Opinión
enero 2023

¿La última oportunidad del bolsonarismo radical?

La invasión de los palacios del Congreso, la Justicia y la Presidencia fue percibida por el bolsonarismo extremo como su última oportunidad para desencadenar un golpe de Estado y «evitar el comunismo». Ahora las investigaciones judiciales alcanzan al propio Jair Bolsonaro, mientras el establishment económico ha condenado duramente aventura golpista, al igual que Estados Unidos y los gobernantes de los países más influyentes.

<p>¿La última oportunidad del bolsonarismo radical?</p>

¿Fue sorpresivo? ¿O tal vez imprevisible? Esa es la polémica que acaban de instalar los medios acerca de los acontecimientos del 8 de enero en Brasilia. Los analistas ya habían anticipado que, si Jair Bolsonaro era derrotado, habría un escenario semejante al que instaló Donald Trump el 6 de enero de 2021 con la invasión del Capitolio. Cuestionar el resultado era uno de los artilugios de que disponía el mandatario norteamericano para mantener firme a su base social para las próximas batallas. Y Bolsonaro alentó los mismos fantasmas sobre un posible fraude electoral.

El ex-presidente brasileño y sus hijos pudieron aprender el «abc» de la construcción un amplio grupo con ideología de extrema derecha, con la ayuda inestimable de Steve Bannon y su mandante, el ex-jefe de la Casa Blanca. Y el bolsonarismo tuvo finalmente su Capitolio.

De la ocupación del Palacio del Planalto, el Congreso y el edificio de la Corte Suprema, hay testimonios indelebles, con fotografías y videos que intercambiaron entre sí los «invasores». Los audios, transmitidos mediante las redes sociales, revelan hasta qué punto los organizadores habían difundido el mensaje de que ese domingo se jugaba «el todo o nada». 

Ana Priscila Azevedo, una de las militantes con papel protagónico en la organización del asalto, posteó una convocatoria tres días antes: «Vamos a colapsar el sistema, vamos a sitiar Brasilia y vamos a tomar el poder por asalto; ese poder nos pertenece». El llamado tenía destinatarios específicos: los hombres y mujeres –se calculan en cerca de 2.000– del campamento montado desde noviembre pasado frente al cuartel general del Ejército brasileño, en una localización próxima a la Plaza de los Tres Poderes. Otros videos revelaron el llamamiento previo a «un encuentro en masa» en el lugar. Y allí, los jefes de la organización mencionaban: «Es la última chance de que Brasil no se torne comunista». 

«Jair Messias Bolsonaro: usted volverá a este país para que esta nación pueda continuar bajo su gobierno», se decía entre los mensajes de los acampados. Las consignas, desde luego, fueron variadas. Pero hay una, que lanzó uno de los ocupantes del Planalto, que reviste un contenido significativo y que revela la naturaleza del sentimiento militante de los bolsonaristas: «Mi héroe, estamos aquí en tu casa; en nuestra casa». 

De hecho, los núcleos de la organización del asalto al centro del poder en Brasilia apostaban a que el caos generado con la presencia masiva de manifestantes llevaría, inevitablemente, a la intervención golpista de las Fuerzas Armadas que quitaría definitivamente a Luiz Inácio Lula da Silva del centro del escenario político. «Es nuestra única y última oportunidad», posteó un bolsonarista autoidentificado como evangélico. 

Sávio Machado Cavalcante, sociólogo y profesor en la Universidad de Campinas (Unicamp), hizo una descripción precisa del fenómeno: «El bolsonarismo penetró en las clases populares, incluso en los grupos más afectados por sus políticas». Al acompañar en vivo y en directo las movilizaciones previas, como las del 7 de septiembre del año pasado por el Día de la Independencia, el académico pudo analizar los cambios en la composición socioeconómica de esa militancia. Si en el origen de esa corriente hubo un neto predominio de las clases medias blancas, hacia fines de 2022 se notó la incorporación de otros estratos sociales: una clase media baja, empobrecida, lo que explicaría acciones de «ruptura» antisistema como si esto «representara una efectiva democratización». 

Una mirada a los resultados de las elecciones del 30 de octubre revela la escasa diferencia que medió entre Bolsonaro y Lula da Silva (dos millones de votos en una población de 170 millones de votantes); una diferencia que explica en gran medida la heterogeneidad de la masa electoral de Bolsonaro. 

La militancia que le confiere la fuerza social a este movimiento de extrema derecha encontró en el ex-presidente una forma de resistencia, sin duda autoritaria y reaccionaria, a los procesos progresistas impulsados por el Partido de los Trabajadores (PT), como la búsqueda de igualdad social, la inclusión racial y las políticas de género y diversidades sexuales.

Lo cierto es que el 8 de enero, el día en que los extremos furiosos del bolsonarismo depredaron el Palacio del Planalto, la rabia de ellos y sus mentores los llevó a agujerear cuadros famosos, destrozar muebles y hasta robar armas de la casa de gobierno. Barras de metal, escudos, pedazos de palos, extintores de incendio y hasta una manguera de agua les sirvieron de herramientas para destruir lo que encontraban a su paso.

Una pregunta inevitable es: ¿cómo se llegó a este nivel de estragos en una capital que cobija el centro del poder político y judicial brasileño? ¿Dónde estaban las fuerzas de seguridad para reprimir la demolición de los interiores de tan simbólicos edificios? Ahora resulta claro que en muchas esferas políticas y judiciales estaban al tanto de lo que se avecinaba. Contaban con información desde al menos el sábado 6, como lo admitieron el ministro de Justicia Flávio Dino, el gobernador apartado del Distrito Federal Ibaneis Rocha y los líderes del Parlamento. 

Las esferas superiores del mundo político brasileño reconocieron que había, entre los bolsonaristas, una intención de crear un caos suficientemente grande como para inducir la intervención militar y la toma del poder transitoria por algún general, hasta el retorno de Bolsonaro al país desde Estados Unidos. 

Hay pruebas de que el golpismo estaba en marcha a partir del triunfo de Lula da Silva, es decir, dos meses antes de que asumiera la Presidencia. El juez de la Corte Suprema Alexandre de Moraes se basó en esos indicios para incluir al propio Bolsonaro en la lista de quienes deben ser investigados como «autores intelectuales» del desastre. El pedido de procesamiento provino de la Procuraduría General de la República, conducida por el bolsonarista Augusto Aras, quien optó por pedirle a su segundo que firmara la demanda. El documento recuerda que Bolsonaro compartió un video en el momento de las «acciones terroristas» en el que reiteró sus cuestionamientos a la conclusión del conteo de votos de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.

Otro dato preocupante fue el comportamiento de la Policía Militar del Distrito Federal, que no solo no reprimió a los asaltantes, sino que facilitó su ingreso a las principales instituciones del Estado brasileño. Hay videos del comandante del Batallón de la Guardia Presidencial del Ejército, el coronel Paulo Jorge Fernandes, en los que el oficial aparece en una discusión con la policía para impedir que esta ejerciera la represión. Se trata nada menos que del militar que dirige la escolta del presidente Lula da Silva y cuya responsabilidad es, además, proteger las instalaciones de la casa de gobierno.

Lula hizo una advertencia en una reunión con los periodistas acreditados en el Palacio del Planalto, el jueves último por la mañana. «Lo que ocurrió el domingo [8 de enero] fue un alerta de que precisamos construir un relato para sacar de la cabeza de los bolsonaristas rabiosos  que ellos son superiores al resto del pueblo brasileño». 

El presidente añadió que «estamos apenas en los inicios del gobierno, ni siquiera terminamos de montar los equipos ministeriales. La verdad es que en el Palacio del Planalto hay todavía muchos bolsonaristas y militares que reciben doble sueldo, que queremos reemplazar por funcionarios de carrera».

Las propias palabras de Lula demuestran que el horizonte de las relación con las Fuerzas Armadas es complicado. Resulta obvio que demorará un tiempo en «normalizarse»; incluso antes, el presidente debe «encoger» la visión que tiene el generalato de las funciones de esa institución. Una prueba de esto fue lo que dijo el presidente brasileño, en horas de la mañana del jueves pasado: «Las Fuerzas Armadas no son un poder moderador como creen ser. Tienen un papel definido en la Constitución, que es la defensa del pueblo brasileño y de nuestra soberanía ante conflictos externos. Quiero que cumplan bien esa función».

Esa es una de las razones por las cuales el gobierno no quiso acudir al Ejército para que custodiara los palacios del Planalto, la Corte Suprema y el Congreso. El viernes 13 de enero llegó a plantearse esa posibilidad ante las amenazas de nuevas manifestaciones, que iban a desarrollarse en todo Brasil, pero fue velozmente descartada.

Hay un instrumento, llamado Garantía de la Ley y el Orden (GLO), que permite en determinadas circunstancias, y a pedido del Poder Ejecutivo, el empleo de las Fuerzas Armadas. Pero el presidente se negó férreamente a usar ese decreto, y no le faltaban motivos: «Les dije a los comandantes que quienes tienen que cuidar la democracia son los partidos políticos y la sociedad», afirmó. No solo fue una cuestión de principios; hubo también un registro de la connivencia de personal del Ejército con los bolsonaristas acampados en las puertas del cuartel general. 

Lula apreció, de manera categórica, que «si hubiera hecho uso del GLO, habría de hecho abandonado mis responsabilidades. Y en ese caso, ocurriría el golpe que esas personas querían». 

El ex-embajador brasileño en Washington, Rubens Barbosa, juzgó que los sucesos del 8 de enero representan una suerte de sombra que perturba el resto de la agenda del gobierno. «Uno de los desdoblamientos de esta crisis es que obligó a colocar la economía y la gobernabilidad en un segundo plano, para dar relevancia a la defensa de las instituciones y de la democracia». El diplomático apunta a que «las tensiones pueden ir en aumento y tendrán consecuencias en todos los niveles: desde las acciones del Ejecutivo a las del Parlamento y la Justicia».

Hay, empero, un factor clave, en cierto modo olvidado, que frena, sin lugar a dudas, las aventuras golpistas y la desestabilización permanente a las que apunta el bolsonarismo. El establishment brasileño no apoya la estrategia del ex-jefe de Estado y sus seguidores; es consciente de los perjuicios económicos, en especial en las inversiones –tanto financieras como productivas–, que puede ocasionar una persistencia del conflicto. Más aún, teme el impacto internacional que tuvo la ferocidad de quienes asaltaron el corazón del poder. 

El presidente Joe Biden se comunicó el lunes 9 con Lula da Silva; le dio todo su apoyo, le ofreció ayuda y lo invitó a visitarlo cuanto antes en Washington. A estos gestos hay que sumar el rechazo de los europeos: Olaf Scholz, Emmanuel Macron, Pedro Sánchez y el rey Felipe VI (que estuvo en la ceremonia de asunción de Lula da Silva el 1º de enero último); el ex-premier italiano Massimo D’Alema y hasta la propia Giorgia Meloni: para la referente de extrema derecha, los hechos del domingo son inaceptables. Por último, es  bueno recordar la reacción de los presidentes de la región, especialmente Alberto Fernández, Gustavo Petro, Gabriel Boric y Luis Lacalle Pou. Todos ellos estarán presentes junto a los demás mandatarios de América Latina en la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) del 24 de enero en Buenos Aires. 

A modo de conclusión, vale la pena refrescar la declaración del poderosísimo empresario brasileño Abilio Diniz, fundador del grupo Pan de Azúcar, quien además de repudiar los hechos, junto a otros empresarios, señaló: «No tengo dudas de que los brasileños eligieron el mejor presidente para Brasil, porque el sistema democrático es la mejor forma de escoger a nuestros líderes».



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