Pasión por la destrucción
abril 2025
Más que conservadora, la administración de Donald Trump es reaccionaria: cree que el orden actual tiene poco o nada digno de ser conservado. Eso explica, de hecho, el impulso destructivo con el que está actuando.

Casi tres meses después del inicio del segundo mandato de Donald Trump, han quedado un par de cosas claras.
Por un lado, el presidente pretende llevar el poder ejecutivo a su límite absoluto, mientras el Congreso responde con pasividad al progresivo acaparamiento de poder y la Justicia intenta, en total soledad, evitar la completa ruptura de la separación de poderes y su reemplazo por un gobierno unipersonal y dictatorial de Trump.
Por el otro, el propio Trump ha establecido un nivel sin precedentes de control personal sobre las políticas. A diferencia de la mayoría de los presidentes que lo precedieron, no se limita a establecer objetivos generales (por ejemplo, «volver más proteccionista nuestra política comercial») y a dejar que asesores expertos se ocupen de los detalles y le presenten varias opciones razonables entre las cuales elegir. Antes bien, Trump recibe asesoramiento, pero luego toma sus propias decisiones, optando a menudo por medidas mucho más arriesgadas y cambios de rumbo erráticos.
Esto queda clarísimo en el tema del comercio internacional. Se imponen aranceles aduaneros, luego se suspenden; las tasas arancelarias se fijan en un nivel mucho más alto que lo que recomendó el equipo del presidente, y más tarde son reducidas cuando las fluctuaciones del mercado de bonos provocan el temor a una crisis financiera con el sello de Trump; luego se anuncia una larga lista de excepciones a los aranceles, etc. El resultado es un nivel de impulsividad y una incertidumbre que superan todo lo que antes consideraba normal.
Vemos algo un poco menos notorio, pero probablemente con el mismo nivel de improvisación, cuando se trata de la política migratoria. Allí Trump parece estar escuchando a sus asesores más nativistas (sobre todo, a Stephen Miller) cuando busca formas de ignorar las leyes y normas que obstaculizan los intentos de deportar a inmigrantes indocumentados de manera arbitraria y sin el debido proceso.
Pero cuando uno se aleja un poco del implacable y anárquico ciclo de noticias diarias para analizar todo lo ocurrido desde el 20 de enero, se vuelve evidente algo más: el gobierno está marcado por una negatividad abrumadora. El presidente y su equipo están decididos a destruir, como si fueran expertos en demoliciones enviados a trabajar en un proyecto de viviendas de gran altura para arrasar todo lo edificado y dejar un enorme terreno baldío.
Eso no es lo que se esperaría de un gobierno conservador. Pero es precisamente lo que se obtiene de un régimen reaccionario (o contrarrevolucionario) que cree que el orden actual tiene poco o nada digno de ser conservado. Esta ha sido durante mucho tiempo la diferencia entre los impulsos conservadores y los reaccionarios. Los primeros buscan ralentizar o incluso detener los cambios por amor a una herencia del pasado y por temor a consecuencias imprevistas que amenacen con destruir las frágiles instituciones y costumbres que nos han sido legadas. Los segundos, por el contrario, miran el presente con disgusto y buscan reducirlo a escombros con la esperanza de que algo nuevo, vagamente vislumbrado, pueda surgir, misteriosamente, de entre las ruinas.
Es abrumadora la evidencia de que la segunda administración de Trump gobierna como si sus figuras principales estuvieran animadas precisamente por ese apetito de destrucción.
Vaciamiento de la capacidad del Estado
Todo comenzó, curiosamente, con la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). De todos los programas del gobierno federal, la ayuda exterior parece una opción extraña para provocar un pico de ira. Pero sean cuales fueren los motivos en última instancia de Elon Musk, una de las primeras medidas destructivas de la administración fue el (en gran medida exitoso) acto de despedir a casi todo su personal y desmantelar la agencia misma. (Sus restos se incorporaron luego al Departamento de Estado para quedar bajo la supervisión del secretario de Estado, Marco Rubio).
Luego el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés) se expandió velozmente por todo el Poder Ejecutivo, buscando despedir a empleados temporarios, cerrar programas y recortar fondos destinados a prácticamente cualquier cosa que se le ocurriera. En ningún momento el pequeño ejército de disruptores de Musk pareció tomar en consideración la labor de estos numerosos departamentos y agencias, ni cómo recortes radicales e irreflexivos podrían socavar la capacidad del Estado norteamericano, tanto a escala nacional como internacional. El objetivo, aparentemente, era hacer recortes porque sí, suponiendo que nada de lo que los empleados despedidos pudieran haber hecho en sus puestos de trabajo podría valer la pena.
Es probable que esta perspectiva totalmente destructiva impulse la supervisión del Poder Ejecutivo por parte de la administración en múltiples frentes por el resto de su mandato. El impulso destructivo se aplicará al Estado regulador de forma bastante amplia, mientras el presidente y su equipo buscan materializar el sueño húmedo anarcolibertario de eliminar las «regulaciones que atañen a la salud, la alimentación, la seguridad en el trabajo, el transporte y más».
Esta animadversión contra las regulaciones choca con la preocupación de Robert F. Kennedy Jr. por identificar las fuentes ambientales de tendencias médicas alarmantes y (presumiblemente) redactar regulaciones para restringir las toxinas. Sin embargo, esto no cuadrará con las prioridades antirregulatorias de la Agencia de Protección Ambiental de Trump. Y la perspectiva de Kennedy está tan emparentada con teorías conspirativas sobre las vacunas y otras formas de tratamiento e investigación médica que, bajo su dirección, es probable que el Departamento de Salud y Servicios Humanos se centre en eliminar subvenciones a la investigación y difundir afirmaciones sin fundamento sobre diversos tipos de intervenciones médicas.
Eso pone a Kennedy en armonía con el ataque coordinado de la administración a la investigación científica y médica en general. Animado por lo que Franklin Foer describe acertadamente en The Atlantic como hostilidad del equipo de Trump hacia los trabajadores del conocimiento de la clase profesional y gerencial, el presidente parece indiferente a todas las externalidades positivas derivadas del apoyo gubernamental a la investigación científica y médica desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos se convirtió en el líder mundial en innovación tecnológica y médica, mientras que sus científicos ampliaron los límites del conocimiento humano en una larga lista de campos. Como resultado, las universidades estadounidenses se han transformado en imanes que atraen talentos de todo el mundo. Pero al presidente parece no importarle nada de eso. Las universidades también enseñan humanidades, y los departamentos de humanidades se inclinan a menudo hacia la izquierda, lo cual basta para justificar una agenda destructiva.
Palos en la rueda en la economía
Trump ha sido proteccionista por décadas. Cree en proteger a las industrias (y a los trabajadores) estadounidenses de la competencia extranjera. Una forma de lograr estos objetivos es imponer barreras al comercio exterior mediante aranceles a las importaciones. Si se lo hace con cuidado y paciencia y se lo combina con una política industrial bien diseñada y aplicada a conciencia, esto podría producir resultados positivos. Esta declaración debería dejar claro que no soy un defensor doctrinario del libre comercio. El gobierno de Biden avanzó en una dirección más proteccionista, y eso arrojó algunos resultados positivos, con un modesto resurgimiento del sector manufacturero en los últimos años.
Pero Trump no ha hecho nada ni remotamente parecido a lo que intentó Joe Biden. Su aplicación de aranceles aduaneros ha sido impulsiva, extrema e inconsistente. El resultado ha sido algo equivalente a echar arena en los engranajes de la economía estadounidense (y mundial). Los consumidores se verán perjudicados por el aumento de precios. Las industrias (incluidas las manufactureras) sufrirán el aumento de los costos de las piezas fabricadas en el extranjero y las restricciones impuestas como represalia a los productos estadounidenses en los mercados extranjeros. Los inversores (tanto los ricos como quienes ahorran para su jubilación) se verán perjudicados por la caída de los precios de las acciones. Y los trabajadores serán afectados por los despidos que probablemente se produzcan una vez que todo lo anterior comience a frenar el crecimiento económico.
Algo más fundamental: la incoherencia e incontinencia de Trump han afectado gravemente la percepción que se tiene de Estados Unidos y de su moneda. El dólar estadounidense ha sido en todo el mundo la moneda de reserva desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en buena medida porque los inversores y gobiernos de todo el planeta consideraron al país el lugar más seguro y dinámico del orbe para hacer negocios. Pero eso está cambiando, mientras algunos inversores venden sus acciones de empresas estadounidenses y bonos del Tesoro estadounidense en respuesta a las decisiones extremadamente erráticas del presidente.
Algunos defensores del gobierno de Trump trataron de presentar esto como algo intencional, un intento deliberado de «desdolarización» que alentará las ventas globales de productos estadounidenses repentinamente más baratos y la inversión de empresas extranjeras atraídas por las oportunidades de ganancias que ofrece un dólar más débil. Pero ¿qué tan probable es este comportamiento? Creo que no es especialmente probable, pues supone que la fuga de capitales que provoca la devaluación del dólar irá acompañada o será inmediatamente seguida por nuevas formas de interacción y compromiso económico con Estados Unidos.
Para tener una idea de lo que nos espera, veamos lo que está sucediendo con el turismo. Trump está logrando que los viajeros internacionales eviten visitar Estados Unidos. Consideran que su presidente es moralmente aborrecible y que sus políticas de fronteras –que han dado lugar a historias muy publicitadas de visitantes detenidos, acosados y expulsados a su llegada– son una fuente de profunda preocupación. Por ello, la gente opta masivamente por mantenerse alejada. Esto hace vislumbrar un futuro en el que la desdolarización redundará en escasos beneficios económicos, al tiempo que socavará el poder adquisitivo de los consumidores estadounidenses, al menos para los productos fabricados en el extranjero.
Además, están las consecuencias potencialmente desastrosas que tiene para las arcas públicas el aumento de los rendimientos de los bonos del Tesoro estadounidense. Trump puede gritarle al presidente de la Reserva Federal todo lo que quiera, pero si en todo el mundo la gente vende letras del Tesoro, los intereses seguirán subiendo, incrementando notoriamente el peso de nuestra deuda con cada nueva subasta del Tesoro. Ese es otro aspecto que el gobierno parece ignorar: hasta qué punto nuestro nivel de vida y nuestra capacidad para incurrir en déficits presupuestarios (es decir, nuestra libertad como sociedad para evitar recaudar fondos con el fin de cubrir nuestros gastos) se han visto facilitados por la buena voluntad y la admiración mundial de todo el mundo que Trump incendia con cada declaración y decisión insultante e imprudente.
La incoherencia de la política exterior
En ningún sector es esto más claro que en la política exterior, donde el gobierno actúa como si su principal móvil fuera liberarse de sus obligaciones con todos y cada uno. Relaciones institucionales e interpersonales profundas, duraderas e increíblemente beneficiosas, forjadas a lo largo de 80 años, son tratadas por el presidente y sus asesores como restricciones explotadoras de las que ansían liberarse.
Es casi seguro que esto adoptará la forma de un alejamiento de Estados Unidos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), algo que se transmite en el manifiesto desprecio del gobierno por Ucrania, sus actitudes desdeñosas y altivas hacia los líderes europeos y las reiteradas amenazas del presidente de anexar Groenlandia, un territorio de Dinamarca, miembro de la OTAN.
También podría asociarse con Israel para bombardear Irán. O no.
O bien podría adoptar la forma de desafiar a China en el este de Asia, aunque hacerlo seguramente será más difícil ahora de lo que parecía hace tres meses, antes de que Trump impusiera dolorosos aranceles aduaneros a muchos de los países que Estados Unidos necesitará como aliados para tomar medidas para contrarrestar a Beijing.
O podría tomar la forma de una retirada estadounidense a sus costas del Atlántico y el Pacífico, mientras Trump busca construir una política exterior en torno de una Doctrina Monroe revivida y actualizada que nos lleva principalmente a entrometernos en los asuntos de países de nuestro hemisferio como Canadá, México, Panamá, Groenlandia, El Salvador y Venezuela.
Son muchas posibilidades, mutuamente excluyentes, y la falta de una gran estrategia discernible detrás de ellas indica lo inestable que se ha vuelto la formulación de políticas desde que Trump regresó a la Casa Blanca. Así sucede cuando un gobierno prioriza la destrucción en su visión del mundo y no tiene una mirada positiva más allá del compromiso del presidente con una visión de suma cero del mundo. Insistir constantemente en que la ganancia de una nación implica pérdidas de otra y en que cualquier esfuerzo por lograr resultados mutuamente beneficiosos equivale a una expresión de sentimentalismo confuso está destinado a tener consecuencias desestabilizadoras para el orden mundial.
Como en tantos otros ámbitos, el segundo gobierno de Trump parece depositar una fe absoluta en el poder de improvisación del presidente, mientras baila en medio de las ruinas que él y su partido ya han logrado crear.
Nota: la versión original de este artículo en inglés se publicó en Persuation el 18/4/25 y está disponible aquí. Traducción: Carlos Díaz Rocca.