El reformismo progresista
mayo 2016
Los progresismos latinoamericanos avanzaron tímidamente en reformas hacia la construcción de una sociedad alternativa. Sus expectativas iniciales eran, sin embargo, mucho más ambiciosas.

En gran parte, los progresismos latinoamericanos parecieron ser un paso, a veces pequeño, pero paso al fin, hacia una sociedad alternativa porque eran una expresión gubernamental de potentes movimientos sociales de resistencia al neoliberalismo. No en todos lados había tales movimientos y no en todos lados eran potentes, pero destacaban los casos de Argentina, Brasil, Bolivia y Ecuador. La correspondencia no siempre fue perfecta pero su mera coexistencia sugería la posibilidad de recorrer el estrecho sendero del fortalecimiento mutuo.
Si el sendero se perdió en el viaje de
la última década, el veredicto final no implica que los
progresismos carecieran de significado para el cambio social. Su
sentido último puede entenderse mejor en el marco del generalizado
corrimiento hacia la derecha que sufrió el mundo en el cambio de
siglo. Al empuje del neoliberalismo, primero instalado en los países
anglosajones, luego extendido por todo el planeta de la mano de las
políticas de ajuste, se sumó la estrepitosa caída de los modelos
estatistas del socialismo real. Uno de sus productos más
sobresalientes fue hacer que lo más radical a lo que cualquier alma
sensible a las injusticias e irracionalidades del modelo económico
podía aspirar era lo que quedaba de las experiencias escandinavas,
ellas mismas arrinconadas por presiones recrudecidas.
Resultado: hoy en día los moderados
programas de Bernie Sanders parecen un inaudito radicalismo,
impensable en el sistema político norteamericano. Inversamente, las
histéricas acusaciones de comunismo que recibe Barack Obama de parte
del Tea Party, tienen su
correlato en los gritos destemplados de la Folha
de São
Paulo contra el lulismo, y en las demenciales acusaciones de
El Nacional contra el
totalitarismo bolivariano. Cualquier mínima señal de controles
estatales a la ciega sabiduría de las fuerzas del mercado, aparece
como reedición de recetas comunistas fracasadas. Si frente a las
políticas económicas planea la acusación de populismo, en el campo
de los derechos civiles, los progresismos adquieren el perfil de
totalitarios, nazis o stalinistas. En realidad, comparados con
cualquier récord conocido de atrocidades mayúsculas, las
restricciones a las libertades públicas en los progresismos han sido
minúsculas. Inexistentes en Argentina o Brasil, llenas de
inaceptables hostigamientos, presiones y acosos judiciales en Ecuador
y Venezuela. La única correspondencia discernible entre las delgadas
realizaciones de los gobiernos progresistas y el tono de las
denuncias de los defensores del orden establecido proviene del
ambiente crudamente conservador que ha dominado el escenario mundial
del último cuarto de siglo.
Lo que en realidad hicieron los
gobiernos progresistas fue volver a conectar las experiencias
políticas de sus respectivos países con las tradiciones
nacionalistas de mediados del siglo XX. Tradiciones que habían
quedado sepultadas, pero todavía vivas, bajo el vendaval de la
liberalización de los mercados, la fragmentación social y la
acentuación de las desigualdades. Aunque las políticas concretas
del kirchnerismo no resisten la comparación con la radicalidad de
las del peronismo, ni la reforma agraria de 1953 se parece
remotamente a la insípida titularización de tierras patrocinada por
Evo Morales, las conexiones simbólicas entre ambas épocas las
acercan. El progresismo latinoamericano fue la reivindicación de
«algo», aunque fuera poco, frente a la «nada» que dominó los
años de reacción conservadora.
Ese «algo» fue detener el ritmo de
las privatizaciones, en muy pocos casos revertirlas, aumentar la
presencia estatal y los servicios sociales básicos, ampliar los
beneficiarios de los programas de subsidios focalizados. Destaca el
esfuerzo por ampliar el acceso a la educación básica gratuita y en
algunos casos a democratizar el ingreso a la universidad. En
síntesis, una administración con rostro humano de la prosperidad
provocada por el auge de los precios de las materias primas. La
desigualdad de ingresos en la región más desigual del mundo se
redujo levemente, aunque fue una reducción generalizada en América
latina, por lo que es difícil percibir diferencias sustanciales
entre los países de gobiernos progresistas y neoliberales. Así, la
desigualdad de ingresos entre el año 2000 y el 2013, según reportes
del Fondo Monetario, bajó casi exactamente lo mismo en Colombia y
Brasil, dos de los países más desiguales del mundo.
Nada parecido a las políticas de
industrialización de sus ilustres antepasados desarrollistas por no
hablar de la redistribución de activos productivos como las reformas
agrarias. Mientras Bolivia y Ecuador diseñaron programas de
industrialización sobredimensionados y pronto olvidados, en
Venezuela la vieja promesa de «sembrar el petróleo» se abandonó
aun más rápidamente. En su lugar quedaron inversiones en
infraestructura y el diseño de dudosas «ciudades del conocimiento»
inspiradas en una mala copia del modelo coreano de desarrollo. Lo más
radical en cuanto a políticas económicas industrialistas fue
negativo: reducir el entusiasmo en la firma de tratados de libre
comercio. Aunque Bolivia y Venezuela no han firmado ninguno, en
Ecuador los gestos iniciales de abandono de las negociaciones del TLC
con Europa fueron sustituidos en 2015 por la adhesión tardía a los
textos aprobados por Perú y Colombia. Con el fin del superávit de
las exportaciones, termina también, como en el siglo pasado, el
empuje reformista.
Algo siempre es mejor que nada. Pero
estamos a años luz de las expectativas iniciales de reforma. Es
probable que la mejor explicación para esta voluntaria limitación
del ímpetu reformista del progresismo se encuentre en una débil
presión desde abajo. Aquellos movimientos que resistieron
activamente las reformas neoliberales en los noventa se debilitaron
mientras los gobiernos se fortalecían. Cambios estructurales en sus
bases de apoyo y políticas de neutralización desde el Estado se
combinaron exitosamente para reducir cualquier exigencia de más.