autocrítica moralizante que se traduce en argumentos de inhabilitación política. Chukhrov simplemente se salta ese protocolo para lograr pensar más allá de la inculpación moral.

Reconoce que el colapso de la urss respondió al desgaste progresivo de sus instituciones, relacionado con su carácter burocrático y opresivo, pero aduce que, en contra de lo que supone casi toda la crítica occidental, tal desgaste no se debió a que se fracasara en el intento de establecer una sociedad comunista, sino a que se tuvo demasiado éxito, demasiado pronto como para lograr institucionalizar el proceso adecuadamente. Según ella, la relativa ausencia de preparación de la sociedad para el cambio producido responde a que ese cambio fue muy rápido y muy completo, al desarrollar efectivamente relaciones de producción emancipadas de la propiedad privada y generadoras de una sociedad y cultura desalienadas, basadas en una economía no libidinal organizada para el bien común. En la urss, a diferencia de otros países que se han designado como «socialistas», sí se abolió la propiedad privada. Este hecho excepcional, en su momento, brindó la oportunidad de que emergiera lo que la autora denomina como un non-self being, es decir, un «ser no-yo» liberado del narcisismo libidinal y abocado a las prácticas del bien común. Chukhrov documenta, en sus análisis de la vida cotidiana, del arte y la cultura de la época, la proliferación de un Eros del «ser no-yo», pero reconoce que esa proliferación eventualmente sucumbió ante las presiones y seducciones de la economía libidinal propia del capitalismo de consumo global. Reconoce que la sociedad soviética no alcanzó a crear las condiciones culturales, sociales, políticas y económicas necesarias para garantizar la sustentabilidad de la profunda transformación en curso más allá de unas pocas décadas. Ello no se logró a escala nacional, a lo que contribuyeron la burocratización, la corrupción, el despotismo y el desgaste institucional, ni tampoco a escala internacional, a lo que contribuyó el triunfo, hacia las décadas de 1970 y 1980, del capitalismo de consumo (la sociedad del espectáculo, diría Debord). Así, la urss no se preparó para enfrentar desde sus propias instituciones el proceso de globalización del capitalismo que logró alienar a sectores significativos de la propia sociedad soviética, en especial, a las elites intelectuales.

Pero antes que redundar en torno de las obvias presiones internacionales que contribuyeron a ahogar a la urss, Chukhrov prefiere investigar cuál es el impedimento interno del comunismo que tanto dificulta su materialización. Ante la facilidad que muestra la sociedad capitalista de consumo para alienar y prácticamente vacunar a sectores considerables de la población mundial contra el comunismo, resuena la pregunta que lanza esta autora: «¿Qué es lo que hace que el comunismo sea insoportable?». La respuesta concierne a la difícil transformación que entraña dar el salto a una economía no libidinal. La reflexión de Chukhrov parte del reconocimiento de una dificultad inmanente al comunismo. Ella argumenta que las teorías occidentales, liberales y de izquierda, incluyendo las que se asumen como marxistas, comparten una idea de la emancipación social que ubica cualquier proyecto emancipador dentro de la burbuja confortable provista por la sociedad del consumo y la abundancia, ofrecida desde el lado seductor del capitalismo (encubriendo el lado terrible de la explotación de las mayorías). Esa idea occidental de la emancipación supone que el individuo se liberará de las alienaciones del capitalismo preservando la fuga hacia adelante de la producción, la tecnología y el progreso con todas sus seducciones chéveres y fantásticas. Obviamente, quienes teorizan así lo hacen desde las condiciones de vida de la elite intelectual, y es natural que lo hagan. Por eso, los teóricos posmodernos, posestructuralistas, aceleracionistas, poshegemónicos, lacanianos, etc., no alcanzan, según la filósofa rusa, a proponer seriamente una transformación anticapitalista como tal, mucho menos una revolución comunista, y no pueden salir de la escafandra de narcisismo y alienación dentro de la cual circulan sus ideas.

Chukhrov basa su propia visión crítica de la teoría emancipatoria occidental en una relectura radical de la experiencia soviética que sobrepasa las barreras impuestas por la crítica moralista del estalinismo. Es su manera de decir que el socialismo soviético no se puede desestimar y reducir a los tópicos manidos de la crítica antitotalitaria liberal, pues significó mucho más que la imagen unilateral de terror apocalíptico construida por esa tradición crítica. Afirma explícitamente que su perspectiva como estudiosa de las condiciones de vida del comunismo histórico tal cual este se materializó en su país le ofrece una ventaja sobre la perspectiva occidental liberal. A partir de sus estudios de la cotidianidad soviética, de su arte y su cultura, ella descubre la economía no libidinal comunista y la contrapone a la economía libidinal propia del capitalismo. Recordemos la famosa dinámica entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Las fuerzas productivas consisten básicamente en la tecnología y la organización de la producción, mientras que las relaciones de producción consisten en los vínculos de apropiación, de propiedad, de división del trabajo y distribución de los bienes entre grupos sociales y géneros. El propósito fundamental del comunismo, según lo esbozado por Karl Marx, es transformar las relaciones de propiedad y la división del trabajo como condiciones materiales para establecer la asociación libre de iguales dedicados al bien común en la comunidad de bienes, meta que, según el humanismo marxista, apunta a una mayor plenitud del género humano. Marx establece así un principio abolicionista muy propio de la tradición que adopta su nombre: la abolición de la propiedad privada –este es el umbral decisivo y necesario del paso del capitalismo al socialismo–. Además, según Marx, es necesario que las fuerzas productivas alcancen un desarrollo suficiente como para poder establecer relaciones de producción más avanzadas, libradas de la propiedad privada. Lo que él no previó es hasta qué punto ese desarrollo de las fuerzas productivas dejaba de ser necesario y viable una vez que se transformaran las relaciones de producción, es decir, una vez que se aboliera la propiedad privada. Y esto fue lo que efectivamente se hizo en la sociedad soviética. Marx no conoció ninguna sociedad moderna en la que se hubiera abolido la propiedad privada, es decir, con relaciones de producción regidas por la comunidad igualitaria de bienes, por lo que no pudo prever algo que sí descubrieron los protagonistas de la primera sociedad comunista: que una vez establecido el socialismo (mediante la criminalización efectiva de toda propiedad privada), el desarrollo incesante y acelerado de las fuerzas productivas ya no sería determinante sobre las relaciones de producción, sino que por el contrario, estas últimas determinarían a las fuerzas productivas.

Entre los teóricos que abordaron esta novedad destaca Évald Iliénkov. Él fue uno de los que más claramente se percataron de que bajo las condiciones inéditas del socialismo soviético se podía verificar que las relaciones igualitarias en la división del trabajo y la apropiación de los bienes determinaban que ya no sería necesario ni viable el tipo de desarrollo incesante de la tecnología, ni las formas de organización del trabajo cada vez más intensas que se imponían en el capitalismo. (Obviamente, este argumento no es válido para las sociedades llamadas «socialistas» en las que no se ha abolido la propiedad privada). Como explica Chukhrov, la economía soviética, que funcionaba bajo un plan no regido por el mercado ni la ganancia, no tenía ni la necesidad ni los medios para inducir el deseo infinito de consumo de mercancías imprescindible bajo el capitalismo, puesto que la nueva economía podía y debía más bien estructurarse como una dirigida a la satisfacción de necesidades básicas, genéricas, del común. Esto libró a la nueva sociedad de la carga del deseo, es decir, de la economía libidinal capitalista. A su vez, el nuevo paradigma del bienestar basado en la satisfacción de bienes básicos bajo el principio del bien común descartaba el relumbre fantasmático de la mercancía y neutralizaba la estructura narcisista del deseo insaciable propia del capitalismo de consumo. Es importante remarcar que, en consecuencia, lo que era bienestar bajo el socialismo histórico fue entonces percibido como «pobreza» y «aburrimiento» desde la perspectiva del capitalismo de consumo (obviamente la perspectiva de las clases privilegiadas, no necesariamente de las mayorías explotadas). Esto contribuyó a que el comunismo se convirtiera en algo insoportable para sectores significativos de la población soviética, especialmente para la intelligentsia cultural imbuida de la economía libidinal imperante a escala global.

Chukhrov se vale de algunas reflexiones de teóricos lacanianos de izquierda como Samo Tomšič y Todd McGowan para caracterizar la economía libidinal. Vincula, así, el excedente de deseo inscrito en la carencia constituyente del sujeto (según Lacan) al excedente o plusvalor adscrito a la abstracción del valor de uso perpetrada por el capital (según Marx). Dentro de la economía libidinal, sostiene Chukhrov, el sujeto no puede sino sostener y ahondar la falta que lo constituye bajo el signo del deseo nunca colmado. Y de manera análoga, el capital se alimenta de la abstracción infinita del valor de uso (comenzando por el valor de uso del trabajo o la actividad humana en general). En el capitalismo de consumo, el sujeto siente el deseo de consumir más y más mercancías hasta el punto de convertirse a sí mismo en mercancía, porque su deseo se alimenta, no de la satisfacción de las necesidades reales que le demandarían objetos reales, sino de la permanente insatisfacción garantizada por la falta, por la negatividad que lo constituye, y que es estimulada por los objetos fantasmáticos del deseo encarnados por las mercancías en su incesante incumplimiento de las necesidades fantasmáticas que invocan. En fin, la falta del sujeto y la abstracción del valor de uso (también una falta) se entrelazan. Dos alienaciones, la del sujeto y la del capital, se devoran y alimentan entre sí.

La diferencia de Chukhrov con Tomšič y McGowan es que ellos ven la alienación inherente a la economía libidinal como una condición constitutiva de todo sujeto humano que haya existido y por existir, prácticamente independiente de la historia social, algo que el capitalismo solo aprovecha y profundiza, mientras que Chukhrov, en cambio, adjudica esa economía libidinal alienante específicamente al capitalismo situado en un contexto histórico dado. Para ella, el comunismo conlleva como condición necesaria la abolición de la economía libidinal, y considera que ello se consiguió, efectivamente, con el comunismo histórico, si bien este no se pudo sostener indefinidamente en la urss. Ese logro de su país, aunque fuera relativamente pasajero, es lo que fundamenta la crítica que la filósofa rusa dirige a la teoría occidental prevaleciente. Desde su perspectiva, las relaciones de producción inéditas establecidas en la sociedad soviética, relaciones que la sociedad occidental nunca ha experimentado, hicieron reales, en un sentido tanto material como ideal, valores descartados como anacrónicos, ingenuos y ridículos por la teoría emancipatoria occidental, tales como la virtud del ideal, la solidaridad, la igualdad universal, el humanismo y la entrega al bien común. Colocándose a contracorriente de la teoría occidental, la filósofa rusa replantea esos valores en este libro como principios rectores de todo proyecto presente o futuro de emancipación anticapitalista, pues constituyeron realidades, no meras palabras, en el contexto histórico al que ella se remite.

Chukhrov argumenta que la economía no libidinal surge de la abolición de la propiedad privada en el marco de la transformación de las relaciones de producción. Estas relaciones igualitarias no basadas en la extracción de plusvalía, en la expropiación, ni en las exigencias del mercado o la ganancia, sino en un plan general de satisfacción de las necesidades materiales y espirituales del común, transformaron ónticamente la cotidianidad y la cultura al momento de hacerse realidad en el contexto soviético. Se instauró una economía de satisfacción de necesidades básicas mediante bienes apropiados colectivamente en igualdad de condiciones. En ella las prácticas, los servicios, los objetos y la actividad humana en general se liberaron de la mediación fantasmática del deseo, para satisfacer, en su lugar, necesidades concretas. Los bienes y los servicios efectuaban su valor de uso sin que mediaran los fantasmas del deseo fundados en el valor de cambio. Una pluma, un auto, un plato eran objetos con un valor de uso, correspondientes a la función social dirigida por una idea. Esta idea emanaba de la propia constitución y función social del objeto, incorporando toda la historia y las relaciones humanas que lo constituyen material y espiritualmente. Así, el objeto cobró una nueva dimensión óntica, pasando a ser objeto genérico, es decir, un objeto que cumple y materializa la idea de ese objeto en general: pluma, auto, plato, y que cobra concreción en relación con necesidades social e históricamente establecidas. Es como si cada objeto hiciera cuerpo presente la idea platónica que lo constituye, pero esa idea ya no radica en una trascendencia incorpórea o inmaterial, sino en las realidades sociales, humanas, que lo determinan. Esto, por supuesto, abole el objeto mediado por la carencia, que es inherente al deseo fantasmático de la mercancía (inscrito hoy día, por ejemplo, en el infame producto de marca analizado magistralmente por Naomi Klein). De esta manera, la sociedad no libidinal descarta el paradigma del deseo. Sin embargo, hay que reconocer que una transformación óntica de esa envergadura puede resultar insoportable para el sujeto constituido por la economía libidinal del capitalismo. Es perfectamente entendible que al sujeto de la economía libidinal una transformación óntica tan profunda se le presente como una existencia «pobre» y «aburrida», como si entrara de lleno «a una vida sin encanto», pues ese sujeto, imbuido de una negatividad narcisista, no puede sino resistirse con toda su alma a asumir el «ser no-yo» necesario para construir una colectividad igualitaria basada en el bien del común.

Chukhrov ubica su labor teórica en el paradigma no libidinal desarrollado por la teoría soviética tal cual lo hizo posible la propia materialidad no libidinal vivida en la urss. Desde ese posicionamiento, este libro nos muestra las ventanas abiertas a la teoría por el socialismo histórico. Se nos despliega en las cuatro partes del ensayo un rico entrelazamiento de la economía política, la sexualidad, la estética y el humanismo cosmológico que es difícil abordar en el espacio de una reseña, pero intentaré puntualizar dos aspectos.

En particular, son interesantes las inusitadas reflexiones de la autora sobre la manera en que la sociedad soviética desdice completamente el paradigma del deseo y la transgresión manejado por la teoría occidental, según el cual la resistencia a la alienación capitalista se debe ejercer por medios aún más alienantes, acudiendo al nihilismo transgresivo mediante la disolución del lenguaje, de la representación, de la disciplina social, de todo lazo social y del yo. Lo único que garantiza ese nihilismo del arte y la crítica occidental, según Chukhrov, es una mayor alienación e inmersión en el inhumanismo capitalista. A tales efectos, la autora declara, refiriéndose sobre todo a la actual escena artística:

La intensidad conceptual del arte moderno, contemporáneo y conceptual como tal reside en la especulación que rodea el momento de su brecha semántica. Pero tan pronto tal arte despacha ese momento negativo, nada queda sino genealogía teórica, sociología positiva y rutina cognitiva, condiciones que no son sensuales, filosóficas ni conceptuales, pero que convierten el arte en mera pieza de capital cognitivo.4

Chukhrov contrasta esa deriva inhumana con la revaluación radical e iconoclasta del realismo que realizan pensadores soviéticos como Mijaíl Lifshitz y, además, desarrolla a partir de ese legado una crítica ingente de los modelos modernistas y vanguardistas que la teoría contemporánea parangona de manera casi unánime como ejemplos supremos de la primacía cultural europea. Obviamente, para Chukhrov esos modelos están bastante sobrevalorados.

Otra aportación de especial interés en el libro es su caracterización de la deriva deslibidinal de la sexualidad. La autora documenta e interpreta cómo en la sociedad y la cultura soviéticas se inició espontáneamente un proceso de desexualización del Eros, inmanente a las propias condiciones de la vida cotidiana y la cultura, al cual correspondió también la crítica marxista del psicoanálisis freudiano ejercida por Valentín Volóshinov y otros, que negaron agencia determinante al inconsciente y el principio del placer. Volóshinov sostuvo que el inconsciente consiste en aspectos de la conciencia social genérica que no han sido personalizados por una conciencia individual. Asimismo, interpretó el principio del placer como un aspecto indistinguible de la satisfacción de necesidades socialmente determinadas, que no son inherentemente opuestas a las exigencias culturales o sociales. Según Chukhrov, la historiografía liberal sobre la sociedad soviética se equivoca de plano al adjudicar el desinterés en la sexualidad libidinal existente en la urss a la represión del Estado, pues el fenómeno de la desexualización surgió espontáneamente con la emergencia del «ser no-yo» en el comunismo. Además, aclara que se refiere a la sexualidad libidinal, fantasmática, mas no a la actividad sexual en sí, respecto a lo cual cita estudios que muestran que existió mayor actividad sexual en el comunismo que en el llamado «mundo libre». Es particularmente interesante su evaluación de la intelectual feminista bolchevique Aleksandra Kolontái, quien, según aclara Chukhrov, no contradice, sino que confirma la forma no libidinal del Eros: «La búsqueda de la libertad en el sexo realizada por Kolontái no legitima lo que se podría considerar como liberación sexual, sino que más bien persigue crear nuevas relaciones de solidaridad en la amistad que solo pueden ser resultado de nuevas condiciones económicas y sociales»5. Chukhrov no adjudica a Kolontái el tópico de la liberación sexual ostentado por el feminismo liberal occidental. Según ella, Kolontái vincula la abolición de la propiedad privada al surgimiento de relaciones sexuales desprivatizadas, es decir, no excluyentes de la colectividad, las cuales comportarían un «ser no-yo» mediado por el bien común.

En suma, la impresión general que se obtiene de este libro es que, desde ciertos puntos de vista, se crearía una brecha crítica si tan solo se removiera el fundamento libidinal tan íntimamente abrazado por la teoría emancipatoria occidental como clave de sus premisas en los últimos 50 años, pues entonces quedarían flotando como globos en el aire no solo los sistemas filosóficos de pensadores como Foucault, Deleuze, Lyotard, Butler y tantos otros, sino toda una ideología de época cuyo desenlace tal vez coincida con la pandemia del siglo xxi, ruptura epocal antilibidinal si las hay. Quizás haya que abordar también la crítica de la teoría libidinal «realmente existente» absteniéndose de inculpaciones morales políticamente inhabilitadoras hacia los teóricos libidinales, como las que se podrían desprender del brillante análisis de Chukhrov. La autora sostiene una tensión decididamente irresuelta en este sentido. Sin duda su sentencia favorita de que «el comunismo es insoportable» guarda un retintín de reproche moral hacia quienes presuntamente no son capaces de soportarlo. Cuando ella presentaba algunos aspectos de este libro en Nueva York, alguien del auditorio reaccionó un tanto alterado ante lo que le pareció un embellecimiento de la experiencia soviética por parte de la conferenciante, cuestión que ella disipó sonriendo con amabilidad y respondiendo algo así como: «Tranquilo, no solo tú amas el capitalismo, todos aquí amamos el capitalismo, no te preocupes». Una ironía que obviamente encerraba un reproche enigmático.

  • 1.

    University of Minnesota Press, Minneapolis, 2020.

  • 2.

    Traficantes de Sueños, Madrid, 2015.

  • 3.

    Pre-Textos, Valencia, 2000.

  • 4.

    K. Chukhrov: ob. cit., p. 185.

  • 5.

    Ibíd., p. 146.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 290, Noviembre - Diciembre 2020, ISSN: 0251-3552


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