El arte de conversar con la historia
septiembre 2023
Desde hace décadas, Natalie Zemon Davis ha traido al presente voces peculiares del pasado. Sus últimos trabajos, enfocados en singulares personajes que permiten pensar cuestiones asociadas a la identidad y a los «lenguajes del pueblo», han contribuido a fortalecer el campo de la historia social. En esta entrevista, Zemon Davis repasa su obra, recuerda sus compromisos con la historia, su asociación con luchas políticas y su relación con intelectuales de diversas disciplinas.
Desde hace siete décadas, Natalie Zemon Davis bucea en los archivos históricos en busca de historias singulares. Cuando comenzó su carrera, con un minucioso trabajo sobre el protestantismo y los trabajadores de la imprenta de Lyon en el siglo XVI, Zemon Davis estaba dando claves de una pasión que la acompañaría hasta estos días: la de buscar aspectos sustanciales de la cultura popular con un exhaustivo rigor histórico. Desde ese momento, investigó y escribió sobre diversos personajes, entre los que se destacan Martin Guerre, León el Africano y una serie de mujeres singulares –como Glikl bas Judah Leib (Glickl von Hameln), Marie de L'Incarnation y Maria Sibylla Merian– con las que indagó en la historia social asociándola a cuestiones de género. Al día de hoy, Zemon Davis es una de las historiadoras sociales más importantes del mundo. Su vida combinó la historia con una serie de preocupaciones e intereses asociados a la política de izquierda, con la que se comprometió muy tempranamente. Ese compromiso, que emprendió junto con su marido Chandler Davis, la llevó a tener numerosas esperanzas, pero también a sufrir diversos sinsabores. En su labor histórica e intelectual se vinculó con historiadores como E.P. Thompson –con quien mantuvo una correspondencia que ha sido publicada en español en el volumen La formación histórica de la cacerolada (Libros Corrientes, 2018)–, Emmanuel le Roy Ladurie y Maurice Agulhon, entre muchos otros. Además, sostuvo exhaustivos vínculos con la antropología, relacionándose asiduamente con Victor Turner, Mary Douglas y Clifford Geertz.
Destacada como una de las figuras más prominentes de la historia social, Zemon Davis, nacida en Detroit, Michigan, en 1928, realizó sus estudios en el Smith College, el Radcliffe College y en la Universidad de Harvard. Se doctoró en Historia en la Universidad de Michigan en 1959. Catedrática emérita de Historia de la Universidad de Princeton y de la Universidad de Toronto, Zemon Davis ha sido docente en las universidades de Brown, de California y de Berkeley. Zemon Davis fue, además, presidenta de la Asociación Histórica Estadounidense.
Natalie Zemon Davis es autora de diversos libros que han sido traducidos a diferentes idiomas. Entre ellos se destacan Sociedad y cultura en la Francia moderna (1975); El regreso de Martin Guerre (1983); Fiction in the Archives (1987); Mujeres de los márgenes (1995); The Gift in Sixteenth-Century France (2000); Esclavos en pantalla: cine y visión histórica (2000); León el Africano (2006); Leo Africanus Discovers Comedy: Theatre and Poetry Across the Mediterranean (2021) y Listening to the Languages of the People: Lazare Sainéan on Romanian, Yiddish, and French (2022).
En esta entrevista, Zemon Davis dialoga con Nueva Sociedad sobre su trabajo historiográfico, sobre sus diversas obras y sobre la forma en la que pueden conjugarse la vida, la política y la historia.
En su extensa trayectoria como historiadora, usted ha escrito numerosos libros, muchos de los cuales le han valido un enorme reconocimiento en el mundo de los historiadores y, en términos más amplios, en el de las ciencias sociales. En algunos de ellos –como en El regreso de Martin Guerre, León el Africano y Mujeres de los márgenes– ha apostado por la reconstrucción minuciosa de personajes muy particulares que, en buena medida, tienen un aspecto en común: el de poner en tensión una cierta idea de identidad. En su último trabajo, Listening to the Languages of the People [Escuchando las lenguas del pueblo], usted continúa en ese camino, reconstruyendo el itinerario y la vida del lingüista y folclorista rumano Lazare Sainéan, nacido bajo el nombre de Eliezer ben Moses Şăin. ¿Cómo llegó a la historia de Saineán y en qué medida la vida de ese hombre le permite recuperar aristas para discutir la cuestión de la identidad desde un punto de vista histórico?
Supe de la existencia de Lazare Sainéan en los años 60, cuando trabajaba sobre François Rabelais. Durante el periodo francés de su vida, Sainéan fue el autor de La langue de Rabelais, un libro clásico escrito en la década de 1920 que sigue siendo de cierta utilidad hoy en día. En aquel momento, supuse que Sainéan era un protestante francés, un hugonote, porque muchos de ellos tenían nombres de pila tomados del Antiguo Testamento, y Rabelais era alguien por quien los eruditos protestantes franceses estaban interesados.
No fue hasta la década de 1990, cuando decidí trabajar en la autobiografía en yiddish de la comerciante judía del siglo XVII Glikl von Hameln, cuando volví a dar con él. En aquel momento estaba revisando un libro sobre la escritura en yiddish y me topé con un ensayo titulado Sainéan’s Accomplishments in Yiddish Linguistics [Los logros de Sainéan en la lingüística yiddish]. «¡Sainéan! ¿Qué hace aquí?», me pregunté. Al leer el ensayo, me enteré de que Sainéan había sido un pionero en el estudio serio de su propia lengua materna, el yiddish, y que también había trabajado la lengua rumana y los cuentos populares. Como tal, era otro de mis personajes «entre mundos», es decir, que participaba de mundos culturales diferentes. Y ese era justamente el tema sobre el que estaba interesada en trabajar y sobre el que efectivamente investigué desde la década de 1990.
Nacido en Ploesti, Rumania, en 1859, Sainéan se formó pronto en los ideales de la Haskalah, la Ilustración judía, y esperaba ser aceptado como judío y patriota rumano a la vez. Cuando el feroz antisemitismo de algunos círculos académicos rumanos se lo impidió –incluso después de su insensata decisión de convertirse al cristianismo–, se trasladó a Francia en 1900 e intentó forjarse una vida académica allí, con un éxito relativo. La historia de su vida y sus escritos es, entre otras cosas, una vía de acceso a los grandes temas del nacionalismo y la identidad cultural y política de la Europa de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.
Usted indaga en distintos aspectos de la vida de Sainéan: el de su vocación de ser, a la vez, judío y rumano –y la negativa de Rumania a asumir a un judío como tal–, el de su rechazo al camino sionista emprendido por sus amigos Gaster y Schwarzfeld, el de su papel en la difusión del yiddish, el de su posterior conversión al cristianismo ortodoxo y el de su rol como folclorista. Pero usted también analiza, hacia el final del libro, la forma en la que dos escritores judíos –Meyer Abraham Halevi y Leo Spitzer– consideraron la vida de Sainéan como judío y como erudito. ¿Cuál fue esa recepción? ¿Cómo fue leído posteriormente y cuánto pesaron las cuestiones de identidad en esas diversas lecturas?
Debo decirle que, hasta hace pocos años, Mayer Abraham Halevi y Leo Spitzer se contaban entre los pocos eruditos que habían escrito sobre Sainéan. Desde el sionismo, Halevi, fallecido en 1977, criticaba a Sainéan por «asimilacionista», pero se tomaba en serio sus escritos sobre el yiddish, mientras que Spitzer, un distinguido filólogo alemán fallecido en 1960, se mostraba indiferente ante su conversión y consideraba que su contribución había sido infravalorada. Es posible que la falta de reseñas de su obra posterior en revistas académicas judías se debiera a su conversión. Sin embargo, una vez que se trató el contenido de su obra, se lo tomó en serio por derecho propio.
Me resulta imposible obviar que Sainéan se suma a una larga lista de personajes judíos sobre los que usted ha escrito. Pienso, por ejemplo, en las páginas que le dedicó a Glikl bas Judah Leib –cuya autobiografía en yiddish permitió dar cuenta de la vida de los askenazíes en el siglo XVII– y en su artículo sobre el célebre rabino italiano León de Módena (Yehudah Aryeh Mi-Modena). ¿En qué medida ha influido su identidad judía en el estudio de estas y otras historias?
Como usted sabe, mis primeros trabajos en historia social giraron en torno de los vínculos sociales del protestantismo primitivo y los primeros sindicatos, especialmente en la industria gráfica francesa. En la década de 1950, cuando comencé mi carrera como historiadora, la historia social era algo nuevo y apasionante. Además, el francés era mi lengua principal para los estudios europeos, con el italiano y el latín disponibles cuando era necesario. Para trabajar seriamente sobre figuras como Glikl y León de Módena se requiere también el conocimiento del hebreo, que yo no tenía. Pero lo más importante es que sus vidas no me conducían al tipo de enfoque y a los temas sobre los que yo indagaba en aquel momento.
La primera vez que me fijé en Glikl fue a finales de la década de 1960, cuando buscaba textos para un nuevo curso sobre la historia de las mujeres. Se trataba de una fuente fascinante para los alumnos, y estaba disponible una traducción al inglés. El hecho de que resultara ser judía fue una ventaja añadida para los estudiantes, ya que yo quería ejemplos de textos de católicos, protestantes y judíos si podía encontrarlos.
En cuanto a León de Módena, recurrí a él por primera vez en los años 80, luego de trasladarme de la Universidad de California en Berkeley a la Universidad de Princeton. Pensé que sería interesante introducir un texto judío en mis cursos en lo que imaginaba que sería una universidad muy goyishe1. Para mi alegría, descubrí que el joven Mark Cohen acababa de ser contratado allí para enseñar historia judía y nos asociamos para impartir un seminario sobre el periodo moderno temprano, basado en textos primarios. A través de él conocí al fascinante León de Módena y su autobiografía.
Creo que es importante estudiar estas figuras dentro de una perspectiva europea más amplia, así como en el marco de la propia historia judía tradicional. Pensé que esta perspectiva más amplia era la que yo podía aportar a un curso impartido con un especialista erudito.
Estamos hablando de identidad, escritura y judaísmo. Permítame, en ese sentido, preguntarle por su propia familia. ¿Cómo estaba conformada y de dónde provenían? ¿Tenían antecedentes fuertemente religiosos? ¿Se hablaba en yiddish en su hogar? Y ¿cómo impactaba en usted, siendo niña y adolescente, esa identidad judía?
Tanto mi padre como mi madre nacieron en Estados Unidos –mi padre en Detroit y mi madre en Burlington, Vermont–, pero la mayoría de sus antepasados eran de Europa del Este: Lituania, Polonia y Bielorrusia. En mi casa, sin embargo, no se hablaba yiddish, dado que mi padre no sabía el idioma. Mi madre, en cambio, lo hablaba con sus hermanas cuando no quería que mi hermano y yo entendiéramos lo que decía. A instancias de mi padre, liberal y educado en la universidad, no manteníamos una estricta observancia kosher en casa, aunque se encendían velas los viernes por la noche y cenábamos a menudo con mis abuelos paternos, que eran más observantes.
Ciertamente, la identidad judía era muy importante para mí, aunque no tanto por su contenido religioso, sino por el lugar que me permitía labrarme en mi mundo juvenil. Vivíamos en un vecindario predominantemente gentil y podía verme a mí misma ocupando un lugar algo independiente en el mundo. Eso, en cierto modo, también producía miedo, en tanto siempre existía el peligro de algún tipo de expresión antisemita. Pero al mismo tiempo, esa situación me proveyó una base para el pensamiento independiente, que creo que fue una verdadera fortaleza más adelante.
Usted comenzó sus estudios en el Smith College, donde se graduó en 1949. ¿Qué supuso, para usted, su paso por esa institución? ¿En qué medida influyó en los intereses que, posteriormente, fue formando como historiadora? ¿Fue allí cuando se encontró con la obra de Marx y con la de su admirado Vico?
Los años que pasé en el Smith College, que se extendieron entre 1945 y 1949, fueron muy importantes en mi desarrollo intelectual y, de hecho, fueron un auténtico deleite. Me encantaban los cursos de historia, literatura y los de estudios religiosos. Por supuesto, la posibilidad de investigar en la biblioteca, así como la de escribir una tesis sobre un tema original, me parecieron fascinantes. Y, efectivamente, fue allí donde leí a Vico y a Marx, y lo hice incluso en la excelente clase de historiografía que se exigía a todos los estudiantes del programa de honores. Marx me hizo reflexionar sobre el carácter y la importancia de las clases sociales. De hecho, cuando algunos años más tarde desarrollé mi tesis doctoral sobre el protestantismo y los trabajadores de la imprenta de Lyon, intenté poner a prueba sus ideas sobre la clase y la elección religiosa (¡y descubrí que no cubrían el caso de Lyon!). De Vico me fascinaron las sutiles formas en que conectaba la vida cultural con la vida socioeconómica, aun cuando lo hiciera de una forma demasiado esquemática. Su teoría cíclica del cambio histórico también me interesó mucho, aunque no la adopté porque, nuevamente, encontré demasiados esquematismos en ella.
Durante su tiempo en el Smith College, usted no solo encontró una comunidad educativa amplia, sino también un espacio en el que se desarrollaban y discutían muchas ideas de izquierda. ¿Cómo era el clima ideológico y político y de qué manera se involucró usted en esas actividades? He leído que, durante un tiempo, usted escribía canciones. ¿A qué apuntaban exactamente?
Estudié en Smith justo después de la guerra. Era una época de esperanza, de aspiración al futuro, de lucha por el control de la energía atómica, por la creación de un mundo pacífico. Crear un entendimiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética constituía entonces una prioridad absoluta, como también lo era la de encontrar una forma más justa de distribuir y compartir la riqueza. En el Smith, había varias agrupaciones políticas diferentes: los socialdemócratas y liberales, asociados a Americans for Democratic Action, y los grupos de izquierda, progresistas y comunistas, que eran más pequeños y se asociaban directamente al Partido Progresista o al Partido Comunista. Yo participé tanto del centro de estudiantes del Smith como de lo que llamábamos «consejo judicial», que se ocupaba de arbitrar en los conflictos estudiantiles. Y en términos de actividades políticas propiamente dichas, me involucré más claramente en las desarrolladas por los Jóvenes Progresistas.
Es cierto que escribí canciones cuando estaba en el Smith, pero eran canciones escolares o de clase, no canciones políticas. La más divertida, de la que hoy me avergüenzo un poco, era una versión de la canción «You Can't Catch a Man with a Gun» [No puedes atrapar a un hombre con una pistola], que formaba parte de una popular comedia musical, Annie Get Your Gun. Mi canción decía «No puedes atrapar a un hombre con un cerebro». Usted puede imaginarse muy bien cómo me siento hoy al respecto, pero también debo decirle que la canción es muy divertida y que, según me han dicho, todavía se canta.
¿Fue durante ese período cuando conoció a quien sería su marido, el reconocido matemático Chandler Davis? ¿Se conocieron a través de actividades vinculadas a las luchas progresistas de aquel tiempo? Entiendo que, además de estar comprometido con las causas y las luchas progresistas de la izquierda, Davis era de origen cuáquero: un grupo históricamente muy comprometido con la justicia social…
Si, fue en esa época cuando conocí a Chandler. Era el verano de 1948 y yo había decidido tomar unos cursos de historia de la ciencia en la escuela de verano de la Universidad de Harvard, donde, por entonces, Chandler estudiaba matemática. Lo vi por primera vez en una reunión de la Juventud Progresista. Era un hombre guapo y recuerdo que tenía una paleta de ping pong entre las manos. Entonces le dije: «Yo juego al ping pong». Dos meses después estábamos casándonos.
Ciertamente, la de Chandler era una familia comprometida. Se trataba de una antigua familia estadounidense; muchos de sus miembros estaban en el país desde antes de la Revolución. Varios de ellos eran cuáqueros que habían llegado a Estados Unidos huyendo de la persecución que sufrían en Inglaterra, mientras que otros, que llegaron más tardíamente, provenían de Alemania, donde habían participado activamente en movimientos liberales. Algunos antepasados de su padre –por parte de los Hallowell– fueron abolicionistas muy activos y sirvieron como coroneles de las tropas negras de Massachusetts durante la Guerra Civil. Tuvieron que disculparse ante sus reuniones cuáqueras después de la guerra porque violaron el compromiso pacifista de la Sociedad de los Amigos. Pero, por supuesto, estaban muy orgullosos de su apoyo y de su lucha por la abolición de la esclavitud.
Usted y su marido sufrieron la persecución del Comité de Actividades Antiaestadounidenses de la Cámara de Representantes. ¿Cómo vivieron ese proceso? ¿Qué supuso para usted en términos de sus propias actividades académicas?
Efectivamente, era una época difícil. Mi marido fue citado por el Comité de Actividades Antiestadounidenses de la Cámara de Representantes y le hicieron preguntas sobre su pasado y sus actividades políticas. Decidimos que debía aprovechar la oportunidad para poner a prueba la constitucionalidad del Comité, así que se negó a responder las preguntas amparándose en la primera enmienda de la Constitución, que protege la libertad de expresión. Esto dio lugar a un proceso judicial, que nunca obtuvo certiorari2 en el Tribunal Supremo. Pero algunos de los argumentos que Chandler utilizó en su escrito bien pudieron influir en las decisiones posteriores de algunos de los jueces y, en última instancia, condujeron al fin de la inquisición maccartista. Chandler pasó varios meses en prisión por «desacato al Congreso» y, aunque contaba con mucho apoyo de la comunidad matemática y tenía ofertas de trabajo en Estados Unidos, el Departamento de Estado intervenía e impedía que lo contrataran. Así que se trasladó a Canadá, donde le habían ofrecido un puesto de titular en el Departamento de Matemática de la Universidad de Toronto.
El Comité no me citó ni se puso en contacto conmigo de ninguna otra forma, aunque había sido autora de Operation Mind, un folleto que lo atacaba directamente. Esa había sido una de las cosas por las que se había interrogado a Chandler, pero el Comité no tenía conocimiento de la autoría, ¡solo de que Chandler había pagado la factura de impresión!
En mi ensayo Experiencing Exclusion [Experimentar la exclusión], recogí algunos aspectos de este periodo y lo que implicó para mi beca de investigación. En buena medida, comento que mi trabajo sobre la historia de la imprenta en Lyon durante el siglo XVI se desvió hacia la consideración de la prohibición de los libros religiosos, la creación del Índice y la impresión de libros de forma clandestina. Así que, de alguna manera, el Comité de Actividades Antiestadounidenses condujo mi trabajo y mis investigaciones en una nueva dirección.
Acaba de mencionar su trabajo doctoral, que se vinculó a la relación entre el protestantismo y los trabajadores de la imprenta en Lyon. Usted viajó a esa ciudad en 1952 para desarrollar su investigación. ¿Cómo se decantó por esa temática, que luego la acompañaría de diversos modos durante toda su carrera como historiadora? ¿Qué fue lo que la atrajo del estudio de la Francia del siglo XVI y qué encontró durante su viaje a Lyon? ¿Se vinculó, de un modo u otro, con el mundo intelectual e historiográfico francés de la posguerra?
Realmente, desde hacía tiempo que me gustaba la lengua francesa y me interesaba Francia, particularmente su experiencia durante la guerra y la expresión de la vida cultural parisina después de la Segunda Guerra Mundial. Todo aquello me parecía, a la vez, fascinante y glamoroso. Por otra parte, durante mi tiempo en el Smith College viví en una casa francesa, donde hablábamos francés todo el tiempo. Además, seguía los acontecimientos de Francia desde lejos.
Lo cierto es que la elección de mi tema de doctorado se vinculó directamente con mi interés en la historia social de la Reforma protestante. Era un enfoque nuevo en aquellos años, en los que gran parte de la erudición se limitaba a la teología y a los conflictos doctrinales. Por importantes que fueran, limitaban la historia religiosa a los eruditos, a los que estaban en la vanguardia. Yo quería incluir a «la gente». Leí Ouvriers du temps passé [Obreros de tiempos pasados], de Henri Hauser, supe de los obreros de la imprenta de Lyon y su huelga, y entendí que ya tenía mi tema.
Por cierto, debo decirle que, cuando llegué, me encantó Lyon. Conocí a estudiantes franceses en los restaurantes estudiantiles, todos muy implicados en la política de la época. Algunos se volvieron amigos míos para toda la vida, por lo que sigo en contacto con ellos.
¿Fue en ese contexto en el que desarrolló un interés por la Escuela de los Annales? ¿En qué medida se sintió influida por historiadores como Lucien Febvre –autor, de hecho, de un trabajo sustancial sobre el protestantismo, como lo fue su biografía de Martín Lutero– y Marc Bloch? ¿Qué impresión le produjeron, luego, los trabajos de otros historiadores franceses, como Emmanuel Le Roy Ladurie o Maurice Agulhon?
Ciertamente, Marc Bloch fue la principal figura que captó mi atención. Leí su Apología para la historia o el oficio del historiador cuando estudiaba en el Smith y me conmovió profundamente. Era judío como yo y amante de Francia como yo. Y yo admiraba tanto su visión histórica y el estilo de su obra sobre el feudalismo que seguí estudiándolo como estudiante de posgrado y en años posteriores. Mucho más tarde, a finales de los años 80 y principios de los 90, volví a Febvre y Bloch como parte de un amplio estudio sobre la respuesta de los historiadores a la ocupación alemana de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente a las políticas de censura introducidas por el gobierno de Vichy. Examiné los números de la revista Annales publicados durante aquellos años para ver cómo incluían, pero a la vez ocultaban, a los autores judíos. En cuanto a Febvre, realicé un gran estudio, del que disfruté mucho tanto investigando como escribiendo, que culminó en un ensayo titulado Rabelais entre los censores. En él comparé las estrategias que utilizó Rabelais para que su obra pasara la censura católica en Francia con las que utilizó Febvre para que sus publicaciones pasaran la censura de la Francia de Vichy. Por cierto, en cuanto a Emmanuel Le Roy Ladurie y Maurice Agulhon, sus obras, desde el principio, me impresionaron mucho. Sentí complicidad con ellos y con su enfoque. Compartíamos las mismas preocupaciones: con Maurice, las formas de vida colectiva, las cofradías y las fiestas; con Le Roy, la vida campesina. Y, más tarde, Le Roy fomentaría mi interés por el cine.
Profesora, ya que hablamos de relaciones e influencias, me gustaría preguntarle, antes de profundizar en su obra, por su relación con la antropología. En muchas de sus obras esa conexión es bastante evidente. ¿Qué autores la acercaron inicialmente a la introducción de elementos antropológicos en su investigación? Y, por ejemplo, ¿qué relación tuvo con antropólogos como Mary Douglas y Clifford Geertz?
Recurrí a fuentes antropológicas para resolver el enigma de las cencerradas3. En aquel momento, intentaba dar sentido a esas ruidosas manifestaciones de enmascarados que llevaban a cabo en las calles de Lyon los obreros de la imprenta, pero también, según iba leyendo, el menu peuple [el pueblo sencillo], los comerciantes, artesanos y campesinos de diversos lugares. ¿Por qué a veces los hombres se dejaban pegar por sus mujeres? ¿Y por qué a veces era al revés? Y qué interesante que pudieran ser desviados de este enfoque doméstico hacia un fin político.
Los textos históricos no me sirvieron de mucho y entonces, aconsejada por un amigo antropólogo, recurrí a los escritos del etnógrafo Arnold van Gennep y conocí la larga historia de la protesta ruidosa y los variados usos de la cencerrada. A través de mis publicaciones sobre el tema (The Reasons of Misrule y otros ensayos), llegué a oídos del antropólogo Victor Turner y su equipo, y entablé un intercambio con ellos. Un poco más tarde, conecté con Mary Douglas, a través de un interés compartido por la piedad y la pobreza. A Clifford Geertz, lo conocí primero por sus maravillosos escritos y su famoso ensayo La interpretación de las culturas. Luego, cuando llegué a Princeton, pude conocerlo personalmente. En ese entonces, Robert Darnton impartía un curso con él, y algunos años, cuando Bob estaba de licencia, me hacía cargo del curso con Cliff. Era muy interesante enseñar con él. A menudo se quedaba en silencio pensando durante un rato y luego hacía un comentario extraordinario.
En 1975, usted publicó un libro que rápidamente se convirtió en un clásico. Me refiero, por supuesto, a Sociedad y cultura en la Francia moderna, donde recopiló ocho ensayos que analizaban diferentes dimensiones de la Francia del siglo XVI. Una de las principales características de su libro es el papel activo que atribuye a los individuos y a los diversos grupos sociales y religiosos. A lo largo de diferentes textos, su postura contrasta con la de quienes han tendido a considerar a los individuos y a los grupos o bien como excesivamente «sobredeterminados» por las estructuras o, por el contrario, como seres anómalos e inestables. En su ensayo sobre los ritos de la violencia, por ejemplo, se inspira en ideas de George Rudé, E. P. Thompson y Charles Tilly, sugiriendo que deberíamos ver a los alborotadores urbanos no como parte de masas miserables, desarraigadas e inestables, sino como hombres y mujeres con intereses concretos que participan activamente en su comunidad. ¿Por qué le pareció importante hacer hincapié en la agencia de los grupos sociales en ese contexto? ¿Hasta qué punto participó en debates con otras perspectivas históricas que hacían más hincapié en las determinaciones que en la agencia?
Ciertamente, mi interés por la agencia dialogaba con los historiadores sociales que se centraban en las fuerzas que rodean a los actores históricos e influyen en ellos. Yo no pretendía, bajo ningún concepto, descuidar esas fuerzas, pero quería dejar espacio libre a la iniciativa de los grupos y de los individuos que formaban parte de ellos. Conocía a estas personas por los expedientes judiciales y quería darles vida como actores históricos que, condicionados por su época y las opciones que tenían ante sí, tomaban decisiones sobre qué hacer. Por ejemplo, cuando descubrí que los primeros tipógrafos protestantes cantaban himnos calvinistas a los clérigos católicos (en la época de mi tesis doctoral) o cuando encontré mendigos ruidosos que influían en los dirigentes municipales del siglo XVI (como en mis primeros trabajos sobre la reforma de la asistencia social y la ayuda a los pobres en la Lyon del siglo XVI), estaba siguiendo las pistas que me habían dejado los propios actores del siglo XVI.
Quisiera detenerme en uno de los textos de su libro. Me refiero a «Las razones del mal gobierno», su minucioso estudio sobre las cencerradas al que recién hacía referencia. Originalmente publicado en la revista británica Past and Present, ese texto, que ciertamente entroncaba con la llamada «historia desde abajo», la condujo a entrar en contacto con E.P. Thompson –quien estaba trabajando sobre la forma inglesa de la cencerrada, conocida como rough music o skimmington ride–. ¿Qué supuso para usted ese encuentro con Thompson y el hecho de que él le escribiera al leer su trabajo? ¿Qué ideas o reflexiones le suscitó aquella correspondencia que mantuvieron durante algunos años? Y permítame preguntarle algo más. En una de sus cartas, fechada el 29 de abril de 1970, Thompson dice: «¿Qué Zeitgeist es el que nos ha llevado a dos o tres de nosotros, de forma independiente, a empezar a examinar los mismos problemas y plantear preguntas relacionadas?». Quisiera preguntarle exactamente eso que se preguntaba entonces.
Debo decirle que realmente me entusiasmé cuando oí hablar a E. P. Thompson de su trabajo sobre la rough music. Yo había sido una admiradora de su libro sobre la formación de la clase obrera inglesa y sentía que compartíamos muchos de los mismos objetivos como historiadores y como ciudadanos progresistas. No estoy segura de haber extraído ideas de la correspondencia con él, pero ciertamente la disfruté y me sentí muy animada por ella. Por otra parte, creo que el hecho de que estuviéramos trabajando en el mismo momento sobre un asunto similar se debió a la efervescencia de los momentos políticos en los que ambos estábamos inmersos, él en Inglaterra y yo en Estados Unidos. Había mucho de «festivo» en los movimientos políticos de ambos entornos, y eso nos atraía al estudio de protestas como las cencerradas.
Por supuesto, también teníamos intereses distintos, ya que como señalé en mi correspondencia con él –publicada mucho más tarde en Past & Present–, yo también estaba interesada en las cuestiones demográficas que podían suscitar algunas cencerradas (cuando eran dirigidas por una cohorte de jóvenes contra otros jóvenes rivales que intentaban cortejar en su pueblo), y esto no le preocupaba en absoluto a Edward, quien se centró más en el maltrato a las mujeres.
Ya que hablábamos de Thompson, pienso también en aquella época de desarrollo de la llamada Nueva Izquierda. Tengo entendido que, en ese momento, usted era profesora en la Universidad de Berkeley. ¿Cómo vivió ese periodo en el que la universidad era uno de los epicentros de las luchas políticas?
Eso fue durante los años de la Guerra de Vietnam, y ciertamente participé en marchas locales, peticiones y actividades vinculadas a las luchas de aquel momento. Recuerdo que una vez vi a un joven quemar su tarjeta de reclutamiento. Además, el clima político tuvo un impacto directo en mis estudios, es decir, en la elección de los temas que quería estudiar. A mi alrededor se producían manifestaciones ruidosas en la protesta estudiantil y diversas manifestaciones políticas cómicas. Estoy segura de que esos acontecimientos contribuyeron a que me decidiera a explorar temas similares en el periodo moderno temprano.
Volviendo a Sociedad y cultura en la Francia moderna, usted publicó el que, creo, fue su primer ensayo sobre temas asociados al género. Me refiero a «Mujeres urbanas y cambio religioso», en el que se preguntaba por el atractivo que la Reforma protestante había tenido para las mujeres y si estas habían desempeñado un papel especial en el cambio religioso. En diversas oportunidades ha dicho, sin embargo, que usted no se interesó inicialmente por los temas de género. Me gustaría saber cuándo comenzó ese interés y con qué situaciones se vinculaba. ¿Tenía usted reparos respecto de aquellas perspectivas que indagaban en cuestiones de género sin ubicarlas dentro de un cúmulo de relaciones sociales? ¿Por qué se planteó usted el desafío de abordar estos temas?
Sí, «Mujeres urbanas y cambio religioso» fue mi primer ensayo en el que un tema asociado al género ocupaba un lugar central. Las mujeres habían aparecido en mis ensayos anteriores cuando formaban parte de algún modo de la historia, como cuando en mis estudios me enfoqué en los pobres de Lyon y los beneficiarios de la ayuda social, muchos de los cuales eran mujeres. Pero no me había centrado en ellas como tema central. Entonces, a finales de los años 70, conocí a Jill Ker Conway, que había llegado a Toronto tras cursar estudios de doctorado en historia de las mujeres. Había hecho una tesis sobre las mujeres estadounidenses en la vida política, que tenía una importante cuestión historiográfica en su centro. Gracias a las conversaciones que mantuve con ella, me di cuenta de cómo se podía centrar la investigación en el género. Y de nuestras conversaciones surgió la decisión de iniciar un curso de Historia de las Mujeres en la Universidad de Toronto, que impartimos en 1971, y que fue uno de los primeros en Canadá.
Luego de «Mujeres urbanas y cambio religioso», escribió un segundo artículo asociado a temas de género, en el que analizaba el rol de las mujeres que habían desarrollado escritos históricos en Europa (entre las que destacaba a Christine de Pizan, Catharine Macaulay y Charlotte Arbaleste). Un tema que, de hecho, volvió a ser visible en su hermoso texto sobre las mujeres de la Escuela de los Annales (que contiene aspectos memorables y clarificadores sobre la vida de Lucie Varga, Yvonne Bezard y Thérèse Sclafert). ¿En qué medida ha sentido una deuda con aquellas mujeres historiadoras? ¿Considera que ha habido una cierta infravaloración de su rol y su papel?
Las historiadoras sobre las que escribí en estos ensayos me parecieron fascinantes y me sentí en deuda con ellas, en la medida en que contribuyeron a forjar un papel para las mujeres como estudiosas de la historia. Las mujeres que fueron importantes para mí en mi propia vida fueron, en primer lugar, mis profesoras en el Smith College, como Leona Gabel, especialista en el Renacimiento italiano, y Jean Wilson, que trabajó sobre la Inglaterra del siglo XVII. Más tarde me atrajo mucho el trabajo de la gran medievalista inglesa Eileen Power. En el pasado, a menudo se subestimaba la labor de estas estudiosas, pero el panorama está cambiando. Por cierto, no sé si lo sabe, pero en Francia se están reeditando las obras de Lucie Varga.
Me gustaría preguntarle específicamente por su libro Mujeres de los márgenes, donde trazó las trayectorias vitales de tres mujeres: la comerciante judía Glikl bas Judah Leib, la monja ursulina Marie de L'Incarnation, y la artista protestante Maria Sibylla Merian. En el prólogo, usted desarrolla una conversación imaginaria con las tres protagonistas del libro. Ese prólogo parece proponer algo más que una práctica de estilo o un método literario. A mi entender, promueve también una cierta concepción de la historia, en la que usted, como autora, trae a esos personajes al presente (a su presente) para poner en evidencia la agencia de esas mujeres y la posibilidad que todavía tenemos de conversar con ellas. ¿Qué es lo que usted quería dialogar con esas tres mujeres que se habían desarrollado en unas sociedades con jerarquías claramente masculinas y en las que la religión había cumplido un papel esencial en la dirección de sus vidas? ¿Por qué usted eligió a esas mujeres que estaban, tal como lo indica su libro, «en los márgenes»?
El prólogo a Mujeres de los márgenes en el que dialogo con las tres mujeres que fueron el tema de mi investigación –la judía Glikl von Hameln, la católica Marie de l'Incarnation y la protestante Maria Sybilla Merian– se debió a una razón que considero fundamental: quería recordarme a mí misma y a mis lectores la obligación que tenemos con nuestros sujetos de estudio de hablar de ellos de la forma más justa posible. Los utilizamos de maneras que ellos mismos no habrían elegido. Puede que hagamos públicas cosas que ellos no habrían querido que se supieran más allá de las puertas de su familia. Sin embargo, debemos prometerles que seremos lo más precisos y comprensivos que podamos, incluso con aquellos cuyos actos nos parezcan censurables. Así que pensé que un diálogo de este tipo al principio del libro podría exponer bien estos puntos. Y, por supuesto, también me pareció divertido experimentar con una nueva forma de escribir...
¿En qué medida esas mujeres le permitieron abrir otros debates, como el de la relación entre la cuestión religiosa y ciertas actitudes económicas? Pienso, por ejemplo, en su trabajo «¿Religion and Capitalism Once Again?» [¿Religión y capitalismo una vez más?] en el que desarrolló un contrapunto muy interesante con las ideas planteadas por Werner Sombart en Los judíos y la vida económica…
Efectivamente, creo que escribir sobre Glikl, Marie y Maria Sibylla me abrió nuevos temas. En el caso de Glikl, como usted dice, me hizo reflexionar más profundamente sobre las relaciones entre religión y acción económica: a esta mujer judía, prestar a interés no le parecía «deshonroso». Era la manera de mantener viva y floreciente a su familia. Además, fui leyendo sobre Marie de l'Incarnation en el Quebec colonial y sobre Maria Sibylla Merian en el Surinam colonial y empecé a interesarme por primera vez en escribir sobre no europeos: indígenas, personas esclavizadas.
En una de sus conversaciones con Denis Crouzet, usted hizo una afirmación que me interesa recuperar aquí. Me refiero a su negativa a ver a las mujeres como heroínas o víctimas. ¿Cuáles son los problemas que pueden suponer un abordaje de ese tipo?
Estoy convencida de que presentar a las y los actores históricos como héroes/heroínas o como víctimas es especialmente desafortunado en el caso de las mujeres, ya que conduce al pensamiento clisé. Hay que buscar la evidencia, hay que buscar los conflictos y las resoluciones. En definitiva, hay que buscar la historia.
Permítame preguntarle por otro de sus libros, probablemente uno de los más reconocidos de su autoría. Me refiero a El regreso de Martin Guerre, donde narra la historia de aquel campesino de la comuna de Artigat que, luego de desaparecer de su pueblo y de abandonar a su esposa (Bertrande de Rols) y a su hijo, retorna y encuentra a otro hombre ocupando su lugar bajo su mismo nombre. Usted no solo publicó el libro, sino que se involucró como consultora histórica en la película dirigida por Daniel Vigne. ¿Qué implicó para usted involucrarse como consultora del film? ¿Cree que es necesario que los historiadores asuman una posición más activa respecto a los medios visuales?
Cuando conocí la historia de Martin Guerre en el texto jurídico del juez Jean de Coras, pensé inmediatamente: «esto tiene que ser una película». Fue a finales de los años 70, cuando daba clases en Berkeley y estaba muy interesada en la divulgación de mi trabajo, así como en explorar otras formas de contar el pasado además de la narrativa en prosa. Unos años más tarde, me puse en contacto con Emmanuel Le Roy Ladurie para comentarle la idea y me dijo que, por casualidad, el guionista Jean-Claude Carrière y el cineasta Daniel Vigne buscaban un consultor histórico sobre ese tema. Pude asociarme con ellos para trabajar en el guion. Pero mientras lo hacía, pasé algún tiempo en los archivos del sur de Francia y me di cuenta de que había mucho más material del que podía utilizar para nuestra película, que iba mucho más allá de sus fronteras. Además, Jean-Claude me había convencido de que para la película teníamos que simplificar el relato histórico real (en la película, Bertrande no da su consentimiento para que se inicie el caso, mientras que en realidad finalmente lo hizo). Decidí que era necesario hacer un libro además de la película, y trabajé en ambos al mismo tiempo. La verdad es que me encantó hacerlo, y me sumergí en otros aspectos sobre la investigación histórica solo con escuchar las preguntas de Jean-Claude y de los actores. La película se estrenó en Francia en la primavera de 1982 y la traducción francesa de mi libro salió al mismo tiempo. Posteriormente lo revisé ligeramente para la edición inglesa de ese mismo año.
Por cierto, debo decirle que en los últimos años los historiadores se han implicado mucho con los medios visuales. La computadora y los nuevos medios digitales han supuesto una gran diferencia, que no hará sino aumentar en el futuro. Todo ello es positivo, aunque debe hacerse respetando siempre las reglas de evidencia del historiador. Esto significa encontrar la manera de insertar el equivalente de las notas a pie de página en los medios visuales.
Profesora, comenzamos dialogando sobre cuestiones asociadas a la identidad a partir de su último libro sobre Lazare Sainéan. Quisiera preguntarle ahora, casi al final de esta conversación, por otro libro en el que esta cuestión está ubicada en primer plano: me refiero a León el Africano, el libro en el que relata la vida del hombre que fuera autor, entre otros libros, de Descripción de África, publicado en 1550. Ciertamente se trata de un personaje fascinante: un viajero musulmán norafricano formado en retórica y teología, un agudo observador de los judíos marroquíes, un hombre que es capturado por piratas españoles cristianos, que es entregado como «regalo» al papa León X y bautizado por el mismo papa. Un hombre que, en definitiva, se mueve entre dos identidades: la musulmana, que nunca abandona por completo, y la cristiana, que nunca asume del todo. En primer lugar, me gustaría saber cómo llegó a conocer y a interesarse por la vida de este personaje particular. Pero también me gustaría preguntarle si esta historia constituye, para usted, una forma de discutir una cierta idea de autenticidad o pureza en la construcción de las identidades en un tiempo en el que las perspectivas nacionalistas están, todavía, en boga.
Desde los comienzos de mi trabajo como historiadora, conocí a León el Africano (Hasan ibn Muhammad al-Wazzan al-Fasi, por su nombre en árabe) por su libro Descripción histórica de África, tercera parte del mundo. El libro había sido publicado por primera vez en Lyon por Jean Temporal en 1556 y di con él porque la imprenta de Lyon formaba parte de mi investigación doctoral y porque, al mismo tiempo, estaba interesada en Jean Temporal. En definitiva, había visto esa edición muy tempranamente y se me quedó grabada a lo largo de los años.
Así que, cuando buscaba más ejemplos de gente «entre mundos», León el Africano y su libro me vinieron enseguida a la mente. A través de sus escritos y acciones, podemos rastrear patrones musulmanes y, en última instancia, también cristianos y quizás incluso judíos. Esta mezcla es evidente incluso cuando dejó claro a sus lectores que estaba «decidido por la gracia de Dios a regresar de su viaje sano y salvo» a África. Por supuesto, esto significaba también volver al islam.
En este trabajo en particular no me interesaba tanto la prevalencia del nacionalismo a la hora de considerar las identidades, sino más bien la búsqueda de la pureza religiosa. Me parece que ese «estado intermedio» que vemos en León el Africano, esa posibilidad de mantener diferentes conjuntos de puntos de vista religiosos al mismo tiempo y recurrir a ellos cuando sea necesario, constituye un aspecto al que debemos prestar atención como historiadores.
En su libro, usted se centra en analizar su papel como traductor, transcriptor y corrector (algo que ya había hecho con Glikl bas Judah Leib). En este sentido, menciona y analiza el desarrollo, finalmente inacabado, de un diccionario trilingüe (árabe-hebreo-español) emprendido con el erudito judío Jacob Mantino. También explora su papel como corrector de la traducción latina del Corán -originalmente realizada por Ali Alayzar- y su transcripción de las Epístolas de Pablo al árabe. ¿En qué medida estas traducciones permiten comprender los diferentes momentos culturales de la vida de León el Africano? ¿Y por qué el estudio de las traducciones es útil en términos de historia social para interpretar determinadas experiencias vitales?
Estoy de acuerdo en que la traducción proporciona una visión útil de la vida de León el Africano. De hecho, comenzó su carrera como un joven diplomático, trasladándose a diferentes Estados africanos donde podría tener que ajustar su idioma o trabajar con un intérprete. A raíz de mi trabajo como asesora histórica de Wajdi Mouawad para su obra Tous des oiseaux [Todos los pájaros], escribí, en 2021, un segundo estudio de León el Africano: Leo Africanus Discovers Comedy Theatre and Poetry across the Mediterranean. En ese trabajo discutí con cierto detalle el diferente destino de la Poética de Aristóteles, y específicamente las palabras griegas «tragedia» y «comedia» en las tradiciones académicas árabe y latina. Mientras que los occidentales finalmente entendieron que estas se referían a géneros para la interpretación dramática, los eruditos árabes tradujeron los términos como «panegírico» y «sátira». Esto se debió en parte a los diferentes manuscritos de la Poética que les habían llegado, siguiendo los árabes una tradición siríaca. Pero también se debió a diferentes actitudes hacia la performance. Para los árabes, la poesía era el arte supremo y mejor cuando se recitaba retóricamente ante un mecenas. El teatro era un arte popular, que se adaptaba mejor a las canciones ligeras y picantes que se cantaban en las calles. En el Occidente latino, el teatro finalmente emergió como una vía muy adecuada para la más alta expresión literaria.
Estas palabras fueron de importancia en el diccionario árabe-hebreo-latín inconcluso que León el Africano realizó con el erudito judío Jacob Mantino. Ese proyecto habla de la mentalidad de nuestra figura árabe, pues lo ubica simultáneamente en ambos mundos culturales, siempre buscando conexiones y formas de moverse entre ellos.
En este sentido, considero que el estudio de la traducción es, de hecho, de importancia central en cualquier investigación histórica actual.
Al principio de nuestra conversación, le pregunté por sus primeras incursiones en la historia. Hace poco, tuve la oportunidad de entrevistar a Peter Burke y conversamos sobre el estado de la historia cultural. Ahora, me gustaría preguntarle cómo ve la historia social. ¿Cómo percibe este campo de estudio, que sin duda acaparó la mayor atención dentro de la comunidad historiográfica en las décadas de 1960 y 1970?
Tiendo a considerar que la historia social es un campo establecido desde hace mucho tiempo, con numerosos vínculos con la historia económica, política y cultural. Entre los cambios más importantes destacaría la integración de la historia de género en el interior de la historia social, pero también y muy especialmente, la expansión geográfica de este campo de la historia. Hay un desplazamiento de la historia de Europa y Estados Unidos hacia una historia global. Han surgido nuevos y excelentes estudios con esta perspectiva más amplia, y no debería haber una vuelta atrás. La historia debe escribirse desde varios puntos de vista geográficos, no solo desde uno al que estamos habituados.
En términos historiográficos, usted ha sido una defensora de la investigación de textos narrativos y literarios durante muchos años. De hecho, en su artículo El historiador y los usos literarios, usted cuenta cómo, a finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, empezó a percibir que se podía tener un nuevo acercamiento histórico a este tipo de textos. ¿Cree que este constituye un reto creciente para la historia social actual o que ya se encuentra plenamente incorporado? ¿Considera que este tipo de enfoque también puede conectarse con el campo más específico de la historia del libro, en el que se han destacado historiadores como Robert Darnton y Roger Chartier?
Diría que los temas son algo diferentes a los de la historia del libro, una cuestión que estuvo en el centro de mis primeras publicaciones hace décadas. Esta última analiza la forma en que una publicación puede ser moldeada por la preocupación del impresor o el editor por el aspecto del texto, por la audiencia imaginada para el libro y por las relaciones entre editores, autores, autoridades políticas y religiosas. La cuestión de los usos literarios hace eje en la búsqueda de las cualidades literarias del texto mismo: su género, su uso de metáforas, su estructura. En definitiva, aquellos temas sobre los que Hayden White llamó nuestra atención hace años.
Estoy convencida de que la atención a la estructura literaria de las fuentes puede darnos muchos frutos. Fue especialmente importante para mí a la hora de analizar Arresto memorable del Parlamento de Toulouse, el texto de Jean de Coras de 1560 en el que se relata el caso del desaparecido Martin Guerre y del impostor que ocupó su lugar. El libro de Coras, con su interacción de texto legal y sus comentarios animados, fue en sí mismo una innovación literaria. Los textos legales nunca habían tenido tal estructura. El libro nos condujo a la mente del juez que condenó al impostor Arnaud du Tilh a ser ejecutado «para que el recuerdo de una persona tan miserable y abominable desapareciera por completo y se perdiera», y luego él mismo se sentó a escribir un libro sobre aquel hombre y su asombrosa impostura.
En mi ensayo «El historiador y los usos literarios» me centré justamente en la atención a la estructura literaria de las fuentes. Es decir, no solo nos fijamos en el contenido de una fuente (libro, panfleto, ilustraciones, periódico, etc.), en su autor, y editor, y en el público al que va dirigido, sino también en la estructura literaria del texto: su género, su estilo, el uso de figuras y metáforas, y las implicaciones que todo ello tiene para el lector y para la propia interpretación del texto. Creo que más que un reto para la historia social se trata de un recurso, de una rica veta de pruebas que añadir a las más tradicionales. Debo decirle que, de hecho, ya estoy pensando en cómo debo utilizarlo para mi trabajo actual sobre cuatro generaciones de una familia esclavizada en el Surinam colonial. Además de utilizar los inventarios de plantaciones para obtener la lista y el tamaño de las propiedades plantadas con azúcar y algodón y el número y los nombres de las personas esclavizadas, debo preguntarme de dónde procede el inventario, cómo está organizado y qué información adicional obtenemos de esa organización. Es decir, cuáles son las formas en las que podría interpretarse.
En definitiva, creo que ampliamos las preguntas que planteamos a nuestras fuentes en una fructífera dirección literaria. Pero, por supuesto, se trata también de un enfoque útil para los historiadores de la imprenta y del libro, como lo demuestran Chartier y Darnton, que lo conocen bien y lo utilizan en sus escritos.
Hace más de 30 años, consultada por su perspectiva de la historia, usted dijo lo siguiente: «Quiero ser una historiadora de la esperanza que haga a la gente consciente de las posibilidades de futuro. La forma en que la historia puede mostrar el abanico de opciones y los diferentes caminos seguidos en el pasado también sugiere alternativas para el futuro». ¿Qué le diría Natalie Zemon Davis, después de tantos años de dedicación a la historia, a aquellos y aquellas que hoy también creen que la historia puede ofrecer no solo perspectivas del pasado, sino también alternativas de futuro?
Les diría que sigo esforzándome por ser una historiadora de la esperanza y que hoy, aunque haya más en juego que nunca –con la crisis climática, el choque de la guerra, las amenazas al gobierno democrático y constitucional y el recrudecimiento del racismo y la pasión religiosa–, nuestra iniciativa es lo que tenemos. Les diría que colaboremos en la creación de un mundo seguro y que nos animemos con el pensamiento de las largas luchas de la humanidad por sobrevivir.
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1.
Palabra utilizada para describir a personas y ámbitos característicamente «no judíos». [N. del E.]
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2.
En el derecho estadounidense, el certiorari es un proceso jurídico para solicitar la revisión judicial de una decisión de un tribunal inferior o de una agencia gubernamental. [N. del E.].
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3.
Utilizamos la expresión «cencerradas» como traducción de «charivari». [N. del E.]