La «redención» del MAS y el mal momento de la oposición en Bolivia
mayo 2021
La detención en Estados Unidos del ex-ministro Arturo Murillo, figura clave del gobierno de Jeanine Áñez acusado de sobornos y lavado de dinero, constituyó un fuerte golpe para la oposición en su conjunto. Entretanto, con Evo Morales como jefe del partido y Luis Arce del Estado, el Movimiento al Socialismo (MAS) enfrenta una situación inédita y busca encontrar un rumbo político e ideológico.
Hace un año y medio, Evo Morales y el partido que lidera, el Movimiento al Socialismo (MAS), vivían el peor momento de su historia. Acababan de ser expulsados del poder y las fuerzas encargadas de la coerción habían sido completamente orientadas en su contra por su archienemigo Arturo Murillo, el ministro de Gobierno (Interior) de la presidenta interina Jeanine Áñez. Murillo movilizaba a las fuerzas policiales y militares para sofocar las protestas de la «hordas masistas» que siguieron a la asunción de Áñez. Murillo justificaba los más de 30 muertos producto de la represión diciendo que «se habían disparado entre ellos» y se presentaba en televisión mostrando un par de esposas listas para ser usadas en Morales y otros «sediciosos». La semana pasada fue detenido por el FBI en Estados Unidos, donde se autoexilió tras el regreso del MAS al poder en noviembre de 2020.
Nadie sabía que en el mismo instante en que se hallaba en la cúspide de su poder y cumplía el sueño de su vida –ser reconocido y querido por los sectores altos de la población como el «justiciero» contra la «dictadura de Morales»– había comenzado la cadena de eventos que conduciría a Murillo a su perdición. Los antiguos europeos creían que la hybris generaba siempre un castigo. El de Murillo se ajusta perfectamente al comportamiento censurado por la religión clásica. Según los informes del Departamento de Justicia de Estados Unidos, emprendió el negociado que le costaría su libertad. Sin saberlo, llamó la atención del FBI y el sistema estadounidense de control del lavado de dinero con una importación fraudulenta de gases lacrimógenos y otro material policial «no letal», por el que habría pagado sobreprecios mediante una empresa intermediaria de Miami y habría repartido varias centenas de miles de dólares en sobornos. Así preparó para sí mismo una suerte igual a la que deseaba para Morales y sus colaboradores.
Un año y medio después de su «mala hora», el MAS ha quedado redimido: ya había vuelto al poder ganando con claridad las elecciones de octubre del año pasado, lo que sus dirigentes interpretaron como un mentís a la acusación que pesaba contra ellos de haber hecho fraude en las elecciones de noviembre de 2019 y generado la convulsión social que enmarcó el derrocamiento de Morales. Y ahora su némesis, el hombre que más golpes les dio y más se regodeó con sus desgracias, el «halcón» de la ex-presidenta Añez, el santo patrono de los sectores más radicales del movimiento «anti-MAS», ha entrado en una prisión de Miami acusado de corrupción, y en su caída ha arrastrado simbólicamente a la propia Áñez, que se halla detenida en La Paz desde marzo de este año, pero con una acusación que las organizaciones de derechos humanos y el Parlamento Europeo habían considerado «política» y poco sustentada judicialmente, dado que resultaba difícil incriminarla por organizar la conspiración contra el MAS en 2019, que este partido denunció como «golpe de Estado».
Salvando las enormes distancias, se puede comparar lo que pasa con Murillo hoy en Bolivia con lo que ocurrió con la figura de Augusto Pinochet en Chile, cuando las clases sociales y las fuerzas políticas que lo respaldaban sin preocuparse de las violaciones que había cometido en contra de los derechos humanos retrocedieron espantadas una vez que se demostró que el dictador chileno, además de mover a menudo la mano a la cartuchera, también la había metido en las arcas del Estado. La soledad política del «número dos» de Áñez es en estos momentos absoluta. Todos los jefes de la oposición se han distanciado de él inequívocamente. Al mismo tiempo, Áñez aparece más débil de lo que ya estaba. El gobierno de Luis Arce se entusiasma con la posibilidad de aprovechar el impulso para forzar a los parlamentarios de oposición a votar por un juicio de responsabilidades contra ella, para el que se requieren los dos tercios del Congreso.
Con la aquiescencia de Áñez –que pudo haber estado o no al tanto de la trama–, Murillo hizo aprobar normas, creó alianzas, removió los obstáculos que se presentaron e incluso a los funcionarios que se opusieron (como el procurador del Estado de entonces) para lograr que Bolivia comprara sin observaciones un cargamento de gases lacrimógenos y otro material policial a través de una empresa intermediaria de un amigo de la infancia, la cual se quedó con 2,3 de los 5,6 millones de dólares de la operación. Al hacerlo, dejó un reguero de pruebas de mala conducta como funcionario público, confirmando lo que siempre se supo de él: que era un hombre que lograba sus objetivos «a patadas».
Pese a ello, la fiscalía boliviana no había sido capaz de armar un caso claro en su contra en los más de siete meses desde que quedó fuera del poder. Pero, como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga. Gracias a esta negligencia, el golpe le llegó a Murillo desde una fuente insospechable de sesgo político favorable al MAS: el sistema policial y judicial estadounidense, que muchos latinoamericanos, sobre todo los alineados con fuerzas conservadoras, consideran un modelo de eficiencia y probidad. Así lo ha definido, por ejemplo, Ronald MacLean, el ex-jefe de la campaña presidencial del líder de las protestas de noviembre de 2019 contra Morales y actual gobernador de Santa Cruz Luis Fernando Camacho. Para MacLean, la justicia de Estados Unidos no hace diferencias por razones ideológicas, y por eso es que ha actuado contra Murillo, mientras que las tramas corruptas del MAS se benefician del manto de opacidad bajo el que operan chinos y rusos. (Resulta casi inevitable que MacLean viva en Washington, donde se autoexilió desde que Morales llegó al poder).
Este y otros razonamientos igualmente desesperados, como que Murillo era en realidad un cómplice del MAS, muestran que el efecto de este affaire sobre la oposición boliviana ha sido demoledor. Puede decirse que se encuentra en una situación parecida a la del partido de Morales un año y medio atrás: su derrota política, que comenzó en las elecciones, se ha terminado de consumar. La historia recogerá que fue incapaz de aprovechar la oportunidad que le dieron la obsesión reeleccionista de Evo Morales y la declinación final de su gobierno de 14 años para sustituir el modelo económico, social y político y la dirección de los asuntos públicos bolivianos que estableciera el MAS desde principios de siglo. Si durante dos décadas la oposición mostró a este partido como una amenaza para el país y la democracia, y se pintó a sí misma como el antídoto del populismo y sus males asociados, la corrupción y el desorden de las instituciones, cuando finalmente llegó la «hora de la verdad» no pudo ofrecer nada mejor que a Arturo Murillo, el político más chocante y extremista del país, cuyo ascenso al poder nadie quiso o tuvo la posibilidad de detener.
No cabe duda de que la suerte tuvo un papel en ello, ya que la Presidencia le tocó por casualidad a una senadora que no estaba preparada para el envenenado encargo que le pidieron cumplir y que, en tanto representante del ala más dura de la oposición, era amiga cercana de este otro senador, el intempestivo Murillo, a quien llamó a su lado a gobernar. Pero el factor decisivo fue ideológico: la histeria antimasista de las clases medias contagió a todos los políticos opositores, incluso a los más centristas, y permitió la elevación a los sitiales más visibles e influyentes de la política nacional de los militantes, comunicadores, celebridades y activistas más radicales, aquellos que destacaban por su odio y sed de venganza contra Morales y su partido.
Que hoy el MAS emerja históricamente redimido no significa que lo esté ante los ojos de la parte de la población (entre 30% y 50% del electorado, dependiendo del tipo de elección) que se ha mostrado consistentemente enojada con el gobierno. Sus diferencias con esta parte de la población son profundas y tienen causas sociopolíticas, como los cambios provocados por el MAS en las elites del país, y étnico-raciales, como el resentimiento por la fundación de un Estado basado en la representación de los pueblos indígenas o por un tipo de censo que no incluye la categoría «mestizo» y por ello los hace sentir «ninguneados».
También hay causas regionalistas, que derivan del quiebre histórico entre el occidente del país, mayoritariamente indígena y proclive al MAS, y el oriente, que mayormente es «no indígena» y conservador, y, al mismo tiempo, reluctante al occidente andino, sus políticas y su predominio sobre el país. Y también del clivaje histórico campo/ciudad. Estos factores de división, algunos de los cuales son irracionales, no van a desaparecer porque se revele que Murillo actuó de manera incorrecta. Al mismo tiempo, la oposición política ha perdido, por un periodo no determinado, la posibilidad de manipular fácilmente estos factores a su favor.
Sería erróneo suponer que el MAS va a aprovechar esta coyuntura para reconciliarse con quienes rechazan su dirección del país. Más allá de cómo se definan, los acontecimientos que se produjeron entre octubre-noviembre de 2019 y octubre-noviembre de 2020 fueron mayormente traumáticos para este partido, que fue derrocado del poder, perseguido judicial y policialmente, amenazado de proscripción y escarnecido por la población acomodada y educada del país y por los medios de comunicación. Este trauma resultó especialmente fuerte para la corriente interna «evista», que ejercía la dirección y la representación pública del MAS.
Luego del derrocamiento del 10 de noviembre, el evismo quedó neutralizado y el vacío de dirección efectiva del MAS fue llenado por dos grupos que dieron un paso adelante en condiciones de fuerte adversidad. Por un lado, una camada de dirigentes sindicales de segunda línea o recién llegados y de parlamentarios que no se habían destacado hasta entonces. A diferencia de los anteriores, muchos de estos dirigentes no se habían formado en la lucha contra el neoliberalismo, sino en los días mullidos y tentadores del ejercicio del poder, y tenían un estilo de pensar y actuar más parecido al de los «partidos tradicionales» a los cuales el MAS se enfrentó a principios de siglo. En general, se los podría calificar como más «oportunistas». Por el otro lado, el grupo conformado por los ex-funcionarios de los gobiernos de Morales que habían ocupado la segunda y tercera líneas y que por eso no habían tenido que escapar del país.
Cuando el MAS eligió a sus candidatos a la Presidencia y Vicepresidencia, ambos grupos se hallaron representados (o se alinearon con cada uno de los miembros del binomio): la nueva burocracia plurinacional especialmente con Luis Arce, durante largos años ministro de Economía de Evo Morales, y la nueva dirigencia de los campesinos en mayor medida con el ex-canciller David Choquehuanca, líder aymara expulsado del entorno evista en 2017 por sus aspiraciones presidenciales.
Los dos grupos ascendentes coincidieron en la decisión de bloquear el retorno del evismo a la dirección del partido y el gobierno luego de las elecciones. Como resultado de ello, hoy el evismo casi no tiene participación en el gobierno de Arce. Al mismo tiempo, ni el presidente ni Choquehuanca poseen las habilidades, motivaciones y apoyos necesarios para sustituir a la corriente evista en la dirección del MAS, aunque probablemente Choquehuanca tenga esta aspiración.
Arce trata de compensar sus debilidades políticas recurriendo a varios expedientes no muy efectivos: (a) repite medidas que fueron exitosas en el pasado (por ejemplo, el control de exportaciones), pese a la muy diferente situación económica que vive el país (en esto también tiene que ver su compromiso personal con el modelo económico vigente); (b) mantiene su animadversión personal a la burguesía financiera y agroindustrial, ya exhibida cuando era ministro de Economía; y lo hace ahora sin el contrapeso de Morales y su instinto para establecer alianzas económicas; (c) despliega un discurso más ideológico, menos nacional-popular y más izquierdista (del siglo XX), recordando intensamente su pasado como militante del Partido Socialista del mártir de la democracia Marcelo Quiroga Santa Cruz. Por eso se presenta esta paradoja: en ciertas áreas, el actual gobierno aparece más a la izquierda que los de Morales (en determinado momento los empresarios debieron acudir a este para pedirle que modere a Arce), mientras que, globalmente, se trata de un gobierno de índole burocrática –incluso tecnocrática–, con muy pocas condiciones para abordar importantes transformaciones (por ejemplo, anunció la reforma de la Justicia e inmediatamente se retractó).
Arce no es un caudillo natural, pero ocupa una investidura cargada de expectativas y mitología caudillistas, que lo ha convertido en un caudillo fantasmal o en la sombra. Si su gestión fuera un éxito, podría verse tentado a tratar de transformarla en algo más real. Pero, por el momento, eso está por verse, ya que no está claro que el autor del «milagro económico» que duró más de una década pueda repetir con éxito las mismas recetas.
Choquehuanca, quien en el pasado aspiró a ser el heredero o caudillo sustituto, actúa de forma demasiado contenida y lateral como para tener grandes chances de desbancar a Morales, pero sin duda ostenta, en la medida de sus posibilidades, un poder alternativo. En suma, por primera vez en la historia, el liderazgo del MAS no está concentrado exclusivamente en Morales. La respuesta de este ha sido volcarse a hacer cambios estatutarios y llamados al «orden» interno en el MAS, que culminarán en un congreso partidario de próxima realización. El propio Morales también ha cambiado en este tiempo, pues en su exilio se ha acercado aún más a Cuba y el «socialismo del siglo XXI», que lo apoyaron mientras los Estados «democráticos» competían por mostrar sus respetos a Áñez.
En síntesis: el MAS aparece escorado a la «izquierda del siglo XXI», y su gobierno, a la «izquierda del siglo XX», perdiendo ese equilibrio «nacional-popular» que les dio el éxito a este partido y sus gestiones gubernamentales en numerosas ocasiones. Con ello, es improbable que tenga la flexibilidad que necesita para convertir la actual desgracia de la oposición en una nueva hegemonía suya, al menos como la que gozó en el periodo 2008-2016.