Ensayo
NUSO Nº 249 / Enero - Febrero 2014

América Latina y la acumulación originaria. Menos papistas que las papas

¿Tenemos en cuenta el aporte de la papa americana a la acumulación originaria? Para los pobres de Europa, el «descubrimiento» de esta parte del mundo tuvo que ver menos con el oro arrancado de las «Indias Occidentales» que con la modesta papa. Este ensayo destaca las negaciones y afirmaciones latinoamericanas del lugar que esta ocupó y algunos de sus itinerarios entre las crónicas de la Conquista, los debates de la ciencia, la Enciclopedia, las ingenierías de poder y algún poema. Un ensayo sin duda inspirado en emancipatorias «epistemologías-otras» desde el Sur y en aromas «especiales», y que cuenta con la libertad de versar sobre un libro imaginario.

América Latina y la acumulación originaria. Menos papistas que las papas

Transitamos épocas de afirmaciones latinoamericanas, de «epistemologías-otras» descolonizadoras, alternativas, poscoloniales. Por ejemplo, el «buen vivir» o sumak kawsay, planteo holístico en el que se ponen de relevancia valores alternativos a los clásicos conceptos de crecimiento o desarrollo, el reconocimiento social y cultural de códigos de conductas éticas e incluso espirituales en la relación sociedad-economía-naturaleza, la recuperación de ancestrales ideas de reciprocidad y redistribución.

Época de cambios o cambio de época (lo dirá el tiempo), pisamos territorios posneoliberales. Deberíamos hacer un esfuerzo intelectual para reemplazar tanto prefijo. Finalmente esta parte del mundo ha sido privilegiada en análisis evolucionistas de «deberes ser» o «cómo deberíamos ser» espejados en los itinerarios de una modernidad modélica, subyugados bajo el imperio de prefijos que casi siempre fijan ausencias, carencias, incompletudes. ¿Cómo pensarnos afirmativamente desde un Sur epistémico?

Para no decepcionar de antemano al lector: antes que una serie de respuestas a la cuestión, este es un ensayo acerca de un libro imaginario. Muchos tenemos o hemos tenido algún libro imaginario. Ese que no emprendemos por tantas razones: la falta de tiempo, las presiones institucionales del sistema científico, las propias limitaciones o, sencillamente, la pereza.

Imaginemos por un momento la tradicional Kartoffelsalat sin Kartoffel para los alemanes, o esos knishes cargados de sensibilidades y símbolos para el pueblo judío, sin papa. Puro oxímoron. ¿Y unas italianísimas pastas sin salsa de tomate? Más lujurioso o glotón: la vida sin chocolate. Más profesional: la industria automotriz como la conocemos sin el Hevea brasiliensis (más conocido como caucho). También están las drogas, claro: el tabaco y la cocaína. ¿También la Coca Cola? Para evitar malintencionadas interpretaciones, aclaremos que el ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia, David Choquehuanca, afirmó que no era cierto que se fuera a prohibir la Coca Cola en Bolivia el 21 de diciembre de 2012. Pero no nos desviemos. Europa no conocía la «risueña» papa, el maíz creador, el chile picante, el globoso tomatl, la religiosa coca, el «sangrante» caucho. Tampoco los frijoles, el zapallo, la palta, entre muchos otros productos.

Simplificando bastante el argumento, el «descubrimiento» de América tuvo su origen en la búsqueda de pimienta, no de metales preciosos. O mejor, de exquisitas especias como el azafrán, el jengibre, la canela, la nuez moscada, el cardamomo, la menta o la cúrcuma, imprescindibles para conservar o maquillar los sabores más bien intensos de aquellos alimentos servidos en las mesas nobles, pero también presentes en farmacopeas alquimistas que curaban dolores de los cuerpos, e incluso de las almas. Cuando los turcos cerraron las puertas del Mediterráneo a las flotas de Génova, Pisa y Venecia en su camino a la India, se impuso buscar otras rutas. Era un muy rentable negocio para la burguesía en ciernes: la pimienta se cotizaba por unidades, la canela valía casi tanto como el oro. Estaba, además, el inquietante asunto de la redondez de la Tierra. No habría que minimizarlo. Muchos fueron quemados en la hoguera por refutar el «cielo de las fijas». Eppur si muove es uno de los orígenes de la ciencia moderna.

Cristóbal Colón confirmó, con su excelencia en las artes de navegar, la redondez del planeta. Pensó –con menos conocimiento– que había encontrado pimienta en lo que él consideraba la India. Se llevó a España las semillas de unos chiles que fueron plantados no sin esperanza y ceremonia. Los jardineros reales advirtieron que no se trataba de lo mismo. Sin embargo, no fue ese el equívoco más grande de Colón.

La existencia descomunal de oro y plata eclipsó ese origen «especial». Los cronistas hablan con cierta decepción ante productos indianos tan ordinarios. Extraordinarios en verdad, pero rudimentarios para esos gustos colonialistas: la papa, el tomate, el maíz. Incluso esa bebida de cacao y agua, al parecer afrodisíaca, que tomaba Moctezuma y ofreció como tesoro muy preciado al falso Quetzalcóatl encarnado en Hernán Cortés, quien no supo apreciar el gesto.

Mucho después, Hegel sancionó que el Nuevo Mundo no tenía historia. Y la naturaleza tampoco estaba a la altura: los ríos no habían formado su lecho, sus «leones, tigres y cocodrilos» eran más pequeños, más débiles y más impotentes, sus animales comestibles, menos nutritivos. Esta parte del mundo era «un país de nostalgia para todos los que están hastiados del museo de la vieja Europa».

Desde los comienzos de la Modernidad, entonces, las representaciones de esta parte del mundo marcaron la desviación de América Latina bajo el imperio de los «sub» o los «pre» (subdesarrollo, precapitalismo, por ejemplo). Hacia mediados del siglo XVIII, los viajeros y científicos, tales como el conde de Buffon, Cornelius de Paw, el abate Guillaume-Thomas Raynal y William Robertson, señalaban la minusvalía física y geográfica de América. Thomas Jefferson recopiló listas de especies americanas, que midió con precisión para refutar a Buffon. Más concreto, Benjamin Franklin en París, cenando con Raynal, demostró de manera más empírica que todos los americanos presentes eran más altos que sus interlocutores franceses.

En nuestra América, la contestación de los viajeros científicos contribuyó a afianzar el sentimiento antimetrópoli de los criollos, que crecía al compás de la presión tributaria borbónica. Un aporte importante fue el del jesuita novohispano Francisco Javier Clavijero, quien se rebeló contra las «calumnias» de Buffon y De Paw. Como contraparte, propuso una reivindicación de la igualdad de los indios y, en un estilo muy idealista, construyó una versión épica de la civilización mexica estableciendo comparaciones con pueblos antiguos de enjundioso grado de evolución cultural. Sin embargo, Clavijero concluía su relato en el momento mismo de la caída de Tenochtitlán, desvinculando su análisis del espinoso e inoportuno proceso de conquista. Pero, para los fines de la construcción de una tradición y de un relato alternativos a los de España, la Historia antigua de México (1780), como afirmó David Brading, puede asociarse al impacto de los Comentarios reales (1609) del Inca Garcilaso. Otro tanto ocurrió con Fray Servando Teresa de Mier en su Historia de la Revolución de la Nueva España (1813). Casi tres siglos después de que el papa Paulo III en su bula Sublimis Deus (1537) sancionara de manera infalible la humanidad de los naturales y decretara que eran pasibles de ser evangelizados, Fray Servando elaboró la teoría de que América habría sido convertida al cristianismo por Santo Tomás antes de la llegada de los europeos, restando a España uno de los pilares legitimadores de la Conquista: la evangelización de los naturales. El audaz Sermón de Tepeyac le valió el exilio.

De allí se desprenden muchas conclusiones sobre las formas de pensar e interpretarnos, pero no nos vamos a desviar nuevamente.

Lo sabemos: el proceso de acumulación originaria de la economía capitalista no puede entenderse sin el oro arrancado de las «Indias Occidentales». Agregaría también sin el tráfico de esclavos, ese sangriento comercio triangular entre Europa, África y América. «Esclavitud y capitalismo» solía ser un clásico de las ciencias sociales. Nada se entiende sin ese despojo acumulado por un mercado voraz. Ni la economía, ni la sociedad, ni la cultura de Occidente. Un ejemplo marginal para un libro imaginario: ¿hubiera sido posible la Sagrada Familia –me refiero a la basílica de Antoni Gaudí en Barcelona– sin el mecenazgo de Eusebi Güell, gran plantador esclavista de azúcar en Cuba? No voy a sumergirme en esas dimensiones porque los senderos vuelven a bifurcarse. Los libros imaginarios son así, diletantes y escurridizos.

Hay un tercer ingrediente de esa acumulación originaria sin el cual el capitalismo tampoco hubiera sido así, o no hubiera sido. El contrafáctico está prohibido para los historiadores, pero la libertad de un libro ilusorio permite estas licencias. Me refiero a la introducción en Europa de la Solanum tuberosum, más conocida como papa.

Para los pobres de Europa, el verdadero descubrimiento fue la papa y no el oro. En ese libro imaginario, la papa sería muy protagónica. La papa mirada socialmente con ojos americanos, invirtiendo el mapa, como la hoy muy difundida pintura de Joaquín Torres García.

Para los campesinos de Irlanda, de los Países Bajos, del centro europeo, de Rusia, la papa significaba la vida, y carecer de ella, la muerte. Esa «turma» (así se la llamaba) evitó una de las dos causas de muertes masivas en la Europa premoderna: la hambruna. La otra era la peste. Contra ella la papa no pudo y, en algún punto, hasta complicó las cosas. Si bien la papa es resistente y se adapta con facilidad a diversas condiciones climáticas y ecológicas, es muy vulnerable a una plaga (el tizón tardío) de efectos devastadores. Un ejemplo: Irlanda, a mediados del siglo XIX, extendió el cultivo de papas y su consumo de manera exponencial. Su población era de alrededor de ocho millones de habitantes, en su mayoría campesinos (hoy tiene cerca de cuatro millones y medio), que consumían casi exclusivamente papa, que llamaban «la risueña». Tratándose de irlandeses, también se las ingeniaron para extraer de la papa un whisky muy popular por entonces. En 1846, el tizón tardío asoló los campos de cultivo y se estima que murió alrededor de un millón de personas y otro tanto emigró hacia Estados Unidos. Ni hablar del vodka de papa para los rusos, luego soviéticos. Las papas y el vodka constituyeron los pilares que sustentaron al Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial.

Los orígenes de la papa y su domesticación ocuparon a botánicos y arqueólogos y generaron intensos y complejos debates. Acuerdan que es oriunda de los Andes centrales o del archipiélago de Chiloé. Las primeras especies silvestres están datadas hace 13.000 años. Pero a quien le interese este tema, le recomiendo leer los trabajos clásicos de Nikolai Vavilov, John Hawkes o Redcliffe Salaman. En el momento de la Conquista, la papa se extendía desde la actual Venezuela hasta el Norte argentino; su llegada al norte de la región, al parecer, fue posterior a la llegada de los españoles. Una de las primeras crónicas de la Conquista que hacen referencia a la papa es la de Francisco López de Gomara en la Historia general de las Indias (1552). En la descripción de las regiones altas al sur del Perú (el Collao, Cusco), narra que allí la gente vivía «unos cien años o más; carecen de maíz y comen unas raíces que son a manera de turmas de tierra que ellos llaman papas». Esa idea de trufa o de testículo («turma» significa testículo) no podía ser menos auspiciosa para su consumo.

Entre otros, también el Inca Garcilaso de la Vega habló en sus Comentarios reales de la papa y de la supervivencia del Tawantinsuyu cuando se la pudo almacenar convertida en chuño:

es redonda y muy húmeda, y por su mucha humedad dispuesta a corromperse presto. Para preservarla de corrupción la echan en el suelo sobre paja, que la hay en aquellos campos muy buena; déjanla muchas noches al hielo (...) y después que el hielo la tiene pasada como si la cocieran, la cubren con paja y la pisan con tiento y blandura para que despiche la acuosidad que de suyo tiene la papa (...) y después de haberla bien exprimido la ponen al sol y la guardan del sereno hasta que está del todo enjunta. De esta manera preparada se conserva la papa mucho tiempo, y trueca su nombre y se llama Chuñu; así pasaban toda la que se cogía en las tierras del sol y del Inca y la guardaban en los depósitos con las demás legumbres y semillas.

La papa fue, por entonces y desde su domesticación, alimento, trabajo y religión. En el espacio del Tawantinsuyu, el inframundo, lo que está debajo de la tierra, tiene más significación que el cielo cristiano. Según el antropólogo Luis Millones, en los Andes el dios Huatiacuri es la personificación de la papa. Su poder yace escondido tras un aspecto miserable, pues aparece cubierto de tierra y filamentos que pueden ser vistos como andrajos. «Pero bajo esa superficie, es capaz de sorprender. Asimismo, es preciso aclarar que si la papa pertenece al mundo interior, de ninguna manera es de rango inferior. Se trata más bien de la doble condición de los dioses: tan hacedores del bien como del mal; brillantes y a la vez oscuros, pero sobre todo poderosos». John Murra escribió que en el mundo andino la papa era tan importante que estaba ligada al tiempo y al espacio. Establecía unidades de tiempo: «la duración de una cocción de una olla de papas». También de espacio: la «papacancha» era la extensión de tierra que tenía un ayllu para plantar papas.No se sabe a ciencia cierta quién la introdujo en Europa. Francisco Pizarro fue bastante desdeñoso con la papa, que probablemente haya sido plantada por primera vez en España en la huerta de un hospital de Sevilla para paliar una hambruna cerca del año 1571. En el resto de Europa fue obra de piratas y corsarios; Walter Raleigh, por caso, que si no fue el introductor de la papa en Inglaterra lo fue del tabaco (fundó Virginia y expandió su cultivo incitando su consumo en Inglaterra) y hostigó las costas de Venezuela en busca de El Dorado (pero eso es papa de otro costal). Otros dicen que la paternidad de la papa en Europa la tiene Francis Drake, también pirata o corsario, según cómo se lo mire. Hasta hubo una estatua, en algún lugar de la actual Alemania que no recuerdo, de un escultor que quiso hacer mérito al pirata por su contribución a los pobres de Europa.

Sin embargo, no fue fácil convencer a los campesinos para que la consumieran. Convengamos que su aspecto no es muy delicado. Si uno la mira bien, a una papa despojada de cultura no dan ganas de comerla. Sobre la papa se tejieron muchas mitologías. Robert Rhoades, quien ha estudiado su itinerario en el mundo, afirma que para el clero escocés ningún tubérculo que no estuviera nombrado en la Biblia merecía tenerse en cuenta.

A la papa se la culpó de la guerra, la lepra, la sífilis, la escrófula, la lujuria. Incluso de la brujería: las mujeres elaboraban ungüentos con papa, que contiene atropina, un alcaloide con propiedades desinflamatorias pero que puede dilatar las pupilas. Las versiones populares decían que las hacía volar, lo que para los pareceres racionalistas equivalía a hechicería.

En síntesis, al principio la papa fue muy resistida. No pocas ingenierías de poder fueron necesarias para lograr su aceptación. Por ejemplo, Federico II de Prusia (1740-1786) envió un cargamento de papas a los campesinos en medio de una hambruna. La rechazaron de plano. Según Salaman, protestaron porque no tenían olor ni sabor y ni siquiera los perros se dignaban a comerlas. El déspota ilustrado se valió de un ardid para convencerlos: organizó un banquete al aire libre en el que se servían papas para demostrar no solo que eran comestibles, sino que hasta los nobles podían comerlas sin riesgo.

Pero sin dudas fue el farmacéutico y militar francés Antoine Parmentier quien, por la misma época, persuadió a Francia y a su rey de las bondades de la pomme de terre (la elegancia francesa asoció la papa con la manzana). Parmentier descubrió las cualidades de la papa durante la Guerra de los Siete Años en Westfalia y desde ese momento se convirtió en su más fervoroso publicista. En 1771, la Academia de Besançon llamó a un concurso para el estudio de los alimentos que podían paliar las hambrunas. Parmentier se presentó defendiendo las virtudes de la papa y lo ganó. A partir de ese trabajo, en 1773 publicó la obra Examen chymique des pommes de terre. Turgot, Buffon, Condorcet y otros destacados enciclopedistas abrazaron la causa de la papa con entusiasmo.

Según cuentan, Luis XVI tomó personalmente cartas en el asunto para popularizar su consumo. Se lo puede ver en grabados de la época luciendo una flor de papa en el ojal, mientras que María Antonieta la llevaba en su peluca. Pero no fue suficiente (el rey no era muy popular por entonces y lo que posteriormente se llamó «Revolución Francesa» estaba en ciernes). Parmentier propuso una ingeniosa estratagema publicitaria: convenció al rey de cultivar papas en París en un campo fuertemente custodiado por las tropas reales. Los habitantes de los alrededores entraron una noche a robar lo que consideraban un precioso cultivo. La guardia real, que estaba advertida del asunto, los dejó pasar.

Anécdotas aparte, no deja de ser curiosa la definición del sustantivo «papa» en la primera edición de la Enciclopedia (tomo XIII, el de la «P», 1751). Comienza muy formal: «PAPA, alcachofa de Jerusalén, batata, trufa blanca, trufa roja (Diete.) Esta planta fue traída a nosotros desde Virginia, se cultiva en muchas partes de Europa, y en especial en varias provincias del reino, como Lorraine en Alsacia, en el Lyonnais, Vivarais, Dauphiné, etc.». Sigue describiendo que la consumen mayoritariamente los campesinos, cómo la cocinan y la comen. Admite que su sabor no es tan agradable, sin embargo «provee comida abundante y beneficiosa». Pero lo más interesante es la aseveración y la pregunta del final, lo más ilustrado del conocimiento de la época: «Se le critica con razón provocar ventosidades». Y concluye: «¿qué son las ventosidades para los organismos vigorosos de campesinos y trabajadores?».

Más allá de ventosidades y apariencias, la pobre papa se extendió rápidamente entre los pobres de Europa. Hacia finales del siglo XIX, términos como «campesinos», «pobres» y «papas» daban cuenta de un conjunto de significados compartidos. Vincent Van Gogh lo sabía cuando pintó la famosa tela Los comedores de papa (1885). Escribió sobre el cuadro:

He querido poner conscientemente de relieve la idea de que esa gente que a la luz de la lámpara come patatas sirviéndose del plato con los dedos, trabajó asimismo la tierra en la cual las patatas han crecido; este cuadro, por tanto, evoca el trabajo manual y sugiere que esos campesinos merecen comer lo que honestamente se han ganado. He querido que haga pensar en un modo de vivir muy diferente al nuestro. Así pues, no deseo en lo más mínimo que nadie lo encuentre ni siquiera bonito ni bueno.

Iluminista o productora de gases, sigue viajando por el mundo. Se cultiva por lo menos en 148 países y se consume en más, vestida de simple puré o de sofisticadas guarniciones gourmet.

Afirmaciones latinoamericanas: Pablo Neruda lo puso en versos (a los libros imaginarios les gustan los poemas). Ignoro si Neruda conoció esa «Oda a las patatas» del español Juan Martínez Villergas (1816-1894) en la que celebra conquistas y papas: «Bien haya a los que hicieron romería / tan larga viento en popa / y en la región que hendieron / la mina descubrieron / que de patatas inundó la Europa».

Si Neruda no la conoció, su «Oda a la papa» parece una respuesta:

PAPAte llamas papa y no patata, no naciste castellana (…)Universal delicia, no esperabas mi canto, porque eres sorda y ciega y enterrada. Apenas si hablas en el infierno del aceite o cantas en las freiduras de los puertos, cerca de las guitarras, silenciosa, harina de la noche subterránea, tesoro interminable de los pueblos.Y tantos otros modestos tesoros afir-mativos: el tomate, el maíz, el chocolate. Lindo sería escribir sobre el chocolate y las coplas populares («El chocolate es tan excelente / que de rodillas se muele / juntas las ma-nos se bate / mirando al cielo se be-be»). Pero los caracteres se me esfuman y es de mal carácter excederse. ¿Cómo pensarnos afirmativamente desde el Sur? Quién sabe, quizá escribiendo libros imaginarios.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 249, Enero - Febrero 2014, ISSN: 0251-3552


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