Opinión
febrero 2020

Discutir las empresas para pensar el capitalismo

En el capitalismo del siglo XXI, no son pocos quienes consideran que solo los inversores deben decidir sobre la gobernanza empresarial. Pero si las empresas, como actores sociales y políticos, deben servir al bien público, los trabajadores y las comunidades locales en particular deberían tener mucho más peso en sus decisiones.

Discutir las empresas para pensar el capitalismo

Las empresas son la piedra angular de la economía moderna. El grueso de la producción, la inversión, la innovación y la creación de empleo tiene lugar en ellas. Sus decisiones determinan no solo el rendimiento económico, sino también la salud y el bienestar de una sociedad. ¿Pero quién debe gobernar las empresas y en nombre de quién deben tomarse esas decisiones?

La teoría convencional bajo la cual operan nuestras economías contemporáneas es que las empresas son gobernadas por - o en nombre de - los inversores. Esta teoría plantea una clara separación entre los propietarios y los empleados, entre el capital y el trabajo. Los inversionistas son dueños de la empresa y deben tomar todas las decisiones relevantes. Incluso cuando esto no es práctico, como en las grandes empresas con múltiples inversores, la presunción es que los gerentes son «agentes» de los inversores -y solo de los inversores-.

Esta teoría de la empresa se basa en dos ficciones. En primer lugar, los inversores son los únicos que «invierten» en la empresa y, por lo tanto, los únicos que asumen riesgos. En segundo lugar, los mercados son competitivos y sin fricciones, de modo que los trabajadores (y otras personas estrechamente afectadas por las decisiones de las empresas, como los proveedores) pueden irse a otro lugar si no les gusta el trato que les da una empresa determinada.

En realidad, un empleo es mucho más que una fuente de ingresos. Es una parte crucial de la identidad personal y social de un adulto. Las relaciones que los trabajadores construyen y la comunidad que adquieren en el trabajo les dan un propósito y ayudan a definir quiénes son. Los trabajos proporcionan a los trabajadores no solo una utilidad material, sino también una utilidad expresiva. Los términos del empleo determinan no solo cuánto podemos comprar, sino también el grado en que se cumplen nuestras aspiraciones y nuestro potencial. Es por eso que perder un empleo a menudo supone un grave golpe para nuestra satisfacción vital general.

Si los mercados fueran hipercompetitivos y sin fricciones, y si la información fuera perfecta, nada de esto importaría mucho. Los trabajadores firmarían contratos completos con los inversores (o sus agentes), teniendo en cuenta todas estas consideraciones. Los trabajadores se clasificarían entre las empresas, eligiendo trabajar para las empresas que les dan la mejor combinación de beneficios materiales y valor expresivo. Pero en el mundo real, esos contratos completos no son posibles y la competencia imperfecta es la norma, lo que da a las empresas un poder desmesurado para moldear la vida de sus trabajadores.

En su fascinante libro Firms as Political Entities, la jurista Isabelle Ferreras ha llevado estas ideas un paso más allá para desafiar la concepción tradicional de las empresas dirigidas por inversores. El problema, argumenta, surge de la incapacidad de distinguir la «corporación» de la «firma». La corporación es una forma jurídica autorizada por el Estado que establece los privilegios y responsabilidades legales de los inversores y la relación entre ellos. La empresa no es una construcción legal como tal: es una organización social. Incorpora la corporación en una red de relaciones con trabajadores, proveedores y otras partes interesadas.

La cuestión de cómo se deben gobernar las empresas no tiene una respuesta determinada, tanto en el derecho como en la lógica económica. Ferreras propone una analogía con los gobiernos nacionales. A medida que la política nacional se democratizaba, se creaba una segunda asamblea más representativa para complementar una cámara alta dominada por la aristocracia. Del mismo modo, las empresas podían ser gobernadas de forma bicameral, con una cámara de trabajadores que tenía igual voz que una cámara de inversores. El sistema alemán de cogestión se acerca a la propuesta de Ferreras, aunque todavía se queda corto en la medida en que los representantes de los trabajadores nunca tienen el mismo poder en los consejos de administración de las empresas alemanas.

El control de los trabajadores es importante para contrarrestar los incentivos de los inversionistas de no tener en cuenta el bienestar de sus empleados. Pero otras dos externalidades sociales requieren más atención. En primer lugar, la innovación contemporánea tiene lugar en ecosistemas en los que las empresas dependen en gran medida de otras empresas y proveedores para el establecimiento de normas, los flujos de conocimientos y las competencias. Existen muchas oportunidades para el fracaso de la coordinación. Por ejemplo, es posible que las tecnologías viables no despeguen si no se realizan inversiones complementarias en las fases anteriores y posteriores.

En segundo lugar, existen lo que Charles Sabel y yo hemos denominado externalidades de «buenos empleos». Las comunidades en las que escasean los buenos empleos de clase media desarrollan una amplia gama de males sociales y políticos: familias rotas, adicción, delincuencia, disminución del capital social, xenofobia y creciente atracción por los valores autoritarios. No siempre se puede esperar que los «internos» con buenos empleos tengan en cuenta los intereses de los «externos». Por lo tanto, incluso si los trabajadores están capacitados dentro de las empresas, necesitamos mecanismos para asegurar que los intereses de la comunidad en general sean internalizados.

Por ambas razones, la acción gubernamental sigue siendo indispensable. Los gobiernos tienen que dar el empujón necesario para resolver los fallos de coordinación local. Y tienen que proporcionar las zanahorias y los palos necesarios para que las empresas internalicen las externalidades de los buenos empleos. Las empresas no deben considerar esas intervenciones gubernamentales como restricciones a lo que pueden hacer, sino más bien como una ampliación de sus posibilidades tecnológicas y de empleo.

En los últimos años, las grandes empresas han tomado cada vez más conciencia de que deben ser sensibles no sólo a los resultados financieros, sino también a los efectos sociales y ambientales de sus actividades. Hoy en día, en los debates sobre la gobernanza empresarial abundan las conversaciones sobre la responsabilidad social, el modelo de las partes interesadas y los criterios ambientales, sociales y de gobernanza. Un número cada vez mayor de empresas se definen como «híbridas», dado que persiguen al mismo tiempo el beneficio y el propósito social. Algunas han descubierto que tratar mejor a los trabajadores puede ser bueno para los beneficios.

Todos estos son avances bienvenidos. Pero las sociedades no deberían permitir que los inversores y sus agentes impulsen el debate sobre la reforma de la gobernanza empresarial. Si las empresas, como actores sociales y políticos, deben servir al bien público, los trabajadores y las comunidades locales deberían tener mucho más peso en sus decisiones.


Fuente: Project Syndicate



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