Tribuna global

Tiempos de descontento en Bielorrusia


Nueva Sociedad 296 / Noviembre - Diciembre 2021

El modelo bielorruso se distingue de sus homólogos postsoviéticos en el mantenimiento de un gran sector público en la economía, asociado al poder personal de Aleksandr Lukashenko, presidente desde 1994. Tras las elecciones de 2020, un amplio movimiento de protesta, que incluyó a trabajadores industriales, desafió el poder presidencial.

Tiempos de descontento en Bielorrusia

En agosto de 2020, Aleksandr Lukashen-ko se impuso a Svetlana Tijanóvskaya en las elecciones presidenciales de Bielorrusia, con lo que se aseguró el sexto mandato consecutivo desde su llegada al poder en 1994. La Comisión Electoral Central de Bielorrusia afirmó que Lukashenko había obtenido más de 80% de los votos. Si bien los observadores internacionales han detectado irregularidades y violaciones de las normativas en todas las elecciones presidenciales del país desde 1994, los resultados de 2020 provocaron protestas callejeras sin precedentes. Lukashenko respondió con violencia, desplegando el Escuadrón Móvil para Propósitos Especiales (omon), la policía antidisturbios de Bielorrusia, contra los manifestantes. La represión no hizo sino intensificar la lucha entre la población y el presidente. Cientos de miles de personas se manifestaron en la capital, Minsk, y en el interior del país. Los trabajadores y trabajadoras de las principales empresas industriales se declararon en huelga. La ola de protestas continuó durante varios meses y se ganó la admiración de una buena parte del mundo.

Pero el impulso del movimiento se disipó en gran medida con la llegada del invierno, y los manifestantes se enfrentaron a una salvaje ola de represión, que incluyó asesinatos a manos de la policía, duras condenas de cárcel o la pérdida del empleo por los más mínimos actos de protesta. Una minoría de activistas continúa hoy la lucha dentro y fuera del país, pero ya no hay protestas multitudinarias. Lukashenko declaró la victoria en lo que llamó una «guerra relámpago» (Blitzkrieg) en su contra.

El 11 de febrero, en la Asamblea Popular de Toda Bielorrusia, una reunión masiva de delegados leales celebrada cada cinco años, Lukashenko y su actual equipo de gobierno reiteraron el discurso habitual para justificar su poder. El primer ministro, Roman Golovchenko, advirtió que las propuestas de «reforma de la economía bielorrusa siguiendo la receta liberal» condujeron a la «quiebra económica y al default de muchos países». La reivindicación de legitimidad de Lukashenko se basa en que él es el único reaseguro para los trabajadores de las empresas industriales estatales bielorrusas frente al horizonte del desempleo masivo.

Bielorrusia prácticamente no tiene pobreza si esta se calcula utilizando el umbral del Banco Mundial de 5,50 dólares diarios por persona, condición que solo cumplen Eslovenia y la República Checa entre los países poscomunistas. Además, se ha conservado en gran medida la herencia educativa soviética, que constituye la base de un sector bielorruso de tecnología de la información altamente competitivo. Las empresas estatales, menos propensas a los despidos que el sector privado, emplean a cerca de 40% de la población activa.

Sin embargo, las manifestaciones de 2020 expresaron no solo la oposición a un gobierno autoritario, sino también un malestar social muy profundo. Entre los manifestantes se encontraban trabajadores industriales de las grandes empresas estatales, quienes, al igual que los del sector privado, sufren la explotación y la represión a manos de gerentes estatales, burócratas y empresarios nacionales y extranjeros. La dimensión del dolo en las fraudulentas elecciones del 9 de agosto de 2020 fue un insulto a su inteligencia y los invadió la indignación por la violencia desatada sobre los primeros manifestantes.

El trillado discurso repetido por Lukashenko y sus seguidores –que ellos protegen el Estado de Bienestar y la estabilidad laboral– había perdido para entonces su poder propagandístico, aunque en parte fuera cierto. Si bien Bielorrusia evitó seguir el camino más neoliberal de países postsoviéticos vecinos, al mismo tiempo generó sus propios antagonismos en los últimos 30 años. Enfocarnos en el carácter distintivo del modelo bielorruso nos ayudará a entender mejor las razones de la oposición al gobierno de Lukashenko en la actualidad.

El capitalismo en Europa central y oriental se desarrolló después de 1989 impulsado por dos grupos sociales de elite: la intelligentsia, que favorecía un programa neoliberal, y los cuadros más emprendedores de los antiguos partidos comunistas, que querían convertirse en una clase capitalista realmente existente. El primer desarrollo postsoviético de Bielorrusia estuvo dominado por este último grupo. Cuando la República de Bielorrusia independiente sustituyó a la República Socialista Soviética de Bielorrusia en 1991, hubo poco recambio dirigencial. Aunque se prohibieron las estructuras formales del Partido Comunista, los cuadros administrativos y directivos, al frente de los cuales estaba el primer ministro Viacheslav Kébich, se mantuvieron en sus puestos. El único cambio significativo fue el nombramiento de Stanislav Shushkévich, profesor de física, como presidente del Parlamento, una medida destinada a apaciguar a la intelligentsia de Minsk.

El desarrollo socioeconómico de Bielorrusia a principios de la década de 1990 estuvo impulsado casi exclusivamente por un proceso gradual de aburguesamiento de la nomenklatura, con una fuerte impronta de los vestigios de las antiguas formas soviéticas. Había pocos incentivos para llevar a cabo una privatización masiva, la cual podía conducir a la pérdida de beneficios en favor de actores externos. Con todo, se produjeron algunas privatizaciones, así como el arrendamiento de activos estatales. Bielorrusia llegó a tener un oligarca de cierta importancia, Aleksandr Pupeiko, quien, entre otros negocios, vendía productos de Philips y era propietario de una planta de montaje de la automotriz Škoda. Sin embargo, la estructura de la propiedad seguía siendo principalmente pública.

La industrialización de posguerra de Bielorrusia forjó un gran sector de construcción de maquinaria, junto con importantes sectores de refinamiento de combustibles, procesamiento de alimentos y electrónica. Al gozar ya de una importante autonomía regional durante el ocaso del poder soviético, los dirigentes esperaban que el legado de Bielorrusia como centro de ensamblaje final de las manufacturas soviéticas pudiera suponer una ventaja en el comercio exterior. Bielorrusia mantuvo su industria manufacturera mediante subvenciones, la continuación de la economía estatal y la conversión de la producción militar en la producción civil.

Eso no significa que la transición a una economía capitalista se haya producido sin problemas. Fuera de la extracción de potasa, Bielorrusia no tiene ningún sector extractivo importante, por lo que depende de las importaciones. El colapso de la zona del rublo en 1993 afectó considerablemente la producción, lo que provocó una pérdida tanto de mercados de exportación como de insumos procedentes del extranjero, seguida de un enorme descenso del consumo y la inversión. La Organización Internacional del Trabajo (oit) estimó un nivel de desempleo de 12,8% en 1994.A principios de la década de 1990, el Parlamento bielorruso estaba dominado por los seguidores del primer ministro Kébich. Un tercio de los diputados eran gerentes industriales o agrícolas de profesión, partidarios de la reintegración económica con Rusia. La oposición estaba dominada por fuerzas liberales y nacionalistas. Los nacionalistas pertenecían al Frente Popular Bielorruso (bnf), dirigido por su fundador, Zianón Pazniak, un arqueólogo que había descubierto una fosa común de la época del terror estalinista en el bosque de Kurapaty, en las afueras de Minsk. Los liberales prooccidentales se agrupaban en torno de Shushkévich. Aunque Kébich no había sido elegido para su cargo, la balanza de poder en el Parlamento se inclinaba sensiblemente hacia su bando, mientras que el bnf de Pazniak y los liberales de Shushkévich se enredaban en sus propias disputas.En esta situación de pauperización social e incertidumbre política emergió Lukashenko, un diputado de la región oriental de Moguilov. Como director de una empresa agrícola, tenía la fama de ser uno de esos gestores «atentos a los beneficios» y «orientados al mercado» que el equipo de Mijaíl Gorbachov había intentado promover. En los últimos años de la Unión Soviética, Lukashenko surgió como uno de los miles de Yeltsin locales que trataban de explotar el sentimiento antiestablishment para sus propios fines. En el Soviet Supremo de Bielorrusia, era miembro de los Comunistas por la Democracia, un grupo «de centro» que intentaba maniobrar entre los patriotas soviéticos de línea dura y la oposición proveniente de la intelligentsia.

Al detectar una fuerte añoranza respecto de la disuelta urss y el alejamiento de la mayoría rusoparlante de la nueva identidad bielorrusa, Lukashenko se convirtió en un ferviente defensor de la restauración de la unidad política y económica con Rusia. Sin embargo, evitó comprometerse con un programa concreto y prefirió un vago populismo antioligárquico y antinomenklatura.

En 1993, Lukashenko fue nombrado en un cargo que le dio la oportunidad de atraer sobre sí la atención nacional: la presidencia de un comité parlamentario anticorrupción. Ante el empeoramiento de la situación económica y el inicio de un programa de privatización respaldado por el Fondo Monetario Internacional (fmi), su denuncia de la corrupción por parte de los antiguos miembros del Partido Comunista y de la oposición tocó una fibra sensible. Su mayor golpe, impulsado por diputados pro-Kébich, fue la denuncia de que Shushkévich había supuestamente malversado fondos públicos para la construcción de una dacha. El líder parlamentario se vio obligado a dimitir.Lukashenko atrajo a una camarilla de políticos ambiciosos llamados Jóvenes Lobos, que vieron en su creciente popularidad la posibilidad de ascenso en sus propias carreras. Varios de ellos eran liberales, como Viktor Gonchar, y creían que Lukashenko rompería la vieja nomenklatura y desempeñaría el papel de un Yeltsin bielorruso. Los hombres de negocios y los profesionales de Minsk estaban tan cautivados por este mujik de tierras orientales como las masas rurales y provinciales.

En marzo de 1994 se aprobó una nueva Constitución que transformó a Bielorrusia en una república presidencialista. Kébich estaba seguro de que ganaría las primeras elecciones presidenciales, con el apoyo de toda la clase dirigente y una oposición dividida. Pero en la primera vuelta, Lukashenko obtuvo 46% de los votos y Kébich solo 18%. En la segunda vuelta, Lukashenko obtuvo un rotundo 81% y Kebich, 14%.Ya en el poder, Lukashenko siguió una política cultural opuesta a la nueva identidad nacional bielorrusa del periodo postsoviético. Un referéndum celebrado en mayo de 1995 confirmó el restablecimiento del ruso como segunda lengua oficial e introdujo una nueva bandera inspirada en la bandera bielorrusa soviética (sin la hoz y el martillo). El referéndum también otorgó al presidente el derecho a disolver el Parlamento. Lukashenko aprovechó para concentrar poder en sus manos. Al año siguiente, organizó otro referéndum que reforzaba el poder presidencial frente a los otros poderes. Los resultados volvieron a favorecer a Lukashenko, aunque esta vez hubo muchas irregularidades en la votación. Poco después, disolvió el Parlamento e instaló en su lugar un órgano obediente.

Lukashenko había sentado las bases de un sistema político superpresidencialista. Además de sus poderes de nombramiento, podía vetar directamente las leyes, y el presupuesto quedaba totalmente sujeto a su discrecionalidad. Se estableció una administración presidencial expandida por encima del antiguo Consejo de Ministros en la jerarquía del Estado. Se produjo una remodelación a gran escala de las gobernaciones regionales, que fueron reasignadas a menudo para romper las redes de la antigua nomenklatura. Al mismo tiempo, Lukashenko inició una serie de procesos contra sus rivales políticos y poderosas figuras del establishment de la época de Kébich, así como algunos de sus propios ex-seguidores. También impuso el control de los servicios de seguridad y del ejército bajo un nuevo Consejo de Seguridad Nacional dirigido por Viktor Sheiman, veterano de la guerra de Afganistán. Este ex-paracaidista se dedicó a purgar a la vieja guardia de la kgb, sustituyéndola por seguidores de Lukashenko, y se lo vinculó con la desaparición de varias figuras de la oposición, entre ellas Gonchar, quienes habían desertado del entorno de Lukashenko.

Un aspecto que a menudo se pasa por alto de la consolidación del poder de Lukashenko fue la subordinación de los sindicatos bielorrusos. Antes del colapso soviético, una ola de huelgas en respuesta a las subas de precios del primer ministro soviético Valentín Pávlov en abril de 1991 había logrado grandes concesiones del gobierno local. La reducida extensión de Bielorrusia, la concentración de empresas industriales en Minsk y la presencia de colonias industriales que dominaban el interior contribuyeron a una situación en la que las acciones sindicales podían conseguir buenos resultados. Y como una parte relativamente grande de la industria siguió siendo pública después de 1991, Bielorrusia no sufrió el tipo de desindustrialización experimentado en Rusia y Ucrania. A medida que la economía se recuperaba en la segunda mitad de la década, el desempleo comenzó a disminuir y los sindicatos pudieron conseguir grandes aumentos salariales.

Dado que las redes de poder soviéticas continuaron bajo el mandato de Kébich, la Federación de Sindicatos de Bielorrusia (fpb), dirigida por Vladímir Goncharik, mantenía una relación amistosa con la dirección industrial, aunque con una autonomía relativamente mayor que la de la época soviética. Sin embargo, dentro de la estructura de la fpb había sindicatos de rama más combativos, y desde la perestroika había sindicatos fuera de la fpb más cercanos al campo liberal y nacionalista, siguiendo el modelo del movimiento Solidaridad en Polonia. En 1995, estalló una huelga entre los trabajadores del transporte público de Minsk dirigida por el Sindicato Libre de Bielorrusia. Lukashenko trató con dureza a los huelguistas, los persiguió con las fuerzas especiales, detuvo a sus líderes y firmó un decreto que le quitaba la personería legal al sindicato.

Goncharik también empezó a seguir una línea independiente de la del gobierno, aunque esto tenía menos que ver con la militancia y más con una maniobra burocrática para defender la autonomía de la organización. En las elecciones presidenciales de 2001, el sindicalista se presentaría como principal candidato de la oposición. No se postuló como candidato laborista –los sindicatos fueron dejados de lado y las reivindicaciones sociales específicas se silenciaron en gran medida en favor de los ataques personales contra Lukashenko–, sino que fue empujado a la carrera por un indisimulado intento de Estados Unidos de incitar a que se repitiera lo que había sucedido en Serbia un año antes, cuando el presidente Slobodan Milošević fue derrocado tras un disputado resultado electoral. eeuu gastó 50 millones de dólares en la campaña de Goncharik y en un grupo de protesta. Oficialmente, Lukashenko ganó con 77% de los votos frente a 16% de Goncharik. Aunque no se puede confiar en que esa haya sido realmente la diferencia, es seguro que Lukashenko venció a su oponente, y en Minsk no hubo protestas masivas como las de Belgrado.

Con la derrota de Goncharik, Lukashenko se puso a trabajar para tomar el control de la fpb. Antes de las elecciones, había interrumpido las reuniones del Consejo Nacional de Asuntos Laborales y Sociales –un órgano consultivo con participación de la patronal, los sindicatos y el gobierno–, privándolo temporalmente de su tradicional papel corporativo. Después de las elecciones, una oleada de propaganda contra los burócratas sindicales fue acompañada por un decreto presidencial que bloqueaba el pago automático de las cuotas sindicales de los trabajadores. Mientras tanto, Lukashenko creó su propia facción leal dentro de la fpb, al tiempo que daba instrucciones a los directivos y a las autoridades regionales para que establecieran sindicatos paralelos fieles al presidente y presionaran a los trabajadores para que se unieran a ellos. Este aluvión de ataques llevó a la junta directiva de la fpb a intentar apaciguar al presidente forzando la dimisión de Goncharik. Pero esto no fue suficiente para Lukashenko. En julio de 2002, Leonid Kozik, jefe adjunto de la Administración Presidencial, fue elegido presidente de la fpb. A continuación, se produjeron despidos y dimisiones forzadas en los órganos centrales y en los sindicatos de rama de la fpb. Utilizando una mezcla de represión y acoso, las autoridades lograron sofocar en gran medida los sindicatos ajenos a la estructura de la fpb.

Para Lukashenko, la captura de la fpb era importante debido a la centralidad que sigue teniendo la industria estatal en la sociedad bielorrusa; los altos niveles de propiedad pública hacen que los conflictos laborales y las huelgas sean políticamente sensibles, y en términos de valor agregado y empleo, las empresas estatales bielorrusas superan no solo a otros países de Europa central y del Este, sino incluso a China. El estereotipo de Bielorrusia como economía de «estilo soviético» a menudo se identifica con el propio Lukashenko, antiguo director de una granja estatal. Pero si bien Lukashenko, como otros líderes y gobiernos de la región, no le dio un mazazo al socialismo soviético, lo fue socavando poco a poco.

En su primer año y medio en el poder, el nuevo presidente y su gobierno continuaron el curso económico respaldado por el fmi iniciado en 1993, posiblemente con más vigor que antes. Luego, en 1996, Lukashenko cambió de rumbo, en parte porque había recurrido a miembros del antiguo establishment industrial de Kébich para socavar a sus antiguos partidarios liberales en el gobierno. Y lo que es más importante, logró la reintegración económica con Rusia, empezando por un acuerdo aduanero en enero de 1995 y culminando con la formación de un «Estado de la Unión» en 1999. Este objetivo había sido eludido por Kébich y podría decirse que le costó la Presidencia.

Los miembros de la nomenklatura industrial aprovecharon sus vínculos de la época soviética para restaurar las antiguas cadenas de suministro en los mercados rusos de maquinaria. Las principales fábricas de la época, como la Planta de Automóviles de Minsk y la Fábrica de Tractores de Minsk, seguían funcionando, y los dirigentes del gobierno reintrodujeron las subvenciones fiscales, los créditos baratos e incluso las metas administradas de producción para maximizar las exportaciones. Junto con la subvención de los precios del petróleo y el gas rusos por debajo del mercado, esto constituyó la base del «milagro económico bielorruso», que proporcionó altas tasas de crecimiento hasta la crisis de 2008.La política industrial bielorrusa, especialmente después de 2000, también supuso una expansión de las exportaciones de combustibles. En la década de 1970 se construyeron grandes refinerías, pero la contribución del sector de refinamiento al crecimiento industrial pasó de 8% a fines de la década de 1990 a 20% en vísperas de la Gran Recesión. Otro avance importante fue el crecimiento de los sectores de tecnología avanzada, sustentado tanto en el alto nivel educativo como en el antiguo complejo soviético de i+d vinculado a las industrias asociadas al complejo militar. Con la ayuda del Estado y el apoyo de las universidades bielorrusas, las pequeñas empresas, tanto privadas como públicas, se especializan en nichos de mercado como los equipos médicos y óptico-mecánicos y de control de la radiación. En 2019, el sector de las tecnologías de la información representaba 6,2% del pib del país.

Aunque su proporción en el empleo total ha disminuido desde 1990, la agricultura también está generosamente subvencionada por el Estado bielorruso. La mayor parte de las tierras agrícolas son de propiedad estatal y las granjas colectivas siguen siendo la forma predominante de empresa agrícola. Los productores nacionales están muy protegidos de la competencia extranjera; las tiendas de comestibles están obligadas a tener un stock mínimo procedente de granjas nacionales. La proporción efectiva de productos bielorrusos en relación con el stock total oscila entre 45% y 65%. Estas medidas atraen a las masas rurales, muchas de las cuales son fervientes partidarias de Lukashenko, pero los jóvenes de los pueblos que buscan trabajo se marchan poco a poco a Minsk o a Rusia.

En la última década, Bielorrusia se enfrentó a importantes problemas económicos, muchos de ellos relacionados con una apertura relativa de la economía. Las exportaciones más las importaciones alcanzan alrededor de 70% del pib, lo que hace que el país sea extremadamente susceptible a las crisis comerciales. Las crisis monetarias de 2009, 2011 y 2014 dieron lugar a dolorosas devaluaciones. La gran acumulación de deuda externa también fue un factor de incertidumbre. Estos problemas se ven amplificados por la dependencia de Rusia en lo que respecta a los mercados de exportación y a los insumos. En ambos frentes, Bielorrusia sintió la presión. El país se enfrenta a la competencia de productos de mayor calidad en los mercados de maquinaria, y los recurrentes intentos de Vladímir Putin de aumentar el precio del petróleo y el gas han provocado dramáticas tensiones entre ambos Estados.

A pesar de la importancia que siguen teniendo las empresas estatales, su funcionamiento ha cambiado considerablemente. Las empresas estatales soviéticas solían ser subunidades de la economía planificada. Ya antes del colapso soviético, la naturaleza de la relación entre el Estado y las empresas había cambiado; el primero transfirió de hecho todos los derechos de propiedad a las segundas, al tiempo que conservaba la propiedad formal. Este cambio aumentó en gran medida el alcance de las actividades comerciales a las que podían dedicarse las empresas. También dio a los directivos el control de los flujos financieros. Los «directores rojos» formaron redes de filiales comerciales, sociedades de responsabilidad limitada y cuentas en el extranjero que les permitieron acumular pequeñas fortunas moviendo el dinero que luego se reinvertía en otras actividades de «creación de riqueza», como el sector inmobiliario. En Bielorrusia, esta forma de acumulación alcanzó su punto más alto durante el auge del combustible después de 2000, que coincidió con un aumento del desarrollo inmobiliario en los alrededores de Minsk.

A partir de 1996, la privatización masiva en Bielorrusia fue suspendida en favor de un proceso caso por caso para concentrar la decisión de privatizar en la administración presidencial. El método preferido de desnacionalización no es la privatización pura y dura, sino la corporatización, lo que significa que el Estado sigue teniendo al principio 100% del capital. El cambio sigue siendo importante: transforma la empresa en una entidad jurídica indistinguible de un negocio normal, conduce a una proliferación de holdings empresariales y permite el avance de una privatización burocrática más discreta mediante «primas de gestión» en forma de acciones y transferencias de propiedad parcial aún mayores en favor de los empresarios de la corte de Lukashenko.La relación de Lukashenko con gran parte de las empresas privadas ha sido más complicada. Tras llegar al poder, puso en marcha medidas de reinscripción, a las que algunas empresas no sobrevivieron. Las regulaciones y las inspecciones estatales resintieron la relación con los empresarios. Desde el punto de vista ideológico, existía un claro abismo entre la retórica pseudosocialista del gobierno y las empresas. Pero a pesar de los choques de intereses al comienzo del gobierno de Lukashenko, las empresas se han mantenido leales al presidente y, en general, distantes de la oposición. Los empresarios prefirieron mantenerse al margen y valoraron la sensación de orden que Lukashenko había restaurado; a diferencia de lo que ocurre en Rusia o Ucrania, se evitó caer en la anarquía y la corrupción, lo que les haría depender de algún oligarca o mafioso. Además, la decisión de no lanzarse de cabeza al neoliberalismo tuvo algunas ventajas para los nuevos capitalistas bielorrusos. Las grandes barreras de entrada significaron que no hubiera una afluencia de empresas extranjeras capaces de superarlas y eventualmente dejarlos fuera de fuego. El resultado más evidente fue el florecimiento de las cadenas nacionales en el sector más privatizado: el comercio minorista. Uno de los mayores empleadores del país en la actualidad es la cadena de supermercados bielorrusa Eurotorg.

Importantes marcas bielorrusas también se beneficiaron de las políticas de incentivos para la empresa privada a fines de la década de 1990 y principios de la de 2000. Las zonas francas –la primera se estableció en la frontera polaca de Brest en 1996– estimularon el desarrollo de una clase capitalista nacional orientada a la exportación. Desde 2005, la normativa se ha reducido constantemente en beneficio de las empresas privadas. Bielorrusia pasó del puesto 108 al 49 en la clasificación del índice de facilidad para hacer negocios del Banco Mundial, por encima de países como Italia, Chile y México. El sector de las tecnologías de la información también ha disfrutado de generosas exenciones fiscales y de una zona económica especial, el Parque de Alta Tecnología de Minsk. Los beneficiarios más importantes de este esfuerzo respaldado por el Estado han sido la empresa de ingeniería de software epam Systems y Wargaming Group Limited, el desarrollador del juego en línea World of Tanks, la exportación más famosa de Bielorrusia.

Dentro de la clase capitalista, existe una elite interna con estrechos vínculos personales y financieros con el presidente e intereses empresariales en sectores políticamente sensibles, como el comercio de combustibles o el armamento. Estas figuras, que entran y salen de su favor, establecen relaciones con la familia de Lukashenko, invierten en proyectos deportivos de su agrado y ocupan diversos cargos simbólicos. Se benefician de la disposición del clan Lukashenko a regalar a sus amigos partes de la amplia cartera de activos del Estado bielorruso y a conceder decretos presidenciales para abrir oportunidades de negocio.

La institución que está en el centro de este nexo es la Administración Presidencial de Empresas (udp). Directamente dependiente de Lukashenko, la udp es un extenso imperio comercial que participa, entre otros sectores, en el inmobiliario, el comercio de combustibles y los hoteles. El actual jefe de la udp es Viktor Sheiman, antiguo jefe de seguridad del presidente, quien fue expulsado del Consejo de Seguridad Nacional en 2008 por el hijo de Lukashenko, pero que ahora ha vuelto a la palestra. Cuando era jefe de seguridad, fue el principal patrocinador del traficante de armas Vladímir Peftiev en la corte presidencial, y se rumorea que tenía intereses en el creciente sector de los supermercados. A la cabeza de la udp, Sheiman ha supervisado el tipo de planes comerciales en los que las autoridades bielorrusas se han convertido en expertos. Alrededor de la udp ha crecido una compleja red de empresas, muchas de ellas propiedad de empresarios cercanos a Lukashenko y Sheiman, principalmente de logística y comercio de combustible. Estas empresas también están implicadas en algunos de los emprendimientos ilícitos del círculo íntimo bielorruso, incluidos el comercio de tierras raras en África y el mercado de contrabando de tabaco ruso.

Desde el principio, estaba claro que Lukashenko no iba a limitarse a actuar el papel de populista que había asumido. En sus primeros años en el poder, aplicó un duro programa de austeridad que elevó los precios administrados de los alquileres, los servicios públicos y los alimentos. A fines de la década de 1990, los subsidios al consumo aumentaron bruscamente en un periodo altamente inflacionario, pero volvieron a bajar drásticamente a principios de la década de 2000. El cálculo político de Lukashenko ha mantenido ciclos de aumento de las subvenciones –la «recuperación total de los costos» de los servicios públicos ha sido siempre un objetivo declarado del gobierno bielorruso–, pero han sido seguidos de fuertes incrementos de tarifas.

El enorme conjunto de prestaciones sociales, tanto monetarias como en especie, que Bielorrusia heredó de la urss ha seguido un patrón similar. En 2007, un amplio proyecto de ley de «racionalización» restringió o eliminó numerosas prestaciones, desde la medicación gratuita para las víctimas de Chernóbil hasta los descuentos en viajes para los estudiantes, aunque luego se restablecieron parcialmente algunos beneficios, que a su vez volvieron a recortarse. La porción del 40% de la población más desfavorecida que recibe prestaciones especiales disminuyó de 64% en 2003 a 36% en 2015. Una reforma de las pensiones también elevó la edad jubilatoria en 2017.El gobierno introdujo asimismo gradualmente medidas que han socavado la provisión pública y universal de educación y salud. El sistema sanitario público fue parcialmente arancelado y se redujeron los servicios gratuitos. Se instituyeron pagos por los libros de texto y los menús escolares que resultaron gravosos para los pobres. Dos tercios de los estudiantes de la enseñanza superior pública pagan tasas. También ha disminuido el número de guarderías. En el ámbito de la vivienda, la política gubernamental se alejó de la provisión pública directa y se inclinó por los préstamos, los subsidios y las subvenciones, y el parque de viviendas fue privatizado por completo.

La presencia de un amplio sector público mitiga en parte estas transformaciones. Pero si bien la empresa estatal bielorrusa media puede ofrecer más seguridad laboral y una mayor variedad de prestaciones que una empresa capitalista corriente, la diferencia es mucho menos significativa que antes de 1990. En 1999, Lukashenko aprobó el decreto presidencial No 29, que permitía la proliferación a gran escala de contratos de duración determinada, violando el propio código laboral bielorruso. Esta forma de empleo altamente precaria se extendió a quienes trabajan en las empresas estatales, así como a quienes lo hacen en el sector público tradicional. El decreto facilitó una reducción constante del empleo en la industria y la expansión del sector de los servicios. Las empresas extranjeras en Bielorrusia han aprovechado este sistema. En 2019, por ejemplo, el contratista alemán de perforación Redpath Deilmann utilizó el poder empresarial que le daban los contratos de duración determinada para despedir a 20 trabajadores que habían firmado una queja por falta de seguridad.

La clase trabajadora bielorrusa también recibe míseras prestaciones por desempleo. Al gobierno le gustaba afirmar que la tasa de desempleo era de 1% o incluso inferior, pero con la adopción de la metodología de la oit en 2017, se reveló que era de 5,7%, lo que significa que el desempleo era sustancial incluso durante los tiempos de bonanza. También hay pruebas del amplio uso de la reducción obligatoria de la jornada laboral y de licencias administrativas en la industria manufacturera. Las autoridades bielorrusas, además, muestran actitudes punitivas hacia los pobres y los desempleados que van más allá de la subestimación estadística. En 2013, el decreto presidencial No 550 introdujo requisitos de contraprestación en trabajo para prestaciones sociales específicas. De forma más controvertida, en 2017 el presidente aplicó un impuesto a los desempleados. La medida fue tan impopular que Lukashenko se vio obligado a dar marcha atrás, pero la sustituyó por una dura normativa que obliga a los desocupados a pagar precios más altos por los servicios públicos.

El inmenso descontento social que engendró el «impuesto al desempleo» puede considerarse el preludio de las protestas de 2020. El vaciamiento total del contrato social de Bielorrusia, combinado con una medida antipopular tras otra, condujo finalmente a un enfrentamiento abierto, tras un periodo bastante largo de relativa paz social. Durante la pandemia de covid-19, la enajenación y el resentimiento hacia Lukashenko se vieron agravados por su negación bufonesca de la gravedad del virus. Todo esto empujó a la población a votar por Svetlana Tijanóvskaya. Cuando se declaró que la candidata había perdido por un margen tan obviamente falseado, el descontento social que llevaba años bullendo se desbordó.

No fue una coincidencia que los trabajadores de numerosas grandes fábricas arrojaran sus herramientas para protestar por las elecciones fraudulentas. Los medios de comunicación occidentales se sorprendieron de que la «base» de Lukashenko se pusiera en su contra, pero fue una interpretación errónea: la base de Lukashenko no son los trabajadores de las fábricas, sino los especuladores comerciales respaldados por el Estado, los capitalistas cortesanos y la burguesía de la nomenklatura. Fueron las protestas y las huelgas masivas las que acabaron sacando a la luz esta realidad.

Sin duda, la mayoría de las acciones de los trabajadores industriales del verano de 2020 fueron espontáneas, pero la organización crucial de los sindicatos independientes fuera de la fpb se mantuvo a pesar de la represión y el acoso burocrático. Queda por ver si el movimiento obrero independiente se revitalizará o si surgirá una corriente disidente dentro de la estructura sindical oficial, análoga a la infiltración de activistas-trabajadores en las estructuras laborales oficiales durante el franquismo en España.

A pesar del carácter proletario de muchas de las protestas, los líderes de la oposición actual están más alineados con los nuevos estratos profesionales que maduraron bajo el dominio de Lukashenko. Muchos de ellos se alinearon con la corriente tecnocrática de la burocracia, que ha empujado al país hacia una forma de capitalismo más típicamente occidental, con una disminución de la influencia de las redes de funcionarios y empresas privilegiadas. Sin embargo, el ritmo del cambio ha sido demasiado lento para muchos que quieren romper con el capitalismo sui generis de la nomenklatura bielorrusa. Víktor Babariko, que se presentó como candidato presidencial antes de ser encarcelado, era un director de banco empleado por una filial de Gazprom. Valeri Tsepkalo, quien también se presentó como candidato a la Presidencia antes de huir del país, representa una interesante continuidad con la política de la década de 1990. Graduado en el Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú (mgimo), la escuela diplomática soviética, fue uno de los ambiciosos Jóvenes Lobos que se unieron al equipo de campaña de Lukashenko y fue director del Parque de Alta Tecnología durante 12 años. Su decisión de desafiar a Lukashenko indica el alejamiento del presidente de una parte de los cuadros administrativos y directivos del Estado.

Este sentimiento es compartido por los asalariados profesionales. Los trabajadores de la tecnología en particular fueron una fuerza impulsora sustancial de las protestas. Estos profesionales ven en la antigua nomenklatura un obstáculo para el progreso, aunque no queda claro qué tipo de orden socioeconómico apoyarían realmente. A los profesionales, en su mayoría radicados en Minsk, se une una pequeña burguesía provincial con fuertes instintos antiburocráticos, cuyas frustraciones fueron ampliamente expresadas por el empresario de Gomel y youtuber Serguéi Tijanovski, el marido encarcelado de la última rival presidencial de Lukashenko. Esta masa de profesionales, pequeños empresarios y burócratas descontentos se ha enfrentado al bloque de clase dominante del oficialismo y el empresariado pro-Lukashenko, para quienes la actual organización política funciona adecuadamente.

Una señal del antagonismo de clase subyacente en el bando anti-Lukashenko es el programa claramente neoliberal de la oposición, que rebosa de medidas para estimular el espíritu empresarial individual y la pequeña y mediana empresa y para atraer la inversión extranjera. Se promete la privatización y la «optimización» de la cantidad de trabajadores en el sector estatal, así como la plena mercantilización de la tierra. La devoción por este programa se ha plasmado en el proyecto de Constitución publicado por el Consejo de Coordinación de la oposición bielorrusa: «El Estado garantiza la igualdad de condiciones para todos los sujetos económicos, estimula la competencia leal, fomenta el espíritu empresarial y las iniciativas económicas de los ciudadanos, y defiende el libre comercio exterior e interior y las inversiones». La oposición ha prometido incorporar las posiciones sindicales a través de un esquema tripartito, pero esto fue común a todo el liberalismo «de transición» de Europa del Este y no compensó el declive a largo plazo de los nuevos sindicatos autónomos.

La oposición no solo debe lidiar con la necesidad de mantener su ímpetu frente a un Lukashenko atrincherado, sino también con Rusia. Putin siempre tuvo menos paciencia con su homólogo bielorruso que Boris Yeltsin, su predecesor. En respuesta, yendo en contra de su anterior personalidad rusófila, Lukashenko ha tratado de hacer todo lo posible para mantener la relativa autonomía de Bielorrusia respecto de Rusia, aunque siga dependiendo económicamente del país. En los últimos meses, Lukashenko ha intentado de manera desesperada reparar su tensa relación con Putin para obtener la protección del presidente ruso. Si la clase dirigente rusa se sale con la suya, Lukashenko les entregará gran parte del sector estatal y aplicará reformas constitucionales que permitirán a los partidos prorrusos actuar como control en el Parlamento. Esto coloca a la oposición en una posición incómoda, ya que sus patrocinadores tradicionales son los rivales de Rusia: eeuu y la Unión Europea.La oposición esperaba, si no conseguir el apoyo de Rusia, al menos asegurar su neutralidad en su lucha contra Lukashenko, aunque esto parece cada vez más improbable. Babariko, el antiguo empleado de Gazprom, y Tsepkalo, el graduado de mgimo, tienen amplios vínculos con Rusia, y los grupos sociales a los que representan acogerían con satisfacción las «reformas» económicas que Rusia obligaría a aceptar a Lukashenko. También lo harían elementos del sector privado que hasta ahora han permanecido neutrales, pero que no están tan profundamente involucrados en el círculo interno como para querer una continuación del gobierno personalista de Lukashenko. Las reformas que eliminen las barreras a la acumulación de capital y riqueza, evitando al mismo tiempo los riesgos potenciales del liberalismo de clase media, contarían con el apoyo de un amplio sector de la población acomodada de Bielorrusia.

Hasta ahora, hay pocos indicios de que el país se dirija en otra dirección que no sea la de mantener el gobierno de Lukashenko. No debería sorprendernos que el presidente consiga aferrarse al poder a corto plazo. En su extraordinaria carrera política, ha demostrado ser un maestro del oportunismo. Pero tendría que tener mucha suerte para seguir conteniendo una acumulación tan grande de antagonismos sociales y políticos como la que existe hoy en Bielorrusia. Bastará con que cometa un gran error de cálculo para que vuelvan a estallar.


Nota: la versión original de este artículo en inglés fue publicada en Dissent, verano de 2021, con el título «Belarus’s Season of Discontent». Traducción: Rodrigo Sebastián.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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