Tema central
NUSO Nº 205 / Septiembre - Octubre 2006

El nuevo mapa político latinoamericano

La situación política de América Latina se caracteriza por la debilidad y la erosión de las democracias y la dificultad para superar problemas como la pobreza, la inequidad y el aumento de la violencia. Aquí se sostiene que analizar el panorama actual apelando a los conceptos de izquierda o derecha es inútil. Para entender el nuevo mapa regional, es necesario repensar algunos factores: la división de América Latina entre un Norte cercano a Estados Unidos y un Sur más autónomo, las diferencias económicas entre los países del Atlántico y los del Pacífico y la competencia por el liderazgo regional, que se evidencia en los esfuerzos de Hugo Chávez y las dificultades de Brasil para afirmar su tradicional lugar en la región.

El nuevo mapa político latinoamericano

En América Latina, los últimos resultados electorales evidencian las dificultades para construir mayorías políticas, una tarea compleja y difícil. La región requiere reconstituir pactos sociales nacionales que le garanticen estabilidad y le permitan mejorar las oportunidades para la gobernabilidad democrática. Sin embargo, las fracturas y las polarizaciones presentes en la mayoría de los países de la región dificultan la labor gubernamental y la posibilidad de generar las condiciones para ejercer los derechos ciudadanos y efectivizar una ciudadanía, tanto política como económica y social. En este marco, los resultados electorales muestran las grandes divisiones dentro de cada país, entre el norte y el sur, entre la capital y la periferia, entre la meseta y el llano, entre la costa y la sierra. Prácticamente en todas partes el descontento de los ciudadanos con las políticas gubernamentales ejecutadas en la década anterior se manifiesta con fuerza, ya sea que se exprese como voto de repudio o como un voto con expectativas diferentes pero que otorga cierta continuidad.

Los congresos se encuentran divididos y sin mayorías claras. Esto obliga a una negociación constante que muchas veces no da resultados y empantana el sistema político. Así, los gobernantes mandan por decreto, lo que genera un mayor desapego ciudadano hacia las instituciones democráticas. Además, encuentran crecientes dificultades para implementar sus propuestas. Todo esto muchas veces estimula la corrupción, percibida como un «camino fácil» para intentar resolver estas dificultades, lo cual solo contribuye a agravar la situación. Es necesario, entonces, diseñar mecanismos para la construcción de acuerdos nacionales efectivos, capaces de reflejar la pluralidad de la sociedad en el marco de una democracia guiada por las mayorías, pero que respete a las minorías.

En este escenario, algunos han señalado que en América Latina se viene consolidando una nueva tendencia de izquierda. Pero lo que está sucediendo en la región es en realidad la búsqueda de opciones, de caminos que se abran a nuevos esfuerzos que ofrezcan respuestas diferentes, capaces de superar la exclusión social y política de una gran mayoría de personas. Superar y mitigar los efectos de las reformas estructurales efectuadas hace más de una década es el reto de los nuevos gobiernos. Los liderazgos emergentes son de diferente tipo, y no parece factible establecer una sola identidad, de izquierda, para englobarlos a todos.

Democracias erosionadas

Los estudios sobre América Latina concluyen que en la actualidad existe un fuerte apoyo a la democracia en la región. A pesar de ello, registran también un nivel casi equivalente de insatisfacción con los resultados de los gobiernos democráticos, que no han logrado resolver las demandas de la ciudadanía. Se ha perdido la esperanza en los gobiernos, en los partidos políticos y en los congresos, lo cual naturalmente afecta la legitimidad de las instituciones democráticas.

En ese sentido, es importante destacar que la democracia por sí misma no es capaz de garantizar el buen gobierno, aunque permite reemplazar a los malos gobernantes por medios legítimos, elecciones democráticas que posibilitan que la ciudadanía se exprese en nuevas tendencias y construya nuevas mayorías.

Sin embargo, muchos presidentes latinoamericanos han sido reemplazados fuera de los marcos electorales, lo cual revela un cuadro complejo de gobernabilidad. Esto no es nuevo. Se trata de una realidad que se ha prolongado durante años. Solo en la última década encontramos nueve presidentes que han renunciado antes de concluir su mandato. En el caso de Bolivia, dos de ellos no terminaron su gobierno; en Ecuador fueron tres; y en Perú, uno. A ello debemos agregar el golpe fallido en Venezuela. Se trata, en suma, de siete casos de inestabilidad en el área andina. Los restantes ocurrieron en Paraguay en 1999 y en Argentina en 2001. En todos los casos, los reemplazos se efectuaron manteniendo un cierto apego a las normas constitucionales, evitando, de esta manera, las sanciones por parte de la comunidad internacional.

Si queremos entender estas inestabilidades, es preciso mirar los sistemas políticos. En general, en América Latina –a diferencia del Caribe anglófono– prevalecen los regímenes presidenciales, es decir, sistemas en los cuales la figura del jefe de Estado es crucial. Las constituciones nacionales ubicaron al presidente en el centro del poder, con facultades muy amplias. Sin embargo, en muchos países ocurre que el presidente no cuenta con mayoría en el Congreso. A lo largo de la historia latinoamericana, esta situación generó tensiones políticas que fueron resueltas por la intervención, abierta o encubierta, de diversos poderes fácticos, principalmente las Fuerzas Armadas. Hoy esto no es posible. El consenso democrático en la región es fuerte, por lo que romper el marco constitucional lleva al aislamiento político-diplomático y puede generar fuertes sanciones económicas. La Carta Democrática de las Américas y las cláusulas democráticas incluidas en los pactos subregionales han contribuido de manera fundamental a evitar los regímenes autoritarios. Aunque por sí mismos estos acuerdos no logran otorgar estabilidad y gobernabilidad democrática, hay que reconocer que poseen una importante función de reaseguro democrático, al proyectar incentivos positivos para superar tensiones y evitar rupturas constitucionales. Los sistemas presidenciales latinoamericanos tienen su soporte o bien en una coalición, o bien en un único partido. Aunque podría suponerse que las coaliciones tienen más fuerza y más capacidad que los partidos para articular un proyecto sólido, esto no necesariamente es así. En la región, encontramos gobiernos fuertes tanto de coaliciones como de partidos. Por ejemplo, en Argentina el peronismo, cuyo principal líder es hoy el presidente Néstor Kirchner, es el eje de un sistema presidencial de partido único muy fuerte, en el que el radicalismo, la principal fuerza opositora, no ha tenido capacidad para articular una propuesta alternativa. En Chile, en cambio, gobierna una coalición fuerte que le ha dado una gran estabilidad al país desde 1990. Pero, como ya se señaló, las coaliciones no aseguran cohesión ni fortaleza. En Bolivia, Ecuador y Guatemala se han formado coaliciones débiles que no tienen un soporte social y parlamentario significativo.

No es posible, entonces, elaborar una conclusión general sobre este tema. Pueden ser las coaliciones las que fortalecen a los sistemas políticos democráticos y su capacidad de gobernabilidad, o pueden ser los sistemas de partido único los que otorgan consistencia democrática y estabilidad. No hay un patrón de comportamiento generalizado. Como se muestra en el cuadro 1, en América Latina hay hoy cinco coaliciones fuertes y tres débiles, mientras que hay tres sistemas de partido único en el poder muy fuertes y seis débiles; en el caso de El Salvador, se da un empate de fuerzas. La única conclusión que se puede establecer son las dificultades para construir mayorías que den sustento y refuercen las capacidades de gobernabilidad, sobre todo en el contexto de países fragmentados social y políticamente.Los sistemas políticos latinoamericanos han demostrado su incapacidad para establecer políticas de Estado y construir mayorías estables que les den sustento. Es decir, fijar políticas que puedan proyectarse más allá de una gestión y que sean más incluyentes que las opciones del partido o la coalición que se encuentra en el gobierno. Hablamos de políticas permanentes, a las que se les destinen los recursos humanos y financieros necesarios para su ejecución, y que sean diseñadas y ejecutadas con una participación amplia de la ciudadanía.

Como resultado de estas situaciones, muchas de las principales demandas y los principales problemas de carácter político, económico y social no se resuelven, y se incrementan la exclusión y la desigualdad. Asimismo, en muchos países no se han resuelto los déficits de institucionalidad política, lo que favorece la polarización y la desafección. En el campo económico, no hay consensos básicos sobre la agenda de crecimiento y desarrollo.

Un gran déficit de los sistemas políticos latinoamericanos es la incapacidad para establecer normas que faciliten los procesos para concertación de políticas. Esto permitiría construir visiones y misiones que sean desarrolladas por los diversos actores; después, los partidos políticos, los movimientos y otras formas de organización que buscan ejercer el poder podrían proyectar estos acuerdos en programas de gobierno que reflejen de manera amplia los intereses nacionales en el contexto de la globalización.

La pobreza y la inequidad: un desafío crucial

Los principales problemas de América Latina siguen siendo la pobreza y la inequidad. En 1990, el porcentaje de población que vivía en la pobreza se ubicaba entre 45% y 47%. En 2006, más de 40% de los latinoamericanos son pobres. Si bien ha disminuido algunos puntos porcentuales en algunos países, y aunque se ha mejorado la relación en términos de indigencia y pobreza, la desigualdad sigue siendo dramática. Se ha profundizado la fractura social, aumentan las diferencias económicas y sociales y la exclusión. La pobreza se reduce muy lentamente y la brecha entre ricos y pobres se agranda. Además, no se ha logrado incorporar a los pueblos originarios, que representan a la mayoría de la población en varios países. Se trata de un hecho estructural que afecta fundamentalmente a sociedades como la guatemalteca, la ecuatoriana, la peruana y la boliviana. Desde 1995 hasta 2003, muchos países registraron un crecimiento negativo y un estancamiento de sus economías. A partir de 2003, comenzó a recuperarse el crecimiento. Sin embargo, las cifras son bajas para poder siquiera suponer que se puedan superar los problemas de pobreza. Además, hay que tener en cuenta las tasas de desempleo, en particular el urbano, y especialmente el de los jóvenes, que es el doble que el de los mayores de 24 años. Como dato positivo, la inflación ha logrado ser controlada y existe una mayor responsabilidad económica en esta materia.

La corrupción: un mal endémico

La corrupción afecta de manera directa la vida y las instituciones democráticas, así como la salud económica de los países de la región. En todos los Estados y las sociedades latinoamericanas existen diversos grados de corrupción. Cuando es sistémica, impacta sobre el conjunto del Estado. Por otro lado, la corrupción afecta tanto al sector público como al privado. Y está en la base de los procesos de erosión del imperio de la ley y del tratamiento discriminatorio que a menudo sufre el conjunto de los ciudadanos. Todo esto afecta de manera sustancial la percepción negativa de la ciudadanía sobre los sistemas políticos.Muchas de las medidas anticorrupción aplicadas en América Latina no han dado los resultados esperados, y son pocos los ejemplos de éxito. Combatir la corrupción es una tarea dura, que requerirá cambiar patrones culturales importantes. De todos modos, adquiere cada vez mayor relevancia política. En este campo, el papel de la sociedad civil es particularmente significativo. Las organizaciones financieras internacionales prestan cada vez más atención a la transparencia y también a la capacidad de los ciudadanos organizados para llevar adelante una fiscalización institucionalizada y sistemática.

La corrupción constituye, por lo tanto, un factor esencial de deslegitimación de los sistemas políticos y de su dirigencia y produce un creciente repudio ciudadano. Una encuesta realizada por Flacso-Chile en diversas ciudades latinoamericanas indica que la corrupción es considerada un problema grave por 80% de los consultados en Brasilia, 70% de los de Buenos Aires, 50% de los de Montevideo y 33% de los de Santiago de Chile. En Buenos Aires y Brasilia, casi 100% de los encuestados asegura que el país sufre la corrupción como un problema importante. En Montevideo, esta cifra alcanza a 91%, y en Santiago de Chile, a 88%. Los resultados de esta medición reafirman las perspectivas señaladas por todos los estudios de opinión pública que se efectúan en la región y por los indicadores de entidades como Transparencia Internacional.

Incremento de la violencia

En las democracias de América Latina encontramos un débil imperio de la ley. Esto significa que hay áreas, en cada uno de los países, en las cuales no existe control estatal y donde la violencia es ejercida por organizaciones no estatales. Esto afecta la gobernabilidad democrática. La violencia crece, en parte como consecuencia del tráfico de armas livianas, que también impulsa los secuestros. Un país que carece de capacidad para imponer el imperio de la ley sobre su territorio y proteger los derechos humanos, cuidar a las personas y hacer cumplir el orden estatal se expone a una mayor polarización social y a una mayor inestabilidad.

Los sistemas políticos, las instituciones y los partidos políticos no han logrado ofrecer respuestas adecuadas a estos problemas. En todas las grandes ciudades latinoamericanas existen áreas en las cuales el imperio de la ley y del Estado democrático no llega. Son barrios o zonas controladas por organizaciones ligadas a actividades ilícitas, que ejercen el control efectivo. Por esta razón la demanda de seguridad ciudadana ocupa hoy los primeros lugares en la agenda política. Sin una respuesta adecuada por parte de los partidos políticos, los parlamentos y los gobiernos, que cada vez más deben incorporar la coordinación internacional a las posibles soluciones, surgirán opciones que pondrán el acento en la «justicia por propia mano».

El crimen organizado es un peligro en ascenso. Los sistemas políticos latinoamericanos han sido renuentes a abordar este tema: hoy no forma parte de los programas presidenciales ni de las visiones de los partidos políticos. Sin embargo, la criminalidad organizada y los ilícitos de carácter transnacional poseen un impacto cada vez mayor.

La adopción del concepto de multidimensionalidad permitió abordar fenómenos de seguridad complejos, en los cuales lo determinante no son los factores militares sino las nuevas amenazas. En ese sentido, este concepto amplio de seguridad incluye aspectos políticos, económicos, sociales, de salud y ambientales. El control y la limitación del crimen organizado transnacional demandan mayores niveles de coordinación interestatal y el desarrollo de una institucionalidad supranacional. Para ello, los partidos políticos y los congresos de los países latinoamericanos deben abordar este tema como una prioridad de carácter nacional, como una política de Estado que requiere el esfuerzo del conjunto del sistema político.

Sorpresas y sorprendidos: las crecientes dificultades para auscultar la realidad regional

En los análisis de los científicos sociales y de los gobiernos, el uso de las encuestas como instrumentos de interpretación de la realidad ha tenido gran relevancia. Se consideraba que, si estaban bien diseñadas, poseían la capacidad pronosticadora suficiente y mostrarían tendencias acerca de los temas emergentes en las agendas y la valoración de los liderazgos. Sus resultados eran vistos como una referencia cercana a la realidad política de cada país, que permitía tomar decisiones con mayor certeza. Sin embargo, las últimas elecciones en América Latina demuestran que, en general, las encuestas no han logrado adelantar las tendencias y los resultados de los procesos de decisión popular. En la región, pareciera existir una marcada tendencia a un voto oculto que, por alguna razón, hace que aquellos que buscan leer la opinión pública únicamente a través de las encuestas se equivoquen.

Esto tiene consecuencias que van más allá de lo electoral. Cuando se ejerce el poder y se busca aplicar medidas que fortalezcan la gobernabilidad, por lo general se elaboran estrategias basadas en los indicadores que surgen de las encuestas en cuanto a la aceptación de diversas decisiones o políticas por parte de la ciudadanía. Incluso, se ha señalado que algunos gobiernos responden más a una democracia mediática, a los resultados de mediciones coyunturales, que a los intereses de largo plazo de una democracia consolidada.

Entre noviembre de 2005 y diciembre de 2006, se habrán realizado doce elecciones en América Latina. Al menos en algunos casos, los resultados han sido inesperados, sin coincidir con los pronósticos de las encuestas. Esto ha generado sorpresas y sorprendidos, e indica que es necesario mejorar los instrumentos y combinarlos con otros indicadores y otro tipo de mediciones capaces de auscultar lo que la sociedad realmente está pensando.

En Honduras, el triunfo electoral de Manuel Zelaya estuvo en duda por 15 o 20 días. En Bolivia, se suponía que Evo Morales obtendría un porcentaje importante en la primera vuelta, pero en ningún momento se pensó que alcanzaría 54% de los votos y que no sería necesaria una segunda ronda. Otro tanto ocurrió en Costa Rica con Oscar Arias, del Partido Liberal Nacional: en los días previos a la elección, las encuestas le auguraban un triunfo claro, con alrededor de 48%, pero finalmente el resultado fue un virtual empate con Ottón Solís, del Partido Acción Ciudadana, con solo un punto de diferencia, uno de los márgenes más estrechos de la historia reciente de ese país. La revisión de los votos fue un proceso largo, que se extendió por más de un mes, y demostró la fortaleza de la democracia costarricense, pues la sociedad esperó con tranquilidad la revisión manual hasta comprobar que, efectivamente, Arias, con el apoyo de las provincias de la periferia, había logrado ganar las elecciones en la primera ronda. Otro tanto ocurre en México, donde en el mes de abril todas las encuestas indicaban que Andrés Manuel López Obrador tenía una mayoría muy importante y aventajaba a los otros dos candidatos. En mayo, la diferencia se había acortado en distintas encuestas: algunas le otorgaban a Felipe Calderón una ventaja equivalente al margen de error de 3%. Otras, por el contrario, señalaban la ventaja de López Obrador. El resultado del 2 de julio mostró un empate técnico. En la noche de la elección, el Instituto Federal Electoral no pudo dar a conocer a un ganador. Dos días después, Calderón fue proclamado triunfador con un escaso margen de 0,56%. López Obrador anunció la decisión de impugnar el resultado y solicitar la intervención de los tribunales, y encabeza una resistencia civil. Así, pareciera repetirse la situación de la elección de Estados Unidos, en la cual la Corte Suprema finalmente le endosó el triunfo a George W. Bush. En México, el cuadro electoral mostró una gran polarización entre el electorado del norte y del sur.

Situaciones muy distintas fueron las que se presentaron en Chile y en Haití, donde era previsible que ganaran Michelle Bachelet y René Preval, respectivamente. En el caso de Chile, se sabía que, dada la conformación del espectro electoral, iba a ser muy difícil que Bachelet obtuviera 50% de los votos en la primera vuelta, aunque probablemente sí los alcanzara en la segunda. Efectivamente, consiguió más de 54%. En Haití, Preval obtuvo alrededor de 49% en la primera ronda y, por un acuerdo y una interpretación política del conjunto de partidos, se decidió repartir de manera proporcional los sufragios en blanco, con lo que superó el 50% requerido para evitar una segunda ronda y un periodo de gran incertidumbre.

En Perú, el resultado de las elecciones se preveía incierto: aunque Ollanta Humala aparecía como el gran favorito para la primera vuelta, no era evidente que Alan García superara a Lourdes Flores. Al cierre de las elecciones, matizadas por acusaciones acerca de la intromisión del presidente venezolano Hugo Chávez debido a su apoyo a Humala y su confrontación verbal con García, los resultados finalmente favorecieron al líder del APRA. Sin embargo, también mostraron un Perú claramente fraccionado entre la costa y la sierra, y entre la capital y el interior.

Hay, también, casos más previsibles. Podemos señalar posibles resultados futuros como, por ejemplo, la reelección de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, que adquiere cada vez más fuerza. Esto es así porque el presidente logró superar el gran impacto de las acusaciones de corrupción a su gobierno, restablecer su liderazgo en el Partido de los Trabajadores y afianzar una coalición. De igual forma, lo más posible es que, en diciembre, Hugo Chávez pueda obtener un triunfo electoral, equivalente al que consiguió en el plebiscito revocatorio. En este contexto, es importante recordar lo que ha señalado el presidente de Venezuela, quien afirmó que si la oposición boicotea el proceso y no se presenta a las elecciones, realizará los cambios constitucionales necesarios para asegurarse el ejercicio del poder hasta 2031.

Los ejemplos anteriores demuestran que los resultados electorales manifiestan algunas tendencias no previstas y también algunas continuidades. De las elecciones ya realizadas, en cinco casos hubo resultados sorpresivos, y en tres, previsibles. De las cuatro restantes, dos cuentan con una alta incertidumbre y otras dos parecen más claras.

En la mayoría de los países, observamos una fragmentación territorial en la votación, en la cual las áreas más postergadas expresan su rechazo al modelo económico y político vigente. Del mismo modo, en prácticamente todas las elecciones la fragmentación en los congresos es muy alta. Todo esto impondrá importantes desafíos a los presidentes elegidos, especialmente en aquellos países donde no está prevista una segunda ronda electoral. En estos casos, muchas veces los ganadores llegan al poder con un apoyo prácticamente minoritario si se considera el alto nivel de abstención. Éstos son los casos de Honduras, Costa Rica y México.

Construyendo los indicadores para el nuevo mapa político

Apelar a los conceptos de izquierda o derecha desde la perspectiva tradicional para definir y analizar el panorama político regional y los resultados de las elecciones se demuestra como un ejercicio inútil. Estos criterios, propios de la Guerra Fría, hacen difícil ubicar o encasillar a los actuales líderes políticos latinoamericanos. Es un prisma político que dejó de ser útil. En efecto, es difícil afirmar que Lionel Fernández u Oscar Arias son de derecha, de la misma manera que es difícil señalar que Lula o Bachelet representan hoy a la izquierda tradicional. Izquierda y derecha, hoy por hoy, no reflejan las identidades esenciales de los nuevos líderes, ni representan los cambios que están ocurriendo en el mundo.

Es difícil pensar un mapa político de la región totalmente estructurado, pero sí podemos señalar algunas claves necesarias para su construcción. De esta manera, podemos contar con algunos indicadores que nos permitan interpretar y comprender la actual coyuntura latinoamericana. Además de la pobreza e inequidad, el incremento de la violencia y el ascenso de la corrupción, es necesario considerar nuevos factores. Entre los principales, podemos mencionar el peso de los factores geopolíticos, la división entre una América Latina del Norte y una del Sur, el clima antiestadounidense, la inserción en la economía global y la percepción sobre los tratados de libre comercio, la polarización política y el déficit en la integración social, las disputas por el liderazgo, la tensión entre el populismo y la responsabilidad, y los impactos de la crisis de representación.

En primer lugar, podemos pensar que, debido al peso de la economía, la influencia de EEUU, los procesos migratorios y el envío de remesas, se están constituyendo dos Américas Latinas diferenciadas: una del norte y otra del sur. Los lazos culturales representan el principal vínculo entre ambas. En la del norte, los procesos de integración económica y comercial han tenido mayor estabilidad, como lo demuestra el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan) y el Sistema de Integración Centroamericana (SICA). Al mismo tiempo, el Tratado de Libre Comercio entre Centroamérica y EEUU (Cafta, por sus siglas en inglés) refleja el esfuerzo comercial de Washington y su interés por reforzar su peso unilateral por medio de un acuerdo que, en apariencia, es multilateral. En esta zona, la relación con EEUU es muy importante: ese país concentra el mayor porcentaje de las exportaciones desde esta región. Es, además, una zona privilegiada por las inversiones estadounidenses y el desarrollo de la maquila. En segundo lugar, la forma en que el gobierno de George W. Bush llevó adelante la «guerra contra el terrorismo» primero, y luego la invasión a Iraq, decidida fuera de las normas de la legalidad internacional, ha generado un fuerte rechazo mundial, incluyendo a los países más importantes de América Latina. En Sudamérica tiende a prevalecer una posición más antiestadounidense, de cuestionamiento y menor apoyo a sus políticas. Un sondeo efectuado por Flacso-Chile en cuatro capitales del Cono Sur –Buenos Aires, Brasilia, Montevideo y Santiago– indicó que 70% de los consultados consideró a EEUU como un país imperialista que no promueve la paz mundial. También un altísimo porcentaje –82%– aseguró que se entromete en los asuntos de otros países. En cambio, con la excepción de México, los países de la América Latina del norte han apoyado las políticas unilaterales de Washington.

En tercer término, en Sudamérica se observa un mayor nacionalismo y una crítica a cierta perspectiva de la globalización. Esto se conjuga con la tendencia antiestadounidense y el rechazo al unilateralismo. En América Latina, siete países rechazaron la invasión a Iraq y siete la apoyaron, mientras que tres manifestaron posiciones relativamente ambiguas. Los países de mayor tamaño y peso relativo la criticaron fuertemente. Las voces que expresaron esta posición con una gran consistencia fueron México y Chile en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas.

En cuarto lugar, América Latina está dividida en cuanto al impacto y la forma de enfrentar el colapso del Consenso de Washington, en especial en relación con la apertura comercial y los acuerdos de libre comercio. Los países con costas sobre el Pacífico tienden a apoyar la apertura comercial, mientras que los países del Atlántico –Argentina, Brasil y Venezuela– rechazan esta apertura y, en particular, los TLC firmados con EEUU. En verdad, esto no se relaciona tanto con estar sobre uno u otro océano, sino con el hecho de que las economías del Atlántico son industriales: Brasil y Argentina tienen una industria nacional y, por lo tanto, cuentan con una política de defensa de sus productores frente a EEUU. En cambio, en las economías del Pacífico –Chile, Ecuador, Perú y, eventualmente, México– una parte muy importante de las exportaciones está ligada a los recursos naturales: en México el petróleo, en Chile el cobre, en Ecuador y Perú la minería. Por lo tanto, la apertura comercial contribuye a abrirles mejores opciones hacia los distintos mercados del mundo, en particular hacia China.

Estas visiones distintas ocurren en el contexto de un mayor distanciamiento entre los países, críticas mutuas y puntos de vista divergentes entre las naciones latinoamericanas y EEUU, y entre la Unión Europea y América Latina. Para superar la marginalidad creciente de la región en los temas globales, tanto políticos como comerciales, es esencial poder diseñar una agenda de cooperación constructiva que sea capaz de abordar los temas sustantivos que interesan a los distintos actores. Es indudable que toda agenda de futuro que vincule a la región latinoamericana con los mayores poderes de Occidente deberá incorporar, junto con los temas comerciales y de migración, cuestiones de seguridad que requerirán tener en cuenta el problema de las drogas, el crimen organizado y el terrorismo.

En quinto término, hay una gran polarización política y social. Algunos países tienen fracturas sociales muy profundas que pueden generar situaciones de alta conflictividad, como ocurre en Bolivia, Ecuador, Guatemala, Colombia o Haití. También hay países relativamente estables, con niveles aceptables de integración y cohesión social, como Chile, Uruguay, México y Costa Rica. Esto no implica la inexistencia de conflictos o tensiones, pero comparativamente éstos son bastante menos graves que en el resto de la región. En el grupo de países más conflictivos, las dificultades de gobernabilidad están directamente relacionadas con estas fracturas sociales y con la polarización, lo que puede desembocar en enfrentamientos y en crisis o rupturas del orden democrático.

En sexto lugar, la competencia por el liderazgo estimula las diferencias entre los presidentes de la región. La confianza interpersonal entre los mandatarios se ha erosionado, tal como evidencian los discursos y las recriminaciones. Esto va más allá de un determinado énfasis durante la campaña electoral. Es algo más profundo. En este contexto, los choques con Hugo Chávez se han incrementado. El «efecto CNN» –es decir, el impacto de los medios audiovisuales– aumenta la repercusión de los discursos más allá de los actores directamente involucrados. La crisis del gobierno de Lula afectó la capacidad de liderazgo de Brasil. Ese espacio fue aprovechado por Chávez, quien, además, posee recursos económicos que está dispuesto a utilizar para afianzar su proyecto de integración alternativo (la Alternativa Bolivariana para las Américas –ALBA–) y su propuesta política. Esto marca una diferencia sustantiva con otros momentos de disputa por el liderazgo, en los que Brasil siempre aparecía con más recursos, independientemente de si los usaba o no y de su grado de efectividad real. Hoy, los recursos derivados del petróleo venezolano están dirigidos a desarrollar un proyecto alternativo de integración e inserción de la región y un cambio del modelo político.

La séptima cuestión es el debate entre populismo y pragmatismo. Los márgenes de acción para los países latinoamericanos en el contexto de la globalización son limitados. Ello hace que sea difícil diferenciar entre los distintos programas y propuestas que se pueden aplicar. Quienes buscan insertarse en el sistema global intentan desarrollar políticas definidas como «responsables», que en algunas áreas de la macroeconomía no se diferencian sustancialmente de las políticas neoliberales. En cambio, sí se diferencian profundamente en el aspecto social: sus programas buscan mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, en especial de los sectores más postergados y vulnerables. Sin embargo, este tipo de liderazgo no hace grandes ofertas, ni pregona la solución de los problemas de las grandes mayorías. Apela más bien a la responsabilidad para alcanzar soluciones en un contexto de opciones limitadas.

La crisis de representación favorece la aparición de propuestas «neopopulistas». Eminentemente político, el fenómeno neopopulista se manifiesta en un tipo de liderazgo en el cual el rol de las instituciones es muy limitado, ya que se basa en una comunicación directa entre el líder y el pueblo. Ello se ve facilitado por los medios audiovisuales. Este discurso y esta respuesta política poseen la capacidad de generar importantes movilizaciones. El populismo es un detonador de inestabilidad y profundiza la crisis de representatividad de las instituciones democráticas. El cambio en las reglas, la desinstitucionalización, la concentración de poder y el clientelismo se transforman en expresiones políticas recurrentes. Los legados del neopopulismo en el sentido político, con independencia de sus resultados económicos y sociales, demandarán la reconstrucción de las instituciones, del estado de derecho y de los derechos ciudadanos. Tareas nada fáciles en un contexto de decepción de la ciudadanía, que ve frustradas sus esperanzas. Recuperar los sistemas políticos luego del colapso del populismo puede llevar mucho tiempo, un gran esfuerzo y una gran voluntad política.

A todo lo anterior hay que agregar un último elemento esencial: los plazos de concertación y negociación de los proyectos regionales son cortos. Aquellos que no sean diseñados, concertados, aprobados y cuenten con capacidad de implementación inmediata no tendrán perspectivas de futuro. En 2009, se iniciará otro ciclo electoral en la región, que volcará la energía de los países a su dinámica interna, relegando, una vez más, los temas de concertación e integración regional.Bibliografía

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Sitios web

www.elcano.org. www.nuevamayoria.com.www.transparency.org. www.oea.org.www.seguridadregional-fes.org.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 205, Septiembre - Octubre 2006, ISSN: 0251-3552


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