En
el año 2000, Francisco Panizza escribía un artículo para el
Bulletin of Latin America Research
preguntándose si Brasil se había vuelto un país «aburrido»1.
Entre 1994 y 2014 fueron dos los partidos que se alternaron en la
Presidencia de la República: el Partido de los Trabajadores (PT) a
la izquierda y el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) a
la derecha. Ese bipartidismo de hecho pasó a su vez a estructurar
las disputas en los demás niveles de la vida nacional. Pese a que en
los discursos inflamados se oponía un «nosotros» frente a un
«ellos», tanto en materia económica como en medidas sociales se
acataban los mismos principios. Menos rupturas que continuidades.
Todo era muy previsible.
Esa
previsibilidad era fruto de un acuerdo institucional descrito por
Sérgio Abranches2 en términos de un «presidencialismo de coalición». Combinando el
sistema mayoritario para la elección de presidente con un sistema
proporcional para designar a los miembros del Poder Legislativo, se
imponía por regla un esquema de gobiernos minoritarios. Por lo que
para gobernar se hacía necesaria la formación de coaliciones que,
cuanto mayor fuera la fragmentación en el Congreso, más amplias
debían ser en su interior. Para Abranches ese tipo de situación
acaba llevando necesariamente a una crisis de gobernabilidad.
Para
otros autores, como Fernando Limongi3,
el rol presidencial en Brasil posee tal poder para establecer una
agenda que, en definitiva, acaba garantizando que el gobierno opere
en forma similar a la de gran parte de las democracias existentes. Y,
de hecho, ese fue el caso durante más de 20 años. Entre 1994 y
2014, Brasil fue capaz de controlar la inflación, mantener la
distribución de ingresos y desarrollarse a un ritmo más alto que el
de su crecimiento demográfico. En fin, un país aburrido.
Hasta
que llegó junio de 2013. A pesar de que la economía había crecido
en torno de un promedio de 4% anual durante el primer mandato de
Dilma Rousseff, y a pesar de que la presidenta contaba
con 60% de aprobación, millones de personas salieron a las
calles para protestar, primero, contra el aumento en los precios del
transporte público, y para manifestarse, después, un poco en contra
de cualquier cosa. La popularidad de Rousseff bajó a 40%.
Incluso
en ese contexto de insatisfacción popular, Dilma fue reelegida en
2014, esta vez por una distancia mínima respecto del candidato del
PSDB, Aécio Neves. De todos modos, y en sintonía con aquella
insatisfacción popular, la votación en el plano legislativo de ese
año derivó en la
formación de un Congreso más conservador: la derecha empezaba a
mostrar sus dientes. Poco después, y para empeorar las cosas desde
el punto de vista del Ejecutivo, la Operación Lava Jato empezó a
cobrar cuerpo y la economía pasó a dar señales de desaceleración.
Así,
apenas iniciado el segundo mandato de Dilma Roussef, nos encontramos
ante una presidenta con su popularidad en baja, que debe lidiar con
un Congreso más conservador y que se gana en simultáneo el
descontento de la izquierda por sus medidas de ajuste fiscal y de la
derecha por sus propuestas impositivas. La situación se vuelve
bastante más que un examen para el presidencialismo de coalición.
El
arte del presidencialismo de coalición consiste en lograr apoyo
legislativo para el programa de gobierno del presidente. Para ello,
el Ejecutivo cuenta con beneficios programáticos (ideología) y
beneficios particularistas (cargos, obras públicas, etc.). Los
congresales alineados con el presidente lo apoyan en tanto pertenecen
al mismo espacio ideológico, por así decirlo. A mayor distancia del
congresal respecto de ese espacio, mayores serán a su vez los
beneficios particularistas.
El
Congreso conformado a la par del segundo mandato de Dilma mostraba a
la mayor parte de sus miembros lejos del espacio ideológico de la
presidenta. Para conquistar su apoyo, se hacía necesario abrir las
arcas del gobierno y fomentar el gasto público, lo cual, en un
escenario económico que exigía austeridad, significaba un problema
y una seria restricción a la política de coalición.
La
Operación Lava Jato expuso ese otro modo de construir una coalición
gubernamental: por medio de sobornos, grandes empresas privadas
pagaron millones de reales como contribución a las campañas
electorales de los congresistas. Ese dinero se articulaba en la
cúpula misma de los partidos y se exigía a cambio fidelidad
absoluta. El mantenimiento de ese flujo de dinero estaba garantizado
por el Ejecutivo federal, que distribuía entre los partidos de la
coalición algunos puestos claves en distintas áreas donde las tomas
de decisión tenían fuerte impacto en los negocios de las empresas
con las que, previamente, habían pactado apoyo y financiación. Con
la intervención de la justicia y la exposición de los medios, esa
forma de «articulación» política quedaba muy comprometida.
Sin
poder asegurarse beneficios particularistas, los miembros del
Parlamento condicionaron su apoyo a otro tipo de recurso, ausente en
la teoría política: la protección contra el Lava Jato y el
activismo en el Ministerio Público. Rousseff no pudo o no quiso
actuar en este sentido. No intervino en la investigación.
La
presidenta perdió apoyo en el Congreso, como no podía ser de otro
modo. La izquierda salió a criticarle sus «guiños neoliberales».
La derecha no iba a ajustarse a una derrota tan apretada en las
urnas. El centro fisiológico buscaba una protección que ella no
podía dar. La destitución (impeachment) se efectuó sobre la base
de la coalición entre la derecha y los fisiológicos. Era una
coalición pensada con el propósito de asegurarse protección contra
las embestidas del Poder Judicial y que, en lo político, venía a
ofrecer medidas de ajuste fiscal y de flexibilización de las leyes
laborales. Las «reformas» serían aprobadas siempre que se aprobase
a su vez una ley para debilitar al Poder Judicial. De ahí la
articulación en torno de la sanción de la Ley de Abuso de Autoridad
y la amnistía a los delitos por malversación de fondos públicos
desde la llamada «caja dos», que había
quedado expuesta en conversaciones entre uno de los dueños del
mayor frigorífico del mundo, Joesley Batista (de la JBS), y los dos
principales líderes del gobierno, el presidente de la República,
Michel Temer, y el presidente del PSDB, Aécio Neves.
Hoy
casi todos los líderes de la centroderecha quedaron comprometidos en
las investigaciones de corrupción. Como la actual coalición de
gobierno no surgió para conquistar votos, sino para evitar
encarcelamientos, lucha para resistirse a un escándalo que en
cualquier otro país habría llevado a la renuncia inmediata del
presidente. Aun cuando la derecha abandonara la coalición, el
presidente todavía puede contar con un número suficiente de
congresales para trabar la apertura de un proceso de destitución o
para frenar el inicio de una causa judicial contra el mismo Temer por
parte del Supremo Tribunal Federal (STF). Queda el Tribunal Superior
Electoral (TSE). Esta instancia del Poder Judicial ha de pronunciarse
respecto de las acusaciones de negociados que caen sobre la dupla
Rousseff/Temer tal como se presentaron a elecciones en 2014. Si aquel
bloque electoral es condenado como tal, Temer tendrá que salir. Si
sólo Rousseff es considerada culpable, Temer permanecerá en su
cargo. A esto se debe su más reciente jugada, con la designación
para el Ministerio de Justicia de un ex-integrante del TSE.
Si
Temer sale, la hipótesis más probable es la de una elección
indirecta del nuevo presidente. Sería alguien alineado con la
derecha, comprometido con las reformas y que, al mismo tiempo, pueda
hacer frente a las embestidas de la justicia.
La
izquierda, por su parte, apuesta a elecciones directas, pero sabe que
podría tener que esperar hasta 2018. El proceso de destitución
acabó reconectando con el PT a algunos partidos que se habían
distanciado tras los días de «guiños neoliberales». Existe la
posibilidad real de que la izquierda se presente como un frente
amplio a las próximas elecciones. Esto se refuerza por el hecho de
que Luiz Inácio Lula da Silva sea hoy el líder político más
popular del país y que aparezca en primer
lugar en las encuestas de intención de voto.
Por
el momento, Lula ha logrado sobrevivir a las embestidas del Lava
Jato. El futuro de la izquierda está atado a su porvenir y al del PT.
Sin Lula, el año 2018 puede llegar a parecerse a aquel 1989 en que
22 candidatos se disputaron la Presidencia y al menos tres de ellos
llegaron prácticamente empatados al segundo puesto. Recordemos que
aquella vez el vencedor fue un outsider,
algo que, según las encuestas, también
podría ocurrir en 2018. En definitiva, el futuro de Brasil es
incierto como hace mucho tiempo no lo era. Por lo menos ya nadie
puede decir que es un país aburrido.
Traducción:
Cristian De Nápoli