Guevarismo y hombres nuevos en América Latina
Nueva Sociedad 304 / Marzo - Abril 2023
La Revolución Cubana actualizó de manera intempestiva un viejo debate, ineludiblemente ligado al de la toma del poder desde los primeros impulsos revolucionarios inspirados en el ideario marxista: el de la lucha armada. Al mismo tiempo, la figura de Ernesto «Che» Guevara ponía en el centro la búsqueda del «hombre nuevo» y una articulación particular entre vanguardia y sacrificio.
Si tras el fin de la Segunda Guerra Mundial los distintos procesos emancipatorios que tuvieron lugar en Asia y África parecían colocar al Tercer Mundo en los albores de un nuevo tiempo que ponía fin a la invencibilidad de los más poderosos, en América Latina la Revolución Cubana (1959) ratificaba el comienzo de aquella etapa para el subcontinente y, al mismo tiempo, indicaba un camino preciso en la prosecución del cambio: la voluntad y las armas.
En efecto, la Revolución Cubana ponía en jaque la teoría comunista de la «revolución por etapas» −que postergaba para un futuro indefinido la construcción del socialismo− al evidenciar la posibilidad de una revolución que combinara tareas democráticas y socialistas en un proceso revolucionario ininterrumpido. Así, uno de los rasgos principales de las nuevas izquierdas latinoamericanas configuradas bajo el impulso del ejemplo cubano fue una caracterización de la revolución distinta de la sostenida por el comunismo oficial desde mediados de la década de 1930: ahora, la revolución en América Latina debía ser a la vez antiimperialista y socialista.
Al mismo tiempo, la gesta cubana actualizaba con carácter de urgencia un viejo debate ineludiblemente ligado al de la toma del poder desde los primeros impulsos revolucionarios inspirados en el ideario marxista: el de la lucha armada.
El triunfo del Ejército Rebelde y, más aún, la retórica de los líderes de la revolución parecían indicar que, con independencia de las condiciones objetivas y subjetivas (tan ampliamente discutidas en el universo marxista), la acción decidida de un grupo de hombres armados podía garantizar el triunfo revolucionario. Los puntos nodales de la naciente «teoría del foco» serían: a) un ejército popular puede triunfar sobre un ejército profesional; b) no hay que esperar a que estén dadas todas las condiciones puesto que las subjetivas pueden ser creadas; c) la guerrilla debe ser rural.
Esta teoría, elaborada por el propio Ernesto «Che» Guevara en Guerra de guerrillas: un método (1960), fue replicada por el periodista francés Régis Debray en su célebre obra ¿Revolución en la Revolución? (1966)1, que recorrió de las más diversas formas el continente entero alimentando interminables debates teñidos de esperanza.
«Decía lo que decía, y tal vez podría haber dicho otra cosa», admitiría el historiador argentino Oscar Terán décadas más tarde al evocar su primer contacto con ¿Revolución en la Revolución?, llegado en microfilm «desde la isla» y proyectado caseramente, una tarde soleada de domingo, sobre una de las paredes derruidas que delimitaban la pieza de Javier, su compañero de estudios y también de ese apasionado y feroz recorrido que muy pronto los llevaría de las letras a las armas. Podría haber dicho otra cosa,
pero el aura de ese texto tornaba irrefutables todas sus más arbitrarias argumentaciones. El criterio de autoridad que lo respaldaba era naturalmente no la palabra de un joven intelectual francés, sino el extraordinario prestigio de la Revolución Cubana cuyo faro irradiaba como modelo de revolución y de construcción del socialismo, en un clima epocal donde un ejército desarrapado de vietnamitas derrotaba al del país más poderoso de la tierra.2
Convencidos de las verdades irrefutables que emanaban de aquel texto y haciéndose eco de los imperativos que esas verdades imponían, ambos jóvenes, como tantos otros, asumieron la inquebrantable voluntad de transformar para siempre un mundo de injusticia y humillación.
Así, la rectificación guevarista del pensamiento marxista confluía, con la urgencia de los tiempos, en la matriz de un imaginario que exaltaba los alcances casi ilimitados de la voluntad y la acción revolucionarias. Ya los primeros años de la década de 1960 parecían haberse correspondido con los postulados guevarianos, cuando América Latina fue escenario de un salpicado florecer de guerrillas, en su mayoría, rurales.
En Venezuela, surgían las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (faln), dirigidas por Douglas Bravo, y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (mir), liderado por Américo Marín. En Guatemala, Luis Turcios Lima conducía las Fuerzas Armadas Revolucionarias (far) y el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre se internaba en la Sierra de las Minas y conquistaba campesinos; su comandante, Marco Antonio Yon Sosa, proclamaba «a todas las masas de América Latina (...) que Guatemala está en pie de lucha por el socialismo, con las armas en la mano y Guatemala no fallará»3. En Colombia, Fabio Vázquez Castaño lideraba el Ejército de Liberación Nacional (eln) y Manuel Marulanda Vélez, alias «Tirofijo», las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc). «Desde las montañas del Perú milenario, con las armas a la mano y con la fe revolucionaria fortalecida», Luis de la Puente Uceda, al mando del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (mir), iniciaba las acciones guerrilleras en la Sierra Central peruana4; y lo hacía con un manifiesto programático de contenido socialista. También se organizaba en Perú el Ejército de Liberación Nacional (eln), dirigido por Héctor Béjar y, en Nicaragua, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln), al mando de Carlos Fonseca. En Argentina, bajo el aliento personal del «Che», Jorge Masetti (el «Comandante Segundo») impulsaba la conformación del Ejército Guerrillero del Pueblo (egp) y comenzaba los preparativos para instalar un foco en la provincia norteña de Salta, limítrofe con Bolivia, que oficiaría de base de apoyo local al que instalaría luego Ernesto «Che» Guevara («Comandante Primero»).
Antes de finalizar la década de 1960, la mayoría de esos movimientos guerrilleros habrían de fracasar total o parcialmente. Algunos de ellos, incluso, sin haber logrado animar lazo de solidaridad alguno con campesinos y explotados, como en el caso del egp en Argentina.
Pero ni fracasos ni derrotas hicieron mella en la certeza por tantos compartida de que una «gran humanidad», la de los oprimidos, había ingresado definitivamente y por fin en los senderos de una historia inexorable que comenzaba a desplegarse. Y abrazados a esa convicción, miles de revolucionarios latinoamericanos se lanzaron al combate. Como lo había hecho, también, el propio «Che» Guevara, cuando en 1965, el «Año de la Agricultura», empujado por las diferencias internas del proceso político cubano o impulsado por sus íntimas convicciones, renunció a sus cargos de gobierno en Cuba para dirigirse a «otras tierras del mundo que reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos [y] cumplir con el más sagrado de los deberes: luchar contra el imperialismo dondequiera que esté»5. Su partida generó no pocas suspicacias en ciertos circuitos políticos, y probablemente algún que otro desencanto a futuro respecto del rumbo de la Revolución Cubana. Pero más importante aún, a partir de entonces quedó librado para siempre de los menesteres menos nobles que la administración del poder y la Realpolitik traían consigo, para representar la mística de la Revolución, su universalidad y, también, su pureza.
Primero fue el Congo. Allí, «la firmeza de su brazo libertario» debía encender la conciencia y la potencia revolucionarias de un pueblo avasallado… pero no lo hizo: «Esta es la historia de un fracaso», escribiría tiempo después, como advertencia preliminar de sus Pasajes de la guerra revolucionaria (Congo), cuya dedicatoria parece hoy por demás elocuente: «A Bahaza y sus compañeros caídos, buscándole sentido al sacrificio». Luego vendría Bolivia, destinada a ser, en sus proyecciones imaginarias, el foco radiante que haría por fin de los Andes la Sierra Maestra de América Latina. Y allí ocurrió el desenlace: su fusilamiento despojado de toda escenificación, en manos de un hasta entonces ignoto sargento boliviano –Mario Terán Salazar–, en un aula de la única escuelita del también por entonces ignoto pueblo de La Higuera.
Tras la muerte del «Che», fue principalmente el Cono Sur latinoamericano el escenario de un nuevo florecer de guerrillas, esta vez, en su mayoría, urbanas. Y si bien estas nuevas organizaciones armadas rechazaban o desestimaban dos de las tesis centrales del foquismo –la dirección del proceso revolucionario debe quedar en manos del foco y no del partido; la guerrilla debe ser rural–, se aferraron para sustentar su accionar, con esperanza inconmovible, a aquella otra que ofició de legado guevarista y promesa a la vez, a saber: que la acción armada de los revolucionarios crea las condiciones subjetivas para la revolución.
Más importante aún, en el vasto universo revolucionario latinoamericano, la noticia de la muerte del «Che» catapultó con la fuerza de una época un proceso simbólico que, alimentado por variados afluentes, entrelazó y fundió la figura del héroe y del mártir, la del guerrillero heroico y el hombre nuevo, para coagular en su estampa: modelo de conducta y fuente de mandatos irrenunciables.
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Si queremos expresar cómo queremos que sean los hombres de las futuras generaciones, debemos decir: ¡Que sean como el Che! (...).Si queremos un modelo de hombre, un modelo de hombre que no pertenece a este tiempo, un modelo de hombre que pertenece a los tiempos futuros, de corazón digo que ese modelo, sin una sola mancha en su conducta, sin una sola mancha en su actitud, sin una sola mancha en su actuación... ese modelo es el Che (...). Si queremos expresar cómo deseamos que sean nuestros hijos, debemos decir con todo el corazón de vehementes revolucionarios: ¡Queremos que sean como el Che!
Che se ha convertido en un modelo de hombre no solo para nuestro pueblo, sino para cualquier pueblo de América Latina.
Che llevó a su más alta expresión el estoicismo revolucionario, el espíritu de sacrificio revolucionario, la combatividad del revolucionario (...) sangre suya fue vertida en esta tierra cuando lo hirieron en diversos combates; sangre suya por la redención de los explotados y los oprimidos, de los humildes y los pobres.6
El histórico discurso pronunciado por Fidel Castro confirmando la muerte del «Che» Guevara fue, probablemente, el que dio origen a la consigna –en rigor, promesa– que signó la sensibilidad de la militancia revolucionaria latinoamericana dentro y fuera de las izquierdas armadas: «¡Seremos como el ‘Che’!». Y fue, también, la puesta en palabras de un proceso simbólico que culminó fundiendo la figura del «Che» con la del hombre nuevo. El lazo imaginario que emparentaba al guerrillero asesinado con el hombre nuevo no era caprichoso. En rigor, antes de representar para los revolucionarios del mundo al hombre nuevo, el «Che» había escrito sobre él en un texto célebre publicado en el semanario Marcha, de Montevideo, en marzo de 1965. El texto, escrito «en viaje por África», llevaba el título de «El socialismo y el hombre en Cuba». Varios autores han señalado que la pluma del «Che» Guevara estuvo directamente influida por el humanismo marxista, que le habría llegado a través de la obra del intelectual y militante comunista argentino Aníbal Ponce Humanismo burgués y humanismo proletario; un libro que reunía siete conferencias dictadas por Ponce en Buenos Aires, en 1935, luego de un largo viaje por Europa que incluyó una visita a la Unión Soviética7. El hilo que recorría la obra de Ponce era el proletariado soviético realizando el programa incumplido del humanismo burgués. En manos colectivas, la técnica y la cultura se convertían, en la «Nueva Rusia», en poderosos instrumentos de emancipación humana. Liberado ya de la enajenación capitalista, el proletariado soviético, amo y señor de sus fuerzas, abría las puertas de un tiempo en el que el Hombre, en el despliegue de su potencialidad infinita, comenzaba a realizarse. La última de las conferencias de Ponce llevaba muy significativamente el nombre de «Visita al hombre del futuro»8. Y allí quedaban delineados varios de los tópicos que Guevara plasmaría en su artículo de Marcha.
Este escrito se internaba en una red de relatos y reflexiones orientados a dar cuenta de las formas en que en Cuba las condiciones enajenantes de las relaciones capitalistas cedían paso a nuevas formas de emancipación humana. Pero estas, en rigor, eran tan solo el comienzo; marcaban un camino, abrían las puertas de un futuro en el cual, educado bajo el comunismo, «el hombre del siglo xxi» alcanzaría por fin su libertad, su plenitud, su realización. De modo que el hombre nuevo era, en el escrito de Guevara, el hombre emancipado del futuro comunista. A diferencia de la Nueva Rusia de Ponce, en la que el trabajo socializado había «retrocedido los límites de lo imposible», el socialismo en Cuba, señalaba el «Che», estaba «en pañales»9. De ahí que destacara la «cualidad de no hecho, de producto no acabado» del individuo. Las taras del pasado se trasladaban al presente cubano en la conciencia individual y había que «hacer un trabajo continuo para erradicarlas». Por esa razón, «para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que hacer al hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Este instrumento debe ser de índole moral».
La educación global del individuo, implementada desde los resortes del Estado era, desde luego, un instrumento imprescindible. Le cabía a la vanguardia, el Partido, el rol dirigente, protagónico de ese proceso. Así, si la escritura de Ponce ponía al proletariado en su conjunto en el centro de la escena, la de Guevara encontraba en la vanguardia el motor acelerador de la ingeniería emancipatoria.
El grupo de vanguardia es ideológicamente más avanzado que la masa; esta conoce los valores nuevos, pero insuficientemente. Mientras en los primeros se produce un cambio cualitativo que le permite ir al sacrificio en su función de avanzada (…) En nuestra ambición de revolucionarios, tratamos de caminar tan aprisa como sea posible, abriendo caminos, pero sabemos que tenemos que nutrirnos de la masa y que esta solo podrá avanzar más rápido si la alentamos con nuestro ejemplo.10
Quisiera llamar la atención sobre un encadenamiento de sentidos que encuentro a lo largo del texto: aquel que anuda conciencia-moral con vanguardia, y vanguardia con ejemplo de sacrificio. Es ese encadenamiento aquello que permitirá en el imaginario revolucionario encontrar en el guerrillero heroico la encarnación anticipada del hombre nuevo. Evocando los tiempos de la guerrilla en Sierra Maestra, el «Che» Guevara advertía:
fue la primera época heroica, (…) de mayor peligro, sin otra satisfacción que el cumplimiento del deber. En nuestro trabajo de educación revolucionaria, volvemos a menudo sobre este tema aleccionador. En la actitud de nuestros combatientes se vislumbra al hombre del futuro.11
Y partiendo entonces de ese «tema aleccionador», el «Che» Guevara insistirá, a lo largo de su artículo, en el anudamiento vanguardia-ejemplo-sacrificio-futuro:
El Partido es el ejemplo vivo; sus cuadros deben dictar cátedras de laboriosidad y sacrificio (…). Todos y cada uno de nosotros paga puntualmente su cuota de sacrificio, conscientes de recibir el premio en la satisfacción del deber cumplido, conscientes de avanzar con todos hacia el hombre nuevo que se vislumbra en el horizonte (…). Nosotros, socialistas, somos más libres porque somos más plenos; somos más plenos por ser más libres. (…). Nuestra libertad y su sostén cotidiano tienen color de sangre y están henchidos de sacrificio.12
Dos años después de publicado el artículo, en abril de 1967 y ya en tierras bolivianas, el guerrillero argentino-cubano se dirigió por última vez «a los pueblos del mundo», a través de su célebre «Mensaje» publicado por la Tricontinental: un llamamiento desesperado para «crear dos, tres, muchos Vietnam», estrategia de desgaste y acorralamiento del «gran enemigo del género humano». Sería una lucha larga y cruel, advertía, pero «¡qué importan los sacrificios de un hombre o un pueblo cuando está en juego el destino de la humanidad! (…) No se trata de desear éxitos al agredido, sino de correr su misma suerte; acompañarlo a la muerte o a la victoria»13.
Seis meses más tarde, el sargento Mario Terán Salazar entraba a la escuelita de La Higuera con la orden irrevocable de fusilarlo.
Desde entonces, las palabras de Guevara fueron leídas a partir del «ejemplo» que su propio recorrido biográfico ofrecía: de funcionario del nuevo poder revolucionario en construcción a la experiencia guerrillera en África primero y en Bolivia después. Y en ese recorrido, el empeño constructor había cedido terreno al arrojo sacrificial.
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Como ha sido señalado, tras la muerte del «Che» se extendió sobre la militancia revolucionaria latinoamericana un modelo de conducta ejemplar, portador de valores ético-morales asociados con el hombre nuevo y signado por una ética sacrificial.
«Dar la vida por la revolución» fue la consigna que mejor sintetizó esa ética. Pudiendo ser este un mandato relativamente polisémico («dedicar la vida a...», «ocupar la vida en...») resultó ser, por las implicancias subjetivas que disparaba, definitivamente unívoco: estar dispuesto a morir. Es cierto que el imperativo sacrificial de «dar la vida» no fue privativo de la tradición guevarista; antes bien se reconoce en las diversas tradiciones de las izquierdas, pudiendo remontarse en alguna medida a la anarquista, aunque alcanzó una forma más acabada en la tradición comunista. Sin duda, en esta tradición, ser del Partido implicaba necesariamente una subordinación del individuo al colectivo. Y el Partido, desde luego, podía encomendar al militante una misión de riesgo. Sin embargo, aunque el riesgo de muerte haya estado siempre presente en el horizonte de ese modelo de militancia a menudo clandestina, no se trataba necesariamente de «ir a morir», de «lanzarse al combate». La expresión «dar la vida por la revolución» no significaba en la tradición comunista necesariamente la muerte, sino la consagración de la vida, infatigablemente, a la actividad revolucionaria; no consistía en ir en busca de una muerte sacrificial, sino realizar pequeños sacrificios día a día en pos de las necesidades del Partido.
Así, en las izquierdas no armadas, la idea de la construcción del hombre nuevo, aunque también basada en la figura del «Che» y el sacrificio, parece haber estado más relacionada con sus famosos postulados sobre los estímulos morales del trabajo colectivo y la construcción del socialismo −postulados expresados tanto en los debates económicos cubanos de los años 60 como en el citado artículo «El socialismo y el hombre en Cuba»− que en la figura del combatiente heroico.
Por el contrario, en las izquierdas armadas, la expresión «dar la vida por la revolución», lejos de tener una connotación polisémica, acabó siendo, por las implicaciones subjetivas que desencadenaba, definitivamente unívoca: estar dispuesto a morir.
Esto no significa que estas izquierdas subestimaran el esfuerzo diario y las actividades estrictamente políticas. No hay que olvidar que la incorporación de la lucha armada como estrategia para la toma del poder fue de la mano de una intensa «política de masas». Pero sí significa que los discursos partidarios colocaban a la guerrilla en el peldaño más alto del ideal revolucionario, más aún cuando el avance de las fuerzas represivas empujaba a estas izquierdas hacia la clandestinidad.
Dar la vida, ofrendar la vida, morir por la revolución. En el imaginario guerrillero, la muerte se convirtió en fuente de legitimación; como afirmaba el «Che» en su carta de despedida: «en una revolución se triunfa o se muere, si es verdadera». Así, la muerte del revolucionario, o más precisamente, la muerte en combate del revolucionario, fue para las izquierdas armadas de los años 60 y 70 una muerte consagratoria. Y fue en esta consagración donde emergió la figura del héroe. La muerte en combate determinaba lo heroico: «El topos es conocido en las narraciones épicas: la ‘muerte bella’ es la victoria final del héroe sobre sus enemigos moralmente inferiores. Morir combatiendo es la culminación de la moral del guerrero»14.
El componente bélico resulta fundamental en la construcción de esta figura. Debe estar presente aunque más no sea en sus representaciones colectivas objetivadas (imágenes, relatos, consignas, formas discursivas que establezcan una gloria) o contenidas en la subjetividad individual de cada militante. Y una vez más, entonces, si el hombre nuevo estaba signado por su espíritu de sacrificio, su disposición a dar la vida −y eso implicaba el combate−, hombre nuevo y héroe se fundían en la figura del guerrillero.
De modo que la ética sacrificial se articuló en el imaginario de las izquierdas armadas latinoamericanas con el mandato de combatir. La guerra revolucionaria no podía menos que implicar una red de dispositivos que moldearan la identidad, la sensibilidad y las prácticas. Y, en consecuencia, el culto al heroísmo y la exaltación de la muerte en combate ocuparon un lugar rector en aquella red.
La documentación disponible es abundante en semblanzas heroificantes de militantes «caídos en combate», en consignas que enarbolaban la ejemplaridad de cada muerte invitando a continuar la epopeya del caído y en una retórica sustentada en la certeza inconmovible de que la sangre individual de cada combatiente abona el cuerpo colectivo de la revolución. Los relatos consagratorios de los caídos en combate constituyeron también una apelación directa a continuar la epopeya del caído, a «tomar su fusil» y proseguir su lucha hasta la victoria. Este llamamiento, que reforzaba los lazos simbólicos entre militantes a través de un «compromiso» con los caídos, se basaba en la certeza redentora de que la sangre de cada revolucionario fertiliza el camino de la revolución o, en otras palabras, el cuerpo individual del revolucionario alimenta el cuerpo colectivo de la revolución.
Esa certeza quedó cristalizada en una expresión que acompañaría cada muerte, cada entierro, cada memorial en todo el continente: «Ha muerto un revolucionario. ¡Viva la Revolución!».
En esas apelaciones puede apreciarse, también, la función movilizadora del mito revolucionario. El héroe muestra un camino a seguir, dinamiza voluntades, enseña con el ejemplo. Inevitablemente, de la figura del héroe brotaban otras cualidades a emular, componentes de la expresión «moral de combate»: valentía, coraje, temeridad, audacia, disposición para la acción. Como contrapartida, los dispositivos reales e imaginarios condenaron explícita y enfáticamente la inacción, la cobardía y el miedo. Estos rasgos y emociones se consideraban «debilidades ideológicas» o «desviaciones pequeñoburguesas» que era necesario erradicar. El «miedo a perder la vida» fue considerado, en particular, un rasgo del individualismo.
Las investigaciones enmarcadas en una perspectiva de género han destacado el carácter masculino y masculinizante de la figura del nuevo hombre-héroe-guerrero y los valores asociados a ella. En sus análisis de la experiencia de las guerrilleras, estos estudios coinciden en señalar que, al incorporarse a la guerrilla, las mujeres trascendieron los roles femeninos hegemónicos vinculados a las virtudes cotidianas para cumplir con las virtudes heroicas requeridas en tiempos de guerra. Así, ingresar al mundo históricamente masculino de las armas implicó para las mujeres un cuestionamiento de sus roles tradicionales y, al mismo tiempo, las obligó a colocar sus cuerpos biológicos en las claves culturales de los cuerpos masculinos.
Resulta hoy evidente que, a pesar de los esfuerzos por construir un militante a partir del modelo de un revolucionario ideal, los mandatos de sacrificio, heroicidad y coraje fueron apropiados e internalizados por los militantes latinoamericanos (tanto hombres como mujeres) con distintos niveles de solemnidad, exigencia y dramatismo.
Ante la extendida imagen del guerrillero heroico y temerario, se alzaron algunas veces, se escondieron muchas más y emergieron la duda y el temor. Ante el pretendido militante disciplinado se alzó, también, la voz del disidente. El miedo y el valor, la pesadumbre y la alegría, la irreverencia y la solemnidad, las contradicciones y los conflictos fueron componentes inseparables de la experiencia revolucionaria latinoamericana.
No obstante, aunque la ética del sacrificio evidenciara fisuras insalvables, no había negociación posible. El héroe tenía su opuesto indispensable: el traidor, el «quebrado».
El sentido de la ética propia de este modelo de militancia no permitía regresar tras los propios pasos sin ser considerado un traidor. Porque el lazo que hermanó a los revolucionarios fue, sin duda, un compromiso de sangre, compromiso que asumió, las más de las veces, el peso de una deuda. Y no se trataba, por cierto, de una deuda simbólica, ni una deuda general con la Revolución: se trataba de una deuda de todos y cada uno con el compañero caído, individualizado en su historia personal, con nombre y apellido, en cada semblanza de cada caído.
Sin mayores sorpresas, se advierte que a medida que las fuerzas represivas avanzaban en la región, crecía el fantasma de la traición y se endurecían los dispositivos disciplinatorios. Dadas las características que asumió la represión en el Cono Sur, no es sorprendente encontrar altos índices de delación bajo tortura, al tiempo que llaman la atención los pocos casos de deserción registrados. ¿Por qué? ¿Por qué aquellos que disentían de la línea política de sus organizaciones, por qué aquellos que sentían grandes dudas sobre el curso de los acontecimientos, o simplemente miedo, por qué incluso sabiendo que se dirigían a una muerte segura, tantos militantes permanecieron fieles a sus organizaciones hasta el final?
Es en este punto donde puede afirmarse que la dimensión moral del legado guevarista adquiere un peso decisivo. Los mandatos de sacrificio emanados de la figura del hombre/héroe nuevo que encarnó el «Che» no fueron simples normas de conducta estimuladas o impuestas a la militancia para construir organizaciones armadas disciplinadas y capaces de enfrentarse a ejércitos regulares superiores, ni tampoco rasgos secundarios en la construcción de identidades colectivas definidas a partir de formulaciones político-ideológicas.
Estos mandatos fueron, fundamentalmente, el soporte y la expresión, al mismo tiempo, de una ética que constituía el núcleo de la identidad revolucionaria; una ética interiorizada como prueba última del ser revolucionario; una ética que reforzaba los lazos simbólicos entre los militantes a través de un compromiso de sangre y que descansaba, en última instancia, en la convicción inquebrantable −alimentada por las palabras tantas veces citadas del propio «Che»− de que en esa sangre colectiva se jugaba el destino de la revolución.
Así, el hombre nuevo para los revolucionarios latinoamericanos de las décadas de 1960 y 1970 fue, en definitiva, una figura de fronteras: entre el tiempo presente y el porvenir, entre la vida y la muerte, entre el cuerpo individual y el colectivo, entre el guerrero y el asceta. Y fue, también, figura de horizonte: guía, promesa y, finalmente, imposibilidad.
Quisiera volver ahora, aunque más no sea a modo de excurso amputado, a esa tarde soleada en la que el joven Oscar Terán y su compañero de breve ruta salieron de aquella buhardilla guardiana de tantos secretos en la que habían leído, obnubilados, las verdades sacras que llegaban clandestinas del gran faro latinoamericano.
Quiero repetir que era un bello domingo de verano, porque entonces se entenderá mejor que era natural que por la calle pasaran numerosas parejas jóvenes rumbo al parque cercano. La tarde se acercaba a su ocaso. Entonces Javier me miró seria y fijamente y me dijo: «Pensar que no saben el mundo que estamos armando para ellos». No se me ocurrió responder nada −quizás porque estaba de acuerdo con esa aseveración−, y sin embargo esa frase quedó para siempre clavada en un rincón de mi cerebro…15
Quizás por los tantos sentidos implícitos en ella, quizás porque en esos sentidos se había jugado buena parte de sus propias apuestas vitales, o quizás también porque sospechaba poder encontrar allí en gran medida la clave de la tragedia, lo cierto es que a lo largo de los años Terán habría de volver una y otra vez «con temor y temblor» a aquella tarde de domingo. Si en esa tarde –como en tantas otras– comenzaba a germinar la semilla de la promesa guevarista, la frase de Javier –que moriría pocos años después en un operativo frustrado de poca y ninguna repercusión– ¿no encerraba, acaso, los indicios de su naufragio?
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1.
Sandino, Montevideo, 1967.
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2.
O. Terán: «Lectura en dos tiempos» en Lucha Armada en Argentina No 1, 2004, p. 15.
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3.
En Adolfo Gilly: Por todos los caminos 2. La senda de la guerrilla, Nueva Imagen, Ciudad de México, 1986, p. 88.
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4.
Carta de Luis de la Puente a Adolfo Gilly, agosto de 1965, cit. en A. Gilly: ob. cit., p. 156.
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5.
E. «Che» Guevara: «Carta de despedida del Che al comandante en jefe Fidel Castro Ruz», La Habana, 1965. La carta fue leída públicamente por Castro en La Habana el 3 de octubre de 1965.
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6.
Fragmentos del discurso de Fidel Castro Ruz en la Velada Solemne en memoria del Comandante «Che» Guevara, Plaza de la Revolución, La Habana, 18/10/1967.
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7.
El primero en conjeturar que Guevara habría leído a Ponce fue Michael Löwy, en su libro El pensamiento del Che Guevara (Siglo XXI, Buenos Aires, 1971). Muchos años después, Carlos Infante testimonió que su hermana Tita y el «Che» efectivamente habían leído varios libros de Ponce, entre ellos, Humanismo burgués y humanismo proletario. Adys Cupull Reyes y Froilán González: Cálida presencia. La amistad del Che y Tita Infante a través de sus cartas, Ameghino, Rosario, 1997.
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8.
A. Ponce: De Erasmo a Romain Rolland. Humanismo burgués y humanismo proletario, Futuro, Buenos Aires, 1962, pp. 149-161.
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9.
«Che» Guevara: «El socialismo y el hombre en Cuba», 1965, disponible en www.marxists.org.
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10.
Ibíd. (énfasis mío).
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11.
Ibíd. (e.m).
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12.
Ibíd. (e.m).
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13.
Disponible en www.marxists.org.
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14.
Hugo Vezzetti: Sobre la violencia revolucionaria, Siglo XXI, Buenos Aires, 2009, p. 136.
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15.
O. Terán: ob. cit., p. 15.