«Matar tigritos» para sobrevivir en Venezuela
noviembre 2022
La distancia entre los salarios y el precio de los productos hace que la forma en que la población venezolana de clase trabajadora sobrevive dependa de múltiples formas de conseguir ingresos, más o menos creativas. Aunque el fenómeno no es nuevo, se ha agravado junto con el derrumbe económico. De la mano de la dolarización y la reactivación del comercio, el país pasó de ser uno de los más baratos a uno de los más caros de la región.
Pregúntenle a Jaime José De Armas Barrios −según su documento de identidad sería «Jaimejose» y no Jaime José− si sus flautas le añaden hilo musical a una realidad venezolana ensordecedora. Músico de profesión, nació en Caracas en 1972 y tuvo el ejemplo artístico en su hermana mayor, Marysabel, quien recibía el amanecer con «Las cuatro estaciones» de Vivaldi.
«Mi hermana es mi segunda madre», dice, porque por razones familiares el niño Jaime estuvo al cuidado de Marysabel, la violinista. Jaime, que se formó en una zona de clase media baja (la urbanización Caricuao, al oeste de la capital venezolana), se inició en la música con la flauta dulce que tocaba en el colegio. Más adelante su padre, Diógenes, le regaló una flauta moderna, que no duda en calificar como «espectacular». Esa flauta, y una quena peruana, se convirtieron en las compañeras del Jaime adolescente que quería estudiar veterinaria y a quien le gustan casi todos los animales.
Hoy, con sus flautas como equipaje y sus más de 30 años de dedicación a la música, Jaime es un actor más del «matatigrismo» venezolano: el de antes, el de los difíciles años 90 del siglo XX, y el de ahora, el de los descarnados años del llamado «socialismo del siglo XXI». Tanto estudio y tesón −teoría y solfeo en el Conservatorio José Ángel Lamas, un semestre y medio en la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, las exigencias del Sistema de Orquestas, maestros particulares− no le proporcionan el ingreso que merecería; tampoco le permiten cubrir los requerimientos de su hija. Una parte de sus facturas la resuelve con las ayudas externas (de su hermana y de una ex-novia); la otra, haciendo de todo: dicta clases para una alcaldía de la capital, participa en la agrupación Ars Juglaris (de música barroca popular) y responde sí «al ‘tigre’ que me salga».
La melodía que toca Jaime es la que miles de venezolanos ejecutan para sobrevivir. Es un concierto en el que cada quien interpreta lo que puede y como puede, sin partitura; es el concierto salvaje de un país en el que el salario mínimo es de 15 dólares mensuales y la canasta alimentaria de septiembre pasado, para cinco personas, costaba 446 dólares (datos del Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros, porque el gobierno optó por no difundir cifras). Solo para comer, porque para poder pagar alquiler, transporte, educación y salud (a medias) esos 446 dólares se catapultan a más de mil.
Venezuela pasó de ser uno de los países más baratos de América Latina a uno de los más caros; los precios están, cada vez más, denominados en dólares e identificados con la palabra «ref»: un eufemismo para no mencionar explícitamente la moneda extranjera, aunque el mandatario Nicolás Maduro ya sentenció que la dolarización dejó de ser una maldición y representa una bendición -y «una forma de resistencia de nuestro pueblo»- para Venezuela. En mayo pasado el economista José Guerra, diputado de la Asamblea Nacional de 2015, estimaba que proporcionalmente Venezuela era el país más oneroso de América Latina (y hay precios europeos). La misma visión es compartida por el Observatorio Venezolano de Finanzas, que contrastó los precios de productos como café, arroz, aceite y huevos con urbes como Bogotá y Lima. En esas ciudades esa canasta súper mínima representaba 10% del salario mientras que en Venezuela la «cesta Petare», en referencia al nombre de una de las comunidades populares de Caracas, la superaba en más de 10 dólares.
Ese Jaime que un sábado de octubre de 2022 puso sus melodías en el aire del Parque del Este de Caracas (y maravilló a niños y adultos mientras ofrecía su interpretación) es un «matatigres», una forma popular de llamar en Venezuela a quienes tienen un empleo estable y un montón de trabajos a destajo. El origen de la palabra se atribuye al mundo musical, y también −como lo reseña diccionariovenezolano.com− al supuesto encargo de un patrón de finca a alguno de sus obreros. Pero sea por el cazador o por el artista, cuando entre venezolanas y venezolanos se habla de «tigre», «matatigre» o «tigrito» todo el mundo sabe de qué se trata.
«Cazadores» en la década neoliberal
«El ‘matatigrismo’ se llama técnicamente pluriempleo, es un fenómeno propio de las crisis y no es nuevo en Venezuela», explica José Gregorio Afonso, docente y presidente de la Asociación de Profesores de la Universidad Central de Venezuela (Apucv). «El pluriempleo, como está hoy en Venezuela, es un fenómeno premoderno. Con la modernidad las sociedades lograron ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de recreación. La primera consecuencia, ahora, es que no tienes posibilidad de recreación ni de descanso. La vida se centra en el trabajo, y eso tiene efectos en la familia, en la salud y en el proyecto de vida. Tampoco te garantiza el desarrollo laboral, porque al ocuparte de varias cosas eres un mar de conocimientos con un centímetro de profundidad».
El pluriempleo se materializó mucho antes de este presente. En la década de 1990 «la implementación de los programas de ajuste macroeconómico tuvo un enorme impacto social, y el trabajador, tratando de proteger a su familia, una de las salidas que encontró fue ocuparse en varios oficios para tratar de tener varios ingresos», ilustra el investigador.
Afonso, quien ha evaluado la informalización económica venezolana, sostiene que la economía informal «la activaron los formalmente empleados» hace más de 20 años. Ejemplos sobran: la secretaria comerciaba productos Avon (cosméticos, objetos para el hogar), el oficinista conducía taxis («taxear» se convirtió en un verbo común). Esa década neoliberal, con la que Venezuela y el continente cerraron el siglo XX, «equilibró algunos indicadores macroeconómicos, pero el impacto social fue tremendo. Y político, también».
Era común, en los años 80 y 90 (bajo los gobiernos socialdemócratas y socialcristianos) encontrar a maestras que vendían productos Tupperware. «En la década perdida de los 90, como se dice en los análisis sociopolíticos, vimos este fenómeno fundamentalmente vinculado con el deterioro del salario, la alta inflación y la reversión de la prosperidad que vivimos en los años 70», analiza el economista Luis Crespo, profesor de la Universidad Central de Venezuela. «Trabajadores públicos combinaban su empleo con la venta, en las propias oficinas públicas, de productos como Avon, los ponquecitos o las empanadas que elaboraban». Ya entonces era necesario «generar ingresos adicionales para poder compensar el salario».
Una bonanza color petróleo
Jaime De Armas es propietario de un antes y un después, de momentos más duros que otros. Incluso en los difíciles años 90, los del neoliberalismo a toda vela, el músico obtuvo una beca trabajo que le permitía hasta pagar una habitación. Con su sueldo, el joven picolista de la Sinfónica de Carabobo, el licenciado en música −mención ejecución instrumental− egresado del ya desaparecido Instituto Universitario de Estudios Musicales podía sostenerse a sí mismo; también, comprar sus instrumentos, aunque los pagara por partes. Era y es un cazador de oportunidades. «Los músicos ‘matamos tigres’ profesionalmente», aclara. Tanto, que en 2017 creó un grupo, «Hecho a mano», exclusivamente para «matar tigres», en el cual interpretaba el saxofón y el clarinete.
Durante sus 20 años como picolista –«orgullosamente picolista»− en la Banda Marcial Caracas, entre 1997 y 2017, también usó sus instrumentos para tocar con la Orquesta Sinfónica Municipal, la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, la Banda de Conciertos Simón Bolívar, la Orquesta de Cámara de Vientos de la Fuerza Armada. Una trayectoria musical que reivindica en estos tiempos de dificultades.
El alza de los precios del petróleo, durante los primeros años del gobierno del presidente Hugo Chávez (1999-2013), les dio un respiro a las clases trabajadoras. La situación mejoró entre 2004 y 2012, expone José Gregorio Afonso: «Hubo un crecimiento económico sostenido, y además, el consumo privado era alto. La pobreza extrema experimentó un descenso de 46% a 26%, y eso fue reconocido por todo el mundo. Aquí se escondieron las cifras de pobreza cuando empezaron a crecer (durante la gestión de Nicolás Maduro)».
Los y las docentes se han comido casi siempre las uvas verdes en Venezuela. La infancia de Elena, doble licenciada −en Educación y en Letras− y cursante de una maestría, transcurrió entre los «paquetazos» neoliberales. Para esta entrevista pide mantener su identidad en resguardo, porque no quiere que sus discípulos la identifiquen. «Desde que tomé la decisión de estudiar educación he estado trabajando. Comencé haciendo suplencias en escuelas básicas, hasta el momento en que conseguí un cargo formal cuando me gradué, en 2009. Durante los primeros años de mi ejercicio profesional comencé a generar ingresos que no eran muy altos, pero eran suficientes para mantenerme con mi mamá, ya que pagábamos alquiler y los gastos de la vida cotidiana. De hecho, durante el año 2014, cuando trabajaba como docente de primaria, logré pagar con las utilidades y un crédito hipotecario buena parte de un apartamento en una zona aledaña a la ciudad».
A sus 35 años Elena sabe lo que es honrar tres y cuatro jornadas laborales. «Mientras ejercí como docente de básica, durante siete años, siempre sentí la necesidad de reforzar mis ingresos. Al principio, cumplía horarios en dos colegios o en tareas dirigidas, porque era lo que se acostumbraba, pero después tomé la decisión de comenzar a trabajar como personal administrativo porque pagaba mucho mejor y tenía otros beneficios. Pasé más de cinco años sin ejercer la docencia, porque fueron los años más difíciles para el gremio; aunque es una profesión que siempre me ha gustado y en la que me vi ejerciendo desde mis primeros años de vida, era consciente de que no podría vivir de ella».
De la ilusión a la pesadilla
La pobreza medida por ingreso, que en la era Chávez se redujo a menos de 30% (según indicadores de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal)), comenzó a crecer a pasos agigantados después de 2012. Afonso considera que el modelo que se instauró en la primera década del siglo XXI se agotó «porque estaba montado sobre una base artificial, sobre un dólar barato». Este esquema, asegura, atentó contra el trabajo, porque la gente «se iba fuera del país, 'compraba' con la tarjeta de crédito, regresaba con divisas y tenía el ingreso al que no llegaba ni trabajando durante un año».
Esta versión del «tigre» es la del popular «raspacupos». Como el «dólar tarjeta» era muy bajo, comenzaron a aparecer en varios países de América Latina «oficinas» donde se fingían compras: se pasaba la tarjeta por el punto de venta y el cliente recibía el dinero en efectivo, previo descuento de la comisión para el falso vendedor; este procedimiento se podía hacer con tarjetas de familiares y amigos. Los «dólares billete» valían mucho más que los «dólares tarjeta», por lo que la persona regresaba a Venezuela y se hacían una buena diferencia. Esta práctica era un buen negocio, hasta el punto de que el viajero quedaba con ganancia después de descontar el pasaje y el alojamiento. Era una «caza de tigres» a escala latinoamericana.
Más pobres, con menos estabilidad laboral y sumergidos en un ajuste no anunciado por Maduro que incluyó la reducción drástica del gasto público, miles de venezolanas y venezolanos han recurrido a ofrecerse como pintadores de rejas, cortadores de uñas de gatos, vendedores de café, prestamistas, pasteleros, cocteleros y cualquier cosa que genere dólares. Alexis, por ejemplo, estudió una carrera universitaria, sudó en un ministerio, migró a Colombia en 2017 y decidió regresar a Venezuela para estar con su familia. Después de varios emprendimientos frustrados, este licenciado que no llega a los 40 años de edad decidió convertirse en taxista en Caracas. Hay dos apps que permiten a un joven como Alexis obtener un ingreso semanal o «matar tigres» para completar un sueldo: Ridery y Yummy Rides, los «Uber venezolanos». En cuatro días de buen trabajo Alexis puede captar 100 dólares; en otras palabras, lo que a un funcionario le cuesta más de un mes de lucha. Es el caso de José Francisco Jiménez, secretario general de la asociación de empleados de la Universidad de Carabobo.
Jiménez es uno de los líderes de las concentraciones que han marcado las calles venezolanas durante 2022, y ya anuncia más movilizaciones para 2023. Su sueldo se ha reducido a la mitad debido al instructivo de la Oficina Nacional de Presupuesto (Onapre), denuncia. A los trabajadores «nos hace mucho ruido no tener un salario que permita cubrir nuestras necesidades» y no gozar de un sistema de salud que funcione. «No podemos pagar por los servicios públicos. Estamos devengando menos de 10% de la canasta básica alimentaria», confía. Su ingreso está lejos de los 90 dólares al mes, y debe apartar no menos de 15 dólares para pagar por servicios públicos deficientes. «Estoy usando 40% o 50% de lo que devengo en resolver otras necesidades, y no está incluida la comida. Es dantesco lo que estamos viviendo», se desahoga. Agua y electricidad venían siendo casi gratis -y están entre los servicios de peor calidad según el Observatorio Venezolano de Servicios Públicos (OVSP)-. En junio de este año seis de cada 10 personas manifestaban una valoración negativa de ambos como consecuencia de las fluctuaciones, los cortes o la ausencia total. Pero en noviembre, comenzó en Zulia, estado fronterizo con Colombia y uno de los más castigados por el deterioro del sistema eléctrico, el plan «Borrón y cuenta nueva», del Ministerio de Energía Eléctrica, para volver a cobrar por el servicio (no se hacía desde 2018) e incentivar la «cultura de pago» de la factura de la luz.
El «matatigrismo» se relaciona con alta inflación, deterioro del salario, pérdida del poder de compra, destrucción del salario decente, detonación de los precios, políticas de ajuste que desmontan la seguridad social y las contrataciones colectivas, enumera Luis Crespo, y describe así el estado de la economía venezolana. En líneas generales las varias actualizaciones de la Encuesta Nacional sobre Condiciones de Vida (Encovi), realizada por tres universidades del país en respuesta a la ausencia de datos oficiales, registra el colapso de la renta petrolera, la inflación y el achicamiento de la economía: «En el período 2014-2020 el PIB real muestra una reducción acumulada de 74%». Una economía más pequeña, y evidentemente, con menos oportunidades para la gente. El Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) determinó, en octubre pasado, que «si bien se superó la situación de hiperinflación que se produjo desde 2017, Venezuela todavía figura como la economía más inflacionaria del mundo, estimándose que puede cerrar este año en 125%».
La Encovi 2021 reportó la reducción de 4,4 millones de empleos formales entre 2014 y 2021: 70% del sector público y 30% del sector privado. «Hoy uno de cada dos trabajadores está autoempleado», recoge el estudio. «El ‘matatigrismo’ ha aumentado en Venezuela de manera alarmante», alerta Luis Crespo. «En definitiva, concluye, los trabajadores tenemos que hacer un esfuerzo adicional para poder mejorar nuestros ingresos, y lo hacemos buscando financiamiento en múltiples actividades, lo que tiene implicaciones en la salud. Esto es causa de deterioro psicosocial y eleva el estrés de seres humanos sometidos a múltiples actividades».
El pasado jueves 10 de noviembre se difundieron los resultados de la Encovi 2022, investigación que reconoce que la actividad laboral en Venezuela «comienza a repuntar» y que «la liberalización de la economía comienza a mostrar sus efectos». La encuesta sostiene que el empleo formal «crece hasta ser ya 50% de los ocupados». Por primera vez en siete años «cae la pobreza» (ahora 50% de los hogares no son pobres) pero crece la desigualdad. Es Venezuela «el país más desigual de América», alerta el estudio.
En esa desigualdad florece otro «tigre» en las calles caraqueñas: el «dólar buhonero»: los comerciantes informales reciben dólares de baja denominación a cotizaciones por debajo de la establecida oficialmente por el Banco Central de Venezuela, y los venden a los comerciantes formales por encima del dólar paralelo, describe Alfredo Padilla, director de la Asociación de Trabajadores, Emprendedores y Microempresarios (Atraem).
Tiempo de «toderos»
Tal parece que nadie se salva. «El pluriempleo se expresa con mucha fuerza en todos los trabajadores venezolanos. Lo vemos en los profesores universitarios», apunta José Gregorio Afonso, protagonista de buena parte de cientos de protestas que han marcado este 2022. «Damos clase en la universidad pública y en la universidad privada, si hay alguna asesoría en un espacio privado también la asumimos; cuando nos vemos, al final del día, tenemos 12 y 14 horas trabajando».
Como hija de una trabajadora universitaria Elena pasó su infancia y juventud en la UCV. «Me parece lamentable y dolorosa la situación que se vive en las universidades venezolanas, resiento del sueldo como todos. Miro mis horas de trabajo diario, los trasnochos y la exigencia emocional e intelectual que requiere dictar una clase y es desmoralizante». Sin embargo, sigue asistiendo al aula. «Creo que la única remuneración que recibimos actualmente es el agradecimiento de estudiantes que valoran nuestro trabajo diario y saben que, como a ellos, no nos alcanza el dinero para el pasaje, no tenemos un buen equipo para las clases virtuales y tampoco tenemos todos los libros que requiere la materia».
Ángel Eduardo Vidal Morales ha invertido en la docencia 15 de sus 41 años; solamente le faltan dos semestres para graduarse en el Instituto Pedagógico de Caracas como profesor de geografía e historia. No se ha dejado envolver por la ola de desánimo que asfixia a maestras y maestros en Venezuela. Ha atendido a estudiantes de liceos públicos y de colegios privados y se ha quedado sin sueldo. Hace 12 años comenzó a laborar en un plantel privado −es el profesor de geografía e historia para los jóvenes de educación media− que le ha dado algo de estabilidad, pero no la suficiente como para dedicarse exclusivamente a sus muchachos. Son 44 horas para sus estudiantes (distribuidas en tres días de la semana), y las restantes, las destina a conseguir más dinero con peluquería canina y con encargos de albañilería, electricidad, mudanzas.
«Conseguí a una amiga que trabaja en una peluquería canina, y ya llevo un poco más de dos años con ella», relata Vidal. Los días martes, jueves y sábados transcurren, para él, entre muchos perros y menos gatos. Los mininos le han dejado marcas en los brazos, que muestra entre risas y bromas sobre el carácter de los felinos.
-¿Cómo aprendió la peluquería canina?
-Como ayudante de mi amiga. Aprendí con la práctica. No hice cursos. Comencé bañando mascotas, y de allí pasé a cortar las uñas y a limpiar oídos- detalla.
-¿Le va mejor con la peluquería canina que con la docencia?
-Hago varias cosas. Eso me complementa. Es importantísimo para mí, porque es el salario semanal. Semanalmente hay que tener ingresos.
El ejemplo de un amigo que ha podido surfear distintas crisis gracias a la albañilería lo alentó a probar por ese camino. Vidal también hace mudanzas. En realidad, le «mete el pecho» a lo que sea. «La economía de servicios es lo que está activo en Venezuela. Algo que yo veía superfluo, como cortarse el cabello, o hacerle mantenimiento a la mascota, la gente no lo ha abandonado».
Elena es profesora en la UCV. «Antes trabajé un año en la Universidad Simón Bolívar sin percibir sueldo alguno, porque el contrato tardó en materializarse y corría el 2017, uno de los años más difíciles para el país. En el año 2018 tomé la decisión de ir a la UCV, más que todo por corresponder con una meta de vida. Durante el primer semestre no recibí una remuneración, y para los siguientes el sueldo no llegaba a los 5 dólares. Este año mi sueldo va por los 30 dólares», puntualiza.
Para poder financiar su carrera docente comenzó un emprendimiento de peluquería canina, que se ha convertido en una fuente de ingresos importantes, de alrededor de 200 dólares al mes. «También escribo para una página web por 120 dólares mensuales. Todo esto representa la mayor parte de mis ingresos y paga los pasajes, el internet y las copias que puede necesitar una clase».
Un futuro incierto
La política social del Estado se basa casi exclusivamente en las transferencias monetarias (entrega de bonos) y el reparto de bolsas de comida (los célebres CLAP: Comités Locales de Abastecimiento y Producción). La misma Encovi 2022 constató que nueve de cada 10 hogares acceden al CLAP, aun cuando solo 35% recibe la bolsa mensualmente. Los bonos equivalen a un promedio de dos dólares por persona y llegan a casi 50% de la población, como lo expone la encuesta. El monto por hogar varía entre seis y 10 dólares, ya que puede haber varios beneficiarios. «69% de los hogares han recibido al menos un bono temporal en los últimos 12 meses», de acuerdo con la investigación.
La lucha histórica por ocho horas de trabajo ha sido derrotada en Venezuela, porque trabajadoras y trabajadores quieren evitar caer en la pobreza, ratifica Luis Crespo. «En un primer momento, tratas de salir de la pobreza por ingreso; pero luego, si es muy pronunciada la caída, entrarás en la pobreza multidimensional». Comienza, entonces, la venta de bienes, como el televisor, el aire acondicionado. O te quitas el desayuno o la cena, o le restas alimentos al día a día.
Desde 2018 Jaime De Armas es flautista de la Orquesta Barroca Simón Bolívar («fue uno de los concursos más difíciles de mi vida», recuerda), y calcula que su salario formal es de 50 dólares que se complementan con un bono de unos 150 dólares. Muy poco en la Venezuela actual. Con los «tigres» pudo llegar, en agosto pasado, a unos 400 dólares, que tampoco le alcanzaron. «¿Por qué me relajo? Porque mi hermana me ayuda mucho. Porque me gané una novia que se fue a trabajar en un barco y también me deposita dinero; le digo que es mi mecenas», comenta. A pesar de que la Encovi 2022 certifica una reducción del envío de remesas, casi 60% de los aportes se hacen una o dos veces al mes, «contribuyendo en alguna medida a la reactivación del consumo en los hogares receptores», destaca el estudio.
Entre las clases, la peluquería canina, la albañilería y las mudanzas Ángel Vidal reúne unos 270 dólares al mes. «Me alcanza porque soy yo solo con mi madre. Si tuviera hijos, no llegaría», confiesa.
Cuando Jaime saca sus flautas y las coloca sobre la mesa es inevitable pensar en el esfuerzo que hay detrás de tantos años de estudio y práctica: flauta dulce, flauta traversa moderna, flauta irlandesa, quena peruana y flauta traversa barroca. No ha querido renunciar a su vocación para iniciar el empinado sendero del emprendimiento, de cocinar tortas en casa o cortar cabello en una esquina. Hasta ahora, ha podido ser fiel a sí mismo.
Para otros, es una lucha titánica. «Me siento bien con lo que hago», argumenta Ángel Vidal, «y he tratado de agarrarle el gusto a estos trabajos, porque son mundos que yo desconocía». Ya se olvidó de los planteles públicos, y no solo por el bajo sueldo, sino porque no garantizan la jubilación. Su horizonte de profesor de geografía e historia se aplana al avistar los próximos años: «Me preocupa el futuro. No tengo garantías. En realidad, ningún venezolano las tiene».
Elena ha asumido que ser profesora es un apostolado que debe sostener con otros empleos: «A diferencia de mis colegas, que vieron la bonanza de la docencia universitaria, yo ingresé al gremio consciente de que es más que todo un recorrido personal que tendrá gratificaciones personales e intelectuales pero no una retribución económica digna. A mis 35 años, miro la carrera como si fuese una estudiante que se forma, investiga y va construyendo sus líneas de investigación esperando por una gratificación futura, quizá en otras tierras». Por lo pronto, los «tigritos» son su esperanza, aunque siempre en la cuerda floja entre vivir y sobrevivir.