Tema central

Distancia y diversidad


Nueva Sociedad 206 / Noviembre - Diciembre 2006

La política exterior de Estados Unidos hacia los países andinos está enraizada en una agenda regional, pero se instrumenta y procesa de manera bilateral. Sus principales preocupaciones están centradas en la inestabilidad de países como Ecuador, en la orientación ideológica de gobiernos como el de Bolivia y, sobre todo, en los avances del libre comercio y la evolución del conflicto colombiano. Se trata, por lo tanto, de una agenda limitada a temas de seguridad y comercio, que no tiene en cuenta la complejidad y los matices de los graves problemas andinos. Pero no todo es responsabilidad de Washington: los gobiernos de la región han desplegado una política básicamente reactiva y han hecho muy poco por construir una instancia para procesar sus intereses de manera compartida.

Distancia y diversidad

Turbulencia y fragilidad institucional en los Andes

Los países andinos han ocupado un espacio limitado en las prioridades globales de Estados Unidos, lo que en la actualidad está reforzado por las consecuencias enormemente complejas del conflicto en Oriente Medio. Desde el fin de la Guerra Fría, la problemática de la región andina incluyó dos asuntos de relativa importancia para Washington: el narcotráfico y el conflicto colombiano, temas que se fueron desplegando y profundizando a lo largo de los 90. A pesar de ello, EEUU subordina los temas regionales a las perspectivas globales que enfatizan las visiones de seguridad y los instrumentos militares para el procesamiento de agendas complejas.

Aunque los temas incluidos en la agenda estadounidense durante las últimas décadas han sido constantes, el orden de prioridades ha variado. A inicios de los 80, el narcotráfico ordenaba las cuestiones de la democracia, el comercio y la deuda externa. Sin embargo, con los años la política exterior de EEUU se fue desplazando hacia perspectivas «securitizadoras», complementadas por una agenda hemisférica que incluye –sobre todo desde el lanzamiento del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA)– el comercio, además de cuestiones ambientales y de desarrollo.

Los atentados de septiembre de 2001 profundizaron la tendencia a priorizar las cuestiones del terrorismo y el narcotráfico en la región como los dos tópicos vertebradores de la agenda estadounidense. La percepción de amenaza no remite solamente al potencial del terrorismo y el crimen organizado; también se relaciona con el comercio de armas y el lavado de dinero asociados al narcotráfico. En efecto, la lucha contra el terrorismo es hoy la primera preocupación estadounidense a escala global. De hecho, en la Estrategia Nacional de Seguridad presentada en septiembre de 2002 y en la nueva estrategia publicada en marzo de 2006, se alude a los vínculos entre los «grupos terroristas extremistas» y las «actividades de tráfico de drogas que ayudan a financiar a esos grupos», y éste resulta el único tema hemisférico realmente significativo según la visión de seguridad de EEUU. Es más, la nueva estrategia enfatiza con aún más fuerza el carácter activo del realismo ofensivo, actual visión dominante en la política exterior estadounidense.

Por otra parte, desde mediados de esta década, un elemento nuevo se introduce en las relaciones entre EEUU y los países andinos: las cuestiones estructurales de autonomía energética y acceso al crudo, en un contexto de alza de los precios, debilidad del mercado y aumento de la demanda. Las relaciones de Washington con Venezuela, Ecuador y Bolivia –y, en menor grado, con Colombiay Perú– se encuentran ahora cruzadas, de una u otra forma, por el tema petrolero. En general, el arco andino sigue siendo la región latinoamericana con mayores niveles potenciales de conflicto en términos estratégicos para Washington; más allá del problema de Colombia y el narcotráfico, la inestabilidad política campea en la zona y se expresa en diferentes aspectos: los problemas internos bolivianos, los conflictos con el gobierno venezolano y la polarización política y social en ese país, la debilidad extrema de los presidentes peruanos y ecuatorianos en la última década y el permanente –y hasta hoy irresoluble– conflicto colombiano. Esta percepción general de turbulencia andina que inspira la política exterior estadounidense se ha profundizado, en los últimos años, con la retórica confrontacional de Hugo Chávez, los problemáticos escenarios ecuatorianos luego de la caída de Lucio Gutiérrez en 2005 y el ascenso al poder de Evo Morales y su política energética. Aunque la reciente victoria de Alan García en Perú ha hecho que mejorara –relativamente– esa percepción, el creciente protagonismo de Chávez como portaestandarte de la retórica antiestadounidense a escala mundial y la estrategia de colisión permanente con Washington podrían volver inevitable, en algún momento, un conjunto de represalias políticas que sumarían un elemento más de inestabilidad y conflicto a la relación entre EEUU y los países andinos.

Colombia no presenta, hasta el momento, indicios que permitan presumir el fin del conflicto interno. Con oscilaciones que no terminan de romper el equilibrio estratégico entre los contendientes, el escenario actual apunta a la permanencia a mediano plazo de una política gubernamental basada en la capacidad militar del Estado. Esto, a su vez, impacta de manera negativa en los países fronterizos y en el proceso político democrático andino, caracterizado por la debilidad de las instituciones gubernamentales. En ese sentido, aunque hay que remarcar los resultados de la política de seguridad de Uribe –reducción significativa de la violencia política y de los secuestros, asesinatos e incidentes armados, así como de la violencia social y los índices de homicidios–, lo central es que el objetivo mismo de esta política, la derrota de las organizaciones armadas ilegales, no se ha conseguido.El caso ecuatoriano revela otro aspecto crítico, pero diferenciado, del mundo andino: el cuestionamiento a las formas de representación, la legitimidad institucional y el Estado, crítica que se expresa en lo que se puede denominar «crisis orgánica del sistema político», cuya solución no parece poder ser canalizada mediante mecanismos institucionales. En ese contexto, las relaciones de Ecuador con Washington atraviesan hoy uno de los momentos de mayor distancia de las últimas décadas, no solo por la aversión de Quito a verse involucrado en el conflicto colombiano, sino porque la política interna ecuatoriana ha desactivado la posibilidad inmediata de integrarse comercialmente a EEUU.

A diferencia de Ecuador, en Perú los índices de crecimiento económico y las expectativas de continuidad institucional bajo el gobierno de Alan García pueden garantizar cierta estabilidad, al menos temporal, en las relaciones con EEUU.

En cuanto a Bolivia, la complicada situación es consecuencia de las tensiones derivadas de la histórica complejidad regional y social, la concentración política bipolar, los procesos de transformación del sistema de partidos que vienen desde hace una década, la dinámica económica diferenciada entre el altiplano y el llano, así como el peso crucial de la cuestión étnica y el intento de reestructuración política mediante la Asamblea Constituyente y la nueva orientación de política internacional –especialmente en lo referido a temas energéticos– y las alianzas internacionales con Venezuela y Cuba. Todo esto genera un movimiento centrífugo en nombre de las autonomías, mientras el Estado se ve sometido a crecientes tensiones. En ese contexto, EEUU observa con suspicacia el caso boliviano, de cara a un escenario de conflicto y en el contexto de una región andina atrapada en una situación de crisis prácticamente generalizada.

La centralidad del conflicto colombiano

La política exterior de EEUU hacia la región andina está enraizada en una agenda regional, pero se instrumenta y procesa de manera bilateral. Desde inicios de los 80, el narcotráfico ha sido el elemento clave de las políticas estadounidenses y ha marcado el conjunto de las decisiones relacionadas con la zona andina. En los 90, la inercia institucional de la agenda trazada por los gobiernos republicanos de los 80 se manifestó en la carencia de enfoques nuevos, por lo que se mantuvieron las líneas centrales planteadas en la Iniciativa para las Américas. Así pues, el marco contextual de la guerra contra las drogas fue la referencia fundamental en las relaciones entre EEUU y los países andinos.

La novedad a la que se asiste a raíz de los atentados de septiembre de 2001 y la Estrategia Nacional de Seguridad consiste en la estrecha identificación, por parte de EEUU, entre insurgencia interna, drogas, criminalidad, tráfico de armas, lavado de dinero y terrorismo. Aun cuando los países andinos generalmente han cumplido cabalmente con sus compromisos en relación con el narcotráfico, ello no ha sido óbice para que Washington estableciera, de manera unilateral, reglas de juego y sanciones que aparecen como desproporcionadas. Hoy, esas medidas constituyen elementos clave de presión sobre las decisiones cambiantes en temas de seguridad y defensa.

Un ejemplo en ese sentido es el Tratado de Preferencias Arancelarias Andinas, por el cual algunos países obtienen beneficios comerciales a cambio de demostrar avances en la lucha contra el narcotráfico. Ecuador fue excluido del acuerdo a finales de 2002. Luego, éste fue renegociado con bastantes problemas y se aceptó su permanencia hasta fines de 2006. La fecha límite está por llegar, lo que ha agudizado las discrepancias entre los empresarios y el Estado ecuatoriano, máxime cuando el Tratado de Libre Comercio (TLC) con EEUU está bloqueado. Pero lo central es que la exclusión de Ecuador ha sido presentada como el agotamiento temporal de los acuerdos, sin que haya existido ninguna explicación por parte del Departamento de Estado norteamericano, ya que Quito cumplió todos sus compromisos en materia de narcotráfico y no recibió cuestionamientos. Año tras año, Ecuador ha sido certificado con creces en ese tema, sobre todo a partir del aumento de la captura de cargamentos de cocaína, especialmente mediante la interdicción marítima, durante 2004, 2005 y 2006.

La preocupación de EEUU está centrada en la inestabilidad de los países andinos, incluidas las problemáticas relaciones con Caracas y la creciente desconfianza frente a la evolución de los procesos en Bolivia, el «renacimiento étnico» y la victoria de Evo Morales. Sin embargo, como ya se señaló, la cuestión colombiana es la preocupación fundamental de Washington en el hemisferio. El compromiso regional con el Plan Colombia se consolida con la denominada «Iniciativa Andina», que exige un aumento en el énfasis militar. Es precisamente este punto el que genera cuestionamientos entre los vecinos de Colombia, debido a que el despliegue de esa iniciativa ha provocado, desde 2004, un incremento sustancial de las operaciones militares y los combates.

EEUU evalúa a los gobiernos andinos sobre la base de dos factores: el incremento de su capacidad de control interno y la colaboración con su agenda militar y policial. El último aspecto es sin duda problemático para los países limítrofes de Colombia, cuyo diagnóstico de seguridad nacional parte del supuesto básico de que hay que evitar la dispersión del conflicto y sus secuelas. Para ello, los factores militares deben estar relacionados con una concepción múltiple y diversa de la problemática de seguridad y subordinados a la construcción de una agenda de seguridad andino-amazónica que precise los intereses de los países de la región.

Venezuela y las estrategias energéticas

La centralidad de las cuestiones energéticas en la actual agenda estadounidense se explica por la reducción de las reservas mundiales, el aumento subsecuente de los precios y la ampliación de la demanda generada por las dos «locomotoras» de la economía global: China y la India. A ello hay que sumar las variables políticas, como la incierta evolución de los problemas en Oriente Medio. En ese contexto, las cuestiones de seguridad energética son centrales en el diseño estratégico de EEUU, tanto en el corto como en el mediano y el largo plazos.

Venezuela, por su parte, ha generado una serie de acuerdos que impulsan formas de control estatal de los recursos energéticos y proponen la constitución de un «anillo energético del Sur», para lo cual ha establecido alianzas significativas con Brasil y Argentina, así como con Bolivia en el gasoducto sudamericano. La experiencia de Venezuela podría ser importante, al menos para Ecuador y Bolivia, que necesitan inversión tanto en refinación como en explotación. Hasta ahora, Caracas ha utilizado sus recursos energéticos para potenciar su política exterior. Sin embargo, la retórica de Chávez, sumada a la decisión de establecer relaciones estrechas con enemigos declarados de EEUU como Irán, Siria y Cuba, podría generar respuestas políticas en el corto plazo.

La creciente demanda de petróleo es en parte consecuencia del ascenso de China, cuyas impresionantes tasas de crecimiento, del orden de 10% y sostenidas durante prácticamente treinta años, generan presiones enormes sobre el mercado, potenciadas además por el crecimiento de la India. Estas presiones, actualmente visibles para cualquier observador, se expresan en un aumento desmesurado de los precios del crudo, especialmente durante el último año. Es que el crecimiento económico de estos dos países se sustenta en un proceso de industrialización muy agresivo en el consumo de energéticos, que deriva en presiones estructurales –no meramente coyunturales– sobre los precios. En ese contexto, los grandes productores de petróleo, entre los que se encuentra Venezuela, adquieren una relevancia geoestratégica muy alta.

Pero las presiones son también resultado de los déficits estratégicos de los principales consumidores de petróleo –los países industrializados– en su balanza de producción energética. El déficit de EEUU, por ejemplo, es muy alto, con una tendencia a ensancharse. Actualmente, ese país produce 73% de la energía total que consume, que implica 33% del consumo total de hidrocarburos a escala mundial: 25% del petróleo, 40% de la gasolina, 33% de los derivados y 20% de los destilados del planeta. El déficit de crudo de EEUU representa, por lo tanto, 25% de su consumo, lo que equivale a 12 millones de barriles diarios, al menos según los datos de 2002 y 2003.

Para 2020, ese déficit estratégico alcanzará la escalofriante cifra de entre 25 y 30 millones de barriles diarios. Así, la política energética es un eje central para la seguridad estadounidense, tal cual lo manifiesta la estrategia nacional de defensa presentada por el presidente Bush en 2002 y reafirmada en 2006: se le asigna una alta prioridad a las temáticas económicas energéticas y de desarrollo, aunque el terrorismo es obviamente la cuestión principal.

La vulnerabilidad de las grandes economías es mayor en aquellos países industrializados que no son productores y que no disponen de reservas estratégicas. EEUU y Reino Unido se encuentran, en ese sentido, en una posición relativamente privilegiada, ya que, a pesar de los déficits, producen crudo y cuentan con reservas estratégicas. A escala mundial, se estima que las grandes potencias y las economías desarrolladas tienen un déficit de 40 millones de barriles diarios, que deben resolver para poder sustentar autónomamente sus procesos industriales. Para 2020, esos 40 millones se convertirían en 100 millones.

En este escenario, la política exterior de Venezuela se vuelve «indistinguible de la industria petrolera». Esto implica un claro desafío para EEUU, si se tiene en cuenta la importancia del petróleo venezolano y la utilización política, por parte de Caracas, de la cuestión energética en el contexto de sus propuestas de alianza a escala sudamericana y caribeña. Como parte de la estrategia venezolana, podemos señalar el subsidio a la economía cubana y el apoyo a políticas energéticas disonantes con las propuestas estadounidenses, como las que lleva adelante Bolivia.

Chávez, en efecto, dispone de un elemento económico clave para sustentar su proceso político interno y su estruendosa campaña de activismo internacional contra Washington. La construcción de una estrategia energética contrahegemónica con eje en Venezuela es un proyecto por concretarse, sin resultados tangibles hasta ahora, pero que ya ha sido anunciado. Naturalmente, esta política se relaciona directamente con los temas de seguridad, ya que no están separados unos de otros.

El énfasis cada vez mayor de EEUU en las políticas unilaterales y las presiones en las relaciones bilaterales, caracterizadas por una enorme asimetría de poder, permiten suponer que Washington se encuentra en una senda que, potencialmente, puede llevar a un conflicto más profundo y abierto con Caracas. Éste, sin embargo, no es el único escenario posible. De hecho, hasta ahora el enfrentamiento no ha impedido la llegada a EEUU de una sola gota de petróleo, y tampoco ha hecho que Venezuela redujera las importaciones estadounidenses o levantara algún tipo de barrera contra las inversiones de empresas de ese país que, al contrario, han gozado de garantías a lo largo de los últimos ocho años.

La política y el comercio en la relación con EEUU

Las negociaciones por el ALCA se detuvieron abruptamente. La Cumbre de las Américas, realizada en 2006 en Mar del Plata, puso en evidencia el fracaso de la estrategia estadounidense y del consenso alcanzado por los países del hemisferio durante el gobierno de Bill Clinton. Frente a esta situación, EEUU optó por potenciar sus capacidades y emprendió una estrategia de bilateralización de las negociaciones. En situaciones de asimetría, el bilateralismo implica una ventaja estructural para los actores con mayores recursos económicos y políticos.

EEUU inició conversaciones con Colombia, Perú y Ecuador, en rondas simultáneas que no implicaron, sin embargo, una negociación conjunta. De ese proceso se excluyó a Bolivia, que también era beneficiaria del antecedente de esta negociación, el Tratado de Preferencias Arancelarias Andinas. Y también se dejó de lado a Venezuela, no solo porque no formaba parte de este acuerdo arancelario previo sino porque se trata de un país que, en rigor, tiene un TLC implícito con EEUU: su economía gira alrededor del petróleo, sobre el que no pesan aranceles.

La estrategia estadounidense consistió en plantear esquemas de concesiones parecidos a los que ya se habían acordado con México a principios de la década pasada y con Centroamérica, en meses recientes. En el marco general del tratado de preferencias que enunciaba los productos por negociar, los funcionarios estadounidenses fueron especialmente inflexibles en la cuestión de los subsidios agrícolas y la propiedad intelectual.

Los tres países andinos que iniciaron negociaciones no lograron acordar una estrategia común. Perú concluyó la negociación varias semanas antes y estableció los estándares para los otros dos países. Colombia, sin llegar a satisfacer plenamente a los exportadores, suscribió el tratado. En el caso de Ecuador, EEUU suspendió las negociaciones luego de que el gobierno de ese país ejecutara una cláusula del contrato con la compañía petrolera estadounidense OXY, declarando su caducidad con el argumento de que la empresa había incumplido el contrato y violado las leyes.

Parece poco probable que la región andina logre articular una política común en temas de comercio, igual que en seguridad. De hecho, todos los regímenes regionales comunes han colapsado: el ejemplo más notable es la Comunidad Andina de Naciones (CAN) que, tras cuarenta años de existencia, no ha podido generar un mercado común.

Por otro lado, las orientaciones internacionales de los países andinos han diferido constantemente y no han logrado llegar a una visión compartida que permita pensar en la estructuración de un régimen político regional. Mientras Venezuela confronta con EEUU, Colombia tiene un lazo histórico con esa potencia y un compromiso estratégico integral, en el contexto de su conflicto interno y en razón de ser el punto nodal del complejo productivo coca-cocaína en los Andes. Perú, por su parte, se acercó a Washington durante el gobierno de Alejandro Toledo y hoy mantiene una asociación que parece, al menos en forma temporal, viable: el gobierno firmó el TLC sin gran oposición interna y la orientación tradicional del país, durante al menos los últimos 16 años, ha sido de simpatía.

El gobierno de Bolivia, sin llegar a los niveles de espectacularidad de Venezuela, tampoco confía en EEUU. Ha planteado el reto de los movimientos indígenas y el populismo radical combinados, desarrolla una política energética cercana a Caracas y construye un sistema de alianzas internacionales que, aunque atemperado por el peso estratégico de Brasil y Argentina, es igualmente distante de Washington. Su panorama interno es complejo por los quiebres regionales y la problemática de la reforma constitucional en curso.

En general, los países andinos, al estar imposibilitados de postular –y menos aún ejecutar– una política exterior común sobre la base de la interacción confluyente de intereses nacionales y subregionales, abren un espacio para que la presencia de EEUU no se debilite. América Latina no es una prioridad, pero esto no significa que la región no sea importante y, dentro de ella, particularmente la zona andina: es precisamente allí donde Washington visualiza la política internacional desde la perspectiva simple, a veces rudimentaria, de sus intereses de seguridad.

Ello evidentemente implica, como se ha constatado en la región andina, la primacía de un enfoque policial-militar para encarar problemas socioestructurales que, en realidad, requieren un análisis multidimensional y la percepción de matices que son pasados por alto en el diagnóstico de seguridad dominante, que está marcado por la centralidad del conflicto colombiano y la existencia de una alianza estratégica, muy poderosa, simbolizada en el eje Washington-Bogotá.

Avanzar en un escenario andino de multilateralismo cooperativo, entendido como la búsqueda de diagnósticos y consensos sustantivos sobre una base deliberativa que garantice las autonomías nacionales, aparece hoy como un desafío difícil para los países de la región, y sobre todo para aquellos con capacidades muy limitadas. Todo esto hace suponer que será prácticamente inevitable la subordinación de nuestras políticas a otras percepciones e intereses más poderosos.

En concreto, una política de otro tipo implicaría, por ejemplo frente al conflicto colombiano, la búsqueda activa de opciones diplomáticas de concertación y cooperación andinas y sudamericanas, orientadas a impedir la denominada «escalada horizontal» de éste. Sería necesario partir de un diagnóstico que recupere las dimensiones socioestructurales del problema colombiano, que tenga en cuenta las complejidades que implica en sus impactos regionales y que pueda articular una política en busca de una solución negociada.

Ese enfoque también se podría aplicar a la resolución de la crisis política venezolana. Pese a la posición de Chávez, se requieren canales de acción político-diplomática que permitan generar un acercamiento entre la oposición y el gobierno. El objetivo es evitar que las tensiones se transformen en un conflicto civil de resultados insospechados e indeseables desde todo punto de vista, sobre todo si se toma en cuenta el curso de colisión entre la política exterior del gobierno bolivariano y la política de Washington.

Todo lo anterior nos hace retornar al punto de partida de este artículo: la crisis en la región es general, y el desafío estratégico que implica para EEUU podría resolverse con una mayor participación de las naciones andinas.

Conclusión

Para los países andinos, la enorme asimetría en la relación con EEUU se expresa en más vulnerabilidad. Los temas más importantes del vínculo entre Washington y la región son complejos: conflicto colombiano, narcotráfico, políticas energéticas, orientaciones ideológicas dispares en algunos casos y migración. Los intereses de las sociedades andinas y de sus Estados tienen muy poco impacto en las decisiones de EEUU. Actualmente, la región andina cuenta con menos de 13% del PIB latinoamericano, mientras que su población es el 22%; recibe menos de 10% de las inversiones estadounidenses y expresa menos de 15% del intercambio comercial con EEUU al sur del Río Grande.

La política exterior de los países andinos ha sido siempre reactiva. La principal instancia de integración –la CAN– tiene una retórica común en política exterior, pero no ha sido capaz de procesar un solo mecanismo eficiente para agregar en una instancia compartida los intereses de sus integrantes frente a EEUU. Tampoco ha sido capaz de desarrollar instrumentos institucionales que permitan generar un espacio de seguridad cooperativa. Las relaciones entre los países andinos en seguridad y defensa han sido también bilaterales. A todo esto hay que añadir la reciente decisión de Venezuela de abandonar la CAN y la percepción generalizada de fracaso que la rodea, pese al nuevo aire que proporcionaría el anunciado reingreso de Chile.

La crisis actual plantea fuertes desafíos a los gobiernos andinos: la evolución de las complejas situaciones que atraviesan los países se articula con problemas internos, crisis de los sistemas de representación, de legitimidad y corrupción generalizada, a lo que se suma un problemático –y doloroso– proceso de apertura comercial, inducido inicialmente por el ALCA y luego por los acuerdos bilaterales de libre comercio. También pesan, en ese esquema, la crisis social originada en la migración y los factores centrífugos de la regionalización militarizada del conflicto colombiano. A todo ello deberán responder nuestros países en el futuro cercano, so pena de graves e incalculables consecuencias para su propia supervivencia.

La agenda estadounidense se ha tensado, lo cual podría contribuir a elaborar nuevas visiones, menos sesgadas, acerca del carácter complejo de la crisis andina, en simultáneo con un reposicionamiento del interés por Latinoamérica en general y la región andina en particular. Los gobiernos republicanos han hipotecado la eficacia del «poder blando» de Washington en la región a la tendencia a sobreenfatizar los aspectos militares y de seguridad; y las políticas bilaterales –diplomáticas y comerciales– han generado reacciones negativas. Desde luego, la región andina no puede evitar a EEUU, que es la presencia internacional más influyente y el socio comercial más importante de cada uno de estos países. En este momento, la relación se encuentra golpeada y deteriorada; aunque las responsabilidades son ciertamente colectivas, sin duda el actor más importante es el que lleva el peso mayor de esa responsabilidad.

En términos generales, los países andinos se han distanciado de EEUU, aunque sus políticas hacia ese país son muy diversas. El escenario hoy no es estable. Las percepciones sobre Washington variaron mucho en apenas diez años, desde la Cumbre de Miami hasta la de Mar del Plata. Y pueden volver a cambiar.

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