Opinión
diciembre 2020

La dimensión popular de un progresista republicano

Tabaré Vázquez habilitó un proceso de cambio y transformación política desde la izquierda que, antes de él, resultaba impensable. ¿Cuáles son las razones de su popularidad y cuánto influyó en la dirección del conglomerado progresista articulado en torno del Frente Amplio?

La dimensión popular de un progresista republicano

La muerte no es el momento de los balances. Hace falta distancia, reflexión, tiempo, oportunidad. Pero sí puede ser una ocasión propicia para decir algunas cosas que en este tipo de instancias salen de nosotros como tropel, para intentar que no se pierdan en el olvido, para dejar algunas marcas e imágenes sobre alguien que también ha formado parte de nuestra vida, no importa lo lejanos o cercanos que hayamos estado.

Tabaré Vázquez (1940-2020) venía de muy abajo y esa señal siempre la ostentó con orgullo; nunca borró esas huellas, siempre volvió a ellas como fuente de inspiración. Por eso sus restos descansan en un nicho muy humilde del cementerio de La Teja (barrio obrero de Montevideo) y a nadie se le puede ocurrir mejor lugar para la tumba de un presidente como él. Sin mausoleos ni parafernalia de la muerte, sin monumentos ni indicaciones para futuras peregrinaciones. Llana y simple, como la gente de su barrio de origen.

Esos amigos de La Teja a los que volvió obstinadamente, son quienes lo conocieron mejor: los que sabían cómo jugaba al fútbol, cómo se colaba en la cancha de Progreso, cómo sufrió con las muertes tempranas en su familia, por qué perdió –a medias– su fe cristiana, cómo se acercó a la obra salesiana y conoció a su esposa María Auxiliadora, cómo y por qué creó con un grupo de vecinos el club El Arbolito, consiguió sus primeras changas, su primer trabajo formal en Carrau. También ellos conocían las razones y compromisos de su vocación primera por la medicina, su trabajo honorario en la policlínica barrial que él había ayudado a crear, sus bromas, su obsesión por la pesca, sus secretos y sus misterios. Fue muy exitoso en todo lo que emprendió: como estudiante y luego médico, como empresario, como dirigente de fútbol, como militante social, como dirigente político. En eso expresaba muy bien la utopía meritocrática que ha acompañado la historia uruguaya desde el siglo XIX y el auge de las oleadas inmigratorias. Pero esa meritocracia no es meramente individual; hay ayudas de otros, institucionales y personales. Una de sus frases más reiteradas, en especial al final fue que «no hay destino en soledad».

Llegó tarde a la política. Recién en 1983, a los 43 años, se afilió al Partido Socialista, posiblemente porque muchos de sus compañeros médicos estaban allí y porque admiraba a uno de sus líderes, el doctor José Pedro Cardoso. Por entonces, quienes lo vetaron en forma reiterada para ser presidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol, entre los que tuvieron un rol especial los dirigentes colorados del club Peñarol, le hicieron un favor. En 1988, en que fue designado secretario de finanzas de la Comisión Nacional Pro-Referéndum contra la Ley de Impunidad votada en el Parlamento en 1986, ingresó en la masonería. Al año siguiente, en medio de una competencia de nombres, fue designado candidato por el Frente Amplio (FA) a la intendencia (alcaldía) de Montevideo. La coalición de izquierdas venía de un momento crítico, luego de muchas controversias internas y de su ruptura como frente. Las posibilidades del Frente Amplio de ganar Montevideo eran muy inciertas, pero Tabaré se convirtió en el primer intendente frenteamplista de la historia y su club Progreso salió campeón por primera y hasta ahora única vez en la historia uruguaya.

Llegaba a la política sin tener en sus alforjas la militancia clásica de una persona de izquierda de la década de 1960. Tampoco se le conoció una militancia especial en la lucha contra la dictadura, algo que luego generaría recelos entre propios y ajenos. Mientras su hermano Jorge militó en los espacios juveniles anarquistas del OPR-33 y tuvo una larga prisión desde 1972, Tabaré apostó a la medicina (hizo posgrados en varios países), a la militancia social en su barrio y al deporte. Logró, de esa manera, múltiples aprendizajes como referente popular y barrial, desde su vocación especialísima en la lucha contra el cáncer, su cercanía con la gente más humilde, y el conocimiento profundo de sus principales necesidades. Tampoco era entonces ni fue después un hombre de lecturas. Era un decisor (bastante más que un gestor), con un talante ejecutivo que con seguridad provenía de una reflexividad que se jugaba para adentro. Esa condición la mostraba en las situaciones más difíciles, con una serenidad que no era necesariamente frialdad. No era un improvisador ni un intuitivo. Su profesión y hasta su carácter lo habían hecho muy planificador, hasta en los detalles, lo que algunas veces lo mostró tozudo y hasta autoritario en varias decisiones que tomó como líder político.

Ese estilo tan diferente de la militancia promedio, lo transformó de forma paradójica el líder de izquierda con mayor arrastre en el alma popular, con la zozobra consiguiente de la orgánica frenteamplista. Era muy distinto al general Liber Seregni (primer candidato presidencial del FA, preso por más de diez años durante la dictadura y presidente de la coalición de izquierdas por un cuarto de siglo). Tampoco buscó emularlo, tarea que además de imposible hubiera sido contraproducente. Cuando, como dirigente joven que despuntaba en la izquierda uruguaya, quisieron integrarlo a la «Santísima Trinidad» con el general Seregni y con Danilo Astori, no aceptó, para marcar así su independencia. Era evidente que en ese escenario no podía ganar y esa sabiduría le venía del barrio. Con grandeza y generosidad, también con ese olfato político que tenía, Seregni, cuyo delfín por muchas razones era Astori, advirtió que el apoyo popular estaba del lado de Tabaré. Y fiel a aquel estilo artiguista de «conductor» y «conducido», lo ungió finalmente como candidato presidencial en 1994. O más bien, refrendó lo que el pueblo frenteamplista ya había consagrado.

Era entonces un dirigente político muy distinto a todos los de la izquierda y de los partidos tradicionales. Lo veían como «sapo de otro pozo». No acreditaba los méritos clásicos de los dirigentes políticos uruguayos: no era un gran orador, leía sus discursos, no le gustaba conducir las interminables negociaciones de la complicada interna frenteamplista. Su sabiduría y su pasión estaban en la medicina y no en los temas del estudio sobre la política, la ideología o la sociedad. Por eso y por mucho más lo subestimaron. De adentro y de afuera. Para muchos resultaba inverosímil pensar que Vázquez podría ser alguna vez presidente de Uruguay. Y esto hay que recordarlo hoy, en 2020, porque a la luz de lo ocurrido y con la perspectiva de los años parece de ficción que ello haya ocurrido. Pero sucedió: algunos llegaron a tratarlo de un nuevo «Tortorelli», un personaje político de la década de 1950 que se volvió famoso por sus propuestas impracticables y delirantes.

Sin embargo, su liderazgo popular fue el factor decisivo que impulsó esa auténtica «revolución» electoral que en apenas una década (1994-2004) llevó al FA de alrededor de 30% de los votos válidos a 52% en la primera vuelta de octubre de 2004. Muchos observadores y periodistas extranjeros, desde su más o menos reciente «descubrimiento de Uruguay», a menudo me han preguntado cómo pudo hacer Vázquez para intercalarse con un presidente de izquierda tan popular como José Mujica. Desconocen que desde hace por lo menos 25 años Vázquez ha sido –con algún altibajo en los años más recientes– el político más popular del país; que se retiró de su primera presidencia con un nivel desconocido hasta entonces de aprobación, cercano en algunas mediciones al 80%. Que un candidato y un partido, sobre todo de la izquierda, obtuvieran la mayoría, electoral y legislativa era considerado como algo «imposible», «lo que no podía ocurrir nunca», lo que había estado en la base del diseño de la reforma constitucional de 1996. Pero finalmente ocurrió en 2004. En ese salto verdaderamente impresionante jugaron muchos liderazgos, que incluso supieron complementarse entre sí. La tríada Vázquez, Mujica y Astori funcionaba muy bien por entonces, hace ya 16 años. Así como Seregni había sido el líder fundador, un ícono de la resistencia y el presidente emblemático del FA, Vázquez fue sin duda el principal artífice de la llegada al gobierno y de la continuidad por tres períodos de la «era progresista».

¿Cuáles fueron los grandes aportes que dejan sus dos gobiernos? He recordado estos días que Carlos Maggi, un intelectual clásico fallecido a los 93 años en 2015 (y que por cierto nunca lo votó), una vez me dijo que «con el Plan Ceibal (entrega gratuita por el Estado de una computadora a cada niño) y con la política antitabaco, Tabaré ya pasó a la historia grande de Uruguay». Pero hay que buscar bastante más para poder entender esa conmoción genuinamente popular que ha impactado a los uruguayos (tiendo a creer que no solo a los frenteamplistas), desde que se supo de su muerte esperada este pasado domingo 6 de diciembre. Más allá de esos hitos, hubo también tendencias virtuosas en los campos económico y social que tuvieron mucho que ver con la gestión de los gobiernos que presidió Vázquez, más allá del fuerte influjo de los contextos económicos y que la segunda presidencia (2015-2020) no estuvo a la altura de las expectativas y generó descontentos, lo que fue uno de los factores que influyeron en la derrota electoral del FA en 2019.

La primera presidencia de Vázquez (2005-2010) fue realmente muy exitosa, con la recuperación general de una situación nacional muy deteriorada tras la crisis de 2002 y un paquete significativo de reformas en áreas fundamentales, como la salud, las relaciones laborales, las reformas en materia fiscal, y la construcción de una macroeconomía sólida y de un cuadro social que mejoró de manera consistente. Y también con un gran espaldarazo a la ciencia con la creación de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación, lamentablemente no continuado a partir del 2015, con el compromiso asumido de alcanzar el 1% del presupuesto.

Los relatos intencionados de ciertos operadores del nuevo gobierno de la Coalición Multicolor, a propósito de la «herencia maldita» y de la «década perdida», han tendido a opacar logros inocultables, con impacto en los más humildes, que mucho tienen que ver con Tabaré Vázquez. El país registró en forma sostenida desde el segundo semestre de 2003 y durante más de diez años una mejora significativa en los indicadores de empleo, salario e ingresos. Entre 2004 y 2014, la incidencia de la pobreza y la indigencia en la población cayó, respectivamente, de 39,9% a 9,7% y de 4,7% a 0,3%, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística.

Esa tendencia fuerte a mitigar la desigualdad y a consolidar un crecimiento económico sostenido con distribución del ingreso (en la «era progresista», el salario real de los trabajadores creció más del 55%, con el consiguiente crecimiento de las jubilaciones), quizás sea el principal legado histórico del impulso social de los gobiernos del FA, con una gravitación especial de Tabaré Vázquez. Tal vez algunos otros actores prefieran otro tipo de registros, pero desde la visión del impacto concreto de estos indicadores en la vida cotidiana de los sectores populares se puede comprender mejor esa emoción y ese eco tan profundo que la muerte de Vázquez generó el día de su muerte, esas banderas y cartas de agradecimiento conmovedoras que se acumularon como un «altar laico» en su casa particular de la calle Buschental, la que prefirió habitar durante sus dos mandatos, desechando la tradicional «casa presidencial». Tal vez esas imágenes de una despedida popular mucho más emotiva y multitudinaria de lo esperado, en plena pandemia, al conocerse su esperado fallecimiento el domingo 6 de diciembre, sea la mejor versión de lo que Tabaré deja como legado.

Por supuesto que como todo dirigente político y presidente en dos oportunidades, cometió errores, algunos importantes. Fue objeto de críticas desde varios espacios de las izquierdas uruguayas. No hay «santos» ni «perfectos» ni tampoco «unanimidades» en política. El tiempo de la evaluación crítica y profunda llegará. Pero que como vimos ese domingo, habrá que recordar siempre que entre quienes más lo sintieron pudo ver en primer lugar la conmoción de los más humildes, beneficiados con mejoras educativas para sus hijos, en las mejoras en los cuidados de salud (que solo puede brindar un sistema integrado de salud) o la mejora tesonera del salario real de los trabajadores y de las jubilaciones, entre otros logros. Desde la persuasión que tiene el hablar de lo concreto, el «progresismo» moderado y realizador de Tabaré, tal vez con su modelo radicado en el viejo batllismo uruguayo antes que en el socialismo internacional, sustentó un acuerdo particular con los sectores más desfavorecidos del pueblo uruguayo. Antes de él, las izquierdas uruguayas habían calado muy poco allí.

Fue duro con sus adversarios, pero con todos terminó reconciliado. Como él mismo quería, se lo recordará como un presidente «serio» y «responsable», que supo cuidar las instituciones y su basamento republicano. Rompió muchos «mitos» que demonizaban la llegada al gobierno de las izquierdas uruguayas. Y por si fuera poco, desde la gallardía con la que enfrentó su enfermedad, la honestidad de su comunicación pública y hasta con esa rara sabiduría con la que encaró la muerte, dejó una enseñanza de vida para todos. Con ecos indudables de su sentir popular, creo que en ese final el médico terminó por conducir al político.



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