Opinión
diciembre 2021

Argentina y la «sombra terrible» del 2001

La sombra terrible de 2001 persiste en la historia y en la evocación de la ciudadanía argentina. Las movilizaciones de aquel año fueron el telón de fondo de la política durante las siguientes décadas. Veinte años después, el espectro del año maldito del país normal vuelve a acechar a Argentina.

<p><strong>Argentina y la «sombra terrible» del 2001</strong></p>

«¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!». Así comienza Domingo Faustino Sarmiento su clásico Facundo escrito en 1845 durante su segundo exilio chileno. Buscaba graficar el nudo gordiano de los que considera los grandes dilemas nacionales a través de la biografía del caudillo Juan Facundo Quiroga.

Los sucesos de 2001 en Argentina pueden ser evocados, como lo hacía Sarmiento con Quiroga, porque contienen en su seno varias de las claves de la vida pública y las convulsiones internas que hasta hoy azotan al país. Evoquemos, entonces, la «sombra terrible» de 2001.

El sistema político que acabó imponiéndose como respuesta a la crisis de principios de siglo está crujiendo. Los indicadores sociales remiten, de hecho, a aquel año imposible que terminó estallado. A la vez, la «desafección política» vuelve a amenazar al personal político tradicional —las recientes elecciones legislativas de medio término tuvieron el nivel más alto de abstención desde el retorno democrático— y la polarización está de regreso. Un dicho popular afirma que «Argentina es el país en el que cada 10 minutos cambia todo y 10 años después no cambió nada». ¿Y qué es lo que pasa 20 años después?

La combinación de crisis económica, social y política produjo un acontecimiento cuyo punto culminante fueron las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. El gobierno dirigido por Fernando de la Rúa acabó renunciando y el presidente abandonó la Casa Rosada en helicóptero tras una serie de potentes movilizaciones populares con diversos orígenes y un estado de sitio fallido. Después de aquel diciembre caliente, el escenario político quedó detonado. Es imposible comprender la historia política argentina de las últimas dos décadas sin abordar aquel acontecimiento. Y es que, como toda crisis orgánica y multifacética, la de 2001 hizo estallar el sistema tal y como lo conocíamos hasta entonces y dejó sus retazos esparcidos entre el humo y el tiempo. Combinada con la masiva irrupción callejera, la crisis dejó una marca indeleble en la escena contemporánea. Entre otras cosas, porque ese proceso de movilización popular no fue derrotado a sangre y fuego, sino reconducido con una operación restauradora de la autoridad del Estado que funcionó mediante un equilibrio inestable durante estas dos décadas.

Entonces, ¿qué características esenciales tuvo aquel acontecimiento? ¿Se trató de una revuelta, de una revolución inconclusa, de un «argentinazo», de unas jornadas inenarrables en las que la sociedad «se volvió loca», como aseguró un editorialista estrella de la prensa de derecha?

El proceso que derivó en el desenlace final de 2001 combinó una crisis social insoportable, una hecatombe económica —que se transformó en corrida bancaria y «corralito»— y una crisis política que desmoronó a la coalición de gobierno —integrada por la Unión Cívica Radical (UCR) y el Frente País Solidario (Frepaso)—  y dejó maltrechos a los partidos políticos tradicionales. Fue una implosión, un derrumbe, un tocar fondo. El final y el comienzo de una historia. Un acontecimiento que no explica todo, pero sin el cual no es posible entender nada.

La noche del 19 de diciembre de 2001, cuando en el medio de saqueos en barrios populares, el repicar metálico de las cacerolas fue la respuesta al fallido estado de sitio declarado por el presidente De la Rúa, o aquella tarde gris del 20, cuando el asedio a la Casa Rosada duró alrededor de 10 horas de combate callejero, o la noche avanzada del viernes 27, cuando se volvió a expulsar a un presidente tan locuaz como efímero (Adolfo Rodríguez Saá), coronaron un proceso difícil de percibir en su cabal magnitud en ese presente rápido y furioso.

Al comenzar diciembre, la recesión ya llevaba 42 meses y amenazaba con continuar sin prisa y sin pausa. El PIB no dejaba de caer y, en el tercer trimestre de 2001, el movimiento adquirió un ritmo vertiginoso con un derrumbe de casi 10%. El ajuste permanente había llegado al paroxismo cuando Domingo Cavallo volvió al Ministerio de Economía —en el que había reinado bajo la administración de Carlos Menem en la década de 1990— y, en julio, lanzó el programa de «déficit cero», que incluyó un recorte de salarios públicos y jubilaciones de 13%. La camaleónica Patricia Bullrich (hoy dirigente de Juntos por el Cambio y en ese momento ministra de Trabajo de la Alianza) fue el brazo operativo de aquel hachazo inolvidable. En un país de 36 millones de habitantes, más de 14 millones se ubicaban por debajo de la línea de pobreza en los aglomerados urbanos. El número alcanzaba a 16 millones si se consideraba también la población rural. La tasa de desocupación llegó en octubre a 18,3% y la de subocupación, a 16,4%. Al menos 34,7% de la población económicamente activa sufría serios problemas de empleo. La profundización de la crisis durante noviembre y diciembre hizo estimar a no pocos analistas que la tasa de desocupación había superado el 20%. Fue el punto de quiebre después de cuatro años de penurias inauditas y una década en la que la fisonomía social del país se había transformado al ritmo de lo que algunos denominaron «modernización conservadora», pero en los hechos fue un proceso de contrarreformas neoliberales que dio como resultado una sociedad partida.

El agotamiento económico y el hartazgo popular tuvieron su manifestación en el terreno político unos meses antes. En octubre de 2001 se llevaron a cabo unas elecciones muy peculiares: la abstención, que venía subiendo desde 1989, fue de 21% en las legislativas de 1997 y de 18,1% en las presidenciales de 1999. Pero en las legislativas de 2001 el porcentaje llegó a 26,6%. El mayor golpe se produjo por la combinación de votos blancos y nulos, que alcanzó la friolera de 21,1% del padrón total. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la izquierda radical en su conjunto llegó a obtener alrededor de 27% de los sufragios. El famoso «voto bronca» ya contorneaba el «Que se vayan todos», si bien nadie quería hacerse cargo de aquel mensaje silencioso pero ensordecedor. Fue la obertura de una ópera que más temprano que tarde rugiría en las calles. El dato más significativo fue el hundimiento de la coalición gobernante (Alianza UCR-Frepaso). La esperanza blanca de un menemismo de manos limpias se derrumbó y quedó en ruinas. En la capital del país, de 54% que había obtenido la Alianza en 1999, descendió a menos de 20% en 2001.

La conflictividad social venía acompañando como la sombra al cuerpo el deterioro económico y la decadencia social. Ningún acontecimiento cae del cielo, tampoco las jornadas de diciembre. Los conflictos que tuvieron lugar durante los años 2000 y 2001 profundizaron tendencias observadas por lo menos desde mediados de la década de 1990. El «piquete» había sido recuperado de las viejas tradiciones del movimiento obrero argentino en las puebladas de las provincias de Neuquén (Cutral Có y Plaza Huincul en 1996), Salta (Mosconi y Tartagal en 1997) y Corrientes en 1999. En 2001 también se hizo presente. Los piqueteros conformaron un movimiento social que estuvo, en esos días y también en los años siguientes, en el centro de la escena.

En ese mismo periodo tuvieron lugar siete paros generales protagonizados por todas las centrales sindicales en las que estaba dividido el «movimiento obrero organizado», cifra que pasa al doble si se cuentan los que fueron impulsados por el llamado «sindicalismo disidente», que encabezaba el camionero Hugo Moyano (Movimiento de Trabajadores Argentinos – MTA) y los referentes de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA).

En el lustro que transcurrió desde el ocaso del menemismo hasta el desmoronamiento de la Alianza, también se produjeron manifestaciones que comenzaban a mostrar la impronta de un «espíritu de época» en la orientación que le daban sus promotores: la famosa Carpa Blanca de los docentes instalada frente al Congreso Nacional en 1997 y levantada a los pocos días del cambio de gobierno, una protesta que comenzó por un reclamo corporativo pero luego se transformó en un símbolo de oposición política. O los «apagones» (en los que se apagaban y prendían las luces de los hogares en señal de protesta) motorizados por la oposición moderada al menemismo, esencialmente desde el centroizquierdista Frepaso. Estos formatos de protesta ya no interpelaban a clases, pueblos o masas, sino a la «gente común». La cacerola fue más adelante el símbolo de esa forma ciudadana de manifestación. 

«El verdadero trasfondo de la crisis política es el resquebrajamiento de la unidad de los grupos dominantes que comenzó a evidenciarse a fines del menemismo y que se manifiesta en la tensa puja acerca de la política monetaria y cambiaria», dice Raúl O. Fradkin en Cosecharás tu siembra. Notas sobre la rebelión popular argentina de diciembre 2001 (Prometeo, 2002). Fradkin explica que entonces se quebró «la articulación entre el bloque favorable a la dolarización (empresas privatizadas, banca extranjera, tenedores de bonos de la deuda pública, sectores importadores y exportadores) y aquel conformado por sectores propicios a algún tipo de devaluación, más vinculados a lo que quedaba del sector productivo industrial. De este modo, la ingeniería de la convertibilidad que Domingo Cavallo diseñó en 1991 como una política capaz de ligar estos intereses empezó a crujir. A fines de 2001, esta función de construcción de una unidad hegemónica de los grupos de poder resultó imposible». La división de «los de arriba» fue el factor que completó el cuadro explosivo.

Con la mirada puesta en esa coyuntura comprimida, la secuencia que terminó en las jornadas del 19 y 20 de diciembre comenzó el 12, con movilizaciones de desocupados, trabajadores estatales, comerciantes y estudiantes que reclamaban la renuncia de Cavallo. Las dos facciones de la Confederación General del Trabajo (CGT) y la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) decretaron un paro general el 13 contra la retención de los depósitos por parte de los bancos y hubo marchas en varias ciudades. Los saqueos a comercios y supermercados comenzaron el 14. Así se llega al 19 con la irrupción espontánea de cientos de miles de manifestantes en la Ciudad de Buenos Aires, en centros suburbanos del Gran Buenos Aires y en ciudades del resto del país, en repudio al estado de sitio decretado por el gobierno de De la Rúa. El 20 de diciembre los combates continuaron con epicentro en la Plaza de Mayo —donde se ubica la Casa de Gobierno— y hubo protestas en todo el país, hasta que por la tarde se conoció la renuncia del presidente y la imagen icónica de la huida en helicóptero desde la azotea de la Casa Rosada.

Con todos esos condimentos, el 2001 fue hijo de su tiempo. El neoliberalismo como programa económico-político y como corriente ideológica impuesta tras la derrota de los procesos de radicalización que conmovieron al mundo en las décadas de 1960 y 1970 no había pasado en vano. Las jornadas de diciembre y el ciclo de protestas que desataron tuvieron su impronta y heredaron sus ambivalencias.

Las huellas de este experimento no solo se imprimieron en el plano ideológico. En el plano estructural, lo que en el siglo XX se conoció como clase trabajadora se transformó en un ejército diezmado. Si bien no había desaparecido como sentenciaba cierta sociología de moda —es más, se había ampliado numéricamente—, sí había sufrido abruptas transformaciones que debilitaron su histórica musculatura (la división entre formales e informales, ocupados y desocupados, precarizados, tercerizados, etc.).

Este límite estructural en la configuración de clases moldeó el 2001 como acontecimiento y la etapa que abrió, con el protagonismo de las difusas «capas medias» de la sociedad, por definición sociológica o por autopercepción subjetiva. El predominio de las capas medias explica las fuertes tendencias a la representación «ciudadana», de «vecinos», de tipo «aclasista» o policlasista y con una impronta apartidista o directamente antipartido. Esta sensibilidad atravesó los diversos movimientos sociales en aquel periodo. Fenómeno contradictorio —similar, en cierto sentido, al «voto bronca»—, progresivo cuando dirigía el rechazo hacia los partidos tradicionales, reaccionario cuando se impugnaba toda forma de política profana.

La marca ciudadana y hasta cierto punto «antipolítica» también estuvo engendrada por un signo de los tiempos: la crisis de la representación y la degradación del sistema democrático que había alcanzado cierta estabilidad en la posguerra. Es lo que el politólogo Guillermo O’Donnell designó con el concepto de «democracia delegativa», para explicar que, luego de la transición democrática, en América Latina se configuraron formas institucionales débiles, sistemas que eran una pura forma basados en procedimientos en los que la participación ciudadana se circunscribe solamente al acto eleccionario.

Estas transformaciones de las superestructuras políticas tenían raíces más profundas. El llamado boom de la posguerra, el crecimiento económico de los países centrales e incluso de algunas formaciones sociales menos desarrolladas y con características semicoloniales, habilitó el fortalecimiento y la estabilidad política y social. La ofensiva económica neoliberal tendió a socavar las bases de sustentación de los pactos sociales engendrados en ese periodo. El desempleo crónico, la polarización de las clases medias entre un sector cada vez más acomodado y una mayoría pauperizada y la imposibilidad del capital de otorgar concesiones significativas para elevar el nivel de vida de las mayorías fueron las bases estructurales que erosionaron los cimientos de los regímenes democráticos. Cuando el «Estado de Bienestar» se fue transformando en el «Estado de malestar», la armonía democrática encontró los límites. Como graficó Perry Anderson en su libro Los fines de la Historia (Anagrama, 1997) y en polémica con el incombustible Francis Fukuyama: «Hoy en día, la democracia cubre más territorio que nunca. Pero también resulta más débil, como si cuanto más universal se tornara, menos contenido real poseyera. Estados Unidos es el ejemplo paradigmático: una sociedad en la que menos de 50% vota, 90% de los congresistas son reelegidos y un cargo se ejerce por los millones que reporta. En Japón el dinero es aún más importante, y ni siquiera hay una alternancia nominal de los partidos. En Francia, la Asamblea ha sido reducida a una cifra. Gran Bretaña ni siquiera tiene una Constitución escrita. En las democracias recién acuñadas de Polonia y Hungría, la indiferencia electoral y el cinismo superan incluso los niveles norteamericanos: menos de 25% de los votantes participaron en las elecciones recientes. Fukuyama no sugiere en ninguna parte que sea posible mejorar de manera significativa este triste escenario». Estas palabras escritas en 1992 mantienen mucha actualidad y hasta se podría asegurar que están más vigentes hoy que en el momento en que fueron escritas. La degradación de las democracias no hizo más que profundizarse. Desde esta óptica macro, puede entenderse el síntoma del «voto bronca», una manifestación local adelantada de este fenómeno internacional.

En el contexto argentino, fue una expresión política contra la Alianza, pero hasta cierto punto sobre sus propias coordenadas ideológicas. Porque a tono con el clima ideológico internacional, un sentido común político (o antipolítico) fue construido desde el grueso de la oposición al menemismo y desde los medios de comunicación que crearon un corriente de opinión que colocó a la corrupción como eje del mal. Esta narrativa ganó centralidad y tuvo entre sus fogoneros más estridentes a Carlos «Chacho» Álvarez, fundador del Frepaso, uno de los dos partidos que conformaron la Alianza. El paradigma económico no era objeto de crítica (es más, era inobjetable): el problema radicaba en los negociados que aceitaban su funcionamiento. No se ponía el acento en el contenido, sino en la forma. Algunos medios de comunicación y programas de TV fueron paradigmáticos en este sentido: el diario Página/12 o algunas secciones de La Nación, los programas Telenoche Investiga (Clarín) o Día D (de Jorge Lanata), o libros como Robo para la Corona (Horacio Verbitsky), La corrupción (Mariano Grondona), Todo tiene precio (Capalbo y Pandolfo) o El palacio de la corrupción (Carnota y Talpone), entre otros.

Con estos condicionantes generales, sería igualmente equivocado interpretar el «Que se vayan todos» y sus resultados de manera literal o solo como una manifestación «antipolítica». Quienes reclamaban la renuncia de los gobernantes de cualquier orientación apuntaban a alguna nueva política que rechazara la experiencia de la última década, paradigma al que habían adherido la mayoría de las fuerzas tradicionales. En todo caso, el movimiento y su conciencia eran un territorio en disputa. No todo fue el producto de una estructura de clases disminuida, un «espíritu de época» o una corriente ideológico-política que se imponía en el mundo sin ningún obstáculo. Es tan cierto que la clase trabajadora argentina estaba golpeada, como que mantenía, pese a todo, altos niveles de sindicalización. Las estatizadas y burocratizadas organizaciones sindicales argentinas jugaron un papel decisivo para que las jornadas de diciembre no adoptaran un peligroso rumbo hacia una mayor radicalización política. Las direcciones de los sindicatos —como en no pocos momentos decisivos de la historia nacional— priorizaron convertirse en pilar de gobernabilidad, antes que en ariete para una intervención más disruptiva de consecuencias impredecibles. En el poco recordado paro general del 13 de diciembre confluyeron las tres centrales sindicales en las que estaba dividido el sindicalismo, hubo cortes de ruta en varias provincias del país, e incluso comerciantes afectados por la crisis bajaron sus persianas en adhesión a la medida, que tuvo un impacto contundente. Sin embargo, hacia las jornadas del 19 y 20 mantuvieron la quietud y la pasividad. Apenas el 19 hacia la tarde convocaron a un paro de actividades para el 20, y sin movilización. Una acción que tenía el objetivo clásico de descomprimir antes que apuntalar a un movimiento popular que, desde la óptica de los conservadores razonamientos de quienes conducían los sindicatos, había llegado demasiado lejos. Un intelectual como Julio Godio, a quien no puede acusarse de enemigo o adversario de la «burocracia sindical», describió la función conservadora de los sindicatos en ese periodo y aseguró que en 2002 adoptaron «posturas de moderación y control de sus bases en los reclamos, dada la grave crisis social y laboral». En su libro El tiempo de Kirchner. El devenir de una revolución desde arriba (Letra Grifa, 2006), afirma: «Con el fin de impedir el agravamiento de la crisis política, la CGT y el MTA procuran que los trabajadores ocupados no converjan con los movimientos de desocupados o piqueteros ni en diversas formas de movilización de sectores de clase media afectados por la evaporación de sus ahorros, la pérdida de empleos y el avance de la pobreza».

Estos determinantes objetivos y subjetivos encuadran el 2001 y sus resultados. La expansión económica alcanzada luego sobre la base de una fuerte devaluación ejecutada por el gobierno interino de Eduardo Duhalde y los vientos favorables del superciclo de las materias primas permitió una reconstrucción. Pese a todo, el 2001 marcó la evolución política de Argentina. La movilización puso fin al ajuste y forzó al Estado a un aumento sin precedentes en el gasto social. La moratoria de la deuda externa, la quita lograda con los tenedores de deuda privada y la reinstauración de las retenciones a las exportaciones fueron aceptadas a regañadientes por las clases dominantes solo porque existía el convulsivo telón de fondo.

Además, sus huellas marcaron el maltrecho sistema de partidos que quedó en pie. La irrupción de un peronismo de «centroizquierda» dominante dentro de la estructura conservadora de ese partido fue una expresión distorsionada de aquellos acontecimientos. Las opciones dentro del partido eran la orientación neoliberal de Carlos Menem o la conservadora devaluacionista de Eduardo Duhalde. La campaña y el discurso político que terminó adoptando el kirchnerismo debieron dialogar con el escenario abierto por las jornadas de diciembre. Por ejemplo, con respecto a uno de los postulados del gobierno que era «la no represión a la protesta social», el historiador Tulio Halperin Donghi lo describió con ironía y precisión en el diario La Nación cuando afirmó que, después del 2001, «el Estado solo retenía el monopolio de la violencia a condición de renunciar a usarla». El kirchnerismo retomó algunos símbolos y una retórica «setentista» que formaron parte de su narrativa política. Y hasta el macrismo de los orígenes (la corriente fundada por el empresario Mauricio Macri diez años antes de transformarse en presidente) pretendía mostrarse como «progresista» y no proponía un programa neoliberal a banderas desplegadas. Las dos tendencias que terminaron conformando «la grieta» en la que se dividió el sistema político fueron, a su manera, hijas del 2001.

Cuando hacia el año 2012 se agotaron las condiciones que habilitaron el ciclo expansivo anterior, comenzó el reclamo para un nuevo ajuste por parte de los «dueños» del país. Con idas y vueltas, los límites para aplicar ese ajuste a la medida de lo que reclaman las clases dominantes caracterizaron las debilidades de las últimas administraciones de gobierno. La crisis se tornó crónica y, 20 años después, el espectro del año maldito del país normal vuelve a acechar a Argentina.



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