Crónica
marzo 2019

La última frontera de la Guerra Fría

Más allá de la frustrada reunión entre Trump y Kim Jong Un, hay un conflicto que nunca acaba. El de la división de Corea. ¿Cómo es la frontera entre las dos Coreas? ¿En qué consiste la zona desmilitarizada? En esta crónica escrita en primera persona a partir de sus viajes al Norte y al Sur, Florencia Grieco cuenta en qué consiste la tensa calma que se vive en la frontera que separa a la última dinastía comunista de uno de los países más imponentes del capitalismo asiático.

La última frontera de la Guerra Fría

I

Hubo un tiempo en que los coreanos no estaban preocupados por la división, sino por el imperialismo: Corea era entonces una sola, pero sometida a la autoridad de Japón. La península entera fue una colonia japonesa durante treinta y cinco años hasta que el 6 de agosto de 1945, a las 08.16, el bombardero estadounidense Enola Gay, bautizado con ese nombre en honor a la madre del piloto, lanzó sobre Hiroshima una bomba atómica por primera vez en la historia. Aquella misma mañana, con el colapso inevitable del Imperio del Sol Naciente y el final inminente de la Segunda Guerra Mundial, empezó la historia bifurcada de Corea del Norte y Corea del Sur.

A diferencia de lo que ocurrió con otras colonias, no había un gobierno organizado en el exilio en espera de la retirada imperial; sin Japón, la península coreana era terreno vacante para los Aliados. Aquel mismo 1945, dos años antes de que la doctrina Truman inaugurase oficialmente la Guerra Fría, Corea volvió a quedar en manos extranjeras una vez que los presidentes de Estados Unidos y de la Unión Soviética acordaron, durante la conferencia de Potsdam, repartirse la península en mitades con el paralelo 38 como línea de separación. Era un pequeño ensayo del reparto territorial del planeta que harían a partir de 1947, ya insinuado en Yalta con la división de Alemania y de Berlín en zonas de ocupación. Así, comunismo y capitalismo quedaban frente a frente, cada uno en su parcela coreana y con su propio líder local, Syngman Rhee en el sur y Kim Il Sung en el norte.

Tres años después, el 15 de agosto y el 9 de septiembre de 1948, respectivamente, las dos Coreas proclamaron su existencia como países independientes, pero ninguna reconoció en su nombre oficial aquella separación peninsular. El Norte no iba a ser Corea del Norte, sino la República Popular Democrática de Corea; el Sur no iba a ser Corea del Sur, sino la República de Corea. Eran subterfugios diplomáticos de rutina; en el terreno, era inocultable que al viejo fantasma del imperialismo se había sumado la nueva realidad de la división.

Solo faltaba un ingrediente para completar la fórmula que iba a definir la identidad norcoreana durante los siguientes setenta años, amenazada, resistente y hostil a la presencia extranjera: una guerra. Casi de inmediato, en su afán por inventar una nación, Kim Il Sung empezó a pensar en la reunificación bélica de las dos Coreas; si hasta ese momento los desvaríos ajenos habían dibujado caprichosamente el mapa de Corea del Norte, ahora era el turno de poner en escena los propios. Stalin aprobó esos planes a mediados de 1950 y en la mañana del domingo 25 de junio, con el respaldo ideológico y material de Moscú, Pyongyang lanzó un ataque sorpresa contra su vecino sureño. Tres días después las fuerzas comunistas tomaron Seúl y dos meses más tarde ganaron el control del 90% de la península. Había empezado la Guerra de Corea.

Todo cambió en septiembre de aquel mismo año, cuando Estados Unidos y las Naciones Unidas entraron en acción en defensa del Sur y el comandante de las fuerzas del Pacífico, Douglas MacArthur, avanzó hasta cruzar el paralelo 38. Fue una gesta que la flamante República Popular China habría preferido evitar: ese avance ponía al Ejército estadounidense a las puertas del régimen de Mao y dejaba a Pekín sin otra opción que involucrarse en el conflicto de sus vecinos, lo más cerca que las potencias de la Guerra Fría estuvieron de una confrontación caliente y directa.

La entrada en acción del ejército de «voluntarios» chinos revirtió la situación y a principios de 1951 Seúl volvía a estar bajo control comunista. No era simplemente una defensa estratégica: para Pekín, que aportó un millón de muertos a la guerra, entre ellos un hijo del propio Mao, la cercanía con Pyongyang era comparable con la que hay entre «labios y dientes», sin aclarar jamás cuál de las dos es la parte tierna y cuál la que muerde. La intervención de la Fuerza Aérea de Estados Unidos los obligó a retroceder y, entre avances y retiradas, a mediados de 1951 la situación no era muy diferente de la que existía antes de la guerra, siempre con el paralelo 38 entre ambas mitades de la península. Los dos años siguientes transcurrieron entre bombardeos y negociaciones para alcanzar una paz improbable hasta que al fin, en 1953, la guerra terminó en los hechos aunque no en los papeles: jamás se firmó un tratado de paz, sino tan solo un armisticio que Pyongyang suele esgrimir periódicamente para recordar que ahí, en Corea, la Guerra Fría sigue viva.

Como parte del acuerdo, las tropas chinas y norcoreanas retrocedieron dos kilómetros hacia el norte de la línea divisoria y las fuerzas de Estados Unidos y las Naciones Unidas hicieron lo mismo hacia el sur. Crearon con ese gesto una franja de cuatro kilómetros de ancho, dos a cada lado del paralelo, y doscientos cuarenta kilómetros de extensión, de costa a costa de la península. A pesar de las buenas intenciones de su nombre, esa «zona desmilitarizada» es todavía una de las más militarizadas del planeta.

La división coreana fue un hecho mucho más concluyente de lo que sus artífices jamás previeron, y la Zona Coreana Desmilitarizada (DMZ), intransitable y vigilada, se volvió una región prohibida, tierra de nadie que la ausencia de vida humana y la presencia de un millón de minas antipersonales enterradas durante la guerra y en los años inmediatamente posteriores transformaron en una involuntaria reserva natural. Un paraíso protegido para especies animales en peligro de extinción emplazado en esa franja vegetal que Bill Clinton catalogó durante su presidencia como «el lugar más escalofriante del planeta».

Es, más que una frontera, una estructura de cajas chinas: dentro de la zona desmilitarizada hay un «área de seguridad conjunta», el único punto donde conviven los soldados de las dos Coreas, y dentro de esa área existe, a su vez, una «línea de demarcación militar» sobre el paralelo 38 que aún hoy, sesenta y cinco años después, es el verdadero límite entre las dos Coreas. El corazón de ese sistema de encastres está en el lado norcoreano, en Panmunjom, «la aldea de la tregua», donde se firmó el fin de la guerra más definitiva y definitoria de la historia coreana.

II

Lo primero que asomaba desde la ruta, entre la vegetación espesa que rodeaba la explanada de ingreso a Panmunjom donde estacionaron los micros, era un edificio blanco y alargado, un negocio de venta de souvenirs. Gorras y camisetas de la DMZ, que entre mi primer viaje y el segundo mejoraron en calidad y colores, aunque no en confección, raíces de ginseng vigorizante, cerámicas norcoreanas, caramelos, galletitas y helados en palito, lienzos con pinturas tradicionales hechas a mano y réplicas de afiches de propaganda comunista al precio usurario de veinte euros cada uno.

Esperamos media hora en ese bazar de frontera mientras las guías repasaban nuestros papeles y pasaportes con los guardias militares. Finalmente, nos autorizaron, a todos los contingentes de turistas al mismo tiempo, a atravesar la barrera de entrada al área de seguridad conjunta, un manojo de edificios militares y pabellones emplazados en medio de la floresta con el rasgo excepcional de ser administrados conjuntamente por coreanos del norte y del sur. Formamos cuatro filas rectas y silenciosas para cruzar a pie y sin cámaras de fotos ni teléfonos celulares, que debimos dejar en el micro mientras un militar de guardia subía a inspeccionarlo, y avanzamos sin hacer ademanes ni comentarios hasta llegar a una suerte de pórtico de cemento que solo admitía el paso de una persona por vez. Una vez que todos llegamos al otro lado, uno por uno, como cuentas de un ábaco, nuestro micro recibió la venia para ingresar en el área de seguridad conjunta y abrirnos la puerta para dejarnos subir a bordo.

En la primera fila de asientos nos esperaba nuestro guía militar, el coronel Kim, un veterano enjuto que nadaba dentro de un uniforme varios talles más grandes de lo debido. Nos saludó con una voz que tampoco le correspondía, menos arenosa y gastada de lo que su cuerpo esmirriado prometía, y nos pidió a través de nuestra intérprete que mirásemos a los costados de la ruta larga y estrecha, bordeada a cada lado por un terraplén de más dos metros de altura. Señalando hacia los lados con los brazos abiertos como una azafata, nos mostró las gigantescos cuadrados de piedra blanca sostenidos con mallas de red sobre los terraplenes; ante el primer indicio de un ataque extranjero, nos explicó, caerán de inmediato sobre el camino para bloquear el acceso a las tropas enemigas. Pero aquella mañana el camino estaba despejado y podíamos seguir sin inconvenientes hasta el galpón donde el 27 de julio de 1953, a las diez de la mañana, se firmó el armisticio que puso fin provisorio a la «Guerra de Liberación Victoriosa de la Madre Patria».

A primera vista, el pabellón de ochocientos metros cuadrados, el más grande y célebre entre todos los pabellones que pueblan el área de seguridad conjunta, parecía vacío; solo había fotos en las paredes, tres mesas, un puñado de sillas. Sobre las dos largas mesas cubiertas con paños de terciopelo verde espeso y oscuro, los representantes militares de Corea del Norte y de los Estados Unidos habían estampado sus firmas en 1953 en el documento del armisticio, y sobre la tercera, más modesta, dos cofres sellados de plástico grueso exhibían, por separado, la bandera de Corea del Norte y la de las Naciones Unidas, ambas dobladas y planchadas, cada una sometida a un proceso de envejecimiento diferente. La bandera de la ONU se había vuelto grisácea, gastada y polvorienta después de sesenta y cinco años de encierro.

La norcoreana, en cambio, chillaba desde el interior del cofre, intensa y colorida, como si el paso del tiempo no la hubiese afectado, como si fuese un reemplazo flamante de otras que antes también se habían vuelto grisáceas, gastadas y polvorientas.

Al frente, en la única pared sin ventanas del salón, colgaban enmarcadas decenas de fotos en color de los líderes norcoreanos. De Kim Il Sung en los años en que lideró la guerra desde una red de túneles secretos en las afueras de Pyongyang, y de Kim Jong Il, que a su turno administró la herencia de la guerra y la honró a su modo, haciendo del Ejército Popular de Corea la espina dorsal del país, y de la defensa nacional, el deber y el honor supremo de los ciudadanos norcoreanos, según reza la ley que obliga a los hombres a servir en las Fuerzas Armadas durante diez años. No había imágenes de Kim Jong Un, que tan bien evoca físicamente a su abuelo en los años épicos de la guerra.

Mientras iba de una pared a otra, sin saber qué hacer en ese inmenso depósito vacío, me convencí de lo inexplicable que resultaba que los túneles de Kim Il Sung apenas figuren entre los recorridos habilitados a las visitas extranjeras: desde ahí, Kim comandó las batallas; ahí montó las oficinas paralelas del gobierno norcoreano y vivió oculto y a salvo con su gabinete y su comando militar durante casi tres años; ahí dio la orden de que se firmase el armisticio de una guerra de la que Corea del Norte se considera victoriosa y ahí mismo ratificó el acuerdo antes de volver a su despacho en el palacete majestuoso en Pyongyang que, luego de su muerte, fue reconvertido en mausoleo por su primogénito.

Días antes de viajar a la frontera yo había visitado sola –que en norcoreano significa con la compañía ineludible de mis dos guías– esos túneles. Lo había hecho por sugerencia de un guía occidental que sabía que el Museo Revolucionario de Jonsung, su nombre oficial, es uno de los pocos lugares en Corea del Norte donde las reliquias aparecen en su estado originario, sin alteraciones teatrales ni trucos revisionistas. Ahí, los trajes militares de Kim Il Sung, su ropa de cama y la jarra enlozada que hacía las veces de baño, el paño verde que cubría su escritorio, la pluma fuente con la que escribía y firmaba, las hileras de sillas de madera de la sala de reuniones colocadas en la caverna más profunda y los utensilios de la cocina montada para el líder en el recodo de uno de los túneles conservaban las huellas de su dueño, gastados por el uso, opacos, imperfectos, humanos.

Mientras caminábamos por uno de los pasillos subterráneos noté que las guías del museo mantenían un comportamiento meticuloso respecto de la iluminación: a medida que avanzábamos, una de ellas se apresuraba a encender las luces de la habitación a la que nos acercábamos y otra, que permanecía siempre rezagada, apagaba sistemáticamente las de la sala que habíamos dejado atrás. Es una costumbre que vi repetirse en todos los museos del país, aunque en ningún otro se produjo la infeliz coincidencia de que la electricidad se cortase durante mi visita. Fueron diez segundos en los que no hubo más que la oscuridad profunda y húmeda de los túneles y el silencio boscoso de las mujeres que me acompañaban. Ninguna de ellas se sobresaltó por el apagón repentino. Esperaron el regreso de la electricidad con la tranquilidad que otorga la costumbre, y luego retomaron la rutina como si ese paréntesis lumínico nunca hubiese existido.

Era mediodía cuando abandonamos el pabellón azul del armisticio. El sol caía filoso sobre el camino de piedra blanca en el que se proyectaban nuestras sombras diminutas. Con el coronel Kim a la cabeza volvimos al micro para completar los pocos metros de camino asfaltado que nos separaban de la línea de demarcación militar, la marca del cese de fuego fijada en el acuerdo de armisticio, la última frontera de la Guerra Fría.

III

La silueta compacta y gris del mirador Panmungak, situado sobre la línea de demarcación, era apenas visible desde la ruta de ingreso. El coronel lideró con el ejemplo y empezó a subir, lento pero ágil, los treinta y nueve escalones de acceso hasta la escalera interior de mármol; por ella llegamos a la terraza del tercer piso, el punto panorámico de esa mole de apariencia fortificada, que confirma el gusto norcoreano por el hormigón armado como materia primera de la amenaza y la disuasión.

La vista era espléndida. A la izquierda, entre el follaje virgen y tupido flameaba la bandera norcoreana; a lo lejos, ondeaba diminuta, en un mástil interminablemente alto, la bandera de Corea del Sur, y frente a nosotros se erguía, como un espejo ciego, el edificio vidriado del mirador surcoreano.

Abajo, a metros de la escalera por la que habíamos entrado unos minutos antes, brillaban los techos de seis casas azules y grises construidas para alojar a los garantes del armisticio, chalets de aspecto aniñado dispuestos en fila sobre la línea de demarcación militar, apenas distanciados unos de otros, como un convoy sobre las vías del tren: eran las casas de las Naciones Unidas, que en su interior contenían una porción de Corea del Norte y otra de Corea del Sur en partes iguales.

Cuando nos asomamos a esa pequeña aldea turquesa desplegada en la frontera no vimos soldados surcoreanos, solo norcoreanos en guardia junto a las puertas de las casas en el medio de la hilera. Pero aquella ausencia no se debía a la mala suerte ni a una falla de coordinación, como creí en ese momento. En un acuerdo de naturaleza coreográfica, los militares de ambos países se muestran alternadamente a los ojos extranjeros; los norcoreanos cuando llegan tours de su territorio, los surcoreanos cuando reciben visitas del suyo. Únicamente cuando no hay nadie, nadie más que ellos, los soldados de ambos bandos salen de sus casas y permanecen custodiando bajo el mismo cielo, enfrentados cara a cara, sin cruzar jamás esa línea que los mantiene confinados, a unos pocos centímetros unos de otros, en países diferentes.

Es lo único que realmente separa las dos Coreas: la voluntad de esos militares de frontera, hombres de unidades de elite de ambos ejércitos, de cumplir a rajatabla la orden de no poner un pie al otro lado de la línea de demarcación, un flaco escalón de cemento que se eleva apenas unos centímetros del suelo entre los chalets turquesas y que, como un Muro de Berlín enano, serpentea a lo largo del paralelo 38.

Aquella estría de fabricación humana sale de la DMZ, se extiende de costa a costa de la península coreana y continúa a ambos lados bajo las aguas del Mar Amarillo y el Mar del Este, ya no a la vista de los hombres, pero sí de los sonares. Sigue siendo el frente de batalla de una guerra inconclusa, una línea en el mapa que se aferra a la condición artificial, material, humana y política de las fronteras: los controles, los documentos, las sospechas, los desertores.

Guiados por el coronel Kim nos internamos en la espesura boscosa de la zona desmilitarizada hasta alcanzar el punto más cercano a la línea de demarcación: desde ahí podíamos ver retazos del muro blanco de cemento que erigieron los surcoreanos en los años setenta, una construcción que Seúl niega y que Pyongyang denuncia aunque, aclara, solo puede verse desde el Norte. Cuando llegamos a la cima de la colina más alta, recortados sobre el fondo selvático de la DMZ, la señorita Kim anunció que teníamos una oportunidad, la única, de tomarnos una foto con el militar. El coronel se alisó el frente de su uniforme holgado y me tomó de la cintura; lo imité, alisé mi vestido, lo abracé, y los dos sonreímos a la cámara mientras a la distancia sonaban los primeros estruendos de artillería que inauguraban la tarde en el lado sur de la frontera.

IV

Llegué a Seúl a finales de agosto de 2017, un mes y medio después de mi segundo viaje a Corea del Norte, para visitar la DMZ desde el lado surcoreano. Si hubiese llegado algunas semanas más tarde a la terraza del observatorio vidriado, situado frente al mirador norcoreano al que me había asomado unos meses antes, habría podido contemplar, como desde el palco de un teatro, la deserción más dramática de los últimos años.

Aquella mañana de otoño, 13 de noviembre, un soldado norcoreano atravesó a toda velocidad el área de seguridad conjunta a bordo de un jeep militar, que debió abandonar cuando quedó encallado en la banquina para seguir su derrotero a las corridas. Mientras sus propios compañeros de armas le disparaban, uno de ellos atravesó la línea de demarcación durante una fracción de segundo, el tiempo suficiente para pisar suelo surcoreano. Espantado por su propio descuido, que Seúl podría haber interpretado como una violación del acuerdo de armisticio, volvió de inmediato sobre sus pasos para observar de cerca, con los pies de vuelta en su país, el acto de infamia que no había podido evitar: apenas su segunda pierna hubo cruzado la línea, el militar desertor, malherido pero vivo, ya estaba en Corea del Sur.

La escena refleja la disciplina con que se ejecuta a diario, desde hace casi siete décadas, ese delicado pacto de convivencia fronteriza entre enemigos, un compromiso que a ojos extraños no deja de ser curioso, si no elegante. Explica también la sorpresa horrorizada de Pyongyang ante la excepcional deserción de un soldado fronterizo: los seleccionados provienen, sin excepción, de familias «confiables» a las que la traición de uno de los suyos les impone una condena segura al destierro. Saben que la frontera intercoreana es una barricada; una frontera creada para no ser traspasada por nadie.

Únicamente Kim Jong Un hizo aquello que sus militares tienen prohibido: el 27 de abril de 2018 descendió los treinta y nueve escalones del mirador Panmungak, atravesó a pie el pavimento refulgente que lleva a las casas azules hasta quedar frente al escalón, y le extendió la mano derecha al presidente Moon Jae-in, plantado al otro lado del pequeño muro, en Corea del Sur. Kim pasó un pie, después otro, y en un santiamén estaba en territorio enemigo. Acaso fue ese acto de osadía lo que precipitó una ocurrencia casi lúdica: tomar de la mano al presidente Moon y volver con él sobre sus pasos hasta regresar a territorio norcoreano para luego cruzar juntos otra vez, de la mano, de una Corea a la otra.

V

La calma tensa que reina en la superficie de la DMZ, salpicada solo de vez en cuando de episodios sobresalientes, esconde una vida subterránea que alguna vez fue agitada. En los años setenta, otros desertores, esta vez civiles, ofrecieron pistas a Seúl de cuatro túneles secretos que salían de Corea del Norte, atravesaban clandestinamente la zona de frontera y se adentraban, sigilosos, en Corea del Sur. Según confesaron aquellos desertores, luego de la guerra Kim Il Sung ordenó al Ejército Popular que excavase bajo la DMZ una serie de pasadizos furtivos –unos veinte, dicen algunas versiones– lo suficientemente amplios y profundos para permitir una invasión subterránea.

El primer «túnel de agresión» o «de infiltración», como lo nombraron con sobria literalidad en el Sur, fue detectado en 1974 durante un patrullaje regular del Ejército surcoreano. El año siguiente fue localizado el segundo túnel, con casi dos kilómetros excavados dentro de Corea del Sur. El tercero, situado a la altura del Observatorio Dora, el punto más cercano a Corea del Norte en el lado surcoreano de la zona desmilitarizada, fue etiquetado como el más amenazante, el que verdaderamente podría haber habilitado un ataque sorpresa de las tropas de Pyongyang si no lo hubiesen descubierto, incompleto, a tiempo: un túnel de mil seiscientos metros de largo, cuatrocientos treinta de ellos dentro del territorio surcoreano, y dos metros de diámetro, por el que podrían haber circulado hasta treinta mil efectivos norcoreanos armados por hora, perforado a setenta metros de profundidad y situado a menos de cincuenta kilómetros de distancia de Seúl. El cuarto, idéntico en tamaño al tercero, es un hallazgo de otra generación: fue descubierto en 1990, cuando la capacidad operativa de Corea del Norte para lanzar una invasión era una ilusión perdida.

No imaginaba, antes de viajar desde Seúl hasta el Observatorio Dora, que el descenso al tercer túnel pudiese ser el clímax de mi tercera visita a la frontera entre las dos Coreas. Empecé a sospecharlo cuando el oficial surcoreano que hacía de guía en la DMZ, alto, fornido, con conocimientos avanzados de inglés y artes marciales y los modales diplomáticos de un militar de escritorio, me explicó cómo, hace cuarenta años, sus antecesores verificaron la existencia de ese túnel denunciado por el ingeniero norcoreano que había participado en su construcción antes de desertar: en las zonas sospechosas cerca de la frontera, Seúl mandó instalar un sistema de tuberías perpendiculares al suelo, con salida al exterior y profundidad para detectar movimientos subterráneos, y las colmó de agua; si era verdad lo que aseguraba el informante, cuando Pyongyang hiciese nuevas explosiones para ahuecar la tierra, un chorro saldría expulsado del tubo más cercano al estallido. Era la «X» que señalaría dónde estaba el tesoro.

Aquella explicación prometía una aventura subterránea que nadie en Corea del Norte podría haberse atrevido a ofrecernos, sobre todo porque Pyongyang niega la existencia de los túneles. Supe, al fin, que nada igualaría aquella experiencia cuando me entregaron uno de los cascos amarillos de uso obligatorio que había en las estanterías amuradas en ambas paredes del hall de entrada del tercer túnel. Estaba lista para empezar el descenso por el corredor empinado e iluminado que el Ejército surcoreano había construido para acceder al verdadero túnel, el túnel del enemigo, escondido a setecientos metros debajo de nuestros pies.

El pasillo subterráneo demoró pocos metros en tornarse oscuro, sofocante y húmedo, los mismos metros que me obligaron a encorvarme para no golpear mi cabeza contra la roca sudada a medida que la pendiente se volvía más pronunciada. Desprevenida por esa excursión que no se parecía en nada con mis dos asépticas visitas a la DMZ desde el sector norcoreano, supuse con más ilusión que certeza que estábamos atravesando la línea de demarcación por el reverso, adentrándonos a través de los sótanos en Corea del Norte.

Mi entusiasmo duró hasta que nos topamos de pronto, cien metros dentro de esas entrañas rocosas, con una infranqueable pared de cemento, uno de los tres portones blindados que también en las profundidades de Corea impiden cruzar la frontera. Una ventana de vidrio esmerilado y vaporoso en la parte superior dejaba ver a lo lejos la segunda compuerta, situada todavía en el lado surcoreano, y permitía adivinar más adelante, ya fuera de nuestro campo visual, la primera, empotrada justo debajo de la línea de demarcación, centímetros antes del punto donde comienza el lado norcoreano.

La sensación de contemplar el dorso, la continuación subterránea de la vida en la superficie, se repitió cuando salí a la plataforma a cielo abierto del Observatorio Dora donde otra vez me asomé, esta vez desde el flanco opuesto, a esa enorme franja rural que es la zona desmilitarizada. Había atravesado el espejo, estaba al otro lado, y la vista del revés seguía siendo espléndida. A lo lejos, a la derecha, ondeaba en un mástil interminablemente alto la bandera de Corea del Norte que dos meses antes yo había visto de cerca, y un poco más allá, borrosa y gris, se desdibujaba la ciudad de Kaesong.

A mi alrededor, envolviendo la terraza, asfixiándola, sonaba estridente y gallarda una música heroica emitida sin pausa por dos de los once parlantes que Corea del Sur instaló, de su lado, a lo largo de la frontera; era la misma, o casi, que tantas veces había escuchado en Pyongyang. Era una canción dramática, acaso una canción de guerra, pero podría haber sido la escena de una telenovela, un hit de K-pop, el informe meteorológico del día o la cotización de la bolsa de Seúl, cantos de las sirenas del consumo y el entretenimiento que intentan atraer a los norcoreanos que las escuchan en la otra orilla. Es parte de la guerra de baja intensidad que las dos Coreas libran de forma intermitente pero sostenida, una guerra de propaganda para intentar convencer al otro bando de las virtudes del comunismo del norte, de los beneficios del capitalismo del sur.

Seúl suspendió esas transmisiones durante once años hasta que en agosto de 2015, dos semanas antes de mi primer viaje a Pyongyang, volvió a emitirlas cuando dos soldados resultaron malheridos en la DMZ por la explosión de una mina antipersonal que, según acusó el Sur, había sido colocada allí por el Norte. La reacción norcoreana a las provocaciones de los altavoces incluyó, en orden cronológico y furia ascendente, la indignación, la declaración del estado de «semiguerra», la movilización de cincuenta submarinos y el despliegue del doble de artillería habitual en la zona limítrofe; conato de guerra que había hecho las veces de telón de fondo de mi incursión fronteriza con el coronel Kim. Al pie del Observatorio Dora se proyectaba la sombra de la última estación de tren antes de la frontera, ubicada a cincuenta y seis kilómetros de Seúl y doscientos cinco de Pyongyang, que aún se mantiene en uso a pesar de que ninguna formación avanza más allá de la línea de demarcación.

–Estamos siempre listos para la reunificación –me explicó el soldado- guía surcoreano con la misma convicción cerril con que me habían instruido los soldados del Norte, mientras acomodaba los binoculares a mi altura para que yo no tuviese que inclinarme.

No me hizo falta enfocarlos; estaban dirigidos para que pudiese mirar sin distraerme hacia Kijong-dong, la «aldea de la paz» según Pyongyang, la «aldea de propaganda» según Seúl: un pueblo norcoreano construido en los años cincuenta como señuelo para estimular las deserciones de surcoreanos a través de la frontera. Mi soldado señaló hacia adelante con la mano derecha, sin sacarse los anteojos oscuros ni mover la mano izquierda que mantenía aferrada al cinturón de su uniforme camuflado, y me preguntó si notaba la diferencia.

–Hay árboles en este lado, el lado surcoreano, pero no hay árboles en aquel lado, el lado norcoreano. Frondoso, pelado. Ellos los talan para tener leña en invierno.

Cerré un ojo y recorrí con el dedo, como en un diorama, la línea de pasto que marcaba dónde termina una Corea y empieza la otra: frondoso, pelado.

De un lado, el capitalismo futurista hipertecnológico y frenético, como de ciencia ficción; del otro, el comunismo de raíces soviéticas, una reliquia autoritaria del mundo analógico. Mundos paralelos en los que veinticinco millones de norcoreanos y cincuenta y un millones de surcoreanos viven sin tocarse ni mirarse, sin conocer cómo viven esos seres extraños a los que tanto se parecen, con los que alguna vez compartieron familias y trabajos y ciudades y trenes, y que hace más de seis décadas ocupan, como absolutos desconocidos, la otra mitad de su península, el lugar más lejano del mundo.


Este texto es un fragmento del libro En Corea del Norte: viaje a la última dinastía comunista (Debate, 2018).
Las fotos fueron tomadas por la autora.



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