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Colapsismo: los riesgos de la antipolítica ecologista


Nueva Sociedad 309 / Enero - Febrero 2024

El colapsismo es una corriente ideológica con una influencia creciente dentro del ecologismo. Su postulado de base es considerar el colapso ecosocial un hecho consumado o muy probable. Además de sus efectos desmovilizadores, el colapsismo se caracteriza por un conocimiento deficitario del mundo que compromete la capacidad del ecologismo para transformarlo. Cuestionar su relato es una tarea importante para evitar que el ecologismo termine alimentando el bucle antipolítico neoliberal y, por tanto, contribuyendo, de modo paradójico, al desastre que trata de evitar. 

Colapsismo: los riesgos de la antipolítica ecologista

El 30 de noviembre de 2023, en un mensaje emitido para presentar el informe Estado mundial del clima de la Organización Meteorológica Mundial, el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (onu), Antonio Guterres, realizó unas declaraciones que se convirtieron en un titular global recogido por agencias de prensa de todo el mundo: «Estamos viviendo el colapso climático en tiempo real, y el impacto es devastador»1

El hecho es significativo, al menos, en tres aspectos: por el uso del concepto de colapso por parte de una figura política mundial de primer orden; porque estas fueran las palabras seleccionadas por los periodistas para sintetizar lo esencial del mensaje de Guterres; y, finalmente, por el alcance y la circulación de estas declaraciones, muy superiores a los de otras del secretario general de la onu en el marco de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (cop28), en las que no ha dejado de insistir en que pese a la extrema gravedad de la situación, la respuesta está a nuestro alcance y la posibilidad de mantenernos por debajo de los 1,5 ºC establecidos en el Acuerdo de París sigue abierta. 

Probablemente, como ya sucedió este verano cuando Guterres habló de la «era de la ebullición global», el uso de la categoría «colapso» no respondió a un intento de ofrecer un diagnóstico conceptualmente exacto y científicamente bien calibrado. Más bien, debe entenderse como un recurso comunicativo, una metáfora para tratar de instalar un marco de alarma más que justificado ante el desesperante nivel de inacción climática que está demostrando la comunidad internacional. Esta estrategia no es nueva. El ecologismo lleva años insistiendo en ella, lo que ha dado lugar a una escalada de innovaciones semánticas apremiantes (crisis climática, emergencia climática, caos climático, ebullición global y ahora colapso climático). Sin embargo, es obvio que los rendimientos políticos de estas advertencias han sido modestos. 

Esta situación condensa bien un rasgo fuerte del espíritu de nuestra época, que obstaculiza la conducción política que la transición ecológica justa necesita: el fuerte arraigo de un conjunto de creencias que, a falta de un nombre mejor, podemos llamar colapsismo. El colapsismo es un imaginario cultural difuso que siente el desastre ecológico como un destino. Sobre este estado de ánimo derrotista, una parte del ecologismo está construyendo una corriente ideológica cada vez más sistemática, respaldada por un canon de autores de referencia que están desarrollando un trabajo intelectual crecientemente coherente. Una panorámica rápida nos permitiría citar libros como Learning to Die in the Anthropocene [Aprender a morir en el Antropoceno], de Roy Scranton2; las especulaciones ecológicas «oscuras» de Paul Kingsnorth3; ensayos como An Inconvenient Apocalypse [Un apocalipsis incómodo], de Wes Jackson y Robert Jensen4; la colapsología de los pensadores franceses Pablo Servigne y Raphaël Stevens5; el llamado a renunciar a la mitigación y centrarnos en la «adaptación profunda» de Jem Bendell, para quien nuestra relación con el cambio climático es la de un caminante que intenta trepar una ladera mientras esta se desmorona6; las posiciones del grupo nthe (Near-Term Human Extinction), liderado por Guy McPherson, que suben la apuesta y pronostican que la mayor parte de la humanidad se extinguirá entre 2026 y 2030 por la combinación del aumento de las temperaturas y los derrumbes ecosistémicos7; el colapsismo energético nacido al calor de la tesis del peak oil [pico petrolero], que sigue pujante en los trabajos de Kathy McMahon, Richard Heinberg, Dmitry Orlov, Gail Tverberg o Art Berman8, reinventándose hoy en un pesimismo radical sobre las posibilidades de las energías renovables. En España, un país muy influenciado por esta última corriente, la creencia en que estamos viviendo un crash energético que ha dejado vista para sentencia toda nuestra estructura civilizatoria es el punto de partida de un segmento sustancial del ecologismo que asume posiciones decrecentistas o anticapitalistas. 

Si algo permite agrupar esta producción intelectual ecologista y definir el fenómeno del colapsismo, es el hecho de que sus pensadores comparten, de modo explícito o implícito, una hipótesis común: proyectar un futuro ecosocial catastrófico marcado por un acontecimiento o proceso que se decide llamar «colapso» y que se presupone tan seguro o probable como para condicionar las estrategias políticas del presente. Estas pierden su pulsión transformadora en el sentido clásico que nos enseñó a organizar el movimiento obrero o el feminismo, y adquieren un tono paliativo. Para el colapsismo, la utopía materialmente posible se ha visto reducida a una operación de control de daños («colapsar mejor», como dicen en España) y, en el mejor de los casos, a una reconstrucción posterior de nuevas formas de vida entre los escombros de la modernidad, en un mundo marcado por la escasez, la descomposición del Estado, el retroceso tecnológico, el auge de la ruralidad y un fuerte trauma demográfico. 

Aunque excede las posibilidades de este artículo, debe señalarse también que lo relevante del colapsismo más allá de su relato es que su diagnóstico brota de una manera de diagnosticar que también presenta un notable grado de unidad teórica y metodológica. A partir de estos presupuestos, el colapsismo adopta formas muy plurales, tanto en la identificación de las causas últimas del colapso ecosocial −energía, clima, biodiversidad− como en la categorización de este −un acontecimiento súbito o un proceso, una tragedia o una oportunidad, un horizonte evitable o ya consumado−. 

El colapsismo es un discurso cada vez más influyente en el modo en que interpretamos la crisis ecológica, aunque todavía acotado a las sociedades económicamente más desarrolladas, que son las que enfrentan los peligros del Antropoceno como una amenaza de involución material traumática para sus éxitos históricos (como no ha dejado de constatar el pensamiento decolonial, para muchos pueblos el fin del mundo sucedió hace tiempo). A su vez, el ascenso del colapsismo ha generado una creciente respuesta crítica por parte de otras posiciones ecologistas, que entienden que su predominio ideológico conllevaría la autocastración del ecologismo cuando la historia nos convoca a un protagonismo decisivo. Se trataría de una mutilación tanto de su vocación transformadora como de sus capacidades de intervención política a la que no tenemos derecho.

Para tomar la verdadera dimensión del problema, es importante recalcar que, en su sustrato más profundo, el colapsismo desborda la cuestión ecológica: la percepción de que estamos situados en el umbral de un cataclismo apocalíptico está muy extendida. La antigua y tenaz creencia marxista de que el capitalismo se halla abocado a un derrumbe por la agudización de sus propias contradicciones se ha ampliado con otros colapsismos de naturaleza muy diversa: el colapsismo de los economistas ortodoxos obsesionados con el déficit fiscal; el colapsismo feminista transexcluyente que clama contra un hipotético borrado de las mujeres; el colapsismo tecnológico de los que pronostican que los avances de la inteligencia artificial nos llevarán al Armagedón; o el colapsismo étnico-nacional de las extremas derechas que se levantan contra un supuesto «gran reemplazo» que conduce al suicidio demográfico y civilizacional de Occidente. La arquitectura intelectual de todos estos colapsismos tiene un notable parecido de familia: todos participan de eso que Mark Fisher llamó la cancelación del futuro. Pero a diferencia del colapsismo marxista, cuya fe en el factor redentor del tiempo por venir era insobornable, los colapsismos del siglo xxi suelen producir, como respuesta, una pulsión nostálgica de retorno a un pasado idealizado. El colapsismo ecologista no es ajeno a este esquema. Y no es casualidad que las imágenes con las que proyecta el mejor futuro posible después del colapso sean siempre producto de un proceso de simplificación social salvaje que nos devuelve al tipo de mundo propio de las sociedades campesinas. 

Por tanto, el ecologismo colapsista no deja de ser una rama más de un árbol que hunde sus raíces en algunas características muy particulares del suelo social de nuestro tiempo, que, a mi juicio, nacen del espectacular triunfo político del neoliberalismo, tan aplastante que ha conseguido encarnar su hegemonía en toda una nueva antropología. En diferentes lenguajes, el pesimismo colapsista nace de decretar la incapacidad de la política para dirigir los procesos evolutivos de nuestras sociedades. Son, en esencia, variaciones del No hay alternativa de Margaret Thatcher, fortalecidas por un panorama cultural en el que la distopía se ha convertido en un género audiovisual predominante. 

La salvedad que hace del colapsismo ecologista un fenómeno distinto es que su relato está regado por un abrumador caudal de evidencias científicas que nos anuncian que, ecológicamente hablando, los malos tiempos por venir son seguros, por lo que conviene tomárselo mucho más en serio. Sin embargo, al mismo tiempo que los datos sobre la crisis ecológica se han convertido en una fuente permanente de ecoansiedad, la inédita madurez política de la cuestión ecosocial debería ser un yacimiento de ecoesperanza. Pero el colapsismo sabotea este equilibrio en el juicio, lo que no deja de resultar paradójico. Porque su ascenso coincide con el momento en que la transformación ecológica ha dejado de ser un asunto sectorial y periférico y se ha colocado en el centro mismo de la disputa política de nuestro tiempo. Justo cuando los ecologistas hemos comenzado a ganar la batalla cultural y a liderar moral e intelectualmente nuestra coyuntura, y cuando se nos ofrecen oportunidades inéditas para impulsar cambios estructurales que permitan revertir la catástrofe, la deriva colapsista está haciendo perder al ecologismo su instinto de rebelión. Y con él, el ecologismo está renunciando a la idea de futuro. 

En este punto, es preciso hacer una aclaración para evitar confusiones. Criticar la pertinencia de la categoría de colapso para pensar nuestro presente no implica restar gravedad a la crisis ecológica y climática. Nuestra situación es dramática, y el desempeño que hemos demostrado para corregirla, nefasto. Recordemos, por ejemplo, que más de la mitad de las emisiones de co2 de la historia se han acumulado en la atmósfera después de la Cumbre de Río de Janeiro de 1992. Los motivos para la desesperación son abundantes. Y si bien en algunos de los frentes que han servido de bandera colapsista los peores pronósticos no se han cumplido (pienso en el pánico energético que se produjo alrededor del peak oil a principios de los años 2000, pero también en el pánico malthusiano-alimentario de la década de 1970 provocado por la publicación de The Population Bomb [La bomba demográfica], del matrimonio Ehrlich9), en otros frentes, como el climático, estamos entrando en territorios muy peligrosos antes de lo que esperábamos. Y no hace falta remitirse a un mañana aciago. La subida de temperaturas provocada desde el comienzo de la era industrial está teniendo consecuencias desastrosas ya en nuestro presente, aunque su incidencia es aún intermitente y su distribución es todavía desigual. Sencillamente, lo que se discute aquí es que un concepto como colapso, que remite a algo muy concreto pero que se usa, en general, de manera muy vaga, y que va acompañado de toda una serie de connotaciones políticas subliminales muy específicas, sea la mejor manera de pensar los años que vendrán. Unos años que, sin duda, serán convulsos, en parte, por las presiones y las turbulencias provocadas por la extralimitación ecológica.

Una fábrica de hipérboles científicas contraproducentes

En el debate ecologista sobre la cuestión del colapso, se han señalado mucho los efectos desmovilizadores de los discursos colapsistas, algo tan sólidamente demostrado que muchos colapsistas lo reconocen. Y es que la gran mayoría de los estudios sobre comunicación climática concluyen que los mensajes catastrofistas, salvo en los momentos puntuales en que un evento climático extremo y cercano se convierte en hito mediático (cuando se produce un pico de interés ecologista efímero), tienden a generar parálisis, resignación, servidumbre adaptativa y, a la larga, desconexión respecto al problema ecológico10, en especial si no se acompañan de un horizonte de salida plausible. Por sí solo, esto sería motivo suficiente para dosificar con moderación el tono colapsista en los mensajes del ecologismo. 

Pero el problema fundamental de la ideología colapsista va más allá de la desmovilización. Es analítico. El colapsismo genera un conocimiento del mundo inadecuado, que después lastra nuestras posibilidades para transformarlo. Por norma general, funciona como una fábrica de hipérboles contraproducentes. Estas toman forma, en primera instancia, en la recepción de los datos científicos sobre la crisis ecológica por parte de las comunidades activistas y la ciudadanía. 

El caso de Jem Bendell y el movimiento de adaptación profunda es un buen ejemplo de cómo el colapsismo genera una relación hipocondríaca con el conocimiento científico. Su artículo autoeditado, en el que da por perdido el proceso de mitigación climático y anuncia un inminente colapso ecosocial, ha tenido casi medio millón de descargas y ha ejercido una influencia notable en movimientos como Extinction Rebellion. Pero esta popularidad no se corresponde en absoluto con su calidad técnica. En un texto muy bien fundamentado, Thomas Nicholas, Galen Hall y Colleen Schmidt desmontan las falacias de la adaptación profunda de manera bastante irrebatible11. Esencialmente, denuncian que Bendell basa sus pronósticos en una ciencia climática mal interpretada, que lleva a conclusiones sociales defectuosas. De modo más concreto, Bendell se basa en dos errores graves: la exageración de los puntos de inflexión climáticos y la confusión del concepto de no linealidad con irreversibilidad. Nicholas, Hall y Schmidt reflexionan también de modo lúcido sobre las implicaciones políticas de este colapsismo climático y llegan a conclusiones sobre sus efectos que comparto sustancialmente: el colapsismo daña al movimiento climático porque desmotiva, deslegitima, oscurece la capacidad de análisis e ignora los aspectos sociales y políticos cruciales de aquellos procesos que pudiesen equipararse a un colapso, como son los impactos diferenciados y su gestión mediante el incremento de la desigualdad y el uso de la violencia política.

Este caso no es el primero ni será el último del tipo de sesgos y distorsiones científicas que el colapsismo produce tanto en los espacios activistas como en la opinión pública. La escuela colapsista del peak oil introdujo en su momento en los espacios de deliberación ecologista, y aún sigue haciéndolo, un flujo de información científica sobre la crisis energética y la disponibilidad de recursos, que si bien es un tema relevante que merece atención, consolidó como lugares comunes ideológicos datos exagerados y malas interpretaciones sobre las relaciones sociedad-energía. Esto ha lastrado muchos años al ecologismo en una burbuja cognitiva impermeable, que le ha impedido calibrar bien las implicaciones de fenómenos ecopolíticos nuevos de primera magnitud, como el fracking o la revolución tecnológica de las energías renovables. 

El patrón se repite hoy en el modo en que en 2023 estamos afrontando la acumulación de una serie de récords climáticos terribles, desde la temperatura media de la Tierra, que en el verano boreal de este año fue probablemente la más alta de los últimos 100.000 años, hasta la magnitud inaudita de los incendios forestales, pasando por una pérdida sin precedentes de hielo antártico. Por supuesto, la situación es impactante y muchos climatólogos están conmocionados, lo que ha abierto un debate entre los expertos. Algunos achacan esta intensificación de la crisis climática al efecto transitorio del fenómeno cíclico de El Niño combinado con el alto nivel de co2 concentrado en nuestra atmósfera. Otros encuentran razones más disruptivas, como el fuerte desequilibrio energético del planeta (que se explica por la acumulación de calor en los océanos) o la reducción de aerosoles (los aerosoles son partículas contaminantes que paradójicamente enfrían el planeta), que conducirían a pensar que el cambio climático va a ir mucho más rápido y será más catastrófico de lo que habíamos previsto. La discusión científica está abierta, es legítima y necesaria, pero en ningún caso justifica adoptar prematuramente las posiciones de un debate en construcción y presentarlas como una evidencia científica sólida. Se trata de un tipo de exageración a la que el colapsismo es propenso y que hoy subyace en los mensajes activistas que, por ejemplo, confunden la posible ralentización de la circulación oceánica del Atlántico con su paralización. O que dan por perdido el Acuerdo de París por una superación puntual de los 1,5 ºC de aumento de temperatura, cuando el umbral que establece París debe ser medido en un promedio de 30 años.

La realidad ecosocial es suficientemente grave como para exagerarla. Añadir sensacionalismo a nuestros problemas es una pésima táctica de agitprop: lejos de potenciar una respuesta más coherente y veloz (una fantasía que el ecologismo solo puede mantener por una posición naíf respecto al valor político de la revelación de la verdad), lo que hace es inocular esa desesperación que excita las pasiones de exclusión y acaparamiento en las que los negacionistas, tanto climáticos como de la igualdad humana, saben prosperar. Además, estas hipérboles sistemáticas nublan la mirada fría que, en palabras de Ernst Bloch, todo proyecto transformador necesita para saber leer las oportunidades de intervención que van abriéndose en la sucesión de las coyunturas.

Las alucinaciones sociopolíticas del colapsismo

La segunda instancia del error analítico del colapsismo se vincula al modo en que produce un paquete de alucinaciones especulativas sobre lo que cabe esperar del curso de los acontecimientos sociopolíticos durante los próximos años. Sobre la base de una serie de compromisos teóricos y metodológicos cuanto menos controvertidos, a cuya crítica he dedicado una parte del libro Contra el mito del colapso ecológico (confusión epistemológica entre dinámicas naturales y sociales, reduccionismo, mecanicismo, determinismo, abuso holístico de la noción de sistema, una filosofía de la historia teleológica, una incomprensión de la autonomía relativa de lo político), el colapsismo desorienta de manera grave la inteligencia política del ecologismo transformador. Expongo tres expresiones de este delirio recurrente. 

En primer lugar, fomenta una relación con la tecnología enormemente problemática en la medida en que considera que el sistema tecnológico contemporáneo es materialmente inviable y nos encontramos al borde de su retroceso involutivo. Esto introduce grave puntos ciegos sistemáticos en el análisis. Además de dejar en evidencia la incomparecencia intelectual del pensamiento ecologista ante fenómenos emergentes tan desafiantes como la inteligencia artificial, en un plano de mayor importancia política ha contribuido a arrojar una sombra de sospecha técnica sobre las energías renovables y las posibilidades de una electrificación intensa del sistema productivo. Todo ello, en un contexto en el que la implantación masiva de energías renovables es nuestra única opción climática razonable, si bien su ejecución bajo las lógicas capitalistas está generando fuertes fricciones y conflictividad socioambiental legítima en muchos territorios. Así, el discurso tecnófobo injustificado del colapsismo, que en este tema se alinea sorprendentemente bien con los discursos de la industria fósil, está contribuyendo a desviar el foco de lo que debería ser nuestra prioridad política: la reforma del sistema eléctrico, fiscal y de relaciones de propiedad, así como las políticas industriales necesarias para que las energías renovables se desplieguen de un modo informado, cooperativo, justo y redistribuyendo riqueza en los territorios que las acogen. 

En segundo lugar, el colapsismo contribuye a desplegar una lectura simplificada y políticamente inútil de los procesos económicos realmente existentes. Yo, que participé durante 15 años del espacio intelectual colapsista, me crie políticamente asumiendo como un dogma que «la crisis de 2008 no iba a acabar jamás». Hacer política desde ese tipo de equívocos solo puede conducir al error. Aquí el ecologismo colapsista reproduce, en los códigos del siglo xxi, la misma subestimación sistemática de la resiliencia, la modularidad y la capacidad de mutación e innovación social del capitalismo que el marxismo más vulgar demostró en el siglo xx. Se trata de un fallo promovido por una notable pereza empírica y un alejamiento del estudio de los hechos concretos sustentado en ciertas seguridades teóricas excesivas. Esta disfunción analítica llevó al movimiento socialista a encerrarse en una serie de callejones sin salida que le hicieron perder el pulso de la historia y le jugaron una buena cantidad de malas pasadas políticas. Conviene que el ecologismo evite este camino y, como afirmó en un tuit Xan López con humor12, que centre sus esfuerzos mucho más en leer con atención la prensa financiera que en aplicar a cualquier proceso del mundo un esquema abstracto sobre una supuesta caída de la tasa de retorno energético que siempre acaba en el colapso. 

Finalmente, de todas estas alucinaciones especulativas, la más peligrosa es la creencia en que el poder político moderno, encarnado en el Estado nacional, va a sufrir un proceso de descomposición y fragmentación generalizado provocado por el impacto de variables ecológicas, como la mengua de los flujos petrolíferos, y que esto va a afectar incluso a aquellas geografías donde la institución estatal es más robusta. Como veremos en la siguiente sección, para una parte de los discursos colapsistas esta proyección abre además una ventana de oportunidad para el éxito de intervenciones centradas en el refuerzo de lo comunitario y lo local frente al derrumbe de las instituciones complejas. Esta fantasía resulta especialmente peligrosa porque sitúa al ecologismo en una posición de incomparecencia por defecto frente a la disputa por el poder político estatal. Y lo hace no solo en el momento en que los gobiernos ecológicamente transformadores son más necesarios, pues nos encontramos en la década decisiva para frenar el desastre climático en curso, sino en una coyuntura en la que, en paralelo, una extrema derecha mucho más fuerte que el ecologismo ha lanzado una ofensiva coordinada y sistemática que busca desmantelar conquistas históricas como la democracia o los derechos humanos. 

El error que aquí se contiene es que, si fallamos en dar un giro transformador a la crisis ecológica, más que colapsar lo que vamos a conocer durante mucho tiempo es un proceso caracterizado por una degradación de las condiciones materiales de vida de las grandes mayorías, un incremento de la desigualdad gestionada por formas de apartheid ecológico y un aumento tanto del autoritarismo político interior como de las pulsiones bélicas y militaristas en el exterior. Y eso no puede entenderse como un colapso en ningún uso riguroso el término. Si se quiere, y por emplear una categoría que ha sido usada de un modo demasiado promiscuo pero que es intuitiva y pegadiza, nuestra época está mucho más preñada de ecofascismo que de colapso. Antes que una descomposición del poder político provocada por un desastre ecológico que despejará el camino a la autogestión popular, asistiremos probablemente a una violenta reconfiguración del poder político, de carácter antidemocrático, en pos de una salida a las tensiones ecológicas por la vía de intensificar el acaparamiento de recursos, la exclusión y, en los peores escenarios, la anulación masiva del carácter inalienable de la dignidad humana que siempre precede al genocidio. El tipo de respuesta que requiere una u otra amenaza es de naturaleza sustancialmente distinta. La primera permite imaginar rendimientos emancipadores desentendiéndonos del Estado para construir formas preventivas de resiliencia local. La segunda convierte la disputa por el Estado y su empleo en el nudo gordiano del proyecto ecologista.

Romper el bucle antipolítico del colapsismo

Para terminar de calibrar el riesgo que las alucinaciones especulativas del colapsismo introducen en la práctica del ecologismo transformador, es preciso comprender el refuerzo perverso que estas producen en el contexto histórico profundamente antipolítico que el neoliberalismo ha provocado. Y que toma forma en dos tendencias sociológicas fuertes de nuestro tiempo: por un lado, el hecho de que segmentos mayoritarios de la ciudadanía son propensos a pensar cualquier cambio posible en términos de decisiones y méritos estrictamente individuales; por otro, una renuncia, consciente o inconsciente, de los movimientos políticos organizados a disputar el Estado, que ha derivado en una subestimación sistemática de la importancia del aparato estatal en la dirección de nuestras trayectorias sociales.

Respecto al primer rasgo, antipolítico, de nuestra época, en su etnografía sobre el fenómeno colapsista en Estados Unidos, Mathew Schneider-Mayerson constata que en el mundo del peak oil estadounidense tres de cada cuatro miembros del movimiento empezaron a hacer despensas de supervivencia, uno de cada cuatro decidió cambiarse de casa para prepararse ante el colapso, pero solo uno de cada cuatro participó en algún conato de organización colectiva13. Y el grueso de esta minoría activa nunca pasó de la primera reunión. Este desplazamiento despolitizador también pudo verificarlo Schneider-Mayerson en cómo posiciones liberales o de izquierda, mayoritarias en los momentos iniciales del movimiento, fueron evolucionando, con el paso de los años, a posiciones escépticas y antipolíticas, y también en críticas muy parecidas a las de la extrema derecha sobre el problema del big government. Aunque es indudable que la realidad estadounidense es particular, es fácil deducir que, si el efecto de la ideología colapsista sobre sus expresiones organizadas ha sido este, sus efectos sobre la ciudadanía desmovilizada no pueden ser muy distintos. 

Respecto del segundo rasgo, es importante entender que el colapsismo es una deriva evolutiva del pensamiento ecologista no solo en lo que respecta a una agudización comprensible del alarmismo que la crisis ecológica induce, sino también en lo que el ecologismo tiene de proyecto social que busca una intensa descentralización de las relaciones económicas y sociales. En cierto sentido, el discurso del colapso llueve sobre mojado. El ecologismo moderno es un hijo del espíritu de Mayo del 68. De aquel momentum fundacional heredó una profunda desconfianza hacia las grandes estructuras burocráticas propias de la institucionalidad política contemporánea, así como un programa fuerte de descentralización, ejemplificado en la idea de sociedad biorregional. En ella se sintetiza la demanda tradicional anarquista de que una democracia plena y virtuosa tiene que darse en escalas compatibles con la capacidad de intervención directa del individuo y con la necesidad material de un reajuste del sistema productivo a la realidad ecológica local para volverlo sostenible. 

Esta aleación ideológica encontró un suelo fértil en el que prosperar tras el derrumbe del socialismo real y la comprensible pero limitada reorientación de la energía emancipadora hacia posiciones de inspiración anarquista o autonomista, que hallaron en el zapatismo su icono de referencia, y en la frase «cambiar el mundo sin tomar el poder», su eslogan de época. Es una apuesta política que ya hace años ha demostrado límites sustanciales que imponen una revisión crítica (si algo necesita el ecologismo del siglo xxi es una teoría del Estado). Sin embargo, el colapsismo ecologista está renovando esta vía problemática bajo una suerte de anarquismo termodinámico por el cual el rechazo al Estado ya no se sustenta solo en una crítica a sus efectos antidemocráticos, sino también en su incapacidad operativa en un contexto de supuesta restricción energética. 

Este anarquismo termodinámico, que una parte significativa del ecologismo colapsista asume, puede manifestarse en posiciones fuertes o débiles. Las primeras, más minoritarias y coherentes, trabajan dando por desahuciado al Estado y la vida social moderna. Promueven, en consecuencia, una suerte de éxodo sistémico en forma de nuevos ruralismos comunales, ingenuos en su vocación ecoautárquica y quiméricos en sus ensoñaciones de autodefensa. Las posiciones débiles, menos coherentes pero más lúcidas y más extendidas en el campo del ecologismo, no cometen el error de decretar la muerte súbita del Estado. Pero en sus prácticas políticas realmente existentes actúan como si lo asumieran de facto, presentando un punto ciego permanente respecto a la importancia de las políticas públicas y la necesidad de dedicar esfuerzos sostenidos a aquello que las hacen posibles (los partidos políticos, la disputa electoral y los ciclos de gobierno). Esto arrastra a estos espacios, en el mejor de los casos, a dedicar lo más valioso de su energía activista y de sus cuadros políticos a la construcción de contrapoderes autónomos y locales (económicos, políticos, culturales, mediáticos), que sin bien son bellos y necesarios, en condiciones sociales neoliberales resultan intrínsecamente frágiles. Y más pronto que tarde se topan con un techo de cristal que impide dar saltos de escala transformadores, entrampando a los movimientos en una tarea que, sin una complementariedad virtuosa del Estado, se torna algo parecido a la maldición de Sísifo. 

Ello no significa que las tareas que los movimientos sociales ecologistas asumen no sean imprescindibles. Lo son. Necesitamos movimientos ecologistas fuertes, autónomos, con agendas propias y vocación de molestar al poder en ámbitos tan distintos como la sensibilización climática, la defensa territorial, la conflictividad socioambiental, la economía cooperativa o un nuevo sindicalismo verde. Sin embargo, estos movimientos deben a su vez articularse en un bloque histórico más amplio que pasa, irremediablemente, por la dirección del Estado. 

En las próximas décadas, que serán muy convulsas y al mismo tiempo determinantes para la situación climática de todo el siglo, necesitamos herramientas electoralmente competitivas que puedan llevar al gobierno a proyectos ecologistas transformadores, con un programa climático ambicioso, un horizonte económico de poscrecimiento14 y una orientación socialista y democrática de su proyecto de país. Y desde ahí ejercer políticas públicas competentes que vuelvan la vida más segura pese a las incertidumbres y los riesgos climáticos en alza, promuevan una rápida descarbonización con justicia social y territorial, impulsen, en palabras de André Gorz, reformas revolucionarias viables, que vayan sentando las bases de un modelo de prosperidad realmente compatible con los límites planetarios, y por último, pero no menos importante, enfoquen la fuerza coercitiva legítima del Estado en desarmar las resistencias de los intereses fosilistas. 

Por supuesto, nada de esto está asegurado. Al contrario: hasta las mismas precondiciones institucionales para que esto sea posible están hoy amenazadas, siendo la batalla por la democracia la primera de todas las que estaremos obligados a librar como suelo de mínimos que nos permita aspirar no solo a no perder, sino también a ganar. 

La ideología colapsista obtura la posibilidad de que el ecologismo imagine siquiera la posibilidad de ser gobierno o influir en él. También oscurece la reflexión anticipada que en el ecologismo deberíamos realizar sobre las consecuencias dramáticas de fallar en esta tarea. Y esto va mucho más allá del rechazo electoral evidente que un discurso colapsista provocaría en la población. Cuando el axioma es negar o reducir el margen de maniobra de la política en los acontecimientos que vienen (y esa es la esencia del colapsismo), lo que se ayuda a instalar, voluntaria o involuntariamente, es desafección, cinismo, desesperanza, un sustrato afectivo que siempre favorece a las elites oligárquicas y a los enemigos de las clases populares. 

En menos de un año enfrentaremos dos elecciones decisivas que son auténticos plebiscitos climáticos, dos elecciones que amenazan con desmontar lo poco que hemos logrado avanzar en materia de transición ecológica justa: las elecciones al Parlamento Europeo, donde una alianza entre derecha y extrema derecha puede revertir los principios del insuficiente Pacto Verde Europeo, y las elecciones de eeuu, que podrían llevar al gobierno más poderoso del mundo, de nuevo, a un negacionista climático como Donald Trump. Es una obligación que el ecologismo transformador afronte estas citas a la ofensiva. Aunque la situación climática es crítica, al mismo tiempo el ecologismo nunca ha estado tan maduro para protagonizar una Gran Transformación, en sentido polanyiano, que haga de la transición ecológica justa el hilo conductor del siglo. Las piezas están encima de la mesa: desde los espectaculares avances técnicos y económicos de las energías renovables a la masividad de la conciencia del problema climático, pasando por mutaciones culturales del deseo muy interesantes en campos como la alimentación o el transporte, experiencias urbanísticas que permiten visualizar un modelo de vida no solo más sostenible, sino también mejor, o el imprescindible retorno al centro de la acción económica de ideas que el neoliberalismo estigmatizó, como la planificación, la regulación, la política industrial o la fiscalidad progresiva. Quizá, aunque pongamos toda nuestra voluntad y toda nuestra inteligencia, fallemos a la hora de armar este puzle, porque la política nunca ofrece garantías. Pero lo que las generaciones futuras no deberían perdonarnos es que desistamos prematuramente de esta tarea por ceder a una mitología confusa y alucinada que ha convertido el colapso ecosocial en un hecho consumado.

  • 1.

    Manuel Planelles: «2023: otro año de récords y devastación en la crisis climática» en El País, 30/11/2023.

  • 2.

    R. Scranton: Learning to Die in the Anthropocene, City Lights Books, San Francisco, 2015.

  • 3.

    P. Kingsnorth: Dark Mountain Project, 2010, disponible en dark-mountain.net/about/manifesto/.

  • 4.

    W. Jackson y R. Jensen: An Inconvenient Apocalypse: Environmental Collapse, Climate Crisis, and the Fate of Humanity, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 2022.

  • 5.

    P. Servigne y R. Stevens: Colapsología, Arpa, Barcelona, 2020.

  • 6.

    J. Bendell: «Deep Adaptation: A Map for Navigating Climate Tragedy», IFLAS Occasional Paper No 2, iflas, 2018.

  • 7.

    G. McPherson: «Earth is in the Midst of Abrupt, Irreversible Climate Change» en Journal of Earth and Environmental Sciences Research vol. 2 No 2, 2020.

  • 8.

    Uno de los libros que mejor condensa las tesis del colapsismo energético es R. Heinberg: The Party’s Over: Oil, War and the Fate of Industrial Societies, New Society Publishers, Isla Gabriola, 2005.

  • 9.

    Paul R. Ehrlich y Anne H. Ehrlich: The Population Bomb, Ballantine Books, Nueva York, 1968.

  • 10.

    Una buena recopilación de estudios puede encontrarse en la tesis doctoral de Francisco Heras: «Representaciones sociales del cambio climático en España: aportes para la comunicación», Universidad Autónoma de Madrid, 2015, disponible en https://repositorio.uam.es/bitstream/handle/10486/672097/heras_hernandez_francisco.pdf?sequence=1.

  • 11.

    T. Nicholas, G. Hall y C. Schmidt: «The Faulty Science, Doomism, and Flawed Conclusions of ‘Deep Adaptation’» en Open Democracy, 14/7/2020.

  • 12.

    X. López: «¡Leed la prensa de los amos para entender el mundo de los amos!» en X, 29/1/2022, disponible en x.com/xanlpz/status/1487382803008442369?t=vsf8qlueibbctnk6elllwa&s=03.

  • 13.

    M. Schneider-Mayerson: Peak Oil: Apocalyptic Environmentalism and Libertarian Political Culture, The University of Chicago Press, Chicago, 2015.

  • 14.

    Por poscrecimiento se entiende aquí un marco de orientación económica que busca traducir la idea genérica del decrecimiento a un programa de acción políticamente viable en democracias pluralistas, sin supeditar la necesaria reducción de la esfera material de la economía a una gran ruptura sistémica que no parece plausible. Ver E. Santiago y Héctor Tejero: «Un enfoque distinto en el debate del decrecimiento» en El País, 12/10/2022.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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Democracia y política en América Latina