Tema central

Intelectuales, experiencia e investigación militante
Avatares de un vínculo tenso


Nueva Sociedad 268 / Marzo - Abril 2017

En los últimos 15 años, la figura del intelectual ha sido desafiada, combatida y reorganizada en relación con prácticas que la han puesto severamente en cuestión. Pero ¿cuál es el estatuto del pensamiento y la investigación frente a los nudos de conflicto y disputa que caracterizaron el continente en los últimos años? ¿Cómo se ubica la militancia frente a una serie de experiencias que ponen justamente en crisis los modelos pedagógicos clásicos de la política? Debemos leer estas preguntas desde la actualidad: una crisis de la propia noción de movimiento social y un declive de los gobiernos llamados progresistas que usufructuaron su legitimidad.

Intelectuales, experiencia e investigación militante  Avatares de un vínculo tenso

El prejuicio antiintelectual tiene una gran influencia entre intelectuales y militantes y ha logrado sedimentar una serie de lugares comunes que siguen operativos. Por ejemplo, la remanida división entre pensar y hacer; entre elaborar y experimentar; entre comodidad y riesgo. Se trata, sin dudas, de polos que concentran caricaturas: la abnegación militante por la práctica como si estuviera despojada de ideas y la adoración límpida del intelectual por el cielo de los conceptos como si de una pura abstracción se tratara.

A pesar de lo estereotipado de estas figuras, continúan marcando los confines de un mapa que, sin embargo, ha cambiado muchísimo, con cimbronazos que hacen trabajosa la vuelta atrás. En este sentido, la cuestión puede plantearse al revés: cada vez que reemerge este binarismo (en su fórmula más brutal: los que hacen y los que piensan) es en respuesta disciplinadora a un desplazamiento de la relación entre pensamiento y práctica. Por eso, el antiintelectualismo, en lugar de ser un guiño hacia lo popular (como muchas veces se sobreactúa), es un llamado al orden y una confirmación de las jerarquías clasistas. Lo hemos escuchado en los últimos años de muchas maneras1: tal idea no se entiende en un barrio; tal concepto no lo puede haber elaborado un grupo de desocupados; no hace falta teoría para saber lo que hay que hacer cuando hay hambre; pensar es un lujo, etc. El estigma toma forma condescendiente y paternalista porque reacciona al tembladeral de los lugares asignados, autoatribuyéndose las mejores intenciones.

Hay ecos que se hacen presentes, de modo discontinuo, en el ejercicio de dividir el campo político en dos. «Los que luchan y los que lloran», tituló Jorge Masetti la entrevista-libro que hizo con Fidel Castro en Sierra Maestra (1958), preludio de su conversión de periodista en guerrillero. La cesura tajante, en diagramas como ese, llama al combate, repudia la pasividad y, en todo caso, interpela a las herramientas intelectuales a que desenfunden su poder de fuego. En cambio, la división entre quienes hacen y quienes piensan traza una división mucho más conservadora y forzada: no provee ningún llamamiento ni interpelación; más bien confirma la división pasiva y subordinada entre un arriba y un abajo, donde el saber es un sobrevalorado poder de elite y el hacer un modesto recurso subalterno.

Propongo aquí un ejercicio situado: una especie de cartografía de problemas en los que la relación entre pensamiento y práctica se ha visto conmovida en la última década y media. Me voy a concentrar en Argentina pero debiera quedar en evidencia también que esa delimitación se hace imposible: la perspectiva transnacional emerge de la propia coyuntura conmovida del periodo en cuestión. No solo es un gesto más allá del nacionalismo metodológico que intenta imponerse como premisa una y otra vez, sino que me gustaría evidenciar cómo ese supuesto se ha visto desarmado a partir de la dinámica material de ciertos acontecimientos político-intelectuales.Creo que vale la pena sumar otro desplazamiento: no se trata tanto de entender qué leen las militancias para comprender sus claves de acción y clasificarlas en tradiciones determinadas, sino de pensar hasta qué punto la militancia supone políticas de lectura. Por tanto, en el campo de la lectura hay una productividad que no se reduce a modelos pedagógicos preestablecidos. La imagen contorneada del intelectual-lector (de libros y de coyunturas) especializado es la que se preserva respecto a los regímenes de lectura que logran, en ciertas situaciones, tejer relaciones y efectuar otras operaciones: justamente las que desobedecen la distinción entre lo manual y lo intelectual y las que se practican no para construir un capital simbólico o un prestigio personal, sino para arriesgarse al nombrar y valorizar modos de existencia que denuncian y combaten las formas de explotación y dominio.

Es posible explorar tres imágenes-polémicas para abordar de otro modo esta relación entre conceptos y experiencias.

Uno: lo destituyente

La crisis de 2001 en Argentina –enlazada a una secuencia continental de revueltas y levantamientos antineoliberales– proveyó un espacio de creación teórico-política. El momento de irrupción de «subjetividades de la crisis», que tomaron forma de movimientos de desocupados, experiencias autogestivas en fábricas y barrios, y modalidades de economía alternativa y popular (del trueque a las redes de abastecimiento y ferias), mostró una capacidad de impugnación y de acción capaz de quebrar el consenso neoliberal. A la vez logró articular, de modo novedoso, resistencias que venían tejiéndose desde años atrás. Toda la teoría política se pone a prueba en momentos como esos. Las respuestas reactivas de infantilización, desprecio y clausura respecto del heterogéneo movimiento fueron múltiples y vinieron de muchos lados (y siguen disputando la interpretación de los acontecimientos): justo cuando el Partido Justicialista (pj) en sus territorios más tradicionales afrontaba el más duro de los cuestionamientos de las últimas tres décadas, las visiones que solo se empeñan en detectar el orden no veían allí más que al pj rearmándose; cualquier atisbo de encontrar en esas emergencias algo que no fuera víctimas o población meramente desesperada era voluntarista o sobreestimaba el poder popular. A partir de la investigación militante colectiva, nombramos aquel poder como destituyente: justamente por su capacidad de derribar y vaciar la hegemonía del sistema político de partidos y por abrir una temporalidad de indeterminación radical a partir de la fuerza de los cuerpos en la calle. Quisimos, además, subrayar que aquello que se tildaba de espontáneo era más bien la visibilización de una trama que estaba pacientemente construida, que sintetizaba una larga elaboración por abajo y que tenía la densidad de cuestionar la distinción misma entre lo «social» y lo «político». Hablamos entonces de un «nuevo protagonismo social»2 .

El modo en que el concepto de multitud resonó en el debate alrededor de la caracterización y valoración de ese «sujeto» político novedoso proyectó también la experiencia argentina hacia el plano de los debates teóricos de otras latitudes y encontró en nombres como Antonio Negri y Paolo Virno, por nombrar a los que más se citaron entonces, interlocuciones concretas. Pero ¿por qué? Sobre todo, porque coincidieron un ciclo de luchas en América Latina contra el neoliberalismo y un ciclo de luchas en Europa contra la globalización y la guerra (con Génova 2001 como escena clave), que forzaron la producción de conceptos estratégicamente comunes para dar cuenta de subjetividades que ya se desmarcaban en la práctica del modelo obrero fordista (periférico o central) y que implicaban un balance respecto de los modos de derrota de los años 70. Tales ciclos, además, se inscriben en un plano abierto por la insurgencia zapatista, que marca a toda una generación militante a escala planetaria.

Agreguemos que la producción del grupo Comuna en Bolivia coincidía, en un paralelismo no casual, con teorizaciones similares, tras una trayectoria también singular. La reacción (del binarismo ordenancista entre los que piensan y los que hacen) también tuvo su interpretación sobre esta coyuntura: desde diversas plumas intelectuales3 se instaló la idea colonial de que Europa ponía sus conceptos sobre las prácticas latinoamericanas, justo cuando los sujetos poscoloniales irrumpían en las propias metrópolis europeas, «provincializando» Europa. Denunciando un imperialismo intelectual (que sitúa a América Latina como receptáculo pasivo de categorías «foráneas»), se reafirmaba una geografía teórica y política que estaba siendo puesta en crisis por la emergencia de una política que tomaba su fuerza de otros sujetos, de otros territorios. Y justo cuando América Latina devenía una suerte de escena de vanguardia de la insurgencia, parecía quedar minorizada su producción conceptual, que no se podía ver sino como siempre tutelada. Como si no pudiese pensarse lo que aquí sucede más que como un aderezo experiencial para una adecuación bibliográfica que sigue el ritmo de «modas» o teorías dominantes, lo que revela una imposibilidad de leer desde otro lugar unas subjetividades que aparecen como «ilegibles» y, por tanto, menospreciadas políticamente4. Esta cuestión, sin embargo, muestra algo interesante: el debate epistémico que todo momento de insurrección y revuelta pone en marcha y que hace a la propia definición política del momento como destituyente5.

El interrogante común sobre un poder constituyente, capaz de crear mundo desde abajo e imponer nuevas reglas –es decir: el despliegue del problema sobre a qué da lugar la fuerza destituyente en términos de construcción de nuevas formas de organizar las relaciones sociales partiendo de las luchas del momento– se clausuró en Argentina con el asesinato de los militantes Darío Santillán y Maximiliano Kosteki el 26 de junio de 2002. Fue la represión pura y dura lo que le dio aire al sistema político para llamar a elecciones. Se reprimía también un modo de composición entre pensamiento y práctica que estaba en la base de la producción de lenguajes y conceptos políticos también novedosos.

Dos: el príncipe versus la multitud

La indeterminación del poder destituyente tuvo luego dos lecturas de cierre y clausura. Una, que operó a escala continental, fue la clasificación sociológica de lo multitudinario bajo la categoría omnicomprensiva de «movimientos sociales». Cito a Silvia Rivera Cusicanqui, quien analiza un proceso similar en Bolivia:

Lo que nos ha pasado es que nos hemos enardecido con el vigor de las masas, con la capacidad destituyente de las movilizaciones, y automáticamente les hemos calzado el nombre de «movimientos sociales», para transformarlas en sujetos de poder. Los artífices ideológicos del «proceso de cambio» [boliviano] han intentado aplacar su efervescencia, aquietar el magma social ingobernable e ilegible que significaban. Han querido reducirlos a un discurso y a un liderazgo carismático y autoritario.6La noción de «movimiento social» se convirtió en credencial de legibilidad: daba cuenta de un repertorio de demandas, de unos rasgos identitarios y, finalmente, de una estructura de interlocución con el Estado capaz de cierta gestión de recursos. Funcionó, en buena medida, como modo de estabilización que congeló ciertas maneras de hacer y pensar que quedaron desfasadas respecto a nuevas dinámicas de movilización. La segunda clausura fue el desplazamiento –en Argentina de modo literal, pero de modo amplio en todos los países del ciclo «progresista»– de la idea de lo destituyente como una renovación de la idea de «golpe» contra el gobierno: ahora la derecha era «destituyente». Lo destituyente pasó así de ser una indeterminación de las fuerzas populares a una amenaza que obligaba a un llamado a la defensa de un gobierno.

El persistente obstáculo para pensar la figura colectiva (sea la multitud u otra) como príncipe (para tomar las categorías de Maquiavelo y Gramsci, además de la producción del operaísmo italiano) redunda en un fetichismo del liderazgo populista. Sea el caso de Néstor Kirchner o de Cristina Fernández en Argentina o el de Evo Morales y, en particular, el de Álvaro García Linera en Bolivia, aun con todas sus diferencias, los efectos son similares: una inflación de un radicalismo retórico que encontró en la teoría de Ernesto Laclau una forma de justificar una nueva «autonomía» de lo político, con síntesis personales. El problema es el tipo de sustitución de la figura colectiva por el liderazgo personal cuando funciona como expropiación de una plusvalía política producida desde abajo. El problema, claro está, no es el liderazgo en sí (que no es más que una proyección transitoria del imaginario de la multitud), sino la naturaleza de la forma política que la articulación de cierto liderazgo pone en juego y la disputa epistémica que se anuda ahí. El punto tampoco es exigir purismo a los gobiernos llamados progresistas (un decálogo de lo que deberían ser), sino mostrar hasta qué punto su propio modo de ser impide un balance político sobre los efectos concretos que se esconden una y otra vez en nombre de la «soberanía nacional».

Los liderazgos populistas han desplazado habitualmente la investigación sobre la forma popular comunitaria democrática e introdujeron una suerte de cláusula expropiatoria que, por ejemplo, en el último ciclo latinoamericano buscó neutralizar la crítica al modo en que las condiciones neoliberales se articularon con iniciativas neodesarrollistas y relanzaron formas nuevas de despojo y explotación. La teoría de Laclau –que se postuló como síntesis de tal momento en la región– identifica a las fuerzas que deforman y amenazan la unidad de la institución política y jurídica exclusivamente con las fuerzas del mercado global y las elites locales. En esta identidad total, sin embargo, se descuida todo efecto «destituyente» (para volver al término) proveniente de la dinámica social «desde abajo» que no quede inscripta en «demandas» aceptables por el sistema político7 y se desacredita toda fuerza de desborde que obligue a replantear (como sucede con frecuencia) el juego de la institución política en términos de lo común-múltiple8. Con este movimiento, la autonomía ya no es una capacidad desde abajo de condicionar y redefinir el poder, sino la articulación discursiva que se hace desde arriba.

La sustitución del materialismo plebeyo por las figuras etéreas y discursivas del pueblo desplaza una serie de problemas que hoy estallan en América Latina como claves incomprendidas del llamado «giro neoconservador» de la región: violencias territoriales, economías informales-ilegales, conflictos neoextractivos por despojos territoriales y de recursos, renovadas formas de explotación capitalista bajo dispositivos de explotación financiera (de los subsidios sociales a través de su funcionamiento como garantía para el endeudamiento con instituciones bancarias, por ejemplo) y una intensiva guerra por la «seguridad».

Llego hasta acá para marcar que el populismo resituó el lugar de los intelectuales como «usina» privilegiada de discurso y de la producción de apoyo: tras la destitución de su papel como autoridad, los intelectuales retornaron como los encargados de la llamada «batalla cultural» frente a los medios de comunicación, en el marco de la festejada «vuelta del Estado». Esa función entró en crisis con las derrotas electorales (en Argentina y en Bolivia, pero también hay que tener en cuenta la situación brasileña y ecuatoriana). El argumento utilizado es el de una «traición» en las urnas de ese pueblo al que se quiso representar y favorecer.La evaluación de García Linera –el más celebrado gobernante-intelectual progresista– fue la más elaborada y, al mismo tiempo, la más problemática: dijo en Buenos Aires que uno de los obstáculos de los gobiernos de izquierda ha sido «la redistribución de riqueza sin politización social». Se trata de la ampliación de las clases medias mediante una inclusión de sectores subalternos por medio del consumo, algo que, según sus palabras, no alcanza a una modificación del «sentido común». Consumo sin hegemonía produciría así «una nueva clase media, con capacidad de consumo, con capacidad de satisfacción, pero portadora del viejo sentido común conservador»9.

Vemos aquí un nuevo punto de cierre, desde arriba, de una discusión clave de nuestro continente sobre la composición de las clases trabajadoras, la ampliación del consumo de bienes no durables y los dispositivos precarios de inclusión social que aparecen como la forma «posible» de redistribución de la riqueza y de intervencionismo estatal. Pero además, la politización social queda únicamente medida por el signo de los resultados electorales. Desde el punto de vista de García Linera, la paradoja es trágica: el Movimiento al Socialismo (mas) produjo a los sujetos que lo llevan a la derrota. El «gobierno revolucionario» se ve sobrepasado por cómo se transformaron quienes fueran los protagonistas de los movimientos sociales que impusieron la agenda antineoliberal en el ciclo 2000-2005.

La sociología (o sociologización) de estos cambios en los hábitos de consumo a través del análisis de la composición de clase busca eludir y/o reemplazar –con más o menos astucia política– la idea de «traición» popular hacia un proyecto gubernamental que dice tener su razón de ser en el bienestar de los más pobres. Se intenta así practicar una comprensión de los efectos indeseados o incontrolables del ascenso social, de la modernización inclusiva o del neodesarrollismo (variaciones de un léxico que no son menores), sin afrontar las críticas al modo de subjetivación y de descomposición de la base comunitaria que, desde más de un espacio y desde más de una voz, se venían realizando.

Hemos leído también en intelectuales como Emir Sader la recriminación hacia lo que llama la «ultraizquierda» como causa de la derrota progresista10. Este argumento, que acusa de complot y de instrumentalismo a las alianzas entre movimientos e intelectuales críticos, con el solo propósito de una posición «aventurera» que busca conseguir un lugar en el campo político, no solo es mezquina (se atribuye la famosa hegemonía del espacio político), sino que sobre todo pone a la crítica como «causante» de un amplio rechazo –que aún no se termina de discutir a fondo– de la legitimidad de los gobiernos progresistas, y de este modo evitan problematizar en serio las causas de las sucesivas «derrotas». Esto implica no solo la infantilización del electorado de distintas clases sociales, sino también el desconocimiento de cómo operan fuerzas bastante más complejas: las iglesias contra la llamada «ideología de género», las finanzas como formas de explotación de las economías populares, las concesiones a las multinacionales como expropiaciones directas a las comunidades.

El surgimiento de un populismo que se desplaza del gobierno pero que organiza teológicamente el campo político en Argentina inventa, en cambio, una forma de presencia en los territorios, de disputa por el deseo comunitario y de trama afectiva con las subjetividades vulnerabilizadas por las violencias que no estaba presente en el populismo progresista en el poder. Sin embargo, no puede entenderse uno sin el otro.

En Argentina, el papel de la Iglesia católica fue clave en la dinámica territorial de la última campaña presidencial. Fue fundamental también el papel de las iglesias –en particular las evangélicas– en Brasil en la construcción de la atmósfera y del mismo proceso parlamentario del impeachment de Dilma Rousseff, así como en la producción de nuevas candidaturas (el caso emblemático es el del flamante alcalde de Río de Janeiro11).

Tres: conflictividad social, entramados comunitarios y neoliberalismo

El reverso del mapa de la conflictividad actual tal vez surja de investigar los modos de politización que sí acompañaron las modificaciones del paisaje latinoamericano en los últimos 15 años y que no responden, justamente, a las claves hegemónicas por las que el imaginario progresista hoy siente nostalgia o sobre las cuales proyecta decepción. Las «subjetividades en crisis» de la época se vinculan con unas condiciones que se estructuraron alrededor de un modo de inserción de tipo neoextractiva en el mercado mundial, con unas micropolíticas organizadas en torno de las condiciones neoliberales del lazo social, y una hegemonía nunca del todo revertida y especialmente relanzada del sector financiero en el modo de acumulación. La combinación entre las políticas de inclusión por consumo y la dinamización de formas nuevas de explotación financiera y precarización del trabajo se va profundizando y sofisticando, bajo el signo del giro neoconservador. Por momentos el lenguaje es simplemente patético: en Argentina, los subsidios sociales al desempleo o a las formas de empleo autogestivo pretenden ser coordinados ahora desde una «Agencia de Talentos», y en el Ministerio de Trabajo hablan de «personal originario».

La necesidad de conceptualizaciones estratégicas –frente a una conflictividad social cuya «opacidad» es también estratégica– introduce nuevamente la pregunta por la composición de luchas y enunciados, de conceptos y prácticas de frontera. En los últimos años pueden señalarse dos constelaciones de problemas que han buscado mapear las conflictividades y construir la crítica desde lo que el ritmo de las luchas va dibujando en América Latina: por un lado, todo el debate alrededor de la cuestión del neoextractivismo, del extractivismo ampliado y el relanzamiento de modos de explotación de la fuerza de trabajo en sus condiciones actuales; por otro, la perspectiva de los «entramados comunitarios», como los llama Raquel Gutiérrez Aguilar: una forma de pensar las variaciones de lo común, la comunalidad y lo comunitario como modalidades del esfuerzo colectivo de transformación y de puesta en marcha de prácticas anticoloniales o de descolonización.

Así como la crítica de la economía política de Karl Marx se desplaza hacia las zonas de la producción en las que se constituyen materialmente las clases como fuerzas sociales, la investigación militante retoma la preocupación por la dimensión no discursiva de la constitución de subjetividades. O dicho de otro modo: las iniciativas de investigación militante entrenan cierta sensibilidad para componer enunciados y conflictos. No se trata tanto de una tematización (como construcción de agenda), sino de una cuestión de método y de un compromiso práctico.

Una forma de actualidad de la investigación militante se vincula con el mapeo de la composición de las clases laboriosas, subalternas, populares (todas variaciones que vale la pena tener en cuenta). Pero es necesario agregar un tercer componente que es clave en nuestra coyuntura: la cuestión de la violencia contra las mujeres, que obliga a que la cuestión de género asuma, como dice Rita Segato, «un real estatuto teórico y epistémico». La embestida «familiarista y patriarcal» que impulsa una trama de violencias machistas se articula hoy con las nuevas formas de explotación y extracción de valor que tienen como blanco predilecto los gestos y espacios de autonomía construidos tanto en medio de las abigarradas urbes latinoamericanas como en las comunidades indígenas y campesinas y, especialmente, en las formas de mixtura que surgen de esos territorios. Los femicidios territoriales –como llaman las activistas de Honduras y Guatemala a los asesinatos de protagonistas de las luchas contra las transnacionales– condensan formas del conflicto que estructuran nuevos modos de la guerra o de las dinámicas contrainsurgentes.

El movimiento ligado al Paro de Mujeres abre un espacio radicalmente heterogéneo donde puede leerse el mapa del trabajo desde una perspectiva feminista, la cual incorpora las economías informales, precarias e incluso ilegales como elementos claves de la nueva composición social. Las luchas por la autonomía y soberanía sobre el cuerpo y la multiplicidad de violencias (institucionales, territoriales, domésticas, etc.) se enhebran de modo indisociable, sacando del gueto del género a tales conflictividades. Queda abierta así la pregunta por la capacidad instituyente de esa fuerza común, callejera y cotidiana, por donde fluye hoy la cuestión de su capacidad política, o más precisamente, de la radicalidad de una «política en femenino», como lo teoriza Gutiérrez Aguilar. En este sentido, puede pensarse que más que un cierre del ciclo de gobiernos progresistas como clave de lectura de la región, vale la pena valorizar la apertura de un ciclo de conexión transversal empujado por el movimiento de mujeres (donde la palabra misma ha dejado de estar encorsetada para alojar una interseccionalidad de experiencias), en el que se revitaliza la necesidad de poner en tensión prácticas y conceptos, nutridos por un deseo micropolítico de fabulación con otro y otras y de indeterminación de la coyuntura regional.

  • 1.

    Esta reflexión tiene un carácter situado: involucra la experiencia que he tenido como miembro del Colectivo Situaciones y de la editorial Tinta Limón. Acudo a tal reflexión colectiva, que hemos hecho junto con otros colectivos y compañeros y compañeras alrededor de la práctica de investigación militante para dar cuenta de estas polémicas. Se trata de una experiencia que, en mi reflexión, sigue operando en distintos niveles, como premisas afectivas e intelectuales, más allá de la existencia del colectivo como grupo.

  • 2.

    Colectivo Situaciones: 19 y 20. Apuntes sobre el nuevo protagonismo social, Tinta Limón, Buenos Aires, 2002.

  • 3.

    Quien lo hizo de modo más explícito fue José Pablo Feinmann; v., por ejemplo, «Poder y contrapoder» en Página/12, 14/12/2002.

  • 4.

    Es fundamental, aunque va más allá de los últimos 15 años, tener en cuenta en la genealogía de problematización de la relación entre prácticas, teorías y colonialidad que las traducciones que se hicieron de los estudios de la subalternidad desde Bolivia por Silvia Rivera Cusicanqui, Rossana Barragán, Raquel Gutiérrez Aguilar, Alison Spedding y Ana Rebeca Prada no se entienden sino a partir de la necesidad de pensar racionalidades políticas minoritarias que parecían metabolizarse y pacificarse por medio del multiculturalismo neoliberal y, por tanto, que ponían en evidencia la necesidad de volver a evaluar la condición de dominación.

  • 5.

    Para más detalles de este debate, v. Diego Sztulwark: «¿Puede la trascendencia configurar luchas radicales? Notas de ontología política» en Grupo Martes, s./f., http://grupomartesweb.com.ar/textos/textos-prestados/diego-sztulwark-puede-la-trascendencia-configurar-luchas-radicales/; Horacio González: «Cacerolas, multitud, pueblo» en Página/12, 11/2/2002.

  • 6.

    «Palabras mágicas», ponencia presentada en el Coloquio Internacional de Saberes Múltiples y Ciencias Sociales y Políticas, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 18 a 21 de octubre de 2016.

  • 7.

    Una opinión de Laclau en los medios, que se replicó mucho por entonces, señalaba: «Las demandas de los pueblos originarios no fueron respondidas puntualmente, pero tampoco son centrales para la estructuración de la política». En E. Laclau: «La real izquierda es el kirchnerismo» en Página/12, 2/10/2011.

  • 8.

    Llamamos común-múltiple a la capacidad productiva de lo social más allá de la posición de demanda que Laclau parece exigir a la dinámica populista de la democracia que teoriza.

  • 9.

    «García Linera en Argentina: No hay revolución verdadera sin revolución cultural» en Notas, 29/5/2016.

  • 10.

    E. Sader: «A los intelectuales latinoamericanos» en Página/12, 28/11/2016.

  • 11.

    «Marcelo Crivella, el polémico pastor evangélico homofóbico que ganó la alcaldía de Río de Janeiro» en bbc, 31/10/2016.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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