Tema central
NUSO Nº 268 / Marzo - Abril 2017

Focos de lectura de la izquierda boliviana

La izquierda tuvo una fuerte influencia en Bolivia a lo largo del siglo XX, y la historia de los movimientos populares es indisociable de los debates político-teóricos de las diferentes tendencias del socialismo. Desde la llegada de Evo Morales al poder, a comienzos de 2006, se potenciaron varios de sus «focos de lectura» y se crearon otros nuevos, entre ellos y el más importante, el «foco de la Vicepresidencia». A partir de sus publicaciones e invitaciones, es posible construir un mapa de lecturas y de influencias políticas e intelectuales.

Focos de lectura de la izquierda boliviana

¿Qué lee la izquierda boliviana? ¿Para qué lo hace? Estas dos preguntas pueden llevarnos a muchas otras, del tipo: ¿de qué izquierda hablamos?, y aun: ¿es realmente izquierda? O: las lecturas de tal o cual grupo ¿deben inferirse de su práctica política? Y en ese caso, ¿puede tomarse la autodefinición ideológica de un grupo como indicador de lo que lee (suponer, digamos, que los trotskistas leen a León Trotski)? Eludiremos estas preguntas a partir de las siguientes decisiones metodológicas:

- Reconocer como «izquierda» a todo lo que, a la vez, se reconoce como tal. Esto deja por fuera el indianismo, lo que, tratándose de Bolivia, constituye una decisión de grandes alcances. Sin embargo, esta exclusión no es nueva en los estudios bolivianos, ya que la complejidad del universo indianista lo hace a menudo merecedor de un tratamiento por cuerda separada.

- No inferir una «lista de lecturas» directamente de las ideologías que suponemos profesan los grupos, pues en nuestra época fijar estas ideologías puede conducirnos a terreno deleznable; en cambio, lo haremos a partir de indicios no retóricos, esto es, de referencias encontradas en los productos intelectuales de izquierda, como seminarios y publicaciones. Ello sin duda nos llevará a eliminar a los grupos que no producen intelectualmente, pero quizá esto sea lo natural, suponiendo que estos grupos tampoco tienen una actividad lectora digna de atención.

- Tomar en cuenta a autores bolivianos solamente cuando estos sean leídos de manera general, a fin de no caer, por esta vía, en lo primero que queríamos evitar: esto es, en hacer una tipología de la izquierda misma, antes que una descripción de lo que está leyendo.

Panorama de lecturas

Aplicando estas reglas, encontramos los siguientes «focos de lectura» (que seguramente no son todos los existentes):

Focos de lectura de la Vicepresidencia. Con el impulso del vicepresidente Álvaro García Linera, en este espacio se vienen produciendo, desde hace varios años, los seminarios «Pensar el mundo desde Bolivia», en los cuales han participado algunos de los más importantes intelectuales radicales de la actualidad, a quienes se ha invitado porque –vamos a suponer– se conoce su producción intelectual y se la considera esclarecedora de los procesos sociales en marcha. Los nombres más destacados son: Antonio Negri, Michael Hardt, Immanuel Wallerstein, David Harvey, Ernesto Laclau, Samir Amin, Boaventura de Sousa Santos, Enrique Dussel y Slavoj Žižek. A ellos hay que sumar a los bolivianos García Linera –comentarista de todos los invitados– y Luis Tapia1. Además de las publicaciones de García Linera y del grupo Comuna2, aparecen otras tres referencias ineludibles: Michel Foucault, Pierre Bourdieu y el sociólogo boliviano René Zavaleta.

Adicionalmente, como pivotes de este grupo, están las publicaciones Le Monde diplomatique, cuya sección boliviana ha apoyado al gobierno de Morales a lo largo de esta década y es animada por periodistas relacionados con el mas; y La Época, un semanario fuertemente oficialista y cercano a Cuba. Las referencias que aparecen aquí son más latinoamericanistas, castristas y de «marxismo nacional», sobre todo en los casos de Ignacio Ramonet y Atilio Borón. Este último, además, fue el primer profesor de la Escuela de Comando Antiimperialista creada por el gobierno para la formación de los oficiales de las Fuerzas Armadas.

Foco de lectura «Autodeterminación». El profesor Luis Tapia, uno de los principales expertos en Zavaleta, fue junto con García Linera miembro del grupo Comuna, pero hoy se ha convertido en uno de los críticos del gobierno de Morales y García Linera desde la izquierda. En los últimos años ha reflotado el grupo de estudios Autodeterminación, activo en los años 90 y antecedente de Comuna, que cumple una prolífica labor de publicación de ensayos, principalmente de autores que pueden agruparse en los estudios poscoloniales y el feminismo radical.

Foco de lectura «marxista». En los focos de lectura que hemos mencionado está presente el legado de Karl Marx, pero de manera, si se quiere, «espectral», es decir, como un motivo de inspiración para teorías que, al fin y al cabo, se apartan audazmente del «marxismo histórico». En cambio, una parte de la izquierda boliviana, dividida a su vez en varios grupos doctrinales distintos, parece empeñada en la labor de «regresar a Marx», labor que –huelga decirlo– se da hoy en todas partes, impulsada por la crisis económica mundial. «Regresar a Marx», en este caso, significa usarlo directamente para el análisis y la práctica política, suponiendo que hasta ahora ha sido mal leído y peor aplicado. Esta labor no la cumplen los residuos de los partidos marxistas tradicionales, que continúan preconizando el «marxismo-leninismo» de tanta extensión en el siglo xx y tan poca potencia heurística hoy. Más bien reside en think tanks financiados por instituciones internacionales. Uno de ellos es el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla), que lleva a cabo análisis críticos de la realidad económica y política del país usando para ello, entre otros insumos, la producción del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) –que en algunos casos es portadora del esfuerzo de «regresar a Marx» y en otros, no–.

La oferta de autores. Esta lista, confeccionada con datos parciales de la demanda (es decir, de lo que consumen aparentemente los lectores de la izquierda), resulta confirmada por una somera exploración de la oferta de las tres librerías de ciencias sociales que tiene La Paz. Todas ellas cuentan con títulos de los autores mencionados anteriormente. También reportan buenas ventas de otros pensadores radicales contemporáneos: Eric Hobsbawm, Louis Althusser, Paul Ricoeur, Gilles Deleuze, etc. Se registra una venta constante de los «clásicos» de la izquierda, de Georg Hegel a Antonio Gramsci, pasando por supuesto por Marx, pero no es posible determinar en qué medida estos textos son usados con propósitos políticos.

Entre marxismo y posmarxismo

Para pasar del plano descriptivo al interpretativo, trabajemos con las lecturas del «foco de la Vicepresidencia», el más importante de la izquierda boliviana en este momento. Por motivos de espacio, no haremos lo mismo con los demás focos, que son más pequeños y tienen una mucha menor influencia en la política nacional.

Las lecturas del «foco de la Vicepresidencia», que en su mayor parte son de teorías que oscilan entre el neomarxismo (moderno) y el posmarxismo (posmoderno), ¿qué sentido tienen, en caso de que tengan uno? El sentido parece ser cultivar una visión radical (basada en la conciencia de la o las «crisis del capitalismo» y las oportunidades que proporciona), sofisticada y actualizada del mundo social y su transformación, que parta de Marx pero que al mismo tiempo incorpore los avances introducidos por: a) la crítica filosófica, económica y sociológica al marxismo histórico; b) la superación del cientificismo en las disciplinas sociales, incluyendo la superación del cientificismo en el marxismo; c) la fusión de las «dos escuelas» de los estudios sociales (la humanística-filosófica y la científica) en una misma aproximación, que sea hermenéutica y predictiva a la vez; d) un historicismo sin «leyes de la historia» o, mejor decirlo, una conciencia alerta a la historicidad del mundo; e) la revaloración de la actividad o «agencia» humana, en simultáneo con el desarrollo en modelos sociológicos multivariables y semideterministas; f) el combate contra la «fuerza opresiva de la modernización», no solo sobre las plebes europeas, sino también sobre los Estados periféricos, las culturas y religiones no europeas, las minorías culturales y sexuales, etc.

Vamos a explicar esto, que puede parecer muy «técnico», de forma algo más sencilla, mediante breves presentaciones del pensamiento de algunos de los autores leídos en este «foco». Por supuesto, vamos a hablar de pensamientos que, aunque coincidentemente revolucionarios o de «democracia radical», son también distintos y aun contradictorios entre sí. A diferencia del tipo de trabajo intelectual que hacía la izquierda en el siglo xx –que podemos comparar con el escolástico medieval, pues partía de un pensamiento común, buscaba interpretarlo correctamente y luego aplicarlo a las «novedades» con un espíritu conservador–, el trabajo intelectual de izquierda de hoy no es monista (aunque el pensamiento de Marx siga cumpliendo en él, explícita o implícitamente, un papel inspirador y articulador), no se espanta de la duda y aun de la incoherencia, y no busca llegar a conclusiones que sean verdaderas y a la vez útiles, como se intentaba en el pasado.

Wallerstein y la redefinición de la «ciencia marxista». El modelo epistemológico de la mayor parte de la izquierda desde Marx hasta la caída del Muro de Berlín fue el proporcionado por las ciencias, que a su vez, como se sabe, imitaban el ejemplo de la física newtoniana. Por tanto, el pensamiento marxista, que ponía el acento en el aspecto positivista de la teoría de su fundador, buscó producir certidumbres sobre el mundo social, entendiendo por «certidumbres» teorías causales inexorables y predictivas. Buscó y, como es lógico, encontró tales teorías en la economía. Sostuvo que Marx había desarrollado un sistema que «reflejaba» la economía capitalista moderna, un sistema que incluso podía matematizarse. Consideró los factores individuales, institucionales, ideológicos y psicológicos como secundarios y dependientes –en última instancia– de los intereses económicos, así como de la lucha social que estos propiciaban. Por tanto, estableció conceptos sobre la sociedad que tenían una base económica, tales como «capitalismo» (un modo de producción), «clase social» (un grupo determinado por su forma de participación en el proceso productivo), «tareas de clase» (objetivos propios de un grupo unificado de intereses y de un momento de desarrollo tecnológico), etc. En ningún momento consideró que el mundo social fuera indeterminado o indeterminable, ni que el ser humano fuera incapaz de descubrir una «verdad» sobre él. Aunque en su juventud Marx había entendido la verdad, hegelianamente, como un juicio teórico que resultaba de la praxis social, es decir, que se formaba en ella y era inseparable de ella, el marxismo-leninismo olvidó este legado y definió la verdad, igual que Santo Tomás, como todo juicio teórico que correspondía (reflejaba) plenamente la realidad3.

Esta teoría epistemológica y, sobre todo, el nivel de certidumbre que cree que puede producir (certidumbre nomotética, o proveniente de «leyes» sociales similares a las leyes de la naturaleza) se han hecho incompatibles con el pensamiento contemporáneo. En primer lugar, por el propio desarrollo de las ciencias naturales, que se han topado con que el universo es intrínsecamente indeterminado (es decir, varía de manera no lineal) e indeterminable (en ciertos bordes, incognoscible). Con mucha mayor razón, el mundo social resulta, por su complejidad, reacio a la certidumbre teórica.

Esta constatación revalorizó, en el pensamiento político, las elaboraciones intelectuales más escépticas, basadas en la voluntad y en la creencia antes que en la certeza, menos racionalistas y, por tanto, menos economicistas (por muy importante que sea la economía, se concluyó, el mundo social es multicausal y no lineal). En el extremo de estas elaboraciones se hallan las que usan el método «ideográfico», que consiste en la descripción e intuición de lo singular suponiendo que cada cosa es única, irregular e irrepetible.

Por otra parte, la confianza en la certidumbre que tenía el marxismo se ha hecho insostenible por obra de la demolición filosófica, de larga data, que ha sufrido la epistemología realista ingenua –o teoría del «reflejo» de la realidad en la mente–. A esta altura, resulta obvio que la ciencia carece del poder que antes se le atribuía para poner al sujeto «fuera» del objeto que pretende conocer, aun si este objeto es un electrón. Así lo ha demostrado Werner Heisenberg. Mucho más si, en la doctrina marxista, la condición de posibilidad de la objetividad reside en una circunstancia política: la identificación con los intereses de la clase revolucionaria en el momento del análisis. (Pero ¿en qué consiste exactamente esta identificación?).

El (relativo) consenso actual es que al conocer se transforma lo conocido. Solo las verdades lógicas y matemáticas son válidas al margen de las circunstancias (es decir, absolutas); las verdades empíricas dependen siempre de decenas de factores externos a ellas, son parciales y pueden caducar. A este consenso podría adherir el joven Marx, que veía el mundo natural como un resultado de la praxis humana, «construido» por los hombres al existir y enfrentarse a él. Pero entonces, como dice un eminente filósofo disidente del socialismo real, «el mundo existente sería, desde un punto de vista teórico, aún más difícil de entender que el mundo teológico; incluso sería difícil justificar su existencia (pues el ser humano tendría muchos menos motivos racionales que Dios para crear el mundo ex nihilo4.

Frente a este panorama, Immanuel Wallerstein propone dejar de lado la pretensión cientificista del marxismo, pero sin caer en lo meramente ideográfico. Para él, la respuesta epistemológica reside en las «ciencias sociales», entendidas como una conjunción ecléctica de ciencia y humanidades (y sus respectivos paradigmas metodológicos: el legismo y la hermenéutica), por un lado; y una conjunción de economía, sociología, historia y etnografía, por el otro. Así, no es preciso abandonar la búsqueda de certidumbres, sino solo fijarles a estas certidumbres límites precisos. Para Wallerstein, tanto el mundo natural como el social «funcionan» de dos maneras: una reiterativa y lineal, digamos «rutinaria» –o, en sus palabras, «normal»–, y otra crítica, cuando las «bifurcaciones» que inevitablemente se van acumulando en la etapa previa (por la tendencia del universo a la entropía, expresada en la segunda ley de la termodinámica) se hacen extremas y sobreviene el cambio (por ejemplo: una estrella se enfría). El conocimiento sobre la etapa estructuralmente invariable puede ser nomotético y, por tanto, producir certezas que, sin embargo, necesariamente dejan de ser tales en la etapa crítica. La crisis es el momento de la incertidumbre, el momento ideográfico. Nadie puede predecir –y en esto el cientificismo marxista estaba completamente equivocado– ni el comienzo, ni la duración, ni los resultados de las crisis. Solo sabemos que, durante una crisis social, la voluntad de los seres humanos puede tener un efecto mayor que en el periodo «normal»: la crisis es, por tanto, un espacio de disponibilidad, pero lo es igualmente para los interesados en el cambio total y para los partidarios de la restauración de lo existente por otros medios.

Una vez superadas las barreras disciplinarias y epistemológicas que han dividido el conocimiento sobre la sociedad, es posible estudiar, como hace Wallerstein, el capitalismo como un «sistema-mundo» histórico, mezclando los métodos nomotético e ideográfico, y no como un «modo de producción», que por tanto debe su existencia al cumplimiento de «requisitos» lógicos (el requisito, por ejemplo, de la labor asalariada). El «sistema-mundo capitalista», en cambio, puede incluir espacios sin producción industrial, sin obreros, etc., con tal de que estos hayan sido incorporados históricamente al dominio del capital. También pueden concebirse las crisis como espacios abiertos a la innovación y la lucha, y no como expresiones de la «maldición» del capitalismo, que lo condenara a hundirse irremediablemente.

Negri y la redefinición de la dinámica social. El filósofo italiano Antonio «Toni» Negri comenzó su carrera teórica, en los años 60, sustituyendo la justificación marxista de la revolución social, la de la crisis económica, por una versión más actualizada: la contradicción entre la estrategia burguesa de reparación de las crisis del capitalismo por medio de la intervención ordenadora del Estado (keynesianismo) y la lucha de la clase obrera para conservar, durante y después de la crisis, las posiciones ganadas en los momentos de auge capitalista.

En este primer momento, Negri concibe la lucha obrera como «fuerza de producción» política, con el disciplinamiento también político, estatal, de las relaciones de producción capitalistas. Posteriormente, renunciando a toda fundamentación «materialista» de la revolución, usaría a Baruch Spinoza para encontrar tal fundamentación en un factor psicológico-político: el conatus (impulso) por emanciparse de la opresión. Entonces, una vez eliminado el determinismo económico, el sujeto revolucionario ya no tiene por qué ser la «clase obrera» (en sentido marxista) y pasa a ser la «multitud». A la inversa, el enemigo deja ser la burguesía para convertirse en el «capital», conceptualizado en un sentido más general que el económico, es decir, incluyendo en él al Estado. En el plano internacional, Negri sustituye el «imperialismo» –una figura económica– por el «imperio» –una figura política–.

Al ampliar las razones que llevan a las clases a la lucha social, Negri puede prescindir de las clases «de vanguardia»; lo que cuenta es el enfrentamiento entre dos grandes bloques: la multitud (o condensación de las reivindicaciones que surgen desde abajo sin unificarse, a diferencia del «pueblo» de Laclau) y el imperio (o cristalización de las pulsiones conservadoras y reproductoras del poder de los privilegiados). Puesto que no se deriva de una teleología económica, este esquema es formal, se puede desplazar a cualquier parte del mundo y a lo largo de toda la historia. Por tanto, esta, la historia, puede concebirse como el resultado, impredecible y abierto, de la dialéctica entre la multitud y el imperio, que en términos diacrónicos se llama el «poder constituyente» de las masas arrebatadas por el conatus del cambio, y el «poder constituido» o conatus, también muy humano, por el orden. El poder constituido resulta, por tanto, de la represión de la fuerza creativa de la humanidad a lo largo del tiempo. Siempre es reaccionario, incluso cuando ha sido constituido por el pueblo y su revolución. De ahí que la teoría de Negri, muy usada por la izquierda boliviana en la lucha contra el neoliberalismo en los años 90, haya perdido poder heurístico y movilizador desde que aquella llegara al gobierno en 2006.

Bourdieu y la redefinición de «sociedad» y «clase». Conocemos los esfuerzos de Antonio Gramsci y Louis Althusser por repetir la cuidadosa y compleja formalización de la economía capitalista realizada por Marx en el estudio de la sociedad no económica (Estado, clases sociales, ideologías), esfuerzos que por distintos motivos quedaron en un estadio fragmentario. Hay una continuidad entre esta aspiración y el trabajo sociológico de Pierre Bourdieu. Apoyándose en el estructuralismo, este logra formalizar de una manera muy persuasiva el mundo social como un sistema holístico, interdependiente, multivariable, sin necesidad de eliminar del análisis los procesos de dominación ni el cambio social. Su enfoque, sin embargo, no es historicista y, por eso, resulta excesivamente formal e intemporal (y ha sido criticado por esto).

Tal como ocurre en todo el mundo, muchos intelectuales de la izquierda boliviana han adoptado la conceptualización y el léxico de Bourdieu para referirse a la sociedad (espacio social), el Estado (campo político), la ideología (campo simbólico), etc. También ha sido muy útil la definición de Bourdieu de las «clases» en función de la posesión por parte de ellas de distintos tipos de «capital» (entendido como todo patrimonio, medio de distinción, conocimiento o poder); no solo, por tanto, el capital económico, por lo que la «clase» bourdiana es muy distinta de la «clase» marxista. Las clases según Bourdieu poseen también capital biológico (o étnico), cultural, simbólico, etc. Además, para este pensador, las clases son siempre «modelos teóricos» usados en la elucidación de la dinámica social, nunca realidades: son los sociólogos los que «forman» las clases, mientras que para los individuos la pertenencia a una «clase formada» es una «propensión», determinada por la dosificación de capitales que poseen y por la necesidad de reproducirlos, propensión que algunos pueden eludir y de la que muy pocos son conscientes. Esto rompe con el esencialismo de clase que se desprende de Marx y que tan terribles consecuencias tendría en manos de Stalin. Más aún si tomamos en cuenta que Bourdieu diferencia la «condición de clase», que es la intrínseca a un grupo humano, de la «posición de clase», que es la que surge de sus relaciones con cada una de las otras clases y con el sistema completo de clases en un determinado periodo de su evolución. Las posiciones de clases establecen una jerarquía social. Sin embargo, en contra del marxismo convencional, una clase con más dotación de capital económico puede, al mismo tiempo, ocupar una posición de menor importancia que otra en el espacio social.

Bourdieu también estudia las «estrategias» y los «medios» de reproducción de las posiciones de clase, que, coherentemente, no solo son estrategias y medios económicos y politicos, sino también biológicos (control de la descendencia por medio de la regulación de los matrimonios), educativos y culturales, simbólicos, etc. Todo esto es utilísimo para estudiar el caso de Bolivia, donde la falta de desarrollo de la «sociedad civil» capitalista, la pervivencia –real o simbólica– de las relaciones de dependencia personal, la existencia de clases que son a la vez estamentos, etc., hacen inviable la aplicación de criterios puramente económicos o politicos.

Bourdieu ha tenido un fuerte impacto en una parte de la izquierda boliviana al permitirle concebir la «revolución» en términos de redistribución de distintos tipos de capital, y por tanto como revolución política, simbólica o cultural, eludiendo el «requisito lógico» marxista para una revolución social, esto es, la redistribución radical de la propiedad. Laclau y la redefinición del populismo. Ernesto Laclau fue un posmarxista; «lo que no quiere decir antimarxista», como le gustaba repetir. A diferencia de Harvey y Negri, rechazó la dialéctica, un tipo de lógica que para él sigue siendo homogeneizadora, que sigue formando parte de la razón instrumental o «mundo de la técnica», y por eso no puede dar cuenta de la radical heterogeneidad del mundo social, que no es como la heterogeneidad que vemos entre un imán de carga positiva y otro de carga negativa (con la que trabaja la dialéctica), sino como la que hay entre el acero y el plástico. Para él, la incapacidad de abarcar la heterogeneidad de lo existente, propia de una lógica homogeneizadora como la dialéctica, explica las limitaciones de la teoría de Marx sobre el capitalismo y su devenir. Laclau, seguidor de la teoría semiológica de Jacques Derrida y del psicoanálisis lacaniano, no se propone «arreglar» el marxismo, sino deconstruirlo para purgarlo de sus contenidos dialécticos (y, por otra parte, de los cientificistas). Dice que la esencial heterogeneidad e impredecibilidad del mundo social no se hace evidente por la existencia de ciertas regularidades históricas y transitorias, que son articulaciones «hegemónicas» de lo diverso. Laclau hace una compleja descripción de las condiciones de posibilidad de una «formación hegemónica», es decir, explica cuándo lo que es esencialmente parcial y diverso se articula en un todo y alcanza un rango universal pero contingente.

Laclau parte de las «demandas» que no han sido satisfechas por las instituciones del poder. La unificación de estas demandas insatisfechas constituye la primera etapa de la construcción hegemónica (lo que implícitamente saca al poder de tal construcción, aunque este vuelva a entrar en ella en las siguientes etapas). Esta articulación equivale al paso, bien conocido en el marxismo, de las demandas económicas a las demandas políticas, que en el caso de Laclau opera como el paso de demandas «democráticas», producidas por algún tipo de exclusión o privación, a demandas «populares», producto de la articulación «equivalencial» de demandas democráticas. Para que este tránsito se produzca tiene que haber un «conector», que normalmente es una consigna polisémica como «tierra para el que la trabaja», «nacionalización del gas», etc., un líder o una lucha particular pero capaz de simbolizar las distintas demandas. Esa simbolización no funciona por medio de un «denominador común» de las demandas, sino de un «significante vacío», es decir, de algo que sea capaz de significar diversas demandas a la vez. Este significante vacío es un «nombre» con el que un grupo social se identifica y en torno del cual se constituye. Esta constitución del grupo se realiza siempre en oposición a un adversario común. Bajo esta teoría «discursiva», el nombre sigue significando el momento constitutivo de su hegemonía incluso más tarde, cuando las demandas que estaban en su origen se resuelven o desaparecen. Tal es el «efecto retroactivo» de todo nombre.

Constituido en torno de un significante vacío, de un nombre, el grupo, siendo una parcialidad social, organiza su hegemonía y encarna la universalidad. Lo hace de manera imperfecta, ya que es genéticamente diverso y todo en él tiende a la división. Pero el nombre al que se aferra es una evocación de la unidad/oposición que le ha dado origen, y por esto para él es una promesa de plenitud (que, sin embargo, por razones lacanianas, nunca se llena). En torno del nombre y de su promesa, el grupo constituye un orden social, que durará una etapa histórica, hasta que ese nombre ya deje de unificar y las demandas estén satisfechas o vuelvan a separarse unas de otras y se hundan, aisladas, en la indistinción social. Por cierto, el significante vacío/nombre puede ser tanto una consigna como una personalidad carismática (Perón o Evo, por ejemplo).

Cumplidos los pasos de la construcción hegemónica, el resultado es un «pueblo» que es menos que la población total, pero que la hegemoniza. Todo proceso de este tipo, por tanto, es populista. Todo movimiento hegemónico es populista. La Revolución Mexicana, pero también la Revolución Rusa; el fascismo igual que el comunismo, todos estos momentos deben considerarse populistas. Lo único diferente del populismo es una institucionalidad tan extendida y eficiente que resuelva las demandas populares apenas aparezcan; o los momentos históricos en los que las demandas todavía están desarticuladas entre sí y no existe más que lo particular. Pero esos son momentos no políticos. La política, por tanto, siempre es populista (tal es la muy fuerte conclusión del trabajo de Laclau).

Harvey y la redefinición del humanismo. El geógrafo David Harvey plantea un «humanismo revolucionario», es decir, anticapitalista. En general, el humanismo ha buscado la superación de los obstáculos que presenta el mundo moderno a la realización de los legítimos deseos de los seres humanos de aprovechar su tiempo en la Tierra de manera constructiva, armónica, trascendente y feliz, obstáculos tales como la necesidad, la explotación y la discriminación, que tienden a convertir a las personas en «cosas», a «alienarlas». El humanismo revolucionario, además, cree que la vía para lograrlo es la destrucción de la sociedad capitalista, pues la considera la fuente de los males sociales actuales.

No se trata por tanto de un humanismo «insípido», «blando» y «utópico», como el que tuvo en el Marx maduro a su mayor crítico, sino de un humanismo lúcido, capaz de identificar las condiciones objetivas de la alienación y de trascenderlas por medio de la violencia emancipadora. Como se sabe, para Althusser, el Marx que contaba era el maduro, a quien consideraba antihumanista. El escritor francés buscaba «defender el marxismo de las interpretaciones burguesas o pequeñoburguesas que lo amenazan», de las cuales las principales eran el «economicismo» o teoría cientificista que deriva todas las decisiones de causas económicas, eliminando la autonomía humana (la doctrina soviética), y el «humanismo» o pensamiento subjetivista, que no toma en cuenta la superioridad y trascendencia de las estructuras sociales respecto de las decisiones individuales, con lo que la revolución deja de estar vinculada a la necesidad histórica y se convierte en un movimiento ético (y, por tanto, una expresión de la generosidad paternalista del pequeñoburgués/burgués).

Sin embargo, la senda abierta por los Manuscritos económico-filosóficos del joven Marx fue seguida por pensadores de la talla de Jean-Paul Sartre, Erich Fromm, Marshall Berman, etc. Por su parte, Harvey, de forma ecléctica, fundamenta su humanismo tanto en la «alienación», el fenómeno al que se consagran los Manuscritos, como en las contradicciones del capitalismo tratadas en El capital. Si el ser humano es vaciado de sí mismo por el mundo moderno y su eficiencia lucrativa y tecnológica, no hay que olvidar que el núcleo productor de esta alienación no es una «modernización» amorfa, sino la lógica implacable de la acumulación de dinero.

A diferencia de los humanistas burgueses, Harvey respalda la violencia social cuando es la mínima necesaria para vencer «lo perverso» del mundo.

Zavaleta y la redefinición de la Revolución Boliviana. El economicismo marxista mostró su mayor debilidad al considerar como «superestructural» –y por tanto, como una variable dependiente– la fuerza más autónoma y con mayor capacidad de agencia de la política moderna, que es la lucha por la identidad (nacional, de género y étnica). Esta concepción llevó a dos creencias simétricas: un internacionalismo que exigía a los revolucionarios subordinar los sentimientos patrióticos y nacionalistas, así como las singularidades de cada sociedad, a las determinaciones generales del capitalismo mundial y de la lucha de clases de escala internacional (creencia afincada sobre todo en las filas trotskistas), y un «nacionalismo soviético», que exigía lo mismo pero en aras de la conservación y el bienestar del «socialismo en un solo país», creencia propia del estalinismo.

Con la extensión del socialismo real después de la Segunda Guerra Mundial, el panorama cambió: aparecieron pugnas nacionalistas entre distintos Estados «obreros» y surgieron nuevas necesidades teóricas en los luchadores de los países periféricos. Estos veían en el sometimiento de sus naciones a las potencias imperialistas la explicación del subdesarrollo de las primeras, y en la «liberación nacional», una poderosa herramienta de agitación que debían usar para disputar el control de las masas a los movimientos «nacionalistas revolucionarios» que, en representación de las clases medias patrióticas, habían comenzado a transformar sus respectivos países (en Bolivia con la Revolución Nacional de 1952).

En esta nueva etapa se produjo el nacimiento de una peculiar criatura teórica, una suerte de «marxismo nacional» que, usando las teorías leninista, trotskista y maoísta y siguiendo el ejemplo cubano, intentó inscribir las revoluciones antiimperialistas en las que actuaba dentro de un proceso más profundo de construcción del socialismo. En lugar de plantear la lucha contra el capitalismo, estos teóricos se propusieron incorporar a las clases medias y otros sectores nacionalistas de sus países en la construcción de un capitalismo «soberano» que, conducido por un Estado fuerte («capitalismo de Estado»), lograra el «cumplimiento de las tareas de la etapa burguesa de la revolución» y creara así las condiciones del paso del capitalismo al socialismo, que podía darse de manera inmediata y progresiva (trotskismo y maoísmo) o luego de un interregno de décadas y siglos (estalinismo). El marxismo nacional, como se ve, trataba de liberarse del corsé del economicismo, que le exigía esperar mucho tiempo a la aparición de las condiciones (sobre todo, la industrialización completa del país) que hicieran posible la socialización de los medios de producción. Para ello recurría a la experiencia de los partidos comunistas ruso y chino, que había demostrado el poder de la lucha política para «saltar» las etapas económicas y hacer cumplir a un sujeto social las tareas que, desde el punto de vista del economicismo, le correspondían a otro.

El mayor marxista nacional boliviano fue René Zavaleta, cuya relevancia actual se explica por su intento de justificar la tesis de que la Revolución Nacional solo sería llevada hasta sus últimas consecuencias por el gobierno de los mineros (que entonces hegemonizaban el bloque popular), con una rica fundamentación historicista, en la que se habla de los rasgos «señoriales» de la opresión clasista, el comportamiento insurreccionalista de la población, la debilidad del Estado nacional, la falta de conciencia nacionalista consecuente y el papel de los indígenas en la historia del país; en fin, un número importante de temas todavía relevantes para la izquierda y que el pensamiento zavaletiano contribuye a dilucidar. Las categorías con las que Zavaleta pretendió aplicar el «método» marxista a la producción de un «conocimiento local», esto es, a la creación de un «marxismo boliviano», tales como «sociedad abigarrada», «momentos constitutivos», «centralidad de clase», etc., son las más usadas por los intelectuales radicales del país.

A modo de cierre: qué tipo de teoría social busca la izquierda boliviana

La parte principal de la izquierda boliviana, que además se encuentra en el poder, participa del debate mundial para comprender el capitalismo actual «más allá de Marx»; fundamentar la lucha contra el capitalismo en múltiples formas de rebeldía (económicas, éticas, nacionalistas, etc.); generar una teoría que, admitiendo ciertos condicionamientos históricos, no sea sin embargo teleológica; combinar un determinismo limitado (derivado de las teorías estructuralistas e historicistas) con un mayor espacio para la voluntad y la creatividad de los sujetos (humanismo y populismo); enraizar su lucha en la tradición «local» (nacionalismo) y en las identidades étnicas (indianismo, que no tocamos aquí); y, finalmente, para ampliar y diversificar el catálogo de las revoluciones posibles y deseables, según estas sacudan distintos campos sociales, abandonando así el «pensamiento trascendental», que en el pasado intentó fijar la lucha de la izquierda en la busca de la justicia y la igualdad perfectas. En su lugar, adopta un pensamiento más escéptico, orientado primero que nada a luchar contra ciertas formas de injusticia y de desigualdad concretas y particularmente intolerables. Esto último corresponde a lo que esta izquierda está haciendo en el gobierno, que conserva desde hace 11 años.

Un estudio aparte merece el debate, contradictorio y apasionante, de la izquierda boliviana en torno de distintas concepciones de la democracia y el uso de los métodos representativos de gobierno como medios de transformación social. Este debate, particularmente intenso en el periodo previo a 2006, gracias sobre todo al grupo Comuna, ha perdido intensidad desde esa fecha, es decir, durante el periodo gubernamental.

Bibliografía

Bourdieu, Pierre: Las estrategias de reproducción social, Siglo xxi, Ciudad de México, 2011.Harvey, David: Diecisiete contradicciones del capital y el fin del neoliberalismo, Traficantes de Sueños / iaen, Madrid-Quito, 2014.Laclau, Ernesto: La razón populista, fce, Buenos Aires, 2005.Negri, Antonio y Michael Hardt: Imperio, Paidós, Barcelona, 2000. Wallerstein, Immanuel: Las incertidumbres del saber, Gedisa, Barcelona, 2005.Zavaleta, René: Lo nacional-popular en Bolivia, Siglo xxi, Ciudad de México, 1985.

  • 1.

    El programa completo de esta serie de seminarios ha sido el siguiente: Primer ciclo (2007-2008): Antonio Negri, Enrique Dussel, Gayatri Spivak, Immanuel Wallerstein, Hugo Semelman Merino, Wim Dierckxsens, Ernesto Laclau, Judith Revel, Michael Hardt, Giuseppe Cocco, Luis Arce Catacora, Raúl Prada Alcoreza, Luis Tapia Mealla, Álvaro García Linera; Segundo ciclo (2010-2011): Slavoj Žižek, Samir Amin, Boaventura de Sousa Santos, Jorge Veraza, Andrés Barreda, Ulrich Brand, Vanessa Redak, Alex Demirovic, Ana Esther Ceceña, Enrique Dussel, Álvaro García Linera; Tercer ciclo (2011-2016): Bob Jessop, Ignacio Ramonet, David Harvey, Martha Harnecker, Pablo Iglesias, Rosa Rodríguez, Jung Mo Sung, Julio Gambina, Jaime Estay, Wim Dierckxsens, José Luis Coraggio, Luis Eduardo Aute, Álvaro García Linera, Luis Arce Catacora. Cuarto ciclo (2016-2017): Diego Fussaro, Manuel Castells.

  • 2.

    Espacio político-intelectual del que formaba parte el vicepresidente. Con su llegada al gobierno, el colectivo perdió incidencia y se dividió. Ver Pablo Stefanoni: «Los intelectuales y las tensiones de la ‘revolución’» en Brecha No 1.540, 28/5/2015, disponible en http://brecha.com.uy/los-intelectuales-y-las-tensiones-de-la-revolucion/.

  • 3.

    V.I. Lenin: Materialismo y empiriocriticismo, Pueblos Unidos, Montevideo, 1948.

  • 4.

    Leszek Kolakowski: «Karl Marx and the Classical Definition of Truth» en Marxism and Beyond, Paladin, Londres, 1971, p. 68.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 268, Marzo - Abril 2017, ISSN: 0251-3552


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