La definición del
proceso de impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff,
prevista para finales del mes, y en el que, casi con seguridad, se
determinará su destitución definitiva, dejará un panorama de
enormes incertidumbres para el Partido de los Trabajadores y sus
aliados del centro a la izquierda del mapa político brasileño.
Sin embargo, aún en un
escenario, hoy utópico, de rechazo del procedimiento, el PT debería
enfrentar similares problemas frente al futuro inmediato.
Desde su creación hasta
su consolidación como partido gobernante, la trayectoria del PT se
caracterizó por un progresivo alejamiento del clasismo irreductible
de su tiempo fundacional a una aproximación a una centro izquierda
flexible, acostumbrada a pactar con los sectores empresarios y los
ideológicamente lábiles partidos políticos brasileños. Aquella
transformación, que lo aproximó bastante a la tradicional y
corrupta política fisiológica brasileña, es también la que
explica que el PT haya podido acceder y mantenerse en el poder, y
haya llevado adelante un proceso de redistribución social, económica
y simbólica en favor de las clases postergadas que no encuentra
demasiados antecedentes en la historia del país.
Esta alianza, en
oportunidades incómoda para todos los sectores involucrados, se
mantuvo de la mano del crecimiento económico durante los primeros
dos gobiernos. Este proceso permitió que el proceso de
redistribución de riqueza se realizase mientras la burguesía
nacional o transnacional, agraria, industrial o financiera continuaba
enriqueciéndose. La reversión del ciclo económico, a partir de
2011 y, muy especialmente, a partir del último año, determinó una
ruptura definitiva.
Federaciones patronales y
medios de comunicación azuzaron el descontento de las clases medias,
y, con una enorme presión sobre los diputados y senadores
paraideológicos que constituían la base aliada del gobierno de
Dilma, condujeron al inicio del proceso de impeachment.
En ese momento, aún
contra la voluntad del propio PT, la alianza con la que se había
sostenido en el poder durante trece años se rompió definitivamente.
Asediado por el
establishment político y económico, con el impeachment en
pleno proceso, y con la presidenta suspendida, el PT debió volver a
respaldarse en los actores que, desde su fundación, constituyeron su
base principal de apoyo. La militancia partidaria, las principales
centrales sindicales y movimientos sociales encabezaron el repudio al
golpe parlamentario en el Congreso y en las calles, al que se sumaron
también el PSOL (Partido Solidaridad e Igualdad) y otros movimientos
de izquierda que se habían alejado del partido hace años,
disconformes con el giro pragmático.
Este es el marco en el
que, una vez finalizado el proceso de impeachment, el PT
deberá enfrentar las cruciales elecciones locales de octubre y
preparar las elecciones presidenciales previstas para 2018. La enorme
crisis de legitimidad que golpeó al partido, por la recesión y las
investigaciones que lo envuelven con la corrupción y la promiscuidad
político empresarial endémica del sistema brasileño, obliga a
diseñar cuidadosamente la estrategia de cara los próximos desafíos.
Una posibilidad sería
insistir en el rumbo de una centroizquierda acuerdista, vigente
durante los últimos años, intentar algunos compromisos en materia
de lucha contra la corrupción, y tratar de recuperar un discurso
desideologizado, que intente llegar a todos los sectores sociales, e
intentar reconstruir una alianza con algún sector del bando
destituyente, para volver a conducir a la mayoría de los brasileños.
La otra alternativa
implicaría orientarse más decididamente a la izquierda, plantear un
discurso centrado en la defensa de los derechos conquistados,
enfrentar frontalmente a todos los sectores políticos y corporativos
que motorizaron el golpe, y, respecto de la corrupción, hacer eje en
la necesidad de alejar la influencia de los grupos empresarios del
financiamiento de la política, y promover una reforma profunda del
sistema electoral.
Por sus características
y por su relevancia, la elección de la Ciudad de San Pablo, donde el
prefecto Fernando Haddad busca la reelección resultará un buen
termómetro para descifrar el rumbo que aguarda al partido fundado
por sindicalistas allí mismo, en plena dictadura militar.
Respaldado por una
gestión capaz de mostrar logros en todas las áreas, y afectado por
la recesión nacional y el desprestigio sufrido por su partido entre
las clases medias urbanas, la estrategia que abrace durante la
campaña y su eficacia para obtener la reelección seguramente
marcarán el rumbo a seguir por el partido de cara a las elecciones
presidenciales.
Ninguna de las
alternativas es obviamente preferible respecto de la otra, puesto
que, si bien la aproximación a alguna parte de los sectores
empresarios resultó fundamental para llegar y mantenerse en el
poder, y parece necesario un tono conciliador para acercar a las
clases medias, el riesgo de que esos sectores estén
irremediablemente perdidos en el horizonte visible, suma la
posibilidad de que una estrategia de ese estilo termine por enervar a
las bases de apoyo naturales en la izquierda y los movimientos
sociales, poniendo al partido al borde de una crisis terminal.
Todos los rumbos parecen
problemáticos para un partido que supo transformar un país, sacar
de la pobreza a decenas de millones de personas y que hoy, asediado
por una recesión y acusaciones de corrupción de la que los medios
masivos lo hacen exclusivamente responsable, se enfrenta a con la
necesidad simultánea de lamer las heridas, revalidar espacios
ganados y recuperar cierta épica perdida.
El PT llega a esta
instancia sin margen para el error, y aún sin errar, lo más
probable es que no le alcance. Pero, aún en su peor momento, cuenta
con la única figura nacional que ha conseguido conjugar los espacios
institucionales con el mantenimiento de densos apoyos sociales a lo
largo de décadas, dominando como nadie los tiempos de la
confrontación y la negociación. Se llama Luiz Inácio da Silva.
Todos lo conocen como Lula.