¿Un futuro común para la Unión Europea y América Latina?

junio 2015
Perspectiva | ¿Un futuro común para la Unión Europea y América Latina? | junio 2015

Una nueva cumbre de mandatarios de la Unión Europea (UE) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) se celebró a comienzos de junio en Bruselas con un título ambicioso y convocante: “Modelar nuestro futuro común”. Pero, ¿es una aspiración realista? ¿Existen cimientos firmes para un “futuro común”?

En general las referencias a la intensidad y profundidad de los lazos entre los países de Europa, América Latina y el Caribe tienden a exagerarse de una manera imprecisa. Es verdad que en ambas regiones habitan más de mil millones de personas. Sin embargo, no se puede desconocer que Europa tiene importantes problemas demográficos y que sus políticas migratorias no son especialmente generosas con los latinoamericanos y caribeños. Es cierto que en los cónclaves UE-CELAC asisten ocho de los miembros del G-20. Sin embargo, solo tres son de América Latina, y las posturas entre los miembros latinoamericanos y europeos de ese grupo no necesariamente has sido coincidentes. Es exacto que la UE es el segundo socio comercial de la CELAC. Sin embargo, el mayor porcentaje del intercambio bi-regional se concentra en unos pocos países a ambos lados del Atlántico. Es también usual que se proclame, en especial desde Europa, que el esquema de cumbres entre europeos, latinoamericanos y caribeños constituye un ejemplo de “asociación estratégica”. Sin embargo, hay una confusión notoria en torno a la expresión estratégica a tal punto que se superponen múltiples asociaciones estratégicas con otras regiones y países, tanto en los enunciados de los países de la UE como en los de la CELAC, de tal modo que el término se ha vaciado de contenido efectivo.

En realidad, el mayor interrogante que precedía al encuentro de Bruselas era si ambas regiones evitarían que la reunión se transformase en una más de las cumbres del pasado. Dichas cumbres son las que van perdiendo progresivamente su razón de ser por falta de un foco temático específico; por el (re)surgimiento de intereses divergentes que opacan los valores compartidos; por la pérdida relativa de relevancia de esas citas para ciertos participantes clave; y como resultado de dinámicas domésticas que inciden para que las reuniones periódicas se conviertan en un ejercicio retórico dirigido, de hecho, a satisfacer a las respectivas opiniones públicas internas en determinadas coyunturas.

Dos ejemplos típicos son las Cumbres Americanas y las Cumbres Iberoamericanas. El esquema de Cumbres Americanas, nacido en 1994, tuvo un solo objetivo: formalizar, el 1 de enero de 2005, el Área de Libre Comercio de las Américas. Pero la cumbre de Mar del Plata (Argentina) en noviembre de ese año sepultó aquel propósito. A partir de allí las cumbres perdieron un leitmotiv que justificara su razón de ser. En el último encuentro en Panamá en abril de 2015 se produjo la incorporación de Cuba a los encuentros trienales pero ni siquiera se logró consensuar un documento final conjunto. La falta de un norte preciso, movilizador y atrayente sigue siendo la nota que caracteriza a las reuniones americanas.

A su turno, el esquema de Cumbres Iberoamericanas se inició en Guadalajara, México, en 1991 con un doble telón de fondo: el fin de la Guerra Fría y el avance de la transición democrática en Latinoamérica. La agenda iberoamericana fue, por algunos años, relevante en términos políticos y diplomáticos. Sin embargo, los encuentros iberoamericanos se fueron tornando más intrascendentes en la última década. Ello no tiene que ver con la intención o la voluntad de sus miembros. Hay motivos más hondos que explican la situación. El mundo de comienzos de los años 90 poco se parece al actual. Entre otros, en la inmediata Posguerra Fría el triunfo de Occidente era incuestionable; la globalización de la época era sinónimo de prosperidad; y el dúo España-Portugal parecía el puente natural entre Latinoamérica y Europa. Nada de ello está de pie de hoy: el power shift a favor de Asia y el Pacífico es elocuente; la globalización imperante es percibida por muchos como epítome de inseguridad; y nadie cree en las principales capitales latinoamericanas que su interlocución con la UE, con los países de la zona euro y con los participantes europeos de la OTAN pase a través de Madrid y Lisboa. Entonces no es sorprendente que el diálogo iberoamericano muestre, tal como lo hizo la última cumbre en diciembre de 2014 en Veracruz, México, señales de esclerosis.

Inversamente, a los casos aludidos en la primera cumbre ministerial de la CELAC y China efectuada en enero de 2015 en Beijing, China se comprometió a aumentar en 250.000 millones de dólares su inversión regional en los próximos diez años y a duplicar en ese lapso el comercio con el área para llegar a 500.000 millones. Beijing confirmó su propósito de expansión, no desea interferir en los asuntos internos de los países, y muestra una generosa chequera. Latinoamérica y el Caribe no parecen evidenciar fisuras ideológicas cuando dialogan con China y ninguno de los participantes le asigna un lugar destacado a cuestiones como la democracia: los intereses materiales de lado y lado prevalecen. Para todos, el único foco de atención parece ser el tema de los negocios. ¿Será éste el modelo de las cumbres del futuro que América Latina y algunas contrapartes no occidentales pretenden estimular? ¿Es el resultado paradójico de lo que Occidente le ha venido reclamando por lustros a la región: ser más pragmáticos?

En este contexto, la reciente cumbre UE-CELAC —heredera de las cumbres bi-regionales iniciadas en 1999— tenía un desafío notable: cómo reactualizar su importancia eludiendo ser parte de las cumbres del pasado y reconociendo los límites vigentes a una interacción más robusta entre las dos regiones. Los escollos a superar no eran ni son menores. Existen elementos estructurales que han ido produciendo un silente distanciamiento mutuo. El tamaño de los cambios en cada región; los reacomodos de poder global y sus efectos para Latinoamérica y Europa; la dimensión de los dilemas domésticos a cada lado del Atlántico; las resistencias de Occidente a la redistribución de riqueza e influencia respecto al Sur; entre otros, han generado situaciones y opciones diferenciadas para cada parte. Persisten eventuales puntos de intersección en cuanto a valores y prioridades. No obstante, se viene reduciendo el conjunto de incentivos positivos para que Europa y América Latina y el Caribe forjen una agenda original y consensual.

A lo anterior se han agregado algunos fenómenos recientes preocupantes. Primero, el multilateralismo está en crisis. Los déficits de legitimidad y la parálisis institucional de diversas organizaciones internacionales constituyen una dificultad significativa y no se atisba en el horizonte un robustecimiento de los ámbitos multilaterales de alcance global. En ese sentido, las cumbres en general son crecientemente cuestionadas por su incapacidad de afrontar y resolver asuntos centrales de la política mundial. Segundo, la integración atraviesa un momento delicado: parece crecer la potencialidad de desintegración. En Europa y Latinoamérica, por razones distintas pero con efectos similares, hay signos regresivos en materia de integración. En esa dirección, las cumbres intra- y bi-regionales no son percibidas por diversos actores sociales y políticos como un instrumento apto que contribuya a evitar la fragmentación. Tercero, es evidente la supervivencia, en múltiples contextos, de la soberanía como categoría política. Juristas y economistas, progresistas o neoliberales, pueden decretar la irrelevancia de la soberanía en el mundo actual, pero tienden a exagerar: hay una gran variedad de “mundos” yuxtapuestos —pre-moderno, moderno, posmoderno— en espacios geográficos y ámbitos culturales muy diversos en los que la soberanía no ha perdido vigencia.

En ese marco, las cumbres tienden a reproducir lógicas en las cuales para varios Estados, a los dos lados del Atlántico, la cesión de soberanía es entendida como disfuncional y hasta peligrosa. Y cuarto, es imprescindible observar y entender el eventual cambio en los intereses estratégicos de élites clave. Esto se puede manifestar, por ejemplo, en la tentación de imponer los propios intereses nacionales (y de ciertos grupos particulares) por sobre los compartidos, tanto en el plano regional como bi-regional, y de monopolizar los mayores beneficios individualmente. Para el caso de la UE es esencial precisar si ese cambio se está produciendo en Alemania y qué ocurre desde el otro lado del Atlántico con Brasil. El esquema de cumbres estaba y estará condicionado por las preferencias y políticas de los principales actores en cada región.

En síntesis, la nueva cumbre bi-regional se produjo en la compleja intersección de tendencias profundas y manifestaciones coyunturales que revelaban la dimensión del reto que vienen enfrentando europeos, latinoamericanos y caribeños. Los intercambios y las conclusiones del encuentro de Bruselas indican que los cónclaves UE-CELAC estarán destinados a ser parte de las cumbres del pasado si no se reorientan mediante un impulso tangible en aras de un futuro más trascendental para las dos partes. Para que esto último suceda se necesita definir, al menos en el corto plazo, un foco de interés convergente, estimular una postura coincidente y generar un ideal compatible.

Para lo primero el tema de la energía podría ser un asunto primordial. Europa necesita reducir su dependencia energética de Medio Oriente y Rusia y Latinoamérica posee no solo abundantes recursos en materia de hidrocarburos convencionales, sino también grandes reservas off-shore, así como petróleo y gas shale. Salvando las distancias y en el entendido de que la analogía no es exacta por varios motivos, podría concebirse a nivel bi-regional un pacto energético como el que lograron China y Rusia en 2014 equivalente a unos US$ 400.000 millones.

Para lo segundo, sería promisorio que europeos, latinoamericanos y caribeños aunaran algunos principios y posturas en torno al tópico de las drogas; en especial en vista de la sesión especial sobre la materia convocada por Naciones Unidas para abril de 2016. Repetir, como lo han hecho los documentos bi-regionales, que en el tema de las drogas ambas partes acuerdan con el principio de la responsabilidad común y compartida, es insuficiente pues al final del día la “guerra contra las drogas” se libra en Latinoamérica y Europa se contenta con la provisión de una exigua asistencia de recursos que, inadvertidamente, solo perpetúa esa cruzada. Ya que existe el Mecanismo de Coordinación y Cooperación en materia de Drogas entre la UE y la CELAC es tiempo de que ambas regiones convengan iniciativas razonables y realizables a favor de la experimentación en vez de la represión, de la regulación en vez de la prohibición. Lo anterior sería un paso adelante para remozar los vínculos entre europeos, latinoamericanos y caribeños.

Y para lo tercero, podría ser valioso crear un foro permanente, con participación de actores de las sociedades civiles de las dos regiones, alrededor del tema de derechos humanos con el fin de fomentar un nuevo diálogo entre las partes. Ni Europa tiene una superioridad moral en esa cuestión ni es conveniente que dos áreas del mundo que tanto han aportado a la promoción internacional de los derechos humanos en las últimas décadas entorpezcan sus lazos por la presión de grupos recalcitrantes a uno y otro lado del Atlántico. Ni el cinismo ni la pasividad pueden ser la guía para relocalizar el tema de los derechos humanos en un sitio prominente del diálogo político entre europeos, latinoamericanos y caribeños.

En breve, antes de insistir con una aspiración tan grandilocuente como la de alcanzar un bucólico “futuro común” es hora de dejar de lado la retórica, de reconstruir paciente pero efectivamente los puentes malgastados de unas relaciones europeas-latinoamericanas/caribeñas que tienden al desacople recíproco, y de adoptar un temario sensato y acotado de objetivos necesarios y alcanzables.