Opinión
enero 2023

Brasil, tragedia y farsa

El asalto del bolsonarismo radical en Brasilia tuvo una larga preparación y fue anunciado a gritos en las redes sociales, con mapas y fotos. La demora en repeler la agresión pareció ser el producto de decisiones deliberadas y no de simple incompetencia.

<p>Brasil, tragedia y farsa</p>

Si la historia se repite, lo hace en forma de espiral, y más a menudo como tragedia que como farsa. Este 8 de enero en Brasilia, cuando una turba bolsonarista invadió brevemente la Praça dos Três Poderes y destrozó el Congreso, el Tribunal Supremo y el Palacio Presidencial, se vieron elementos de ambas. (El Palacio Presidencial ya había sido al parecer bastante deteriorado durante el gobierno de Jair Bolsonaro y ahora pudo verse a los vándalos defecando y orinando por todas partes).

Provocando el caos y la destrucción y alegando fraude electoral, la multitud esperaba obligar al ejército a intervenir, como había estado exigiendo, sin ningún resultado, en los campamentos «civiles» (en verdad, llenos de militares retirados, de reserva y en activo) organizados frente a los cuarteles del ejército en todo Brasil, tras la victoria de Luiz Inácio Lula da Silva el 30 de octubre pasado. Antes de las elecciones, el Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado ya habían dejado en claro que al gobierno de Joe Biden no le apetece ningún golpe fascista en Brasil. Decir que el complot del 8 de enero era descabellado es quedarse corto.

Al igual que en Washington, DC, el 6 de enero de 2021, los asaltante y saqueadores de Brasilia parecían haber recibido ayuda desde adentro, tal vez de la seguridad, ya que es evidente que sabían moverse -de otro modo no les habría resultado tan fácil encontrar la puerta del despacho del juez del Tribunal Supremo Alexandre de Moraes y arrancarla de cuajo-. Ningún diputado se encontraba dentro del edificio legislativo, pero algunos estaban afuera confraternizando con los grupos fascistas. Es poco probable que ahora queden sin identificar o sin castigo.

Nada remotamente comparable ha ocurrido en la historia reciente de Brasil. El 7 de enero de 2021, Bolsonaro -ahora llamado «Capitán Fugitivo» por sus decepcionados seguidores- dijo que el ataque al Congreso estadounidense podría ser poca cosa comparada con lo que podría ocurrir en Brasil si perdía las elecciones en 2022 debido al «fraude». Por una vez, parece haber dicho la verdad, ya que la multitud de la Praça dos Três Poderes fue mucho más numerosa que la de Washington y causó mayores destrozos en la infraestructura física del gobierno federal.

Al igual que el asalto al Capitolio, que se trató de imitar, la invasión de Brasilia se estuvo preparando durante semanas, si no meses, y un trabajo de inteligencia mínimamente competente podría haberla cortado de raíz (suponiendo que los servicios de inteligencia no estén completamente penetrados por el bolsonarismo). Lejos de ser un secreto celosamente guardado por conspiradores avezados, el golpe en ciernes se anunció a gritos, en todas las redes sociales, con mapas y fotos, utilizando el nombre en clave pseudomilitar de «Festa da Selma», y el hashtag #BrazilianSpring, que Steve Bannon, junto con los hijos de Bolsonaro, Eduardo y Carlos, ayudaron a lanzar en noviembre, aunque solo empezó a ser tendencia después del 5 de enero.

El ministro de Justicia, Flávio Dino, había prometido impedir que pequeños grupos de fanáticos de extrema derecha desafiaran el poder; su promesa se convirtió en objeto de burla en Twitter el 7 de enero. Se recomendó a los «asistentes a la fiesta» que no concurrieran con niños ni ancianos, pero algunos desoyeron los consejos. También se los alentó a llevar biblias, aunque no se vieron muchas. Los participantes tomaron selfies y no pudieron evitar la tentación de publicarlas, incriminándose a sí mismos en futuros procesos; varios policías también se hicieron selfies con los saqueadores.

El nuevo ministro de Defensa, José Múcio Monteiro, que defendió la dictadura en la década de 1970, se refirió a las acampadas frente a los cuarteles -donde tenía amigos y familiares- como protestas «pacíficas y democráticas». Fue un gran error: nada estaba más lejos de la realidad, como ya era obvio antes del asalto a Brasilia, ya que los mismos intereses del agronegocio que financiaron la campaña de Bolsonaro apoyaron financieramente los campamentos. Estos eran ilegales y deberían haber sido desalojados después de la ceremonia de investidura de Lula da Silva el  1° de enero, cuando la multitud pacífica fue mucho más numerosa que la turba que atacó la Praça dos Três Poderes una semana después. Lula recibió la banda presidencial de manos de una mujer afrobrasileña que recicla latas de conserva, y su voz se quebró repetidamente al describir las dificultades que enfrentan los brasileños de a pie.

En cuanto a las fuerzas de seguridad en Brasilia, el jefe de la policía del Distrito Federal -el ex-ministro de Justicia de Bolsonaro Anderson Torres- estaba en Estados Unidos y le dijo a su jefe, el gobernador Ibaneis Rocha, que tenía todo bajo control y que se disponía a activar a sus agentes para dispersar a los saqueadores. No lo hizo. La policía roció con gas pimienta a los manifestantes cuando intentaron atravesar las puertas metálicas, pero no tenía ni el número ni la potencia de fuego para contenerlos. El servicio secreto (Batalhão de Guarda Presidencial), responsable de la seguridad del presidente, el vicepresidente y la sede del gobierno, estaba desaparecido en combate.

Esto parece haber sido más el producto de decisiones deliberadas que de simple incompetencia. El domingo por la noche, el gobernador Rocha presentó sus disculpas, con la clara esperanza de evitar una sanción, pero el juez del Tribunal Supremo Alexandre de Moraes lo apartó de su cargo durante 90 días. Rocha ya había despedido a Torres y el gobierno federal intervino la policía de Brasilia, que se movilizó en número suficiente -con refuerzos de los estados vecinos- para dispersar a la multitud, la mayor parte de la cual se marchó pacíficamente y sin luchar; un grupo de alrededor de 260 personas se enfrentó brevemente con los policías antes de ser detenido y trasladado en autobús a la comisaría. Hasta ahora han sido detenidas otras 1.200 personas en el desalojo de los campamentos, muchos de ellos ancianos. Algunos han declarado que la agroindustria financió la invasión, mientras que elementos del ejército ayudaron a planificarla.

Las Fuerzas Armadas están divididas y es difícil saber cuánto apoyo sigue teniendo Bolsonaro en sus filas; entre los comandantes de división en activo, parecería ser escaso o nulo, pero cada ala de las Fuerzas Armadas es una burocracia elefantiásica y Bolsonaro sin duda sigue teniendo muchos simpatizantes, tanto camuflados como públicos. Al menos media docena de ellos son generales de cuatro estrellas que desempeñaron papeles destacados en su gobierno. Si Lula hubiera ordenado al ejército, y no a la policía, desalojar la Praça dos Três Poderes, quién sabe si habrían obedecido. Y si el ejército sí hubiera entrado en acción, ¿a cuántas personas habría matado?

Al menos siete periodistas fueron amenazados, retenidos o heridos por los alborotadores, entre ellos la galardonada Tereza Cruvinel, que se salvó por poco de un linchamiento gracias a un reputado bolsonarista que consiguió convencer a la muchedumbre de que ella era efectivamente una periodista importante, prometiendo al mismo tiempo confiscarle el teléfono con el que había estado filmando. Varios periodistas sufrieron, en efecto, robos de material.

En el caso de los grandes diarios (Folha de S.Paulo, O Estado de S.Paulo, O Globo), el tono fue de fuerte rechazo a las acciones «terroristas» del bolsonarismo radical. El canal de televisión de la Red Globo fue inicialmente más evasivo, mientras que en el caso de CNN Brasil uno de los presentadores se enfrentó en directo a un político que intentaba justificar a los golpistas al aire.

Y qué decir del propio Bolsonaro. Fotografiado cenando solo pollo frito en la cadena KFC, luego increpado por un activista brasileño antifascista fuera de su nuevo hogar en Orlando e internado brevemente por su afección abdominal, el ex-presidente trató de distanciarse de los saqueos y el vandalismo sin renunciar a su causa. Es posible que uno de los propósitos de su viaje de ida a Estados Unidos fuera proporcionarse una coartada plausible cuando el golpe fracasara inevitablemente.

Dudo en buscar resquicios de esperanza o consuelo en el hecho de que el golpe nunca tuvo posibilidades reales de éxito. Sin embargo, nadie resultó gravemente herido o muerto, y se ha formado rápidamente un amplio consenso entre el Poder Ejecutivo, el Legislativo y los tribunales de Brasilia en el sentido de que «vivir y dejar vivir» no es la forma de desfascistizar Brasil, la tarea urgente del momento, junto con la de alimentar a 33 millones de personas con necesidades urgentes de asistencia. Este consenso goza también de gran apoyo internacional. 

El senador por el estado de Alagoas Renan Calheiros ha pedido la extradición de Bolsonaro a Brasil. La Casa Blanca ha indicado que aún no recibió ninguna petición de extradición, lo que puede insinuar que está dispuesta a actuar en consecuencia, dada la amenaza que el trumpismo (del que forma parte esta variante tropical) supone para la reelección de Biden y las semejanzas entre la toma del Capitolio y el asalto a las instituciones de Brasilia. El Departamento de Estado ha dicho que el visado de Bolsonaro podría ser revocado. Y Alexandre de Moraes ha dejado claro que el Tribunal Supremo planea perseguir a quienes instigaron a los golpistas, lo que presumiblemente incluye al propio Bolsonaro.

En un caso de manual sobre las consecuencias imprevistas de una acción tan descabellada, el golpe fallido ha unificado a sectores dispares, incluso incompatibles, de la coalición democrática constituida en torno de Lula y hasta hace poco inimaginable, como quizás ninguna otra cosa podría haberlo hecho, y ha abierto la puerta a la reforma de la policía y el ejército.

Millones de personas han salido a la calle en ciudades de todo Brasil en defensa de la democracia. Con un poco de suerte, esto puede ser el preludio de una movilización más sostenida de los movimientos sociales y de amplios sectores de la sociedad brasileña.

Nota: La versión original de este artículo en inglés se publicó en el blog de la London Review of Books



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