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Utopías (y distopías) libertarias
Más Nozick, menos Rothbard


Nueva Sociedad 309 / Enero - Febrero 2024

Es posible analizar la noción de utopía dentro de la tradición liberal-libertaria poniendo en relación dos miradas opuestas: la de Friedrich Hayek y la de Robert Nozick. Los diferentes experimentos sociopolíticos vinculados a la perspectiva del libertarismo (la contracultura californiana, el Chile de Augusto Pinochet, el pueblo de Grafton, Liberland y la colonización del mar) permiten sostener una lectura foucaultiana de la utopía de Nozick como una alternativa frente a la actual hegemonía libertaria de derecha.

Utopías (y distopías) libertarias
<em></em>  Más Nozick, menos Rothbard

Michel Foucault sostenía que no eran las ideas las que guiaban el mundo sino, por el contrario, el propio mundo el que produce incesantemente nuevas ideas. Por ello, se torna necesario que el intelectual devenga periodista y detecte los acontecimientos políticos o sociales contemporáneos que operan como fuentes de los nuevos conceptos. Siguiendo esta premisa, aproximarse de un modo analítico y crítico a la tradición liberal-libertaria desde nuestro presente resulta imperioso si no se quiere seguir hablando una lengua muerta progresista que no sea capaz de decodificar el léxico y las nociones que le otorgan inteligibilidad a una actualidad que se ha salido de ciertos cauces y parámetros preexistentes. 

El libertarismo no es una filosofía de la libertad, sino de la propiedad, vale decir, la concepción libertaria de la libertad es inescindible de la apropiación originaria de la tierra producto del trabajo, así como de la autopropiedad del cuerpo estipulada por John Locke en el siglo xvii. Por tanto, la justicia sostenida en los principios de los libertarios es estrictamente de títulos, no de equidad; en otros términos, el título de propiedad determina el ejercicio de la libertad. Aquellos que no tengan la titulación no podrán ejercer su autonomía. En consecuencia, el liberalismo libertario se funda en el mercado que va de suyo con la adquisición y transferencia de la propiedad, así como en el sistema de precios que permite definir la justicia de las transacciones voluntarias entre los individuos. 

Sin embargo, hay otro elemento definitorio del libertarismo: su rasgo radical y maximalista. Se trata de una filosofía nacida al calor del rechazo vehemente del conservadurismo. Nada había que conservar para estos exponentes intelectuales que combatían el Estados Unidos del New Deal rooseveltiano, pero también de los nuevos conservadores que gradualmente compartían herramientas interventoras en materia de política exterior con los demócratas. La Guerra de Vietnam dejará esto en evidencia y producirá la convergencia de la contracultura libertaria con la New Left [Nueva Izquierda] que tomaba de modelo a Henry David Thoreau y su intransigencia moral, la desobediencia civil como herramienta y la autogestión como alternativa a la planificación burocrática. Subsiguientemente, el segundo elemento constitutivo del libertarismo es su dimensión utópica. La utopía como norte a seguir, a fin de construir modelos comunitarios basados en el libre intercambio a partir de principios de propiedad que alcancen a todos sin excepción, también a las minorías históricamente marginadas como los afroestadounidenses, las mujeres y los homosexuales. Será este elemento lo que llame la atención de Foucault sobre los libertarios estadounidenses desde un punto de vista gubernamental y antropológico, doctrina sobre la cual, en su curso en el Collège de France titulado Nacimiento de la biopolítica (1979), sostendrá lo siguiente:

En Norteamérica, el liberalismo es toda una manera de ser y pensar. Es un tipo de relación entre gobernantes y gobernados mucho más que una técnica de los primeros destinada a los segundos (…) Por eso creo que el liberalismo norteamericano, en la actualidad, no se presenta sola ni totalmente como una alternativa política; digamos que se trata de una suerte de reivindicación global, multiforme, ambigua, con anclaje a derecha e izquierda. Es asimismo una especie de foco utópico siempre reactivado.1

El «foco utópico siempre reactivado» es, a mi juicio, una de las claves fundamentales para dimensionar el propósito de los libertarios en tanto especie política químicamente estadounidense. En este aspecto, es posible rastrear en el corpus de la tradición liberal-libertaria dos textos que resultan centrales para aproximarnos al modo libertario de hacer inteligible la utopía: el artículo «Los intelectuales y el socialismo» (1949) de Friedrich A. Hayek y el clásico de la filosofía política contemporánea Anarquía, Estado y utopía (1974) de Robert Nozick2

En el primer caso, es importante verificar el modo de introducir y caracterizar la «utopía liberal» por parte del Premio Nobel de Economía:

Lo que nos falta es una utopía liberal, un programa que no parezca ni una mera defensa de las cosas como son, ni una especie diluida de socialismo, sino un verdadero radicalismo liberal que no perdone las susceptibilidades de los poderosos (incluidos los sindicatos), que no sea muy severamente práctica, y que no se limite a lo que aparece hoy en día como políticamente posible. Necesitamos líderes intelectuales que estén dispuestos a trabajar por un ideal, por pequeñas que puedan ser las perspectivas de su pronta realización.3

La manera de referirse y de adjetivar la utopía por parte de Hayek es fuerte y dramática («un verdadero radicalismo liberal»), se trata de un utopismo impiadoso con respecto al poder instituido, sobre todo el sindical (esto tendrá ecos en la lucha de Margaret Thatcher, admiradora de Hayek, contra los sindicatos mineros). Sin embargo, frente al tono agresivo y confrontativo de Hayek, encontramos una contracara en Nozick, en el cual podemos detectar un uso más afectivo y complejo en sus gamas de la aspiración utópica frente al libertarismo «distópico» hayekiano. En la descripción del diseño de utopías en Nozick encontramos una proyección y un léxico diametralmente distintos:

La utopía consistirá en utopías, en muchas comunidades diversas y divergentes en las cuales las personas llevan diferentes clases de vida bajo diferentes instituciones (…) El mecanismo de diseño entra en el momento de generar comunidades específicas para vivir en ellas y ensayarlas. Visionarios y excéntricos, maniáticos y santos, monjes y libertinos, capitalistas, comunistas y demócratas participantes, proponentes de falanges, palacios de trabajo, pueblos de unidad y cooperación, comunidades mutualistas, tiendas de tiempo, kibbutzim, kundalini yoga ashrams, etcétera, todos pueden hacer su intento de construir su visión y establecer su ejemplo atractivo (…) La operación de marco tiene muchas virtudes y pocos de los defectos que las personas encuentran en la visión libertaria porque hay gran libertad para escoger comunidades. Aunque la estructura es libertaria y de laissez-faire, las comunidades individuales dentro de ella no necesitan ser así, y tal vez ninguna comunidad dentro de ella escoja ser así. De esta manera, las características del marco no necesitan introducirse en las comunidades individuales.4

Al leer este pasaje, no es difícil comprender que Nozick sea un autor omitido o ignorado por los actuales jóvenes libertarios modulados por la variante reaccionaria paleolibertaria. Esta tendencia, impulsada al final de su vida por Murray Rothbard, rechazaba la tradición libertaria clásica y preconizaba la distinción entre autoridad estatal y autoridad social (iglesias, familias, empresas). Para Rothbard no se trataba de oponerse a toda autoridad, sino de rechazar la estatal y fortalecer la social. Para ello, propiciaba una alianza con la «vieja derecha», anterior a la emergencia de los neoconservadores, que incluía a paleoconservadores, supremacistas blancos y religiosos ultraconservadores. Con esta estrategia, Rothbard pensaba que el libertarismo podría salir de su torre de cristal intelectual y conectar con el pueblo, respetando diferentes formas de autonomía –incluido el derecho de cada Estado o comunidad de segregar racialmente si así lo deseaba5–. Este libertarismo de extrema derecha tiene hoy un gran dinamismo.

Por ejemplo, los seguidores del presidente argentino Javier Milei rinden tributo a Rothbard, polemista agudo que adjetivaba de modo lacerante y agresivo6. La filosofía nozickiana, por el contrario, es amigable, serena, sutil, refinada y abierta a la afectación de los otros; es un pensamiento del no dominio de manera integral (en lo epistemológico, lo ético y lo político); en su utopismo, despliega una sensibilidad que tiene resonancias de los experimentos comunitarios de la contracultura californiana. 

La perspectiva nozickiana es mucho más detallada en su estudio de la dimensión utópica del liberalismo libertario que la reflexión hayekiana; particularmente en la tercera parte de su libro Anarquía, Estado y utopía, el filósofo estadounidense nos ofrece la posibilidad de pensar el Estado mínimo libertario como un marco que provea seguridad jurídica y protección interna y externa (tribunales, policía, ejército) que operaría solo como un paraguas que sea la condición de posibilidad para la creación y el despliegue de toda comunidad voluntaria en el interior de este esquema. De este modo, el libertarismo nozickiano no será una utopía sino una utopía de utopías (una metautopía), en otros términos; el Estado mínimo no será un fin en sí mismo, sino la estructura (liberal, democrática y de laissez-faire) que permita la experimentación social interna de estilos de vida que serán más o menos atractivos para las personas que lo integrarán. Nozick profundiza con detenimiento en la dimensión utópica del libertarismo clasificando tres posiciones a fin de evaluar su convergencia con la lógica normativa libertaria, a saber: la utopía imperialista (que admite sumar por la fuerza a cada integrante en una pauta de la comunidad); la utopía misionera (que busca persuadir a todos de vivir en su comunidad pero no fuerza a nadie de modo coactivo); y la utopía existencial (que espera que una pauta de vida de una comunidad que convive junto a otras opere de norma para que los que así lo deseen puedan vivir en conformidad con ella). De estas tres tipologías utópicas, Nozick considera que la última confluye plenamente con la operación del marco del Estado mínimo libertario, en tanto admite una pluralidad de modos de vida regidos por reglas disímiles sin vocación alguna de imposición sobre los demás. Los utopistas misioneros, si bien buscan persuadir y no coaccionan, no admiten la virtud del marco libertario en tanto este Estado mínimo permite también la realización simultánea de muchas comunidades diversas que no valoran; es decir, si fuera por ellos, el marco podría ser dictatorial, ya que en su fuero íntimo buscan monopolizar al resto de las comunidades por considerarse más virtuosos. Desde luego, los utopistas imperialistas son los que menos acordarían con el marco libertario ya que, por definición, buscan obligar o colonizar a la sumatoria de voluntades en el interior de su comunidad por considerar superior su perspectiva ética. 

Contrariamente a la opción de Nozick, la construcción utópica hayekiana se encuentra con mayor claridad inserta en el formato misionero y eventualmente imperialista, en el sentido de que su prédica admite «marcos» dictatoriales con tal de llevar a cabo la radicalidad que pregona, ya que busca no limitarse a lo posible en lo inmediato y no admite que haya ningún tipo de virtud en otras comunidades potenciales. En la práctica, esto lo podemos verificar en la implantación de esa modalidad «utópica» bajo tortura y represión en el Chile de Augusto Pinochet (1973-1990), a través del amparo teórico de los Chicago Boys y con la venia del propio Premio Nobel austríaco. En este sentido, la declaración laudatoria del pinochetismo que Hayek le brindó al Mercurio en 1981 («Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente») no es un error coyuntural ni un desvío, sino una mirada consistente con la vertiente «utópica misionera» de un liberalismo libertario que no admite otra figura social viable; es decir, no hay pluralismo comunitario alguno en la concepción utópica de Hayek. Más aún, el economista austríaco agregaba en su declaración al medio chileno que «una dictadura puede ser un sistema necesario para un periodo de transición. A veces es necesario que un país tenga, por un tiempo, una u otra forma de poder dictatorial. Como usted comprenderá, es posible que un dictador pueda gobernar de manera liberal»7. Este argumento hayekiano deja en evidencia el «utopismo» misionero e imperialista, al mismo tiempo que no valora en absoluto la virtud del marco plural del Estado mínimo propuesto por Nozick como contenedor de formas de vida disímiles en convivencia pacífica. 

En este sentido, a diferencia de la utopía hayekiana, la utopía nozickiana será más bien existencial, en el sentido de que no se articulará ni por el argumento persuasivo ni por la imposición violenta en función de una «superioridad» que debe ser revelada u obligada a aceptar sino, por el contrario, a partir de la proliferación de modos de vida plurales diseminados dentro del marco. Lo que «contagia» en la utopía existencial es el ejemplo de la regla de vida que nos lleva a probar una u otra modalidad de existencia. En este aspecto, las comunidades utópicas que florezcan en este esquema no necesariamente tienen que compartir los requisitos del marco; vale decir, al ser voluntario, el ordenamiento de las comunidades utópicas puede responder a criterios divergentes. Por consiguiente, podría haber comunidades socialistas en el Estado mínimo libertario; en otros términos, las cualidades del marco no tienen por qué ser adoptadas por las comunidades creadas en su interior, e incluso llegado al caso podría ser perfectamente posible que ninguna de ellas adopte un esquema capitalista. Modelos utópicos como el de Nozick son rastreables, por ejemplo, en los kibutz de Israel (comunidades agrícolas que socializan sus medios de producción), o bien en las granjas de los protestantes anabaptistas conocidos como amish en Pensilvania y en los grupos hippies de California. Estilos de vidas socialistas, puritanos, religiosos, libertinos o disidentes forman parte de la dinámica social de las utopías existenciales nozickianas cuya construcción, ampliación y sumatoria de adeptos vendría por la «persuasión» existencial, en el sentido de que serán los modos de vida los que influyan, estimulen o convenzan a los ajenos a integrarse a esa microsociedad con sus pautas, teniendo la posibilidad de poder entrar y salir de ella si la prueba social no les resulta satisfactoria. 

De esta manera, las derivas utópicas del libertarismo pueden ser liberticidas y tiránicas o mutualistas y cooperativas; según recorramos esta dimensión a partir de Hayek o de Nozick, es posible oponer de manera evidente dos perspectivas sobre las utopías libertarias con consecuencias radicalmente disímiles. De estas variantes, creo que es relevante mostrar el utopismo existencial nozickiano como una vertiente genuinamente libertaria muy poco difundida e incluso conocida por militantes soi-disant libertarios. A mi juicio, incluso es posible pensar que la proliferación de comunidades diversas en el marco estatal nozickiano no solo se restrinja de manera teórica al modelo del Estado mínimo (nunca realizado con plenitud en la Realpolitik), sino que se despliegue también, de manera efectiva y visible, en Estados más grandes, rawlsianos8 o liberales-progresistas, en los cuales esta lógica ha florecido durante las décadas de 1960 y 1970 en las dos costas estadounidenses en estados gobernados por demócratas. El propio Nozick reconoce, una vez pasada la revolución conservadora reaganiana, en un artículo titulado «El zigzag de la política» incluido en su libro Meditaciones sobre la vida (1989), que su filosofía política normativa libertaria había descuidado otros aspectos de la valoración por parte del Estado:

La posición libertaria que propuse una vez hoy me parece seriamente inadecuada, en parte porque no entretejía cabalmente las consideraciones humanitarias y las actividades cooperativas para las que dejaba espacio. Pasaba por alto la importancia simbólica de un interés político oficial en los problemas, como modo de marcar su importancia o urgencia, y por ende de expresar, intensificar, encauzar, alentar y validar nuestros actos y preocupaciones privadas ante ellos.9

Si bien Nozick dejaba en claro que no abjuraba integralmente de su posición liberal-libertaria, de alguna manera se alejaba de la forma hardcore al identificar las fallas del esquema que había desarrollado en 1974, ya que de acuerdo con su percepción este miraba el propósito del gobierno y no el significado, es decir, en sus propios términos: «La acción política conjunta no se limita a expresar simbólicamente nuestros lazos de afecto, sino que constituye un lazo relacional»10. Este léxico afectivo hacia los otros reconocía que las aportaciones voluntarias en las funciones que no eran responsabilidad del Estado mínimo (salud, educación, etc.), si bien podían resultar nobles desde una lógica libertaria (la no coacción, el respeto a la autonomía individual), obligaban a recalibrar las consecuencias, ya que si el gobierno no estimulaba o comunicaba de alguna manera la importancia afectiva de estas cuestiones, muchos ciudadanos podían considerar que esto tampoco era valioso desde la esfera privada en términos de caridad o filantropía. Esta autocrítica nozickiana y el despliegue de matices a fin de evaluar, así sea temporariamente, un Estado más grande que el mínimo (al estilo de la estatalidad socioliberal rawlsiana) como marco perfectamente compatible para el despliegue de las utopías comunitarias es un devenir único dentro del canon liberal-libertario, que coloca al filósofo estadounidense como una rara avis de esta tradición.

El desarrollo de focos utópicos libertarios más cercanos en el tiempo remite a dos acontecimientos que poseen una resistencia en común: ninguno de ellos puede ser categorizado plenamente en alguno de los tres modelos de Nozick, ni imperialista, ni misionero, ni existencial. Nos referimos a los recientes ejemplos de esquemas utopizantes libertarios extravagantes, como el pueblo de Grafton en New Hampshire, bajo el proyecto del Free State Project [Proyecto Estado Libre], iniciado en 2001, que difundió el libro A Libertarian Walks into a Bear [Un libertario se encuentra con un oso] (2020), de Matthew Hongoltz-Hetling, o la lisérgica «creación» de Liberland, nación anarcocapitalista oficializada en 2015, que en rigor es un «experimento mental», entre Serbia y Croacia, producto de la voluntad del libertario checo Vít Jedlička y narrada en Viaje a Liberland11. Se trata de modelos que resultan más bien efectos colaterales de la pulsión utópica e incluso inspirados en el imaginario de ciencia ficción (central para esta tradición) del libertarismo y que caen en la problemática previamente mencionada. En el primer caso, la prevalencia de cierta modulación misionera nucleó a un grupo de adscriptos a las ideas libertarias que firmaron una declaración de principios para mudarse a un sitio elegido (que a la postre será Grafton) una vez llegados a los 20.000 firmantes. La experiencia terminó en decepción o ingenuidad al buscar definir de manera obligatoria las pautas de convivencia desreguladas estatalmente, pero sin acordar tareas comunitarias voluntarias que reemplazaran el abandono del Estado de ciertas funciones como el retiro de la basura (lo que atrajo a los osos, la falta de higiene, la inseguridad). El segundo caso directamente no amerita mayor análisis, ya que se trata de una «implantación» imaginaria, algo así como si nos encontráramos con una performatividad libertaria que «crea realidad» de modo prescriptivo por el solo hecho de ser nominada por una proposición. Liberland carece del reconocimiento de ningún país de la tierra sencillamente porque no existe. 

Si nos alejamos de estos caminos lisérgicos para pensar modelos utópicos libertarios, nos podemos encontrar con una alternativa mucho más estimulante: la salida oceánica, vale decir, la colonización del mar propuesta por Patri Friedman (nieto de Milton e hijo de David, linaje de libertarios cada uno más radical que el otro) y Joe Quirk, quienes en Seasteading (2017) buscarán materializar este proyecto12. En este aspecto, el proyecto del tándem Friedman/Quirk tiene por objetivo imaginar «mil Venecias flotantes» generadas por un movimiento mundial de colonización del mar por los llamados seasteaders. El eje de esta construcción utópica es la implantación de ciudades flotantes, especies de estructuras del tamaño de rascacielos que surcan los mares, algo así como «cruceros» enormes de tiempo completo. Esto nos coloca frente a varios interrogantes, como la determinación del «principio de nacionalidad» para fijar la jurisdicción de un habitante de tal ciudad flotante. Las megacuápolis de Friedman y Quirk son islas móviles flotantes que tienen propietarios y funcionarían de forma modular: es decir, podrían reagruparse de manera diferente, unas con otras de acuerdo con sus preferencias. El altamar es, además, el único espacio accesible para los humanos (el espacio exterior aún no lo es) que no está bajo soberanía estatal.

Lo más similar que podemos encontrar actualmente son los 17.000 contenedores marítimos que cruzan los mares, algunos de los cuales fueron ya transformados por arquitectos en edificios elegantes de varios pisos. En Ámsterdam hay 1.000 contenedores apilados que funcionan como dormitorios universitarios. Esta convergencia entre colonización del espacio marítimo e ideas libertarias responde a cierta lógica, tal como señalan los autores:

Los libertarios se sienten especialmente atraídos por el seasteading en parte porque el libertarismo se basa en el principio de no agresión, y la mayoría de los libertarios definen toda acción política estatal como el inicio de una agresión contra personas que no le hicieron daño a nadie. Un partidario del steading escribió en uno de nuestros foros de debate que una diferencia clave entre los fundadores de naciones y los creadores de asentamientos en el mar es que el seasteading «no agrede a nadie. Que los seres humanos puedan colonizar nuevos territorios respetando el principio de no agresión es un hecho notable en la experiencia humana».13

Según sostienen Quirk y Friedman, los marineros que fueron en busca del Nuevo Mundo eran utópicos, y en cierto modo creo que tienen razón cuando plantean que la sociedad occidental en la que habitamos está alambicada sobre restos utópicos de experimentos sociales más o menos exitosos. Las ciudades flotantes son otra variante del utopismo libertario en el sentido de crear un dispositivo autosuficiente y autárquico con la ayuda indispensable de la tecnología y la ingeniería. Una bluetopia a medida, que prescinde de la violencia de los colonizadores de tierras que expulsaron a los pueblos originarios. 

Desde mi perspectiva, la manera más interesante de rescatar un utopismo libertario que no caiga en derivas totalitarias o bizarras quizá sea trabajar sobre la refinada analítica de la utopía de Nozick, que no casualmente encuentra una causa común con la mirada que Foucault tenía sobre la proliferación de los modos de vida divergentes en sus viajes a California también durante la década de 1970. La utopía californiana de Foucault, particularmente en San Francisco, puede ser leída como una figura viable para repensar esta dimensión del liberalismo libertario. El filósofo francés, al igual que Nozick, prefería pensar en términos de una estética de la existencia, es decir, técnicas de vida que eran propiciadas en determinados territorios, utopías existenciales. Según testimonia Daniel Defert, pareja de Foucault, en la cronología del compilado Dichos y escritos, al filósofo francés lo entusiasmaban esas pequeñas comunidades (zen, vegetarianas, feministas, homosexuales) en tanto producían estilos de existencia innovadores en una convivencia armónica14. La afinidad de Foucault con California, tal como relata Didier Eribon en su biografía, responde a «la reconciliación consigo mismo finalmente realizada». La posibilidad de «entrar y salir», de experimentar la pérdida de la identidad o bien su mutación, por ejemplo, accediendo a la comunidad leather y bdsm de distritos como Castro en San Francisco, o bien las prácticas del sexo anónimo, contribuyen a pensar en qué medida esta dimensión utópica existencial haya resultado una vivencia real para el intelectual francés. A tal punto esto es así que en una carta de 1975 a su amigo estadounidense Simeon Wade, Foucault le decía: «siento que tengo que emigrar y devenir californiano»15.

Seis años antes, en el curso titulado «El discurso de la sexualidad», que impartiría en la Universidad de Vincennes (hoy París 8 Vincennes-Saint-Denis) en 1969, tras los restos aún frescos de Mayo del 68, Foucault se pregunta: «¿de qué modo la sexualidad se ha convertido en el referencial de múltiples discursos (económicos, jurídicos, biológicos, psicológicos, literarios) y promesa de liberación y utopía?». En esta dirección es que el filósofo francés hará una distinción entre las heterotopías (lugares cuyas reglas se distinguen de las que rigen las conductas cotidianas) y las utopías (un lugar sin lugar); en este sentido, la utopía sexual tendrá a su vez dos variantes internas: las utopías integradoras (que buscan una síntesis entre la naturaleza y la sociedad, por ejemplo, el freudomarxismo) y las utopías transgresivas (que persiguen la ruptura entre individuo, naturaleza y sociedad, por ejemplo, el sadismo). Sin embargo, ninguna de las dos propiciará una política anarquista; por el contrario, según Foucault, ambas suponen formas de gobierno y conducción del deseo. Sospechoso de toda forma emancipatoria y revolucionaria por ingenua, para Foucault la salida utópica no consistirá en la cisura, en el hiato con toda forma de gubernamentalidad, sino, contrariamente, en descubrir cuál es la racionalidad de gobierno más convergente con la proliferación de una diversidad de modos de vida (como los que encandilaban al propio Foucault en California). De modo análogo, considero que las utopías libertarias pueden declinarse de maneras opuestas y contradictorias: por un lado, el ímpetu radical, misionero e imperial lleva, a través de la «utopía liberal» de Hayek, al horror del Chile pinochetista; por otro lado, la sensibilidad pluralista y la convivencia intercomunitaria por medio del «marco para la utopía» de Nozick nos puede conducir a la cohabitación de experiencias sociales muy diversas (kibutz, amish, hippies, bdsm, veganos, etc.) que se desarrollen sin agresión, bajo un esquema de un Estado democrático y liberal (que puede ser incluso mucho más amplio que el mínimo). La clave reposará en la forma en que estas microsociedades son coordinadas y permiten la continua creación y el ensayo de formas innovadoras. 

Así como no es posible reducir la tradición libertaria a un esquema de derecha o reaccionario, a pesar de que la variante paleolibertaria forma parte de ella y hoy goza de éxito comunicativo y electoral, de la misma manera no podemos reducir el elemento utópico constitutivo del libertarismo a experiencias dictatoriales o delirantes, si bien estas indudablemente pueden inscribirse en este ideario. La mejor versión desde mi óptica del libertarismo y del utopismo subyacente a este es precisamente aquella que postula Nozick, autor que razonablemente (para el bien de su protección intelectual) está excluido del panteón de la fascistoide versión paleo por su refinamiento analítico y capacidad autocrítica. Esta perspectiva nos ofrece una mirada alternativa de la utopía libertaria que, lejos de estar ceñida a esta tradición, puede dialogar con posiciones socioliberales y socialdemócratas, encontrando convergencias.

De todas maneras, el régimen de circulación presente en los medios y la conversación pública sobre «lo libertario» responde actualmente a su vertiente reaccionaria en el marco de la irrupción de la «nueva derecha» o «derecha alternativa», compuesto peculiar que incorpora elementos proteccionistas, nacionalistas, xenófobos, misóginos y homofóbicos en línea con un discurso extraído del panfleto premonitorio publicado por Rothbard en 1992 bajo el título «Populismo de derecha: una estrategia para el paleolibertarismo»16. Esta hoja de ruta se asienta en ocho puntos demoledores de la autoridad que buscan reforzar, como mencionamos al comienzo, la «autoridad social» (familia, iglesias, empresas), de manera tal que estas «instituciones intermedias», producto del «orden espontáneo», sean el espacio desde el cual combatir al Estado; pero además, esta estrategia paleo no solo permititía, según Rothbard, ganar efectividad electoral (en una nación culturalmente conservadora como eeuu), sino evitar las derivas libertinas y hedonistas del libertarismo de las décadas de 1960 y 1970, cuya constitución teórica se amparaba en la noción de «crímenes sin víctimas» (que el propio Rothbard, en esos años aliado con la nueva izquierda, defendía) que avalaba normativamente cualquier forma de vida disidente y experimental sostenida en el principio de no agresión y el acuerdo voluntario entre individuos en el uso legítimo de la autopropiedad de sus cuerpos. En este aspecto, las exploraciones utópicas nozickianas que abordamos en este artículo respondían también a esta lógica empapada de los efectos contraculturales. Sin embargo, asistimos hoy a un giro fascistizante, populista de derecha, en el marco del cual la producción de utopías misioneras o imperialistas está atravesada por una estética hiperbólica y grotesca visible en las utopías paleolibertarias del siglo xxi, cuyo ejemplo más acabado quizá sea Jake Angeli, actor y líder del movimiento conspiracionista qanon, cuya imagen entrando al Capitolio con un megáfono, cuernos de búfalo en la cabeza y el cuerpo repleto de tatuajes chamánicos, paganos y nórdicos es el emblema del trumpismo utópico. No hay que olvidar que muchas de las intuiciones del Rothbard paleo se plasmaron en el magma trumpista.

La paradoja se hace visible cuando una filosofía política edificada en torno de la no coacción, el no dominio del otro y la no agresión comienza a transfigurarse en utopías tales como las que terminan llevando a la Presidencia a Javier Milei, primer presidente paleolibertario del mundo, en las cuales la simbología (la motosierra) y el léxico (el insulto y la degradación como «libre expresión») se revelan en su faceta imperial, es decir, del exterminio del otro. Se trata de utopías del amo. Como señala Paul B. Preciado en Dysphoria mundi (2022) a propósito de los gobiernos de Polonia y Hungría: «es necesario entender ambos países como laboratorios contrarrevolucionarios en los que se estaba poniendo a prueba la posibilidad de llevar a cabo mutaciones fascistas dentro de las instituciones democráticas»17. En el mismo sentido, podemos decir, siguiendo a Preciado, que un acontecimiento como la toma del Capitolio por parte de las huestes trumpistas puede verse como un happening político fascistoide, una pulsión utópica reaccionaria, o en palabras del periodista Brian Michael Jenkins: «el Woodstock de la derecha rabiosa». 

Frente a este estado de cosas, las miradas progresistas, a mi juicio, en lugar de huir de la disputa por el concepto de libertad monopolizado por la nueva derecha, deberían oponer otra retórica y concepción de la libertad. Si la libertad de la utopía paleolibertaria se fundamenta en el propietarismo del privilegiado (el hombre blanco heterosexual promedio que vio su ego herido producto de los movimientos emancipatorios de las minorías) que lucha por mantener y restaurar autoridades perdidas, sería necesario reactivar una noción de libertad como autarquía y liberación de la opresión; no una crítica a la propiedad per se, al contrario, una izquierda libertaria que radicalice este principio extendiendo el acceso a la propiedad para todos (mujeres, minorías sexuales y étnicas, etc.) y estimule la cooperación y la autogestión. Solo de esta manera podríamos quizá pensar otra vez un libertarismo que vuelva a producir utopías existenciales que cohabiten en un marco plural.

  • 1.

    M. Foucault: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979) [1979], FCE, Buenos Aires, 2008, pp. 253-254.

  • 2.

    R. Nozick: Anarquía, Estado y utopía [1974], FCE, Buenos Aires, 1991.

  • 3.

    F.A. Hayek: «Los intelectuales y el socialismo» [1949] en Luis D. Fernández (ed.): Utopía y mercado. Pasado, presente y futuro de las ideas libertarias, Interferencias, Buenos Aires, 2023, p. 401.

  • 4.

    R. Nozick: ob. cit, pp. 300, 304 y 308, énfasis del original.

  • 5.

    M. Rothbard: «The Religious Right: Toward A Coalition» en Rothbard-Rockwell Report vol. 4 No 2, 1993.

  • 6.

    Justo es decir que recuperan las ideas de Rothbard de modo selectivo, ya que olvidan su apoyo al derecho al aborto, así como su encendida defensa de la despenalización de los «crímenes sin víctimas» en materia de hábitos sexuales o toxicómanos.

  • 7.

    Renée Sallas: «Friedrich von Hayek: líder y maestro del liberalismo económico» en El Mercurio, 12/4/1981, pp. 8-9.

  • 8.

    John Rawls: Teoría de la justicia [1971], FCE, Ciudad de México, 1997.

  • 9.

    R. Nozick: Meditaciones sobre la vida [1989], Gedisa, Barcelona, 2002, p. 227.

  • 10.

    Ibíd., p. 228, énfasis del original.

  • 11.

    Timothée Demeillers y Grégoire Osoha: Viaje a Liberland, La Caja Books, Valencia, 2023.

  • 12.

    J. Quirk y P. Friedman: La colonización del mar. Cómo las naciones flotantes restaurarán el medio ambiente, enriquecerán a los pobres, curarán a los enfermos y liberarán a la humanidad de los políticos [2017], Innisfree, Londres, 2021.

  • 13.

    J. Quirk y P. Friedman: «La colonización del mar» en L.D. Fernández (ed.): ob. cit., pp. 567-568.

  • 14.

    M. Foucault: «Chronologie» en Dits et écrits 1954-1988 I (1954-1969), Gallimard, París, 1994, p. 46.

  • 15.

    S. Wade: Foucault in California [A True Story – Wherein the Great French Philosopher Drops Acid in the Valley of Death], Heyday, Berkeley, 2019, p. 16.

  • 16.

    M. Rothbard: «Populismo de derecha: una estrategia para el paleolibertarismo» [1992] en L.D. Fernández (ed.): ob. cit.

  • 17.

    P.B. Preciado: Dysphoria mundi. El sonido del mundo derrumbándose, Anagrama, Barcelona, 2022, p. 431.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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