Opinión
mayo 2024

La historieta en Latinoamérica: más allá del colonialismo cultural

La crítica latinoamericana de inspiración marxista ha tendido a concentrar su atención en los terminales de la circulación de cultura masiva, identificando en un extremo a Estados Unidos y en el otro a la propia América Latina. Sin embargo, al observar en detalle la ruta de ese comercio cultural se puede identificar una red que incluye a actores locales que no solo lucran con su mediación desde el centro a la periferia, sino que además generan un valor agregado simbólico. El caso de la circulación de historietas en Argentina permite ilustrar esas dinámicas.

<p>La historieta en Latinoamérica: más allá del colonialismo cultural</p>

«Ahora no nos meten más el Pato Donald, ahora tenemos a Zamba», exclamó orgullosa la ex-presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner en 2010, ante la creación del canal estatal infantil Paka-Paka y de un personaje de animación «autóctono». El comentario, que podía enmarcarse en la histórica crítica que diversas izquierdas han desarrollado contra lo que han denominado «colonialismo cultural», volvía a evidenciar la importancia que la historieta y la animación han tenido en las llamadas «batallas culturales».

El comentario de la ex-mandataria argentina estaba lejos de ser novedoso. En rigor, retomaba la crítica que el escritor argentino-chileno Ariel Dorfman y el belga Armand Mattelart habían desarrollado en su famoso libro Para leer al Pato Donald. Escrito durante la presidencia del socialista chileno Salvador Allende, Para leer al Pato Donald se lanzaba contra el clásico producto de la marca Disney, intentando evidenciar su pregnancia en el mundo y, en particular, en América Latina. Utilizando una serie de metáforas bélicas –entre las que se destacaban «invasión», «imperialismo» y «colonialismo»–, los autores del ensayo pretendían mostrar el modo en que la cultura del «centro» penetraba en la «periferia». Pero ese análisis, que contenía pocas mediaciones, enmascaraba procesos de circulación más complejos. Lo que Dorfman y Mattelart omitían en su estudio es que no solo existen actores locales que se benefician económicamente de este tráfico cultural, sino que al importar, traducir y distribuir, esos actores crean un valor simbólico agregado o nuevo. La historieta, en definitiva, no puede importarse sin que se realice una adaptación que le permita al público local leerla y comprenderla. Es por ello que, en muchas ocasiones, han sido esos actores, y no las multinacionales, la parte más activa en la circulación de productos culturales a través de fronteras nacionales e idiomáticas.

Tal como lo señaló el sociólogo Roland Robertson, ni siquiera con el proceso de globalización –desarrollado desde la década de 1990 existe una dinámica de simple importación de productos del «centro» hacia la «periferia». Toda globalización implica, decía Robertson, una «glocalización». Con ese concepto, intentaba evidenciar que los imaginarios locales solo podían forjarse en oposición a lo «global» (y viceversa), pero también pretendía poner el foco en la heterogeneidad de lo propiamente global. A diferencia de las perspectivas que entienden que los fenómenos culturales globales son homogeneizantes y uniformes, Robertson intentaba exhibir que, incluso los productos más reconocidos a escala mundial debían y deben ser adaptados para posibilitar el consumo por audiencias que siempre están situadas y tienen historia propia, y esto genera pequeñas (o grandes) variaciones y particularidades. La adaptación de películas, de series e incluso de las clásicas sitcoms estadounidenses en América Latina muestra hasta qué punto puede ganar espacio la cultura local en detrimento del producto original. Basta comparar a Al y Peggy Bundy, protagonistas de la serie Married with Children (1987-1997) con quienes los interpretaron en las diversas versiones latinoamericanas e hispanohablantes de Casados con Hijos. Dicho claramente: las mediaciones culturales propias de cualquier adaptación abren espacios para la inserción de lo local. La historia de la circulación de historietas extranjeras en la América hispanoparlante ofrece un caso interesante para pensarlo.

Glocalización de segunda mano

César Civita nació en Estados Unidos en 1905, pero hizo carrera como editor en Italia, donde llegó a ser gerente general de la editorial Mondadori. Escapando de las leyes raciales promovidas por Benito Mussolini en 1938, recaló primero en su Nueva York natal y luego, ya en la década de 1940, en Buenos Aires, donde fundó la editorial Abril. Civita traía consigo una representación importante: la de la marca Disney, de la cual tenía los derechos para publicar impresos con sus personajes. Por entonces, la industria editorial argentina en general, y la de historietas en particular, atravesaba una edad dorada. Como reconstruye Laura Vázquez en su libro El oficio de las viñetas (Paidós, 2010), Patoruzito (1945-1963) tenía una tirada de 300.000 ejemplares semanales e Intervalo (1945-1967) imprimía alrededor de 280.000. Junto con Rico Tipo (1944-1972) y Patoruzú (1936-1977)representaban casi la mitad del mercado total de revistas. Si bien la autonomía de la producción argentina de historietas ha sido algo exagerada, es cierto que los títulos más convocantes eran los autóctonos. Aun así, gracias a la popularidad de Walt Disney, quien llegó a visitar la región en 1941, las revistas de Abril consiguieron un resonado éxito a escala regional. La que más se destacó fue El Pato Donald (1944-1963), el producto estrella de toda la línea. Dorfman y Mattelart no habían elegido su blanco al azar.

Pero nada dura para siempre. La década de 1960 vio contraerse la demanda de historietas. Las ventas del best-seller Patoruzito cayeron a menos de 80.000 ejemplares semanales en 1961 y, para 1967, la revista vendía apenas 30.000 y había pasado a ser publicada como mensuario. La bibliografía enumera una serie de posibles causas del declive, entre las que se destacan la paulatina democratización del acceso a nuevos medios, como la televisión y la radio portátil de transistores. A esto se sumaba la competencia de revistas de historietas importadas que, además de resultar más baratas debido a la política económica del gobierno de turno, estaban impresas en formato más grande y a todo color. Entre ellas, las que más se destacaban eran las de editorial Novaro.

Tras su salida del periódico La Prensa en 1949, los hermanos Novaro comenzaron a editar historietas bajo diferentes sellos que, eventualmente, serían agrupados bajo una organización editorial que llevaba su nombre. A lo largo de la década de 1950 vivieron un proceso de crecimiento, gracias a su innovación material y el acopio de licencias de títulos de Estados Unidos. Para mediados de la década de 1960, Novaro ya amasaba un portfolio que incluía a Warner Bros, Fawcett, Hannah-Barbera, Archie, DC Comics y hasta Disney, licencia que le ganaron a Abril. Su producción alcanzó una escala y un costo que tornaba difícil cualquier tipo de competencia por parte de empresas que operaban a escala nacional. Tal como lo muestra Jorge Gard en su libro Cuando Bruce Wayne se llamaba Bruno Díaz (Diabolo, 2016), en 1964 la censura franquista cerró la importación de superhéroes a España, lo que llevó a la empresa a verter aún más revistas en Latinoamérica.

Durante los siguientes 20 años, Novaro acaparó el mercado de la historieta en español y consolidó lo que llamo una «glocalización de segunda mano». Es decir, lo que podía comprarse en el Cono Sur eran historietas de humor gráfico y aventuras creadas por artistas estadounidenses para ser leídas por lectores también estadounidenses, que habían sido seleccionadas y adaptadas por editores mexicanos sobre la base de lo que consideraban el gusto de niños y niñas de ese país. Se trataba de una doble mediación impuesta sobre el lector argentino o chileno, que no aparecía como el público deseado en ninguna de las etapas de producción simbólica. Este proceso evidencia una circulación de los productos culturales con escalas que reconfigura el simplista esquema de la «invasión punto a punto». El escaso control que podían (o querían) ejercer los licenciatarios en esa época permitía a los licenciadores tomarse libertades hoy impensadas con la propiedad intelectual contratada: traducciones apócrifas, personajes con su nombre cambiado, episodios omitidos o creados ex nihilo. Con la escala que manejaba Novaro, no era de extrañar que ganase más dinero con sus impresos que varias de las editoriales estadounidenses que publicaban las historietas originales.

La producción argentina de historietas se mantuvo vital a pesar de la persistente contracción de la industria. De hecho, dos de sus personajes más recordados, Mafalda y Nippur de Lagash, fueron creados durante la década de 1960. Sin embargo, la combinación de la constante caída en las ventas, la competencia asimétrica de Novaro, la cambiante demanda de un público que veía su gusto cada vez más globalizado y los traspiés debido a la falta de know-how para publicar licencias extranjeras (Columba lo intentó con los personajes de Marvel en la década de 1970 y, de nuevo, en la de 1990) terminó por hacer de Abril y su edición de El Pato Donald una excepción más que una regla.

El paso de las décadas fue sedimentando entre los actores del campo editorial una doxa que oponía a la historieta argentina contra la invasión foránea de superhéroes, así como un habitus mayormente refractario a publicar cualquier cosa que viniera de afuera. Cuenta la leyenda que el artista gráfico y editor Andrés Cascioli, más recordado como el creador de las revistas Satiricón (1972-1976) y Hum® (1978-1999), había comprado en la década de 1990 los derechos para publicar Spider-Man de Todd McFarlane por sugerencia de sus hijos, pero los dejó en el cajón porque el material no fue de su agrado. Mientras que la editorial catalana Norma –cuya revista de «comic adulto» Cimoc (1981-1995) inspiró a Cascioli y al escritor Juan Sasturain a crear la revista Fierro (1984-1992)– sobrevivió diversificando su fondo editorial para incluir historieta estadounidense, europea y mucho manga, Ediciones de la Urraca, al igual que la octogenaria Columba, se hundieron con el barco de la industria argentina. Y ese es el caso de Argentina, donde se había logrado desarrollar una producción de envergadura. En el resto de la América hispanohablante, esta glocalización de segunda mano directamente desincentivó que la edición de historieta local, o incluso extranjera, comenzara a tomar envión.

Español neutro

El lectorado argentino nunca fue particularmente afecto a los superhéroes y prefería que las aventuras en las que se perdía mientras esperaba el ómnibus fueran protagonizadas por soldados de la Segunda Guerra Mundial, piratas, vaqueros y hasta gauchos bravos. Esto cambió gracias a las revistas de Novaro. Mejor dicho, cambió gracias al estreno de la recordada serie de Batman con Adam West, emitida por primera vez por el Canal 11 de televisión el 4 de julio de 1966, apenas meses después de su estreno en Estados Unidos. Como recuerda Walter Armada, uno de los más grandes fanáticos y coleccionistas del encapotado, la transmisión desató una verdadera «Bat-mania». West visitó el estudio del programa televisivo Sábados Circulares, los comerciantes le pegaron un sticker de murciélago a cualquier cosa de plástico que tuvieran a mano y los niños fueron corriendo al quiosco a comprar las historietas, que resultaron ser las de la editorial mexicana. Un empresario de la cultura muy hábil, a veces llamado «el Disney argentino», Manuel García Ferré, vio el filón e inmediatamente encargó la creación de un superhéroe para su revista Anteojito (1964-2001). El resultado fue Sonomán de Oswal. Al año siguiente, García Ferré estrenó en televisión Las aventuras de Hijitus, la primera serie animada en ser producida en América Latina. Eventualmente, sus hazañas también tomarían forma impresa en las páginas de Anteojito. La relación entre historieta y producción audiovisual, queda claro, es más compleja que una de simple reemplazo.

Los niños que crecieron con Novaro, Adam West y Los Superamigos en las décadas de 1960 y 1970 se convertirían en la primera generación de «comiqueros argentinos». Anteriormente, el lector masivo de la edad dorada de la industria tenía otros hábitos de consumo. Esas revistas eran descartables y no objetos de colección, mucho menos algo en lo cual basar la propia subjetividad. En la década de 1980 aparecieron los primeros fanzines –o «revistas subte», como se decía entonces– dedicadas a la historieta, entre las que se destacaban Crash! (1979-1983), Akfak (1983/1985-1989) y Comiqueando (1986-1987). De la redacción de la última se desprendieron José Antonio López y Rafael de la Iglesia, quienes montaron en 1989 la primera comiquería de Buenos Aires, El Club del Comic, y luego organizaron la recordada convención temática Fantabaires entre 1996 y 2000. Por su parte, los hermanos Accorsi relanzaron Comiqueando (1994-2001), publicación fundamental para el fandom a escala regional. A pesar de lo señalado, a medida que se incorporaban nuevas cohortes de fans gracias a las películas de Batman de Tim Burton o la serie animada de Bruce Timm, ellos mismos renegarían de la sinergia entre lo impreso y lo audiovisual en nombre del purismo y de lo que Pierre Bourdieu llamaría la «distinción» comiquera.

Un efecto inesperado, pero plenamente atribuible a la glocalización de segunda mando de las historietas y los dibujos animados, fue que, a partir de esos consumos fundacionales en la década de 1960, el público argentino aceptó que los superhéroes hablaran en español neutro. El español neutro es una «variante del lenguaje (…) libre de localismos y tan neutral como sea posible» que fue creado en el México de la década de 1950 con el fin de monopolizar el negocio del doblaje para toda la América hispanohablante. Es ese el español que aprenden los conductores televisivos cuando tienen la aspiración de mudarse a Miami para trabajar en Televisa o el que los niños argentinos aprenden de YouTube cuando dicen «nevera» en lugar del término argentino «heladera».

A pesar de que Andrés Accorsi tradujo las historietas de DC publicadas por editorial Perfil en Argentina en un español bien localista (la línea fue tan influyente que los fans de entre 30 y 40 años hoy se reconocen como «generación Perfil»), el lectorado de superhéroes siguió prefiriendo y exigiendo a las editoriales autóctonas que adoptaran el español neutro como política de traducción. Descartados quedaron los nombres hispanizados, como Bruno Díaz o Comisionado Fierro, pero los personajes siguen exclamando «¡maldición!». Esta preferencia de consumo también tiene un correlato material. La errática historia de la publicación de historietas extranjeras en el país, que incluye la trunca línea DC de Perfil, enseñó a los coleccionistas a desconfiar de iniciativas vernáculas y preferir las ediciones mexicanas o españolas. Lo cual, a su vez, socava el prospecto de éxito de una apuesta editorial nacional.

Habría que esperar casi hasta el siglo XXI para que comenzara a resquebrajarse ese pacto de lectura forjado al calor de la glocalización de segunda mano, gracias a la potencia de un nuevo fenómeno que venía del otro lado del mundo: el anime y el manga, es decir, la animación y la historieta japonesa respectivamente.

Sinergia espontánea

La siguiente revolución editorial para la historieta provino, nuevamente, de la televisión. Tanto la privatización de señales públicas como el desarrollo del videocable durante la década de 1990 generaron en la región una creciente necesidad de contenido con el cual llenar horas y horas de programación, una demanda que la cuantiosa y barata producción de los estudios de animación nipones podía satisfacer. La ruta por la cual llegó el anime a América Latina evidencia nuevamente lo mediado del tráfico de productos culturales: la distribuidora Clowerway, una empresa subsidiaria de la casa de animación japonesa Toei emplazada en Long Beach, California, encargó la traducción y adaptación de series propias y de terceros a la compañía mexicana de doblaje Intertrack, para luego ofrecerlas a los diferentes teleoperadores en todo el continente.

Históricamente, los editores argentinos había reaccionado al ocasional éxito de series animadas niponas como Astroboy, Heidi o Mazinger Z con revistas apócrifas creadas por artistas autóctonos y sin siquiera levantar el teléfono para llamar a Japón, lo que Marco Pelliteri llamó un «modelo de sinergia espontánea». Lo mismo hicieron inicialmente actores como Javier Doeyo o Pablo Muñoz cuando, tras el lanzamiento del canal infantil Magic Kids en 1995, Los Caballeros del Zodíaco, Sailor Moon, Dragon Ball y Pokemón causaron sensación entre niños y niñas. Sin embargo, el mismo desarrollo de las tecnologías de comunicación que hacía posible esta amplia y rápida circulación de productos culturales también dificultaba producir impunemente impresos sin el debido licenciamiento. De todos modos, como en tiempos de Novaro, las condiciones macroeconómicas bajo el gobierno del entonces presidente argentino Carlos Menem hacían un negocio más redondo de simplemente importar saldos de las ediciones españolas del manga original y venderlo en el pujante circuito de comiquerías de la ciudad de Buenos Aires. Justamente, la fuerte política de traducción adoptada por Ivrea fue una respuesta a esta competencia asimétrica.

Un apenas veinteañero Leandro Oberto fundó la editorial Ivrea en 1997 con su amigo de la infancia Pablo Ruiz y unos cuantos miles de dólares resultantes de la venta del fondo de comercio de las dos sucursales de Genux, la comiquería que le había puesto el padre tres años antes. Como comerciante que había vivido de la importación, Oberto sabía que su principal competencia eran los libros de casas europeas como Glénat, Norma y Planeta. Por eso, cuando en 1999 lanzó Ranma ½ de Rumiko Takahashi, el primer manga publicado de manera íntegra y legal en Argentina, decidió, junto con el traductor Agustín Gómez Sanz, que para diferenciar su producto los personajes hablaran con los mismos localismos que sus lectores adolescentes. Incluso, aunque eso contradijera a las adaptaciones animadas que el público había visto primero en el Magic, dobladas al neutro en México. Combinada con una agresiva política de precios y amplia distribución nacional en quioscos, la estrategia alcanzó resonado éxito comercial. En contraste con sus pares de décadas atrás, estos editores desplegaron lo que William Marling llama un «doble habitus», articulando entre diferentes campos, primero, con la mediación de Estados Unidos y, luego, directamente con Japón. De allí, la empresa sortearía la crisis económica argentina de 2001 al abrir una filial en España que creció hasta convertirse en uno de los principales jugadores de ese mercado y, después, una más modesta en Finlandia. Hoy, Ivrea es la editorial de historieta más grande de Argentina, compite en el rubro manga mano a mano con multinacionales como la italiana Panini y publica más de una docena de libros por semana.

La traducción localista, por otro lado, no implicó que se cambiaran nombres como en las viejas revistas de Novaro. Por el contrario, Gómez Sanz conservó apelativos y términos nipones a punto tal que comenzó a incluir copiosas notas de traducción al final de cada libro, donde ensayaba elaboradas explicaciones sobre la historia y la cultura de Japón. La editorial también acertó en la flexibilidad de su política de glocalización, ajustándola según la demanda del consumidor, tanto en las traducciones como en el formato. Este último comenzó muy adaptado para parecerse a una historieta estadounidense o argentina, con las páginas «espejadas» para invertir el sentido de lectura nipón, y terminó idéntico al tankōbon que lectores y lectoras preferían por exótico y fiel al original. Apropiadamente, señala Robertson, el origen del concepto glocalización está en Japón.

La disrupción causada por la política de traducción de Ivrea fue tal que, 25 años después, la editorial sigue siendo principalmente conocida por ella. El lectorado argentino de historieta quedó dividido por una grieta generacional. Quienes leen más que nada superhéroes estadounidenses, en general hombres mayores de 40 años, prefieren el español neutro, y quienes consumen mayormente manga, un grupo más diverso compuesto por hombres y mujeres nacidos desde la década de 1980 en adelante, prefieren la traducción localista. La predilección es tal que, cuando Panini desembarcó en 2017 con sobrantes de su filial mexicana, el público se rebeló hasta que la multinacional optó por montar una mínima operación local para adaptar e imprimir los libros en «argentino». Por supuesto, esto no significa que no haya disenso. No son pocos los lectores y lectoras que sienten que la política de traducción es inapropiada por «porteña», ignorando los léxicos que se hablan en las provincias, o directamente «villera». Si bien los productos de Ivrea legalmente solo pueden distribuirse en Argentina, también son comerciados de manera informal en otros países, en particular los limítrofes. Fans chilenos, paraguayos o bolivianos reaccionan en redes con humor y enojo ante un español rioplatense que contrasta con el neutro o peninsular de las revistas mexicanas y españolas que, aun más que en el caso argentino, han compuesto la totalidad de las historietas a las que han podido acceder.

Tras un segundo boom del manga a escala mundial desatado en el contexto de la pandemia de covid-19, actores oligopólicos como Planeta y Penguin Random House han comenzado a jugar fuerte en el rubro dentro un mercado que ya de por sí dominan. Como sus ambiciones son regionales, naturalmente la política de traducción escogida es el uso del español neutro. La ofensiva amenaza con convertirse en una operación de glocalización de segunda mano igual o más grande que la que supo montar Novaro hace ya 60 años. Solo que esta vez se desplaza el eje desde un centro en la periferia, como lo era la Ciudad de México, al centro mismo del mundo editorial, en Barcelona y Fráncfort. Para los mercados nacionales más chicos y con menos tradición en historieta, esto significa clausurar la posibilidad abierta por el appeal global de la cultura masiva japonesa, la misma que Ivrea pudo y supo aprovechar. De hecho, la política de glocalización fuerte ideada por Oberto y Gómez Sanz ha funcionado hasta hoy como un anticuerpo a la importación sin valor agregado simbólico local por parte de multinacionales, gracias a la existencia de varias generaciones de lectores argentinos de manga que prefieren que sus héroes nipones de fantasía exclamen la palabra «boludo».



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