Entrevista

Los canales subterráneos de la revolución

Entrevista a Robert Darnton


mayo 2024

¿En qué medida la literatura clandestina contribuyó a crear el estado de ánimo que culminó en la Revolución Francesa? ¿Cómo eran los best sellers filosóficos y eróticos que divulgaban las ideas de la Ilustración? ¿Cómo estudiar esas «obras menores» que sembraban el germen de la rebelión? En esta entrevista, Robert Darnton analiza la formación de un temperamento revolucionario en el siglo XVIII, a la vez que se sumerge en sus comienzos como historiador y explica de qué modo comenzó su incursión en la llamada historia del libro.

<p>Los canales subterráneos de la revolución</p>  Entrevista a Robert Darnton

A mediados de la década de 1960, un joven historiador decidió tomar los libros como su objeto de estudio. No ya solo las ideas de los libros, sino los libros en sí. Centró sus investigaciones en las obras de la Francia prerrevolucionaria del siglo XVIII y se abrió paso en una disciplina naciente. El nombre de aquel joven, que había sido previamente redactor de The New York Times y que provenía de una familia de destacados periodistas, era Robert Darnton. Hoy es uno de los máximos exponentes de la historia cultural.

En su extensa carrera historiográfica, Robert Darnton ha estudiado diversos aspectos de la cultura y la historia del libro, centrándose tanto en la edición y la distribución, como en la lectura y la censura. Sus investigaciones, basadas en fuentes originales, le permitieron demostrar que, antes del proceso revolucionario francés de 1789, no solo las obras de autores como Rousseau, Voltaire y Diderot habían cobrado una importancia capital, sino también una serie de best sellers de menor envergadura pero de amplia difusión que eran catalogados como «libros filosóficos». Esos libros contenían desde proclamas ateas y antirreligiosas hasta contenidos eróticos y pornográficos. En The Revolutionary Temper: Paris, 1748-1789 [El temperamento revolucionario: Paris, 1748-1789], su último libro, Darnton vuelve sobre estas obras y sobre una serie de procesos que contribuyeron a formar un imaginario y una conciencia que coadyuvó al desarrollo de la revolución.

Robert Darnton realizó sus estudios en la Universidad de Harvard y en 1964 obtuvo el doctorado en Historia en la Universidad de Oxford, donde tuvo entre sus docentes a historiadores destacados como Robert Shackleton y Richard Cobb. A partir de 1968 dictó clases en la Universidad de Princeton, de la cual fue profesor Shelby Cullom Davis de Historia Europea y en la actualidad es profesor emérito. Es autor de diversos libros que han sido traducidos a diferentes idiomas. Entre ellos se destacan Mesmerism and the End of the Enlightenment in France [El mesmerismo y el fin de la Ilustración en Francia] (1968), El negocio de la Ilustración. Historia editorial de la Encyclopédie, 1775-1800 (1979), La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura (1984), El beso de Lamourette. Reflexiones sobre historiacultural (1990), Edición y subversión. Literatura clandestina en el Antiguo régimen (1991), Los best-sellers prohibidos en Francia antes de la Revolución (1996), El diablo en agua bendita o el arte de la calumnia de Luis XIV a Napoleó(2009), Poesía y policía (2010), Censores trabajando. De cómo los Estados dieron forma a la literatura (2014), Un magno tour literario por Francia. El mundo de los libros en vísperas de la Revolución Francesa (2018), Pirating and Publishing: The Book Trade in the Age of Enlightenment [Piratería y edición. El comercio de libros en la Ilustración] (2021) y The Revolutionary Temper: Paris, 1748-1789 [El temperamento revolucionario: París, 1748-1789] (2023).

En esta entrevista, Robert Darnton dialoga con Nueva Sociedad sobre su trabajo historiográfico, sobre sus obras, sobre su proceso de formación y sobre el campo de la historia del libro.

Profesor Darnton, en The Revolutionary Temper, su última obra, usted recupera algunos aspectos sustanciales de sus trabajos anteriores –asociados a la difusión de las ideas de la Ilustración, a la historia del libro y a la circulación de literatura clandestina en la Francia prerrevolucionaria— para demostrar el modo en el que «el surgimiento de un temperamento revolucionario que estaba dispuesto a destruir un mundo y construir otro» condujo a la Revolución Francesa. ¿Por qué es particularmente importante el período comprendido entre 1748 y 1789? ¿De qué modo se expresó la formación de ese temperamento revolucionario?

Lo que me interesa en The Revolutionary Temper es reflexionar sobre la segunda mitad del siglo XVIII. Comienzo en el año 1748 porque se trata de una fecha importante, en tanto marca el final de la Guerra de sucesión austríaca1 y el inicio de un proceso de crisis de confianza pública en el gobierno que se evidenció claramente alrededor de 1750. En ese período se produjeron numerosos episodios significativos, entre los que podemos mencionar la propia proclamación de la paz. La ciudadanía parisina había sufrido las consecuencias de la guerra, en tanto había visto como aumentaban los impuestos, subían los precios y escaseaban los bienes de primera necesidad. Sin embargo, la llegada de la paz, que se sustanció en el tratado de Aix-la-Chapelle, firmado el 18 de octubre de 1748, y que fue proclamada públicamente por el rey recién nueve meses más tarde, no mejoró sustancialmente la situación. De hecho, la proclamación pública de la paz se sustanció en una serie de ceremonias colectivas en las que sucedieron verdaderas tragedias. Uno de esos espectáculos públicos incluyó el lanzamiento de fuegos artificiales en la Place de Grève y, cuando los espectadores comenzaron a retirarse, se produjo una estampida y muchos ciudadanos quedaron atrapados en la manifestación. Ante el temor, se originó una estampida que acabó con la muerte de doce personas. Lo cierto es que, en los tiempos posteriores a la proclamación de la paz, muchos no sintieron el alivio esperado. De hecho, era común que la gente discutiera en los mercados diciéndose frases como «eres tan estúpido como la paz». Mi intención en The revolutionary temper es recoger estos episodios que nos muestran no solo lo que sucedió, sino la forma en la que la gente percibió lo sucedido. Eso es lo que realmente busco. La comprensión, la percepción, la aprehensión colectiva de los acontecimientos tal como ocurrieron. Y lo hago porque estoy convencido de que la circulación y la recepción de la información fueron absolutamente cruciales para crear lo que yo llamo un temperamento revolucionario, o el estado de ánimo fijado por la experiencia para dar el gran salto hacia una revolución. Por lo tanto, se trata de un estudio, no tanto de los acontecimientos como de la percepción de los acontecimientos. Y creo que estas décadas que se extienden entre 1748 a 1789 permiten mostrar, a través de una serie de sucesos e incidentes de muy diversa índole, la forma en la que pensaron y actuaron los parisinos. Eso es lo que realmente me interesa. Y eso es lo que creo que es crucial para entender el advenimiento de la revolución.

Su forma de ver y presentar el París prerrevolucionario se asemeja a la de una «sociedad de la información» en la que no solo tenían importancia los libros, los cafés y las ideas, sino también algunos lugares muy específicos y llamativos como el Árbol de Cracovia. ¿Qué era el Árbol de Cracovia y por qué es tan importante para comprender la mentalidad de la época?

Evidentemente, usted ha escuchado, al igual que yo, aquello de que ahora vivimos en una «sociedad de la información». Pero, efectivamente, esta no es la primera sociedad de la información de la historia. Desde mi punto de vista, toda sociedad ha sido una sociedad de la información, cada una a su manera, con sus herramientas y sus medios disponibles. Si adoptamos esta perspectiva y la llevamos hasta sus últimas consecuencias, podemos encontramos con algunas sorpresas interesantes y originales.

Pensemos en el París del siglo XVIII. Era una sociedad sin el tipo de periódicos que conocemos hoy, a tal punto que el primero de tiraje diario apareció en 1777 y fue fuertemente censurado. Entonces, ¿cómo hacían las personas si querían enterarse de lo que iba sucediendo? Iban a ciertos lugares donde era posible acceder a información. Uno de esos sitios era el Árbol de Cracovia, un castaño situado en el sector norte del jardín del Palacio Real, justo en el centro de París. Allí se congregaban los llamados nouvellistes de bouche o traficantes de noticias, que transmitían información de boca en boca sobre lo que estaba sucediendo en el ámbito del poder real. Por supuesto, estos nouvellistes afirmaban que su información provenía de fuentes privadas. Decían haber escuchado un comentario en un salón de Versalles o haber recibido alguna información de un servidor indiscreto. Por lo tanto, cuando hablamos de este tráfico de noticias nos referimos, principalmente, a un sistema de comunicación e información oral. Y esa información oral se transformó en información escrita, y luego en información impresa.

Lo que me resulta realmente fascinante es que podamos ver la transformación de los mensajes a medida que pasan por esos diferentes medios de comunicación. Mientras investigaba, encontré un informe de un incidente que sucedió afuera del Café de Foy, ubicado cerca del Árbol de Cracovia, donde la gente también se reunía a discutir noticias. Resulta que un hombre estaba de pie justo afuera del café leyendo en voz alta un panfleto que había sido producido por el gobierno. Pero había allí una multitud de personas que odiaban al gobierno. Así que mientras leía, lo interrumpían con abucheos y gritos. Cuando el hombre terminó de leer el panfleto, un grupo designó un fiscal, un juez y un confesor. Finalmente, pusieron el panfleto sobre la mesa, lo acusaron de despotismo y un camarero lo prendió fuego. Todo el mundo aplaudió. Lo que vemos en este episodio es la forma en la que un artículo impreso podía ser representado a través de una actuación pública. Y vemos también la forma en la que esa actuación incluía la comunicación no verbal a través de la quema del panfleto. Este tipo de situaciones sucedían de forma permanente y es por ello que lo que trato de hacer en The Revolutionary Temper es mostrar cómo esos diferentes medios de comunicación se superponen y se cruzan, de modo que forman un cuerpo de información que influye de modo decisivo en la forma de pensar de la gente.

 

En este cautivante mundo de ideas y libros de la Francia prerrevolucionaria que usted ha estado relatando desde hace décadas, hubo un libro particularmente destacado y sobre el que se ha ocupado en diversas ocasiones: la Enciclopedia de Diderot y d’Alambert. ¿Cómo consiguió esa obra el «privilegio real» para ser publicada? ¿Y qué pasaba con las obras de otros filósofos como Voltaire o Rousseau?

Afortunadamente, disponemos de mucha información sobre los grandes filósofos. Sabemos, de hecho, que muchos de ellos debieron producir sus obras fuera de Francia, en tanto estas eran demasiado amenazantes para el sistema de valores establecido y buscaban evitar la censura. Sus obras se imprimían en Ámsterdam, Lieja, Neuchâtel o Ginebra, y luego se introducían de contrabando en Francia. Finalmente, se distribuían a través de un sistema de comercio de libros que era, a la vez, clandestino y sumamente eficaz. Esto nos indica que había un cuerpo de literatura ilustrada que funcionaba por fuera de la ley. Y, al estar fuera de la ley, los filósofos se tomaban licencias que, sin dudas, no se hubieran tomado si hubiesen presentado sus libros a la censura. Sin embargo, la gran excepción a esta regla es, justamente, la del libro al que llamamos la «Biblia de la Ilustración». Me refiero, claro, a la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert. Su historia es realmente particular, en tanto en un principio se le había concedido un privilegio real, pero pronto resultó tan escandalosa que el privilegio le fue retirado.

La historia de la Enciclopedia es realmente reveladora. Por un lado, deja en evidencia que el intento filosófico de reunir todo el conocimiento humano en una obra era inaceptable para los poderes que controlaban Francia. Pero, por el otro, muestra que, con diversas estrategias y dispositivos, una obra de ese tipo podía llegar a un público amplio. Al estudiar las diversas ediciones de la Enciclopedia, me percaté de que se trataba de una obra enormemente popular y ampliamente difundida. Ahora bien, el precio de la edición más barata de la Enciclopedia solía costar más de los ahorros que un trabajador corriente podía acumular durante toda su vida, así que la gente común no podía, ni de lejos, comprarla. ¿Cómo la conocieron entonces? ¿Cómo recibieron el mensaje? En The revolutionary temper le dediqué un capítulo a esta cuestión. Lo cierto es que la Enciclopedia resultó un «suceso escandaloso» que generó un interés entre la ciudadanía. Por supuesto, no la conocieron a través de los 17 volúmenes, sino a través de fragmentos que fueron apareciendo en diversas publicaciones. Revistas literarias como Mercure publicaron extensos fragmentos de la Enciclopedia y el Discurso Preliminar fue reimpreso por d’Alembert en sus Misceláneas de Filosofía y Literatura. Pero incluso los textos críticos y las condenas a la Enciclopedia, como la del Arzobispo de París, Christophe de Beaumont, contribuyeron a esparcir su mensaje. Por eso, no fue necesario que los ciudadanos leyeran los 17 volúmenes –y ciertamente no lo hicieron– para que comprendieran que la Enciclopedia era un punto de inflexión en la historia de las ideas.

Estamos hablando de la Ilustración en París, pero ciertamente usted ha marcado en muchas ocasiones que se trató de un fenómeno que excedió las fronteras francesas. De hecho, llegó a abarcar a algunas ciudades que a veces son olvidadas, como Nápoles.

Absolutamente. La ilustración, por su propia naturaleza, fue un fenómeno de escala internacional. Quizás los grandes filósofos como Voltaire y Rousseau sean los más famosos, pero yo diría que Escocia fue casi tan importante como París en el desarrollo del pensamiento ilustrado. David Hume y Adam Smith son buenos ejemplos de ello. Y en el otro extremo de Europa se encuentra, tal como usted menciona, la Ilustración napolitana, con figuras como Gaetano Filangieri, pero también la del norte italiano, con personajes como Cesare Beccaria. Y esto por no hablar de Alemania, donde Kant y Lessing son centrales. Muchas de estas personas tuvieron, además, una amplia correspondencia entre sí. Por poner solo un ejemplo, tenemos el caso de Samuel Formey, el secretario general de la Academia de las Artes y las Ciencias de Berlín, que escribió alrededor de una docena de cartas diarias a distintos filósofos, manteniendo, de hecho, una correspondencia más amplia que la del propio Voltaire. Por lo que, en rigor, lo que tenemos es una red internacional. Y creo que eso es central para comprender el fenómeno de la Ilustración. Bajo ningún punto de vista se puede reducir este proceso a Voltaire, aun cuando este fuera el filósofo más famoso de París.

Recién usted mencionaba el impacto de un libro filosófico de primer orden como lo fue la Enciclopedia. Sin embargo, usted indagó en una categoría mucho más amplia de libros, que recibían el nombre de «filosóficos» y que estaban claramente prohibidos. ¿Qué eran exactamente los libros filosóficos? ¿Cómo se distribuían y editaban?

Efectivamente, tanto los editores como los libreros catalogaban como «libros filosóficos» a una variedad de libros que hacían gala de críticas a la religión y al Estado, o que se expresaban incluso a través del erotismo y la pornografía. Aunque, a primera vista, esos «libros filosóficos» no tenían ninguna información comprometedora, los libreros que los vendían escribían una carta con una serie de títulos legales, luego trazaban una línea y debajo de ella listaban todos los «libros filosóficos» que eran enviados de forma especial. A veces los escondían en fardos de paja y en ocasiones los entremezclaban entre libros legales para evitar que fueran vistos. Esto indica que, en la práctica del comercio de libros, los «libros filosóficos» tenían un estatus de máxima ilegalidad. Al percatarme de esto comencé a leerlos y descubrí que si bien la categoría de los «libros filosóficos» contenía, por supuesto, libros «de filosofía» –y muy especialmente de ateísmo, como el Sistema de la naturaleza del Barón dHolbach– también incluía libelos que atacaban directamente a figuras públicas, a ministros e incluso al Rey. Bajo la categoría de libros filosóficos se incluían, además, numerosas obras pornográficas. Esto me condujo a indagar más en ese fascinante mundo de la literatura ilegal que no solo que se vendía ampliamente, sino que también se difundía eficazmente a través de canales subterráneos y se había apoderado de un buen número de lectores. Esos libros se producían en Ámsterdam, Renania o Bruselas y eran ingresados a Francia a través de Suiza.

Permítame profundizar un poco más en este asunto. En Los best sellers prohibidos en Francia antes de la revolución y en Edición y subversión usted trabajó muy específicamente sobre los «libros filosóficos» y los libros eróticos y pornográficos. En un artículo titulado «Sexo para pensar» revisitó el tema y demostró que, en su época, obras como rèse philosophe o Correspondance d'Eulalie fueron tan importantes como los «grandes libros» de los filósofos ilustrados. ¿En qué medida estos textos eróticos y pornográficos transmitieron ideas sociales y políticas que permitieron el desarrollo de una conciencia crítica o propiciaron, como usted dice en su último libro, un «temperamento revolucionario»? ¿Por qué deberíamos ver estos libros no solo como una forma de literatura escapista de la época, sino como publicaciones que fomentaban la crítica de un orden social particular?

Creo que el mejor ejemplo de esto es justamente el de Thérèse philosophe. Leído hoy suena a filosofía hardcore. Al igual que nosotros, la gente del siglo XVIII estaba fascinada con el sexo, por lo que no hay ninguna duda de que el libro tenía ese atractivo. Lo interesante es que, entre orgía y orgía, Thérèse philosophe contenía lo que ahora llamamos «conversaciones de almohada». Esas conversaciones adquirían el tono de las especulaciones filosóficas. De hecho, pude localizar un panfleto estrictamente filosófico que fue plagiado en Thérèse philosophe. El mensaje de ese panfleto comenzaba con la pregunta «¿qué es el placer?» y argumentaba que se trataba de algo que la persona experimentaba con sus sentidos, que luego se transmitía a través de los espíritus animales a las facultades de la mente, que permanecía almacenado en la memoria y era estimulado por la imaginación y desarrollado por la razón. El punto era que a partir de este sensacional mundo físico desarrollamos ideas. El mensaje, que es realmente el mismo que plantean Diderot y d’Alembert en el Discurso preliminar a la Enciclopedia, es que todo conocimiento válido proviene de la experiencia. Y eso excluye, claramente, el conocimiento espiritual como el que enseñaba la Iglesia. Este es, como ve, un mensaje muy radical, pero incorporado dentro de obras pornográficas que atraían a muchos lectores. Este tipo de aproximación puede verse en otras obras pornográficas, pero se encuentra también en las obras de algunos de los grandes filósofos. Incluso Montesquieu escribió cartas plagadas de contenido sexual. Algo similar puede decirse de La doncella de Orleans de Voltaire, una obra cuasi pornográfica en la que Juana de Arco está constantemente con las faldas levantadas y teniendo sexo. Y lo mismo podría decirse de Las joyas indiscretas de Diderot. Con esto no quiero decir que estos filósofos fueran hombres de «mente sucia». Creo que sencillamente estaban fascinados por la actividad sexual como una de las muchas actividades de los seres humanos que necesitaban ser estudiadas y que podían ser utilizadas para comprender la condición humana. Por lo que, efectivamente, la pornografía tenía su lugar y ese lugar no era menor, aun cuando la palabra «pornografía» solo comenzó a ser utilizada durante el siglo XIX. En este sentido, creo que el sexo era bueno para pensar, en el sentido que Claude Lévi-Strauss decía que algunas cosas son buenas para pensar.

Además de los libros eróticos y pornográficos, usted indagó en obras que no eran las de aquellos autores a los que podríamos calificar como los «ilustrados ilustres» –Voltaire o Rousseau, por poner solo dos ejemplos–, sino de hombres como Mathieu-François Pidansat de Mairobert o Louis-Sébastien Mercier, a quien se conocía como el «Rousseau de las alcantarillas». ¿Qué tipo de ideas contenían los libros de estos autores y por qué fueron vitales para formar el «temperamento revolucionario»?

No intento minimizar en absoluto la importancia de filósofos como Voltaire y Rousseau. De hecho, cuando se estudia la correspondencia de Voltaire, uno se percata rápidamente de su enorme capacidad para utilizar los medios de comunicación. Sus escritos breves, a los que llamaba petit pâté –porque podían ser consumidos rápidamente como una galleta– dan cuenta de esa habilidad. Sin embargo, y aquí está el punto fundamental de la pregunta que usted me formula, el público lector general se familiarizó con las ideas de los filósofos a partir de obras que no son tan famosas hoy en día. Una de ellas fue, justamente, Tableau de Paris de Louis-Sébastien Mercier. Cuando estudié a su editor en Neuchâtel, Suiza, me percaté de que esta obra había sido un verdadero best seller, y de que las razones por las que había resultado tan fascinante para el público eran muy diversas. En principio, Mercier era un escritor vívido, pero a la vez era un observador muy agudo de las actividades cotidianas de la gente. Lo que hacía en su libro era llevar a los lectores a través de las calles de París para discutir asuntos ordinarios, tales como la forma en la que la gente cruzaba la calle cuando estaba inundada, cómo eran las carnicerías o cómo comía la gente. Se centraba en la forma en la que la gente se divertía, en el modo en el que pasaba los domingos, en sus excursiones al campo, en la forma en la que las personas tomaban vino. De este modo, Mercier, que era un gran admirador de Rousseau, transmitía un modo místico de observar la ciudad.

Además de Tableau de Paris, Mercier escribió otro best seller en el que también retrataba la capital francesa, pero en el año 24402. Se trató, de hecho, de la primera novela utópica ambientada en el futuro. Por supuesto, si una persona moderna como usted o yo la lee, no encontrará ninguno de los artilugios de la ciencia ficción. Allí no hay ni misiles ni platos voladores. No hay tecnología en absoluto. La característica dominante del París de 2440 que retrata Mercier es la virtud cívica. A orillas del Sena, en la zona del Pont Neuf serían visibles las estatuas de los «grandes hombres», pero también un templo al Ser Supremo. París se destacaría, por supuesto, por una abundante naturaleza, que llegaría a expresarse en árboles que crecerían en la cima de los edificios. Y, sobre todo, la gente sería decente. Habría amabilidad entre los ciudadanos. La gente no se guiaría por el interés, sino por la empatía. Ese sentimiento de empatía, que para Rousseau debía ser la base de la sociedad, se activaría en el futuro. Lo importante, en este sentido, es que los dos best sellers de Mercier nos muestran cómo podía adaptarse narrativamente el mensaje de Rousseau para la gente común.

Sus trabajos sobre las redes de información en la Francia prerrevolucionaria no solo incluyen un análisis detallado de la cultura del libro, sino también de aquello que conocemos como cultura oral. De hecho, en Poesía y policía. Las Redes De Comunicación en el París del siglo XVIII (2012), muestra como la crítica y la sátira al Antiguo Régimen se manifestaba con poemas y canciones. Me gustaría preguntarle cómo derivó su investigación en esas canciones y en qué medida nos permiten comprender otros aspectos de la circulación de la información en la Francia prerrevolucionaria.

Debo decirle que yo no tenía, en absoluto, la intención de hacer un estudio sobre las canciones. No sé cantar y tampoco sé leer música. Me encanta, pero soy un ignorante al respecto. Lo que sucedió fue que me topé con una serie de documentos de forma accidental mientras estudiaba los archivos de la Bastilla en la Bibliothèque de L'arsenal en París. En aquel momento yo estaba buscando información sobre uno de los futuros líderes de la Revolución Francesa, Louis-Pierre Manuel, pero mientras revisaba los expedientes encontré uno que llevaba un título intrigante en el exterior. Decía, simplemente, L'Affaire des Quatorze (El asunto de los 14). Nunca había oído hablar de eso ni lo había visto mencionado en ningún libro de historia. Así que lo abrí, intrigado, y comencé a leer. Muy rápidamente me encontré en medio de una historia de detectives en la que a la policía se le había asignado la tarea de encontrar al autor de una canción o poema que empezaba con la siguiente línea: «Monstre dont la noire furie... » (Monstruo cuya negra furia). El monstruo era Luis XV. El hecho de que la policía estuviera buscando al autor de un poema me pareció sumamente interesante, sobre todo teniendo en cuenta que en los cafés y mercados de París había unos 3.000 espías. Finalmente, uno de ellos dijo: «lo encontré» y, poco después, la policía lo emboscó, lo atrapó y lo interrogó. Se trataba de un estudiante llamado François Bonis. El diálogo completo, que fue transcripto y se encuentra en los archivos de la Bastilla, muestra cómo la policía le tendía trampas al prisionero para obtener información. Lo que sucedió es que, poco a poco, cada persona que era interrogada decía: «Conseguí el poema de A». Entonces detenían a A. Y a su vez este decía: «Conseguí el poema de B». Y detenían a B. Pero B decía que lo había obtenido de C, y C nombraba a D que decía «conseguí otros poemas de E» y así sucesivamente. La policía detuvo a todas esas personas y la Bastilla se llenó de gente que formaba parte de una red de información. Se trataba, por supuesto, de información oral, en tanto los poemas eran cantados con melodías conocidas por todos.

¿Y esas canciones eran recopiladas de algún modo? ¿Podían tener efectos políticos?

Sí. La gente recopilaba la versión escrita en los llamados chansonniers y adaptaba la letra a las viejas melodías. Todas las semanas aparecían canciones. Se componían nuevos versos con los que la gente se burlaba de un personaje público o satirizaba algún aspecto de la realidad. Algunos de los chansonniers eran verdaderamente enormes. Por ponerle solo un ejemplo, el chansonnier Clairambault del siglo XVIII, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia, tiene más de 50 volúmenes. Todos ponían nuevas palabras a las viejas melodías y las cantaban, mientras que los coleccionistas copiaban esas canciones en esos álbumes de recortes.

Mi conclusión fue que las canciones funcionaban como una suerte de periódico oral. París estaba lleno de canciones: la gente cantaba cuando iba al trabajo, cuando cocinaba, cuando caminaba. Por supuesto, también había cantantes profesionales, con violines y zanfonas que pedían limosna por las calles de la ciudad. Pero lo que estaba claro es que esa música era política. Y, de hecho, en abril de 1749 una canción derrocó a un ministro. Esto, ahora, puede sonar extravagante. Usted puede pensar: «es imposible». Pero así fue y así lo reflejaron todos los contemporáneos en distintas revistas. Fue una canción la que derribó el ministerio del Conde de Maurepas, ministro de Marina y de la Casa del Rey. Cuando comencé a investigar sobre ello encontré que, efectivamente, había una canción que, a través de un juego de palabras, indicaba que Madame de Pompadour había contagiado al rey de una enfermedad venérea. Esta letra, ciertamente escandalosa, hizo que Maurepas, sospechado de componer esa canción, perdiera su ministerio. Aunque, por supuesto, las cosas fueron algo más complejas, creo que con esto se puede comprender mi punto central que consiste en afirmar que existía un sistema oral de comunicación de noticias con repercusiones políticas.

Recién comentaba que encontró y trabajó con los interrogatorios policiales. Esos interrogatorios, como no podía ser de otro modo, fueron transcriptos por la policía. Me pregunto, en este sentido, el modo en el que usted interpretó esas fuentes, claramente parciales. Hace algún tiempo tuve la oportunidad de conversar con Carlo Ginzburg, quien planteaba que uno de los desafíos a la hora de investigar los procesos inquisitoriales por brujería había sido el de trabajar con las propias fuentes de la Inquisición para comprender la cosmovisión de los perseguidos. Entiendo que, también en su caso, fue necesario establecer mediaciones para comprender lo que pasaba…

Absolutamente. Y, si me permite, me gustaría tomar el ejemplo de mi buen amigo Carlo quien, a la hora de investigar, no tomó literalmente todo aquello que aparecía en los documentos. En definitiva, debió interpretarlos. Lo mismo me sucedió a mí. He leído cientos y cientos de informes de la policía. He leído decenas de interrogatorios desarrollados en la Bastilla. Pero no creo que sean una ventana desde la que vemos realmente el pasado. Esos documentos nos muestran una versión de lo que sucedía allí y nos permite comprender, más o menos cabalmente, el punto de vista de la policía. En mis investigaciones encontré los registros del comisario que vigilaba el comercio de libros entre 1748 y 1752. Ese comisario hizo un inventario de cada escritor que pudo encontrar en París y el número alcanzaba a 501 personas. Tenía formularios impresos que fue rellenando con información, lo que le permitió hacer un estudio sistemático de los escritores. Ahora bien, ¿significa esto que si leemos y estudiamos esos documentos con mucho cuidado tenemos una versión directa de la vida de un escritor? Por supuesto que no. Lo que tenemos es el punto de vista de la policía. Y la policía estaba, sobre todo, interesada en la sedición y en las amenazas a la reputación de figuras célebres.

Escribí un artículo sobre esta cuestión y uno de los aspectos que me resultó más interesante es que la policía no estaba particularmente interesada en la Enciclopedia. En retrospectiva, sabemos que alrededor de 1750, la Enciclopedia no constituía un fenómeno importante para la fuerza policial. Para nosotros, por supuesto, es muy trascendente y reconocemos en ella un punto de inflexión en la literatura y la filosofía francesa. Pero no era así para la policía. No estaban interesados en Diderot, aun cuando apareciera en los informes policiales descripto como un «joven lleno de inteligencia, aunque muy peligroso». Es decir, vieron un peligro, pero no lo consideraron central. Lo que realmente les preocupaba en ese momento era el jansenismo, una versión herética del catolicismo. Por lo tanto, hay que tener en cuenta el sesgo de la policía, asociado a lo que estaba buscando, cuando leemos sus documentos en un intento de comprender la naturaleza general de la población literaria.

Si es posible hablar de una sociedad de la información en la Francia del siglo XVIII, ¿es posible hablar también de la existencia de una opinión pública?

Sí. Y, de hecho, el concepto de opinión pública ya existía en aquella época. Lo que sucede es que esa idea de opinión pública no estaba asociada a aquella que esgrime Jürgen Habermas para referirse a la «esfera pública». Yo admiro a Habermas, pero cuando él se refiere a esa esfera pública piensa en un espacio social en el que la gente lee libros, tiene discusiones amistosas sobre cuestiones públicas y conversa animadamente a partir de un «discurso racional». Y esto no era en absoluto lo que sucedía en la Francia del siglo XVIII. La gente estaba gritando, cantando canciones, contando historias. Todo era alborotado y divertido. No era un mundo sobrio como el que Habermas imagina para el espacio de la opinión pública. En este sentido, mi punto de vista coincide con el de Arlette Farge, que también criticó con simpatía a Habermas por tergiversar la forma en que las ideas se presentaban realmente al público. Las ideas se expresaban a través de las discusiones en los cafés, los debates en los mercados, los escándalos, los chismes y los rumores. El chisme es muy importante como medio de intercambio.

En The revolutionary temper yo sostengo que no solo había opinión pública y argumentos contrapuestos sobre los asuntos públicos, sino que, además, se desarrollaba gradualmente un temperamento revolucionario, es decir, una conciencia colectiva que se extendía por todo París, incluso entre los trabajadores. Ese temperamento revolucionario transmitía la convicción de que Francia había degenerado en un despotismo. La idea del despotismo ministerial es el concepto clave en torno al cual se desarrolla una nueva perspectiva mental. Y creo este punto de vista mental es mucho más importante y fundamental que las variedades de la opinión pública en relación con cuestiones particulares. Reconozco que esto es un poco complejo, porque alguien podría decirme: «¿qué es esto de la conciencia colectiva?». Usted sabe que el término fue utilizado por primera vez por Durkheim y que hoy algunos historiadores apelan a él para referirse al imaginario colectivo. Pero ese concepto requiere un estudio y un análisis cuidadoso. No pretendo hablar como un filósofo o un teórico social, pero debo decirle que, como historiador he encontrado, a lo largo de mis investigaciones, que progresivamente la gente fue forjando una conciencia, una mentalidad o una convicción de que el gobierno era ilegítimo. Esa idea, que no se dirigió directamente hacia el Rey, sino hacia sus ministros de gobierno, estaba profundamente anclada en la mentalidad de los parisinos de aquel momento. Y ahí es donde espero haber contribuido a una nueva comprensión del advenimiento de la revolución.

Esa comprensión, si usted me lo permite, difiere en algunos aspectos de la vieja historiografía marxista para la cual numerosos elementos del proceso revolucionario podían reducirse, en última instancia (y utilizo esta expresión a propósito) al precio del pan. Quiero decir que, si bien usted no desmerece los aspectos económicos, parece valerse de herramientas analíticas provenientes de otras tradiciones, como la de la historia de las mentalidades. ¿En qué medida usted intenta diferenciarse de planteos de algunos historiadores como Albert Soboul que interpretaban que las ideas dependían de la posición en la estructura social?

Permítame decirle que yo creo, por supuesto, que cuestiones como el precio del pan son muy importantes para entender la revolución y no las desmerezco en absoluto. Pero lleva usted razón en lo que se refiere al problema del reduccionismo. Cuando empecé mis estudios, el marxismo era absolutamente central y dominante a la hora de pensar la Revolución Francesa. En aquel tiempo, Albert Soboul, a quien conocí y fue muy gentil y amable conmigo publicando mi primer artículo, era considerado el papa de la interpretación de la Revolución Francesa y todos hacíamos reverencias ante él. La perspectiva marxista era dominante y su tendencia era la que usted planteó. Absolutamente todo lo que la gente hacía se relacionaba directamente con su posición social. En esa interpretación, los libros, las ideas, las canciones y los chismes tenían que tener una correspondencia con un grupo social como la burguesía en ascenso. Por supuesto que había una burguesía en ascenso asociada a un período de expansión de la economía –que se verifica sobre todo entre 1760 y 1770– e incluso, en muchos aspectos, una sociedad de mercado. Pero esto no explica, por sí solo, el desarrollo de las ideas. No creo que asociar ideas a un grupo que ocupa una determinada posición social explique demasiado. Porque, de hecho, muchas de las ideas del momento, como la del despotismo ministerial, eran compartidas por personas de diversos estratos sociales. En este sentido, mi planteo no es el de negar la importancia de la economía, sino el de tratar de entender la forma en la que un sistema de información opera realmente, cómo difunde unas determinadas ideas, valores y actitudes. Y creo que un proceso de ese tipo no puede ser explicado por algún tipo de técnica reduccionista de relacionar ideas con un grupo social en particular. De hecho, es justo lo contrario. Lo que tenemos es la unificación de distintos grupos sociales que sostienen una feroz oposición al gobierno. Eso es lo que hizo posible la tremenda energía liberada en el momento de la toma de la Bastilla. Por supuesto que después hubo división. Hubo contrarrevolucionarios y hubo cismas dentro de las filas de los revolucionarios. No estoy argumentando que esta mentalidad revolucionaria simplemente borró todo lo demás. Pero tenía el poder de hacer posible una revolución.

Las ideas, por lo tanto, son poderosas

Por supuesto que sí. Lo son. Pero mi noción de las ideas no es la de una especie de paquete ordenado que puede transferirse de una persona a otra. Las ideas también implican emoción. Hay un poderoso ingrediente emocional en las canciones, los rumores, los chismes, las pintadas, las procesiones colectivas, los disturbios. De hecho, los disturbios son calificados, corrientemente, como una «emoción popular». Así que, definitivamente, las ideas son poderosas. La gente no es irracional ni descerebrada. Y está, al mismo tiempo, llena de sentimientos. Y yo creo que su ira, su miedo, sus sospechas son centrales en la historia.

Profesor Darnton, permítame ir un poco hacia atrás en el tiempo y preguntarle por sus inicios como historiador. Usted desarrolló sus estudios en Harvard y Oxford y tuvo como docente y como director de tesis a un historiador tan peculiar como Richard Cobb, que pensó la Revolución francesa desde los parámetros de la «historia desde abajo», pero también Robert Shackleton, el especialista en Montesquieu. ¿Cómo le impactaron las ideas de ambos? ¿En qué medida lo impactó el clima intelectual de la época en el que se destacaba, sobre todo, el desarrollo de la llamada «historia desde abajo»? Y, ¿qué elementos de su educación en Oxford resultaron significativos para usted?

Oxford está construido sobre un sistema de tutorías. Hay clases, por supuesto, pero al menos cuando yo estudié allí eran mucho menos importantes que la tutoría. Lo que era verdaderamente significativo era la relación con el tutor. Mi primera tutoría fue sobre la Revolución Francesa con un hombre al que yo adoraba profundamente, pero que no es conocido en absoluto. Su nombre era Harry Pitt. Recuerdo que Harry me dijo: «esta es tu primera tarea». Y me dio una consigna que decía: «¿Qué causó la Revolución Francesa?». Era uno de esos enunciados en inglés engañosamente simples y claros. Yo había pasado el semestre anterior como estudiante de Harvard concentrándome en un libro: la Crítica de la razón pura de Immanuel Kant. Y Kant argumentaba que una de las categorías fundamentales de la mente en el proceso epistemológico es la causalidad. Así que cuando llegó el momento de contestar la pregunta de Harry a través de la lectura de un ensayo –en un acto en el que, por cierto, tuve que ponerme una toga– empecé diciendo: «¿Qué es una causa? Veamos lo que dice Kant». Como ve, comencé dando un pomposo relato de la teoría de Kant sobre la causalidad y la epistemología, y pude ver a Harry, mi tutor, hundiéndose más y más en su silla. Luego, casi al final de mi exposición, hablé de los acontecimientos de 1787, 1788, 1789. Es decir, de la Revolución Francesa propiamente dicha. Y ahí me detuve. Se produjo un largo silencio. Finalmente, Harry tomó la palabra. Y dijo: «¿Por qué no quitas los andamios y dejas el edificio en pie?». Podría haber dicho simplemente: «Joven pretencioso, ¿por qué me das todo este discurso filosófico?». Pero me extendió su consejo con mucha delicadeza. Lo que Harry pretendía decirme es que la teoría es importante, pero es solo un andamiaje. Me estaba diciendo: «¡Vamos! ¡Hagamos historia!».

En Oxford, donde estudié a inicios de la década de 1960, me sentí expuesto a una enseñanza maravillosa y a académicos de primer nivel. Eso fue muy importante y alentador. Richard Cobb, por quien me ha preguntado, fue un historiador tremendamente inspirador para mí. Pero debo decirle que no era un buen profesor. No tenía ningún interés en la enseñanza. De hecho, nunca leyó mi tesis doctoral. Se lo digo realmente: ¡nunca la leyó! Sí, nos llevábamos muy bien, salíamos a beber cerveza juntos, pero no estaba realmente interesado en la docencia. Robert Shackleton, en cambio, no solo era una gran autoridad en la Ilustración y la historia de las ideas, sino que además era un muy buen tutor. Ciertamente, aquella era la época de la «historia desde abajo» y yo sentía que la perspectiva de E.P. Thompson era enormemente estimulante. Así que me dije a mí mismo: «voy a intentar hacer la historia de las ideas desde abajo y observar principalmente al sector subterráneo o más bajo del mundo literario, a los escritores de Grub Street, a los philosophes». Y cuando lo hice descubrí que esa formación de Oxford era tremendamente útil, al punto que contribuyó mucho cuando comencé a trabajar en los archivos y a investigar de manera profunda.

En 1968 usted publicó su famoso Mesmerism and the End of the Enlightenment in France. Tiendo a pensar que allí, en ese trabajo, ya podía verse un intento claro por pensar desde aquello que los franceses llamaron «historia de las mentalidades», es decir, de las formas en la que los sujetos sentían y se figuraban el mundo y las cosas. ¿En qué medida se vio influido por la historia de las mentalidades y por qué eligió estudiar el mesmerismo y las técnicas del magnetismo animal?

La cuestión del mesmerismo era parte de mi tesis doctoral. A medida que investigaba y leía diariamente los viejos números del Journal de Parisun periódico centrado, sobre todo, en acontecimientos o sucesos no políticos– percibí que el mesmerismo estaba por todas partes. Los informes policiales estaban llenos de información sobre ese fenómeno que, durante los años 1783, 1784 y 1785, había sido el tema más candente de París. El hombre que había descubierto el mesmerismo o «magnetismo animal» era Franz Anton Mesmer3, un gran médico que había llegado de Viena y que, aunque no hablaba realmente francés, tenía una forma germánica de expresarse que resultaba atractiva. Como yo estaba intentando comprender la forma en la que pensaba la gente de aquella época, el tema me cautivó por completo. Y, de hecho, me permitió entender que los hombres y mujeres de París estaban muy interesados en él, al igual que en los vuelos en globos aerostáticos. Los franceses estaban intentando comprender la naturaleza y buscaban formas para decodificarla. Esto llegaba a tal punto que un hombre afirmó en el Journal de Paris que, en un intento de caminar a través del Sena, había descubierto un nuevo tipo de principio físico llamado elasticidad. El mesmerismo resultó, además, muy interesante para muchos de los radicales de aquella época. Cuando leí las memorias del que sería un futuro revolucionario, Jacques Pierre Brissot, vi que él hablaba extensamente sobre el mesmerismo e incluso comentaba que algunos radicales que se reunían para discutir formas de derrocar al gobierno, estaban muy interesados en esta cuestión. Es cierto que debemos tener cuidado con las memorias de Brissot, y que no podemos tomarlas literalmente, pero en ellas podía, al menos, verse ese interés. Lo que me quedó claro fue que hombres como Brissot, Jean-Jacques Duval d'Eprémesnil e incluso Antoine Gorsas, que era un maravilloso panfletista, eran devotos del mesmerismo. Ellos estaban buscando la enfermedad, no del cuerpo humano, sino del cuerpo político, y aplicaban la medicina para comprender esa enfermedad. Y es por esto que me pareció que el mesmerismo constituía una forma de entender la forma en la que se pensaba. Una forma muy distinta a la nuestra, pero muy común en el siglo XVIII.

 

En la década de 1970 usted encaró el proyecto de escribir una biografía sobre Jacques-Pierre Brissot, el líder de los girondinos durante la Revolución Francesa, pero luego cambio su eje y comenzó a investigar la historia del libro. ¿Qué fue lo que encontró en los archivos sobre Brissot y en qué medida aquella experiencia fue llevándolo a descubrir otros intereses que derivaron en sus estudios específicos sobre el libro?

Cuando comencé a estudiar la historia de Jacques-Pierre Brissot, a mediados de la década de 1960, me dirigí a Orleans para bucear en los archivos de la Biblioteca Municipal. Recuerdo que, al llegar, me recibió un hombre que se presentó como Le Maire. Ese era su apellido, un apellido bastante común, por cierto, pero yo no lo sabía y mi francés no era muy bueno en aquel entonces. Así que pensé que era el alcalde, maire en francés. El alcalde es «le maire». Y me dije a mi mismo: «Que increíble, he sido recibido por el alcalde de Orleans». Y entonces él me dijo: «Permítame darle un paseo por la ciudad antes de mostrarle los archivos». Yo pensé inmediatamente: «Esta es una recepción increíble para un estudiante universitario. Solo falta que pongan una alfombra roja. Esto muestra que los franceses respetan realmente la cultura». Por supuesto, le dije que sí, y recorrimos la ciudad juntos, hasta que, por fin, me quedó claro que él, en realidad, era el bibliotecario. Pero en un momento, durante nuestra caminata, se frenó, me miró y me dijo: «¿Es usted protestante?». Para simplificar las cosas, le dije que sí. A lo que él respondió: «Somos muchos». Entonces comenzó a mostrarme todos los lugares donde los hugonotes se habían escondido en la ciudad durante el reinado de Luis XIV. Hasta que en un momento dijo: «aquí está la llave». Y me dio la llave maestra de la biblioteca. Era una llave que lo abría absolutamente todo: no solo la puerta, sino también los armarios donde se encontraban los antiguos manuscritos medievales. Para el señor Le Maire dado que yo era un protestante, seguramente me gustaría ir de noche y trabajar allí, porque entendía que los protestantes trabajan duro. Si yo era protestante, él podía confiar en mí.

Efectivamente, yo me puse a trabajar bastante y comencé a leer los archivos relativos a Brissot. Fue así como descubrí un escrito del jefe de policía donde se aseguraba que Brissot era un espía pago por la propia fuerza policial. Esto, por supuesto, me resultó muy impactante. Imagínese lo que significaba encontrar un documento que sindicaba al líder más idealista de la facción girondina de la Revolución Francesa como espía de la policía a mediados de la década de 1780. Finalmente, escribí un artículo sobre ello. Y, por supuesto, causó polémica. Mucha gente dijo que esto no podía ser porque Brissot había sido un hombre muy apegado a sus ideas, un hombre con una gran nobleza en sus pensamientos, y comprometido con causas como la lucha contra la esclavitud. Decían, simplemente, que él no podría haber espiado para la policía. Yo, por supuesto, argumenté, siempre sobre la base de los documentos, que había estado preso en la Bastilla, que estaba quebrado, arruinado y en un estado de desesperación, y que había recibido dinero para dar información sobre otros escritores. Algunas personas siguen sin aceptar mis argumentos, pero para mí aquel trabajo fue provechoso porque me condujo a analizar la vida de los escritores de los bajofondos literarios, el mundo que yo denomino Grub Street, utilizando una expresión inglesa pero aplicada a los franceses. En definitiva, el estudio sobre Brissot me deslizó hacia esos escritores pobres que, en ocasiones, no tenían ni siquiera para comer. Fíjese, por ejemplo, que el términos sans-culottes se aplicó por primera vez a los escritores que no tenían culottes, es decir, pantalones, porque eran demasiado pobres y se quedaban en la cama escribiendo. Así que desarrollé una tesis sobre esa literatura como un elemento social importante en el caldero ideológico de la Francia prerrevolucionaria. Brissot encaja muy bien en ella. Cuando estuve en Neuchâtel, Suiza, en mi segunda parada de investigación en 1965, trabajé sobre los archivos de la Société typographique de Neuchâtel, la casa editora que había publicado al líder girondino. Allí encontré 119 cartas inéditas de Brissot, que publiqué con una introducción explicando su carrera temprana. Pero debo decirle que también escribí la biografía. Solo que esta quedó en el cajón del escritorio. Tiene 500 páginas, está en una versión bastante acabada y llega hasta 1789. Al momento de terminarla me di cuenta de que no podía detenerme ahí. Pensé que debía cubrir todo el período de la revolución, pero eso implicaría mucho más trabajo porque necesitaría algunos años para leer todos los números de su periódico, Le Patriote français. Fue entonces cuando me di cuenta que no quería hacer eso. Ya había publicado un artículo sobre él, estaba por publicar su correspondencia con una introducción, pero lo que realmente me había fascinado de aquellos archivos eran los libros en sí. Quería entender cómo se escribían, cómo se imprimían, cómo se conseguía el papel, cómo circulaban en Francia, quién los compraba y qué efecto tenían. Así que dejé a Brissot por un tema que me parecía más importante: la historia del libro.

En el momento que usted torció sus investigaciones hacia la historia del libro, el campo como tal ni siquiera existía. Si bien es cierto que hacía relativamente poco se había publicado La aparición del libro de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, aún no había desarrollos teóricos e historiográficos suficientes para hablar de un área específica. ¿Qué implicó para usted formar parte de aquellos que inauguraron ese campo de investigación? ¿Con qué se encontró cuando comenzó a pensar en términos de publicación, circulación, edición y distribución del libro en términos históricos?

Efectivamente, el campo de la historia del libro no existía como tal, aun cuando, por supuesto, distintos académicos ya habían estudiado los libros. En Inglaterra había una escuela del análisis bibliográfico y en Alemania había un grupo que estudiaba la economía del comercio del libro. Pero la historia del libro como campo de estudio específico no había emergido. Fue, como usted dice, con la obra de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin titulada La aparición del libro, cuando comenzó a hacerse visible. Como no podía hablarse estrictamente de un área de estudios, yo me dejé llevar por mi fascinación por la forma en la que se producían y distribuían los libros y comencé a hacer «historia del libro» sin saberlo. El primer gran trabajo que encaré fue un estudio sobre la Enciclopedia en el que mostraba quiénes habían sido sus impresores, cómo la habían impreso, cuántas copias había vendido y las formas en las que se había establecido una lucha por dominar el mercado. Fue en ese momento en el que comencé a encontrarme en París con otra gente que estaba trabajando sobre algo que ellos sí denominaban «historia del libro». Se trataba de un grupo, dirigido por François Furet, que había producido un trabajo titulado Livre et société dans la France du XVIIe siècle. Muchos de los involucrados, entre los que se encontraban Daniel Roche y Roger Chartier, se convertirían en grandes amigos míos.

 

En sus trabajos sobre la historia del libro usted no solo se centra en el contenido de las obras, sino en el papel, en su comercialización, en los editores, en todos aquellos que forman parte del circuito de producción y distribución. Esto me parece muy claro en textos como Los intermediarios olvidados de la literatura en el que piensa el rol de los editores Ostervald y Bosset de Luze –los socios principales de la Société typographique de Neuchâtel–, pero en el que también destaca su relación con el fabricante de papel Jean Nicholas Morel. ¿Por qué es importante la cuestión de la «materialidad» del libro? ¿Qué implica ese énfasis en la materialidad y qué descubrió cuando empezó a ver el libro como un objeto?

Es cierto que la materialidad es un asunto que me importa y que, sobre todo, le importaba mucho a los lectores del siglo XVIII. Si usted toma un libro de aquella época puede sentir su papel. Y ese papel es completamente diferente al que estamos habituados hoy. Dado que las páginas de los libros eran fabricadas a mano, cada una de ellas tenía ligeras diferencias con la otra, lo que implica que había un gran conocimiento de la clase trabajadora que se involucraba en su producción. Aunque los anuncios de los libros en el siglo XVIII eran escasos, existían en algunas revistas, y es posible constatar que se referían directamente a la calidad del papel. De hecho, esos anuncios podían llegar a decir cosas como «impreso en el mejor papel de Angoulême». Esto muestra que el papel le importaba a los lectores, que había un interés concreto en el sustrato material de los libros y no solo en el mensaje que transmitían. En el siglo XVIII, las personas no consideraban el papel como algo ordinario y sin interés como lo hacemos nosotros ahora. Conviene recordar que el papel representaba al menos la mitad de los costos de producción de un libro, por lo que los editores pasaban mucho tiempo intentando conseguir un papel que fuera, a la vez, bueno y barato. Yo he visto cartas de lectores quejándose por la mala calidad del papel y señalando que las huellas dactilares de los impresores aparecían en las hojas y tapaban el texto. En una ocasión, encontré una huella dactilar en una copia de la Enciclopedia y logré saber quién era el hombre que había impreso esa página e incluso reconstruir un poco de su vida. Se trataba de un hombre nacido en el norte de Francia, en Normandía, que había aprendido su oficio en París, y que luego había tenido problemas con uno de sus maestros en Besançon. Esto me llevó a pensar que detrás de esa página y de esa huella, es decir, de la sustancia material del libro, se podía ver a un ser humano. Y esto me condujo a reflexionar, al mismo tiempo, sobre la relación entre la historia del libro y la historia del trabajo. El estudio de los libros y de su materialidad es también un modo de encarar la historia de aquellos que pusieron sus manos para hacerlos.

Profesor Darnton, permítame recuperar la idea de «temperamento» sobre la que hemos estado conversando previamente. Al leer sus obras, uno puede tener la sensación de que los libros de una determinada época pueden contribuir a formar un determinado temperamento. Lo que quiero decir es que, además de expresar ideas y visiones del mundo del momento, los libros pueden contribuir a «dar forma» a una visión del mundo y a una opinión pública. Y, en ese sentido, pueden, con mediaciones, impulsar la acción colectiva. En su viejo y amistoso debate con Roger Chartier, la pregunta era si los libros hacen (o no) revoluciones. Más allá de la frase que popularizó el debate, y que lo simplifica significativamente, está claro que la posición que usted adopta no sugiere un paso directo de la lectura a la acción política, sino que los libros pueden contribuir, como muchos otros factores, a una cierta radicalización en una sociedad, a crear un cierto estado de ánimo. Siempre he pensado que aquel debate con Chartier no había tantas disidencias como podía parecer a priori. ¿Cuáles eran realmente los puntos en tensión, si es que realmente los había?

Roger es un gran amigo mío y hemos trabajado juntos durante muchos años, por lo que, efectivamente, nuestros debates siempre han sido muy amistosos. En su libro sobre los orígenes culturales de la Revolución francesa, Roger argumentó que la Ilustración fue inventada por la revolución y utilizada luego como una forma de legitimarla. En torno a eso, considero totalmente cierto que Francia construyó su Panteón y puso allí a todos aquellos héroes filosóficos que habían precedido a la Revolución, desde Voltaire a Rousseau. Pero pienso, al mismo tiempo, que la Ilustración existió como tal y así fue reconocida por gente de la época. Aunque no hablaban de Ilustración, sino de «Siglo de las luces», no hay dudas de que la Ilustración constituía una fuerza real antes de que se produjera la Revolución. Ahora bien, ¿eso significa que los libros, y especialmente los libros de los filósofos ilustrados, causaron la Revolución? No. Por supuesto que no. Creo que esa es una noción de causalidad demasiado simple. Y no creo que Roger sostenga esa noción tampoco. Así que creo que ninguno de los dos argumentaríamos que los libros causaron la revolución en algún tipo de causalidad directa. Es decir, ni Roger ni yo diríamos que la producción de un libro conduce a la venta de un libro y que esta conduce a la lectura de un libro y que esa lectura lleva a otra lectura que es colectiva y que eso finalmente conduce a la acción. Ese sería un argumento demasiado simple. Entonces, como usted dice, ¿cuál es la diferencia principal entre Roger y yo? Y debo decirle que no estoy seguro de que tengamos una diferencia fundamental. Es cierto que, en su último trabajo, Roger se ha interesado por los textos en sí mismos, por su fluidez al pasar de una lengua a otra y por la traducción. Y, también, por la forma en la que evolucionan con el tiempo. Todo eso me resulta realmente fascinante, pero es diferente de lo que me interesa estudiar a mí. Yo estoy intentando entender cómo los libros son parte de un sistema de información, junto con la transmisión oral, las imágenes y la música. Por cierto, con Roger tuvimos un debate sobre antropología y simbolismo. Roger pensó que en mi trabajo sobre la matanza de gatosutilizaba una idea de simbolismo según la cual una cosa simbolizaba la otra. Yo traté de plantearle que los antropólogos no entienden el simbolismo de esa manera. Los símbolos son multivocales, significan muchas cosas diferentes. Parte del atractivo de la comunicación simbólica, como en la gran matanza de gatos4, es que puede querer decir diferentes cosas al mismo tiempo, lo que hace que los mensajes se refuercen mutuamente y sean mucho más ricos, más interesantes. La gente lo sabía en aquella época. Los trabajadores ordinarios lo sabían. Así que creo que un concepto antropológico del simbolismo es útil para desarrollar una historia general de la comunicación, que es realmente donde me sitúo en este momento.

 Ya que menciona La gran matanza de gatos me habilita a preguntarle algo sobre su relación con la teoría social. Es justamente en ese libro en el que se observa claramente que usted, como historiador, apela también a métodos y conceptos propios de la antropología, particularmente la de autores como Clifford Geertz y Mary Douglas. Algo similar puede decirse de la sociología, de la que usted se ha valido también en The Revolutionary Temper, donde son muy visibles algunos conceptos de Durkheim, pero también de Erving Goffman. ¿Qué siente que le debe, como historiador, a estas disciplinas de la teoría social?

Desde aquellas primeras tutorías en Oxford, entendí que la teoría social debe ser vista como un andamiaje que hace posible un edificio. Por eso en mi trabajo he recurrido a Clifford Geertz, a Erving Goffman o a Pierre Bourdieu. Son teóricos que me ayudan a crear ese edificio. Es cierto que yo no hablo de ellos explícitamente. No soy un teórico ni un filósofo. Y, como historiador, nunca he querido comenzar mis libros con una suerte de discurso del método o con una explicación del marco teórico. He preferido que eso esté implícito en mis libros. Pero creo que un lector bien informado puede ver que tomo ideas prestadas de Bourdieu, Geertz, Mary Douglas o Victor Turner. Dado que The revolutionary temper es un título bastante inusual, creí que era necesario explicar qué quería decir con «temperamento» y también a qué aludía al utilizar la idea de «conciencia colectiva», proveniente de Durkheim. Así que en mi último libro hay, más explícitamente, un reconocimiento de las cuestiones teóricas. Entre ellas se destaca Goffman, quien explicó magníficamente la comunicación teatral, algo que me fue útil para explicar la teatralidad que reinaba en las calles de París. La teatralidad es un modo de aprehender la realidad. Y esto es algo que también interesó a antropólogos como Turner o Geertz y a uno que yo admiro profundamente: Evans-Pritchard, quien fue capaz de recrear el mundo mental de algunos de los pueblos que estudió. En The revolutionary temper yo intenté recrear un mundo mental. Y, por supuesto, me valí de herramientas de los antropólogos para hacerlo. Pero, como le comentaba, una vez más evité un discurso preliminar sobre la teoría. Simplemente los mencioné esperando que los lectores informados, gente como usted, reconocieran el argumento que había detrás.

 

Profesor Darnton. Me gustaría preguntarle por un libro en el que desarrolla un estudio de «historia comparada». Me refiero a Censores trabajando, en el que analiza la censura de libros en la Francia del siglo XVIII, en la India británica del siglo XIX y en la Alemania comunista del siglo XX. En este último caso, el de Alemania Oriental, usted tuvo la inestimable oportunidad de ver el proceso de caída del régimen desde dentro, pero también de entrar en contacto directo con censores. Le pregunto, por un lado, de qué modo veían aquellos censores su propio trabajo. Y, en segundo lugar, qué implicó para usted la experiencia de encontrarse con censores reales en un contexto tan particular como el de la caída del régimen comunista de la Alemania Oriental.

Fue un momento realmente extraordinario que me encontró justo en el lugar donde estaban sucediendo los hechos. En aquel tiempo yo era becario del Instituto de Estudios Avanzados de Berlín, a dónde había sido invitado a escribir un libro sobre la Francia del siglo XVIII. Pero todo empezó a moverse muy rápidamente y la situación en Alemania comenzó a agitarse. A medida que la crisis se desarrollaba, me vi tan envuelto en ella que abandoné mi monografía sobre Francia y pasé mi tiempo yendo a diversas manifestaciones y viajando a Alemania Oriental, donde conocí a algunos editores y escritores. Recuerdo que uno de ellos me dijo: «Has estado trabajando sobre censores del siglo XVIII. ¿Te interesaría conocer a un censor actual?». Y yo le respondí que por supuesto, que estaba muy interesado. Este escritor organizó una reunión con uno de esos censores, alertándolo previamente que yo era un investigador y que no estaba, en ningún modo, en una caza de brujas. Es decir, que no estaba tratando de exponerlos, sino que solo quería entender cómo funcionaba su trabajo y cómo lo hacían. Ya con todo arreglado, me dirigí al número 90 de la Clara-Zetkin-Strasse, ubicado solo a dos manzanas al este del Muro de Berlín y me encontré con dos censores, un hombre y una mujer. Ninguno de ellos había tenido previamente contacto con un estadounidense y, a pesar de que estaban solo a 50 metros de distancia, tampoco habían estado en Alemania Occidental, al otro lado del Muro. Así que yo era una suerte de animal extraño que estaba allí, en su oficina, preguntándoles por su trabajo. Eso sucedía, además, en un contexto muy particular, porque la República Democrática Alemana se había derrumbado, pero aún no se había producido la unificación. Esto implicaba que las personas con las que me encontré eran burócratas que trabajaban en un sistema que todavía existía, aunque su Estado ya no existiera. Así que se presentaban a trabajar sin tener ningún trabajo que hacer. Y eran personas que, al menos así sucedió conmigo, estaban dispuestas a hablar. Recuerdo que la charla comenzó de una manera interesante, pero también algo incómoda, porque uno de mis interlocutores me dijo: «Usted tiene censura en su país». Yo lo miré y le pregunté «¿cómo?». A lo que me respondió: «La censura es el mercado». Le dije que había oído ese argumento antes, pero que él era, efectivamente, un censor, una persona que trabajaba de censurar. Así que le pregunté: «¿Qué es para usted la censura? ». Y él me contestó: «Es planificar la literatura». Y siguió diciendo: «La literatura debe ser planificada como todo lo demás en una sociedad socialista». En ese momento metió la mano en su escritorio y sacó un documento muy grueso, de cientos de páginas, que era el plan para la literatura de Alemania Oriental en el año 1990. Ese fue, por supuesto, un plan que nunca se aplicó. Luego, me dio otro documento anexo que sustanciaba las bases ideológicas del plan preparado para el Partido Comunista. Esta era, como puede ver, una forma de pensar la literatura completamente distinta a la que usted y yo podemos estar acostumbrados.

Llegado a este punto, usted tuvo, además, la oportunidad única de ingresar en los archivos del Partido Socialista Unificado de Alemania –el nombre oficial del Partido Comunista– en el mismo momento en que se estaba disolviendo. ¿Qué encontró en esos archivos? Al analizar los documentos reales de la censura, ¿encontró alguna diferencia con lo que le habían dicho los censores?

Así es. Luego de estudiar el plan y la justificación ideológica anexa a él tuve una larga conversación con los censores y me hice una idea bastante clara de lo que ellos pensaban que estaban haciendo. Pero como no era tan ingenuo para tomarme todo lo que me decían literalmente, fui hasta los archivos del Comité Central del Partido Comunista. Recuerdo que tomé el S-Bahn, llegué allí y simplemente entré. En el Comité Central tampoco habían visto nunca a un visitante estadounidense. Les comenté que quería leer la información disponible sobre la censura y rápidamente entendí que eso era muy complejo porque tenían cientos de miles de páginas en papel sobre ello. Finalmente, un archivero muy amable me dijo que si no me interesaban los escándalos personales y solo quería entender cómo funcionaba el sistema, él podía decirme qué expedientes consultar. Y así lo hice. Comencé a leer esos archivos y, durante cinco años, regresé en cada uno de mis períodos libres y de vacaciones. En definitiva, pasé mucho tiempo en los archivos del Partido Comunista, donde, por ejemplo, encontré que los censores que yo mismo había entrevistado habían sido, en realidad, muy estalinistas en determinados momentos. Había un memo de su jefe, a quien habían admirado mucho, relativo a una reunión en la que el Partido Comunista estaba considerando si publicar o no las obras de Kierkegaard. Y en ese memo, aquel burócrata sostenía que no se debía publicar a Kierkegaard, y tampoco a Schopenhauer, Freud o Nietzsche, argumentando que eran escritores burgueses que favorecían el individualismo y que ese individualismo no era adecuado para una República socialista. Quedé muy sorprendido con aquellos documentos y se me hizo evidente que esa planificación socialista de la literatura excluía todo lo que conocemos como literatura modernista. Fue realmente una experiencia fascinante.

Allí aparecía, de hecho, la historia de Volker Braun, un escritor marcado como peligroso por el Partido Comunista…

Sí. En los archivos había muchos dossiers sobre Volker Braun, el héroe de los jóvenes alemanes del Este y autor de un libro titulado La novela de Hinze-Kunze. Esa novela, inspirada en Jacques el fatalista de Diderot, podía leerse como una sátira de un apparatchik que tenía su propio chofer y que salía en auto junto a él por las calles de Alemania Oriental tratando de seducir chicas. Este libro puso a Braun en problemas muy serios con la censura, tal como lo detecté en los archivos. Lo cierto es que Braun tuvo numerosos problemas con la censura durante muchos años, a tal punto que el ministro de cultura y un alto funcionario lo definieron como una persona peligrosa que se apartaba de la línea del partido, por lo que debía ser disciplinado. Ese disciplinamiento implicaba que Braun debía hacer una confesión de fidelidad al régimen y la línea del partido, a cambio de lo cual podría obtener publicaciones en una casa editorial e incluso leer Die Zeit, un periódico de Alemania Occidental. Además, se le ofreció un viaje a Cuba, a dónde iría acompañado de un miembro del Partido, a fin de que pudiera reunir material para terminar una obra que estaba escribiendo sobre el Che Guevara. De hecho, fue eso lo que sucedió. Braun fue a Cuba, pero al volver entró en conflictos muy fuertes con los censores porque el texto de su obra, titulada Guevara, oder Der Sonnenstaat [Guevara, o el Estado del Sol] era inadmisible para el partido. La obra teatral de Braun mostraba al Che Guevara como un héroe, mientras que retrataba a Fidel Castro como parte de una revolución que se estaba osificando. Para Braun, Guevara constituía la expresión del verdadero espíritu revolucionario, mientras que Castro representaba la burocratización del régimen. Esto horrorizó a los censores, que lo obligaron a reescribir el primer y el último acto. He visto los borradores, tengo copias conmigo y, honestamente, podría escribir un inmenso volumen sobre todos los cambios que le exigieron que hiciera. Finalmente, se modificó la obra y comenzó a ensayarse, pero trece días antes de su estreno en Berlín, el embajador cubano irrumpió en el Ministerio de Cultura afirmando que la obra de Braun difamaba a Fidel Castro y que era indignante que fuera a ser estrenada. Eso, lógicamente, generó serios problemas, a tal punto que los censores debieron elevar el asunto al jefe del Estado, Erich Honecker quien, en persona, tomó la decisión de cancelar la obra en el último minuto. Siempre he pensado que solo esta historia merecería una tesis doctoral.

Ya que estamos conversando sobre el caso de la censura en la RDA, quiero volver a un artículo suyo titulado Aventuras de un germanófobo, publicado en esa misma época. En ese texto, en el que usted relata los acontecimientos que estaban sucediendo en Alemania en primera persona, hace también alusiones muy claras al periodismo y a la historia de su padre, corresponsal de guerra asesinado en la segunda guerra mundial. Tanto en ese texto como en El periodismo: imprimimos todas las noticias que quepan, incluido en su libro El beso de Lamourette, usted defiende ese oficio en el que se inició y que también ejercieron tanto sus padres, y que sigue ejerciendo su hermano. ¿Qué significa, para usted, el periodismo? ¿En qué medida hay todavía, en usted, aspectos del periodismo que conviven con su trabajo historiográfico?

Usted sabe que entre los reporteros de periódicos hay un dicho: «el periódico de hoy es el primer borrador de la historia». Yo no lo creo. Creo que los periódicos son fuentes maravillosas, pero hay que utilizarlos con cuidado. Escribir un artículo de periódico es, de hecho, contar una historia. Y una historia se cuenta de acuerdo a ciertas convenciones narrativas que varían con el tiempo. En definitiva, diría que el periodismo tiene una historia que nos permite entender, valga la redundancia, su modo de contar historias. Tuve mi primer contacto con el periodismo durante unas vacaciones de verano cuando era estudiante. Gracias a los contactos de mi madre y a la reputación de mi padre, conseguí un trabajo en el Newark Star Ledger, un periódico local dedicado al crimen que me envió a cubrir noticias en la jefatura de policía. Eso no estaba nada mal, sobre todo teniendo en cuenta que en esa época la gente de los periódicos decía que si podías cubrir lo que sucedía en la jefatura de policía también podías cubrir lo que sucedía en la Casa Blanca, algo que creo que es revelador en sí mismo. Pasé mucho tiempo aprendiendo lo básico de como escribir noticias periodísticas, en especial las vinculadas al crimen. Pero realmente, como usted sabe, uno aprende haciéndolo. En el periodismo hay prisa, hay que tener los artículos a tiempo, hay que circunscribirse a una cantidad de palabras y, sobre todo, hay que comprender lo que los lectores están esperando. Se trata de aspectos del periodismo que no son para nada evidentes. Luego de mi experiencia en el Newark Star Ledger ingresé a trabajar, durante el verano, en la edición dominical de The New York Times y, luego de terminar mi doctorado en Oxford en 1964, trabajé durante un tiempo en la oficina londinense del mismo periódico. En ese momento yo aspiraba en convertirme, más que en un periodista, en lo que se conoce como un «reportero», un hombre de zapatos de cuero, un hombre honesto que sale a la calle y que está en contacto con la gente, que ve los acontecimientos con sus propios ojos y trata de darles un sentido en sus artículos. Mi padre, mi hermano, y luego también mi madre, habían trabajado en el New York Times y eso era lo que yo esperaba hacer también. Así que cuando terminé mi doctorado en Oxford, volví al Times como reportero regular, y lo hice nuevamente en la jefatura de policía cubriendo historias de crímenes. Créame que aquel era un mundo fascinante. Recuerdo que en la mesa de reporteros la actividad básica era jugar al póquer. Los reporteros estábamos todos sentados alrededor de una mesa, pero a veces participaban también algunos policías, y también en ocasiones algunos mafiosos. El problema era que había que pagar un dólar para poder entrar al juego y en aquel entonces eso era mucho dinero para mí, y no podía permitírmelo. Y, claro, yo no me atrevía a jugar con ellos, porque eran realmente muy buenos. Lo que quiero decirle es que yo estaba bien inmerso en ese mundo y me desenvolvía bien. Pero en determinado momento me di cuenta de que no era lo que verdaderamente me interesaba. Sabía escribir historias de crímenes, lo hacía permanentemente, pero sentía nostalgia por la historia. Recuerdo muy bien que yo tenía un libro de historia, una obra maestra, que era La cultura del renacimiento en Italia de Jacob Burckhardt y lo llevé conmigo a la jefatura de policía. Pero tuve que esconderlo debajo de una copia de Playboy porque leer una revista «para hombres» estaba bien en una delegación policial, pero leer Burckhardt no encajaba mucho. Así que escondí mi amor por la historia en una revista de sexo. Fue entonces cuando me dije: «espera un minuto. Realmente lo que amas es la historia». Y apenas me ofrecieron un trabajo en Harvard renuncié al periódico y me metí de lleno en la historia y he sido muy feliz desde entonces. Pero esto no merma en absoluto mi enorme respeto por los periodistas. Creo que hay una especie de integridad en el buen reportaje. Es algo que considero admirable. Y los propios periodistas saben quién es bueno en eso.


Uno que era bueno en eso y a quien usted conoció fue Meyer Berger, probablemente el mejor cronista de Nueva York de la historia y, al menos para mí, uno de los mejores periodistas de todos los tiempos. Hace relativamente poco, mientras preparaba esta entrevista, logré dar con un artículo del año 1943 en el que Meyer Berger recolecta las impresiones que usted le dio durante un paseo por ciudad de Washington. Lo que me resultó fascinante no es solo que usted tuviera cuatro años, sino que el artículo fuera firmado por usted y dijera debajo: «tal como fue grabado por Meyer Berger». ¿Quién fue para usted Meyer Berger?

Estoy realmente asombrado e impresionado de que haya leído ese artículo, que lleva mi firma de cuando yo solo tenía cuatro años. Y me alegra que mencione a Meyer Berger porque, para mí, era el hombre que representaba todas las cualidades del tipo de reportero que yo quería ser. Era un hombre capaz de transmitir las sensaciones y las vidas de la gente de a pie de una ciudad como Nueva York. Tuve la fortuna de conocerlo cuando yo era un niño muy pequeño y, como lo muestra aquel artículo, de pasar algún tiempo con él. Mike Berger –como se lo conocía popularmente– había sido amigo y compañero de periódico de mi padre, quien fue asesinado en la Segunda Guerra Mundial cuando trabajaba como corresponsal de guerra, algo que definitivamente me hizo sentir predestinado a trabajar de periodista. Recientemente he estado leyendo el libro en el que se compilan las columnas de Berger sobre Nueva York y me he maravillado nuevamente por su capacidad, no solo para transmitir un evento, sino para darle sentido a las personas involucradas en él. Mike Berger lograba eso sin ninguna pretensión, simplemente siendo un observador cuidadoso y un buen escritor. No es casual que la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia entregue un premio todos los años y que ese premio lleve el nombre de Meyer Berger. Creo, honestamente, que hay muy pocos historiadores que pueden transmitir la condición humana del modo en la que la transmitió él. Para mí, el reportero periodístico sigue siendo un ideal, sigue siendo la «sal de la tierra». Por supuesto, las cosas han cambiado mucho ahora. Cuando mi padre era uno de los principales reporteros de The New York Times, en las décadas de 1920 y 1930, el periódico era el principal medio de comunicación. No había noticias en la radio ni había televisión. En Nueva York había trece periódicos diarios, y esto sin hablar de aquellos que estaban en lenguas extranjeras. Aquel fue un tiempo fascinante, un tiempo en el que los maestros del periodismo, que eran hombres como mi padre y, por supuesto, como Meyer Berger, eran considerados como gente destacada. Sí, eran muy distintos a los profesores universitarios, pero eran personas muy profesionales y capacitadas en su oficio.

Permítame hacerle una última pregunta precedida de una afirmación: sus libros especializados no parecen estar escritos para ser leídos únicamente por otros especialistas. Quiero decir que, cuando uno lee sus libros, encuentra un estilo, una narrativa, una prosa clara, una vocación de dirigirse a un público amplio sin perder seriedad analítica. En el texto Writing News and Telling Stories [Escribir noticias y contar historias] usted menciona que, en The New York Times, se escribía pensando en una persona imaginaria, una niña de doce años, y que esto permitía el desarrollo de un determinado estilo. ¿En quién piensa cuando escribe sus libros de historia?

Si tuviera que decir para quien escribo, diría que para un público educado y amplio. Trato de escribir de una manera que pueda ser comprendida. Espero, también, conseguir un efecto evocador que pueda transmitirle a quienes leen las sensaciones y las experiencias del pasado, de la manera en la que Mike Berger comunicaba la sensación y los sucesos que se vivían en las calles de Nueva York. Como la gran mayoría de mis libros se basan en investigaciones originales sobre fuentes manuscritas que a veces son bastante esotéricas, intento comunicarme también con un público de historiadores y de otros profesionales de las ciencias sociales, lo que, en ocasiones, y sobre todo en los ensayos, requiere utilizar un lenguaje propio del campo. Creo, sin embargo, que una prosa expositiva clara puede llegar a ambos públicos: al de los historiadores profesionales y al de ciudadanos interesados en saber más acerca del pasado. Lo importante, para mí, y es por esto que creo en la historia como vocación, es comprender la condición humana. No podemos entenderla observando solo lo que ocurre en el presente. Personalmente, lamento mucho que el «presentismo» se haya instalado tanto en nuestra perspectiva de las cosas. Necesitamos una dimensión más profunda, una dimensión histórica. Si queremos comprender algo de la condición humana, de lo diferente que han sido los seres humanos a lo largo del tiempo, necesitamos la historia. A través de ella podemos ingresar en los modos en los que las personas comprendieron el mundo, y esto puede mejorar y enriquecer nuestras vidas. Por eso, como historiador, creo necesario comunicarme no solo con otros historiadores, sino con un público más amplio.      


  • 1.

    La Guerra de sucesión austríaca fue un conflicto bélico que se extendió entre 1740 y 1748. El motivo de la guerra eran los derechos hereditarios de la Casa Habsburgo de Austria. Mientras que Austria tuvo el apoyo del Reino de Gran Bretaña y Países Bajos, los príncipes alemanes tenían el apoyo del Reino de Francia y el Reino de Prusia.

  • 2.

    El año 2440. Un sueño como no ha habido otro, Akal, Madrid, 2016.

  • 3.

    El médico alemán Franz Anton Mesmer fue el creador de un sistema terapéutico, conocido como mesmerismo, que se considera como el precursor de la hipnosis moderna.

  • 4.

    La gran matanza de gatos tuvo lugar en la calle Saint Séverin a mediados del siglo XVIII cuando un conjunto de obreros-imprenteros asesinaron a todos los gatos de la zona. Los gatos, que eran apreciados por el dueño de la imprenta y por su esposa, fueron el blanco de la frustración de los obreros que vivían y trabajaban bajo condiciones de explotación. Robert Darnton escribió un famoso ensayo sobre este suceso que se inclyuye en el libro La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1987.

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