Coyuntura
NUSO Nº 306 / Julio - Agosto 2023

Argentina: elecciones en el atardecer de los liderazgos

El ciclo electoral de 2023, en el que ni Mauricio Macri ni Cristina Fernández de Kirchner estarán en las papeletas, definirá si el país sigue gobernado por un frente panperonista o si la (centro)derecha vuelve al poder. La altísima inflación, junto con bajos niveles de desempleo y elevado consumo, delinea una crisis que sin duda se expresa en las urnas, aunque con lógicas diferentes de las del estallido de 2001.

<p>Argentina: elecciones en el atardecer de los liderazgos</p>

La última configuración de la política argentina nació en 2008 como resultado del conflicto entre el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y los productores agropecuarios, sobre todo sojeros, de la denominada «pampa húmeda», una de las áreas agroganaderas más fértiles y productivas del mundo. Cristina Fernández de Kirchner, que había sido elegida para suceder a su esposo poco tiempo antes de que estallara esta «guerra del campo», quiso elevar un par de puntos las retenciones –el impuesto especial que se cobra sobre las exportaciones de granos–, una medida opinable pero técnica y que sin embargo levantó una inmediata rebelión, en la que los ricos productores agropecuarios se articularon con las clases medias urbanas, históricamente hostiles al peronismo, para conformar una potente fuerza político-social de oposición al gobierno. La ciudad de Buenos Aires se pobló de protestas en apoyo al «campo» cuyo trabajo (e ingresos) «sostiene el país», respondidas con contramanifestaciones contra la «oligarquía» que impide la construcción de una nación soberana. Y ambos bandos se reafirmaron en sus convicciones y sus imaginarios de país. 

Nacía así la «grieta», que es el modo en que los argentinos denominan a la polarización política, a su vez reflejo de un país que es, en realidad, dos países. Argentina es, por la extensión y fertilidad de sus suelos, una potencia alimentaria (hoy es el tercer exportador mundial de soja, el sexto de carne vacuna y está entre los primeros de limones). El «campo», término para hablar del complejo agroindustrial, explica alrededor de 10% del pib, otro tanto de la recaudación tributaria, 20% del empleo (si se incluye empleo directo e indirecto) y 70% de los ingresos de divisas, los dólares que requiere la economía para funcionar1. (Los datos son, en todo caso, estimativos, ya que una de las características del campo actual es que no queda del todo claro dónde empieza y dónde termina). Cualitativamente, el campo es la rama más dinámica de la economía argentina y uno de los pocos sectores verdaderamente competitivos en la arena global; el único, por otra parte, que genera temor en los países desarrollados. En Serotonina, la novela anticipatoria de los «chalecos amarillos» en la que Michel Houellebecq describe la frustración de las clases rurales de la Francia profunda, un agricultor expresa sus temores ante un posible acuerdo Mercosur-Unión Europea:

Las exportaciones agrícolas de Argentina se disparaban literalmente desde hacía unos años, en todos los sectores, y no se habían acabado, los expertos estimaban que Argentina, con una población de cuarenta y cuatro millones de habitantes, podría a largo plazo alimentar a seiscientos millones de hombres, y el nuevo gobierno lo había entendido bien, con su política de devaluación del peso, estos cabrones literalmente iban a inundar Europa con sus productos, además no tenían ninguna legislación restrictiva sobre los transgénicos, estaba claro que estábamos en problemas2.

Pero también está la industria. A diferencia de otras economías latinoamericanas centradas en la exportación de materias primas, Argentina dispone de un sector industrial relativamente diversificado, que exporta desde autos hasta radares, con empresas multinacionales como Techint, un importante desarrollo hidrocarburífero y un incipiente desarrollo minero, industrias básicas potentes y también textiles, medicamentos, biotecnología… La industria argentina, la tercera en importancia de América Latina, emplea a tres de cada diez trabajadores registrados, pero es deficitaria en divisas: consume los dólares que genera el campo, lo que explica que el precio del dólar no sea solo una variable macroeconómica más, como sucede en otros países, sino el núcleo permanente de un conflicto político. 

Esquematizando una realidad que siempre es más compleja, podemos decir que a lo largo de la historia argentina el campo ha presionado por una economía abierta, que le permita exportar libremente, y por un dólar alto. Esto supone impuestos más bajos, una mayor desregulación económica y una política exterior alineada con las grandes potencias, tradicionales o emergentes, que son sus clientes: el primer destino de las exportaciones agropecuarias fue Gran Bretaña en el pasado y es China hoy. La industria, en cambio, exige protección, un mercado interno robusto (trabajadores y clases medias que compren sus productos) y una política exterior orientada a la integración regional: el primer destino de las exportaciones industriales argentinas es Brasil. Y como no hace falta ser un materialista a la antigua para aceptar que la estructura económica se refleja de algún modo en la sociedad y la política, digamos que cada modelo implica una sociedad diferente. 

El modelo aperturista, representado políticamente por el antiperonismo, genera un mercado laboral débil, porque el sector agropecuario emplea comparativamente a menos personas, lo que redunda en bajos salarios y más exclusión social. El segundo, cuya expresión política es el peronismo (con excepción del liderado por Carlos Menem en la década de 1990), supone industrias pujantes, una clase trabajadora más amplia y por lo tanto sindicatos fuertes, lo que a menudo se traduce en mayores niveles de conflicto. De un lado, entonces, los agronegocios, los centros urbanos y las clases medias: el esfuerzo de la inmigración europea de comienzos del siglo xx como ideal de progreso. Del otro, la industria, los trabajadores y los conurbanos: el ideal social del peronismo de mediados del siglo xx como mito fundante. De un lado, meritocracia, competencia, educación; del otro, solidaridad, construcción colectiva, Estado. 

Insistimos: estamos simplificando un paisaje que es siempre más complejo; las sociedades, sus controversias y su política no son nunca blancas o negras, son grises o tornasoladas. Pero hay suficiente evidencia empírica y una buena bibliografía que abonan esta caracterización3. Si en Chile el neoliberalismo pinochetista logró modelar una economía y una sociedad a su medida, si en Brasil el desarrollismo fue –al menos hasta los años 90– el ideal dominante, en Argentina las dos perspectivas, la aperturista y la proteccionista, protagonizan desde hace décadas un empate exasperante, interrumpido solo por momentos, breves e inevitablemente conflictivos, en los que una se impone sobre la otra. Por eso, la historia argentina es una historia de cumbres y abismos. Y por eso la configuración política polarizada no es un invento de los partidos o de los medios de comunicación, sino una reedición actualizada de un conflicto histórico.

La grieta hoy

Decíamos que en 2008 surgió una fuerza de oposición al peronismo kirchnerista, que desde su llegada al poder en 2003 había logrado dominar el campo político: uno de esos periodos breves, poco menos de cinco años, en que un bando logró imponerse sobre el otro. Esa fuerza consiguió derrotar al kirchnerismo en las elecciones legislativas de 2009, pero dos años más tarde, y contra todo pronóstico, Cristina Fernández de Kirchner logró, luego de una inspirada serie de medidas económicas y sociales y aupada en la solidaridad generada por la muerte de su marido, la reelección. No obstante, en el turno electoral siguiente, en 2013, el kirchnerismo volvería a perder las elecciones legislativas, en este caso en manos de un sector disidente del peronismo liderado por Sergio Massa. 

En 2015, Mauricio Macri, el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires –un distrito con un pib per cápita cercano al de Francia que habilita una gobernabilidad fácil y luminosa–, articuló una alianza con la antigua Unión Cívica Radical (ucr) para crear un gran frente antikirchnerista de centroderecha, que logró derrotar al candidato oficial en las elecciones presidenciales. Aunque el gobierno de Macri revalidó su legitimidad en los comicios legislativos de 2017, el fracaso de su gestión, que produjo un aumento de la inflación y la pobreza a pesar de la ayuda extraordinaria de un megacrédito del Fondo Monetario Internacional (fmi), lo llevó a la derrota en 2019, cuando Alberto Fernández fue elegido presidente secundado por Cristina Fernández de Kirchner, que decidió acompañarlo como vicepresidenta para permitir la reunificación del peronismo. Pero en el país de la «hegemonía imposible», como definió el periodista Fernando Rosso a Argentina4, nada dura más que dos o tres años. En parte por el impacto de la pandemia y la guerra de Ucrania y en parte por los déficits del liderazgo de Fernández y las luchas en el interior del gobierno, el peronismo fue nuevamente derrotado en las elecciones legislativas de medio término de 2021. 

Nótese el ritmo taquicárdico de la alteración política: 2009 (antikirchnerismo), 2011 (kircherismo), 2013 (antikirchnerismo), 2015 (antikirchnerismo), 2017 (antikirchnerismo), 2019 (kirchnerismo), 2021 (antikirchnerismo)… 

Este ida y vuelta del péndulo gobierno-oposición produce un statu quo que se estira hasta la desesperación. La polarización –la grieta– permite ganar las elecciones, pero impide que los gobiernos, sean progresistas o conservadores, emprendan transformaciones profundas y sostenibles, como lo demuestra la experiencia de los últimos tres periodos presidenciales: Cristina Fernández de Kirchner quiso reformar los medios de comunicación y la administración de justicia y no pudo; Macri buscó impulsar una transformación promercado y quedó a mitad de camino; Alberto Fernández se ahogó en un mar de contradicciones. Superados los periodos electorales, que permiten crear mayorías frágiles y contingentes, ningún gobierno logra ensanchar de manera permanente su base de legitimidad. Como la María de Ricky Martin, «un pasito pa’lante, un pasito pa’atrás».

Así, privados de capacidad hegemónica y hasta de ambiciones5, los últimos presidentes argentinos se limitan a funcionar más como «oposición de la oposición»6 que como líderes verdaderamente transformadores. El modelo de polarización es, por un lado, una «ley de gravedad de la política contemporánea», al decir de Luis Alberto Quevedo e Ignacio Ramírez7, la expresión de sectores sociales distinguibles por su lugar en la estructura productiva, su nivel socioeconómico, sus percepciones sobre la desigualdad, el Estado y el mundo… las dos Argentinas de las que hablamos antes. Al mismo tiempo, la grieta es una estrategia deliberada de preservación del poder, un modo de construcción política cuyo resultado es la prolongación de una circularidad enervante que deriva en una esterilidad gestionaria, un modelo de gobernanza sin reformas, sin resultados y, últimamente, sin esperanza. Hace más o menos 15 años que la economía argentina apenas crece, que las exportaciones se mantienen estancadas, que no se crea empleo privado y que la inflación aumenta: 25% promedio en el segundo gobierno de Fernández de Kirchner, 50% en el de Macri, más de 100% en el de Fernández. 

Elecciones 2023

Las elecciones de este año tienen tres capítulos. Comienzan el 13 de agosto con las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (paso), en las que todos los partidos, incluso aquellos que consensuaron un único candidato, están obligados a presentarse, y que en los hechos funcionan como una pre-primera vuelta. El proceso electoral continúa con las elecciones generales del 22 de octubre y, por último, si ninguna fuerza supera el 45% o 40% con una diferencia de 10 puntos porcentuales sobre la segunda, el balotaje, previsto para el 19 de noviembre. ¿Qué tienen de parecido y qué de diferente estas elecciones presidenciales respecto de las anteriores? 

El primer dato es que las dos coaliciones se mantienen unidas, sin desgajamientos relevantes. El antiperonismo, bajo el nombre de Juntos por el Cambio (JxC), incluye a los mismos partidos que en las últimas dos elecciones. Aunque se produjeron movimientos internos y reacomodamientos, las fuerzas que lo integran son las mismas y el discurso… también. Básicamente, un programa promercado, de liberalización, apertura, ajuste fiscal, revisión de los planes de asistencia social y desregulación sindical. Sus dos precandidatos, la ex-ministra Patricia Bullrich y el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, difieren en el ritmo y el modo de las reformas: más rápido, sosteniéndose en el apoyo de la sociedad y sin temor a reprimir las inevitables manifestaciones de protesta que generarán sus políticas, en el caso de Bullrich; más gradualmente, buscando acuerdos con un sector del peronismo y dialogando con las organizaciones sindicales y sociales, en el de Rodríguez Larreta. 

La coalición peronista también contiene las mismas piezas: el kirchnerismo, la corriente que responde al ministro de Economía Sergio Massa y los núcleos de poder territorial y organizacional que estructuran la vida interna del peronismo (los gobernadores provinciales, los poderosos alcaldes del Conurbano bonaerense, los sindicatos y los movimientos sociales). La fórmula quedó encabezada por Massa (kirchnerista primero, luego antikirchnerista y desde hace cuatro años, nuevamente aliado del kirchnerismo): el hecho de que se haya convertido en candidato a pesar de gestionar una economía que arrastra una inflación que a fin de año superará el 100% habla tanto de las habilidades tácticas de Massa como de la orfandad de liderazgos con posibilidades electorales que sufre el peronismo. 

Aunque una primera mirada sugeriría un paisaje electoral similar al del pasado, acercando el foco es posible ver algunas diferencias. La primera es la emergencia de un candidato de extrema derecha, el libertario Javier Milei, un economista de modos extravagantes surgido de los sets de televisión que comenzó a crecer en las encuestas con un mensaje de impugnación rotunda al establishment político (la «casta», por usar la expresión que los estrategas de Milei tomaron e importaron de Podemos en España) y una propuesta de shock ortodoxo que rompa la inercia (espanto rima con desencanto). Algunas de sus promesas, como la dolarización de la economía y la liberalización de la portación de armas, alcanzaron una gran repercusión pública, pero en las últimas semanas, como consecuencia de sus problemas de construcción política y algunas declaraciones muy criticadas, como aquella en la que prometía liberar el mercado de compraventa de órganos humanos, su ascenso parece haberse estancado. Pese a ello, Milei sigue amenazando el esquema bicoalicionista (la misma Cristina Fernández de Kirchner dijo que estamos ante una «elección de tercios»), porque no se trata de un simple invento mediático, sino de un dirigente que logró conectar con sectores importantes de la sociedad: los jóvenes de clase media baja que sufren la ausencia de oportunidades, el segmento –en permanente expansión– de personas que sobreviven sobre la base del comercio digital, el cuentapropismo que rechaza la injerencia estatal y un sector de la Argentina conservadora tradicional y nostálgica de la dictadura (una parte de la cual vota por jxc). 

Mientras el antiperonismo trata de evitar que sus votantes se fuguen hacia Milei (Bullrich parece más eficaz en este sentido que Rodríguez Larreta), el peronismo y la izquierda no logran dar en la tecla de la crítica. Calificar sin más de «fascista» a Milei, como vienen haciendo, no parece el camino más adecuado, en buena medida porque nadie cree que, en caso de ganar las elecciones, vaya a instalar campos de concentración en Buenos Aires. Esto no implica subestimar el retroceso que implicaría su llegada al poder, sino entender mejor la naturaleza exacta de su autoritarismo: ajuste fiscal, recorte de los servicios públicos, eliminación de los planes sociales, retroceso en las políticas de género y derechos humanos, política de manos libres para las fuerzas de seguridad: ahí está el peligro. Las experiencias de Donald Trump y Jair Bolsonaro –a los que Milei constantemente elogia– revelan que, más que la improbable creación de un régimen fascista, las nuevas derechas producen una brutal degradación de la vida cívica, el desmantelamiento de los mecanismos estatales de solidaridad y la creación de una zona liberada a escala nacional para los ataques al pluralismo y la diversidad. No es poco, pero no es lo mismo. 

En todo caso, el ascenso de un candidato que desafía el statu quo bicoalicional es una primera novedad. La segunda es que ni Macri ni Fernández de Kirchner figurarán en la boleta presidencial, lo que revela la pérdida de poder relativo de los líderes históricos dentro de sus respectivas coaliciones. En el caso de Macri, los bajos niveles de intención de voto registrados por las encuestas, producto a la vez del fracaso de su gobierno y de su derrota en 2019, lo llevaron a dar un paso al costado, lo que habilitó la competencia interna entre dos dirigentes crecidos a su amparo pero que ya han adquirido vuelo propio. Fernández de Kirchner, en tanto, decidió autoexcluirse de la carrera argumentando que las causas judiciales abiertas en su contra podrían terminar en una inhabilitación antes de que se disputaran las elecciones, aunque al momento de inscribir las candidaturas estaba habilitada, agitando la idea de «proscripción» tan cara a la tradición peronista (Juan D. Perón estuvo efectivamente proscripto durante 18 años). A diferencia de Macri, la ex-presidenta conserva niveles de aceptación popular apreciables, pero insuficientes para imponerse en una elección general, y pobló de fieles las listas legislativas. La designación como candidato prácticamente único de Massa llegó luego de una serie de desprolijas negociaciones en las que el kirchnerismo terminó por aceptarlo, a pesar de que se trata de un dirigente de perfil moderado, alejado del ecosistema político-cultural de Fernández de Kirchner y que incluso, como señalamos, se animó a enfrentarla en el pasado8.

Lo que me interesa destacar aquí es que los dos grandes liderazgos que orientaron la política argentina de los últimos años fueron perdiendo la capacidad de conducir el proceso electoral, que hoy tiene otros protagonistas, distintos y más numerosos. Y que, y esta es la tesis de este artículo, esto revela algo más profundo que el desencanto con uno o dos dirigentes: una desilusión profunda de un sector importante de la sociedad con el actual estado de cosas y la voluntad de explorar algo nuevo, un ansia de desempate, de definición del partido, sea por vía de un acuerdo centrista, como proponen, a un lado y otro de la grieta, Rodríguez Larreta y Massa, sea por vía de un decisionismo fuerte, como defienden, también desde diferentes partidos, Bullrich y Milei (el hecho de que coincidan candidatos ubicados en fuerzas políticas enfrentadas dice bastante acerca del grado de confusión actual). 

Hay un último dato que confirma este diagnóstico: el aumento del voto en blanco, el voto nulo y el abstencionismo. Una investigación sistemática revela que en las 15 elecciones provinciales realizadas durante este año se produjo una caída de la participación positiva de siete puntos respecto de las elecciones anteriores, una «retracción del compromiso democrático» bastante perceptible9. Las elecciones nacionales anteriores, las legislativas de 2021, habían registrado el índice de participación más bajo desde la recuperación de la democracia, en un país en el que el voto es obligatorio10. Habrá que esperar a las paso y la primera vuelta para ver si esta «recesión electoral» se confirma, si el malestar que captan las encuestas se traduce en una crisis de representación más profunda, como ya ocurre en otros países de la región. En todo caso, se suma a la irrupción de Milei y la semijubilación de Macri y Cristina para confirmar el descontento de una sociedad que explora alternativas.

La canción del desencanto

Argentina es un país en el que todas las crisis se desencadenan pero ninguna se resuelve: la del final del kirchnerismo, la de Macri, la de la pandemia, la de Alberto Fernández… Para definir la parálisis, las ciencias sociales argentinas cuentan con una figura clásica, la del «empate hegemónico»11, que alude a una situación en la que los actores políticos disponen de la capacidad para bloquear el proyecto de los demás pero carecen de la fuerza necesaria para imponer el propio. Reescribiendo esta definición, pareciera que la crisis tiene la suficiente fuerza como para afectar la vida social pero no logra acumular la potencia necesaria para generar una explosión catastrófica que permita resetear el sistema político y transformar el modelo económico, como sucedió con la hiperinflación de 1989 y con el final de la convertibilidad en 2001. En ambos casos, esas crisis decantaron en gobiernos con imaginarios fuertes: Carlos Menem y Néstor Kirchner.

Sucede además que el cuadro económico es singular: los salarios y las jubilaciones vienen perdiendo poder adquisitivo de manera sistemática, la pobreza y la desigualdad aumentan, pero la economía crece, el desempleo se mantiene bajo y surgen islas de alto consumo, que hacen que por ejemplo los restaurantes estén siempre llenos y la cartelera de shows internacionales de Buenos Aires parezca la de Nueva York o Londres. Shoppings llenos y heladeras vacías, toda una novedad para un país acostumbrado a ciertos niveles de cohesión social y que, con el paso de los años y la superposición de los efectos de los shocks, va modelando una estructura de clase cada vez más parecida a la de sus vecinos históricamente más desiguales y oligarquizados, una Argentina latinoamericanizada al estilo de Colombia, Perú o Chile. 

La sociedad argentina está astillada. No explota como en 2001 porque las organizaciones sociales contienen los reclamos y porque el gobierno (todos los gobiernos) aprendieron a sostener una asistencia estatal mínima pero masiva. Pero revienta hacia adentro, todos los días: hay una epidemia de suicidios entre varones jóvenes de los sectores populares, aumenta el consumo de drogas, alcohol y psicofármacos12, el «nihilismo político» crece13, los servicios públicos se deterioran. Un clima de desencanto que marca el final definitivo del periodo de repolitización militante del kirchnerismo y remite por momentos a la atmósfera de fines de los años 90, con una recesión de una década y una pandemia sobre las espaldas. Argentina ya estalló en 2001: el costo fue altísimo y nadie quiere volver a esa experiencia. Y si en 2001 la explosión estaba atada a un horizonte de cambio (antineoliberal), en el marco del clima más amplio que se comenzaba a percibir en la región, hoy nadie cree que un estallido abra ningún futuro mejor. Quizás por eso la abulia no deriva en explosión y parece orientarse electoralmente, aunque sin entusiasmo. 

El sistema político cruje, trata de reacomodarse, hay indicios de que están sucediendo cosas nuevas. Más que indignación, es tristeza. O ambas cosas a la vez.

  • 1.

    FADA: «El campo en números», 9/2012, disponible en fundacionfada.org

  • 2.

    M. Houellebecq: Serotonina, traducción de Jaime Zulaika, Anagrama, Barcelona, 2019.

  • 3.

    Entre otros, el libro de Alejandro Grimson: Pasiones nacionales. Política y cultura en Brasil y Argentina, Edhasa, Buenos Aires, 2007.

  • 4.

    F. Rosso: La hegemonía imposible. 20 años de disputas políticas en el país del empate, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2022.

  • 5.

    Algo que los diferencia de Carlos Menem en la década de 1990, que impuso las reformas estructurales de tinte neoliberal.

  • 6.

    La idea es del periodista Martín Rodríguez.

  • 7.

    L.A. Quevedo e I. Ramírez: Polarizados. Por qué preferimos la grieta (aunque digamos lo contrario), Capital Intelectual, Buenos Aires, 2021.

  • 8.

    El otro candidato de la coalición oficialista, el dirigente social Juan Grabois, fundador del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), cuenta con chances casi nulas de derrotar a Massa en las paso.

  • 9.

    Facundo Cruz: «Voto bronca: ¿está pasando o la flasheamos?» en Cenital, 29/6/2023.

  • 10.

    Alejandro Alfie: «Elecciones 2021: Votó el 71 por ciento del padrón, el porcentaje más bajo desde el retorno de la democracia» en Clarín, 14/11/2021.

  • 11.

    Juan Carlos Portantiero: «Economía y política en la crisis argentina: 1958-1973» en Revista Mexicana de Sociología vol. 39 No 2, 4-6/1977.

  • 12.

    Melisa Murialdo: «El consumo de psicofármacos en Argentina aumentó 4 veces más que los medicamentos en general debido a la pandemia» en Infobae, 5/10/2021.

  • 13.

    I. Ramírez y L.A. Quevedo: «Los usos de la desconfianza» en ElDiarioAR, 12/3/2021.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 306, Julio - Agosto 2023, ISSN: 0251-3552


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