Opinión

¿Una crisis del municipalismo de izquierdas?


mayo 2019

Las elecciones españolas pusieron un signo de interrogación sobre la efectividad del municipalismo de izquierdas. Los proyectos políticos nacidos de las manifestaciones sociales (como el de Manuela Carmena en Madrid y el de Ada Colau en Barcelona) parecen estar en baja, aún cuando sus gestiones son ampliamente reconocidas. ¿Qué les pasó?

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Con estas elecciones, la crisis económica del 2008 y sus consecuencias, lo que en esa época empezamos a llamar «crisis de régimen» parece definitivamente cerrada. Un síntoma claro es el declive de Podemos –tejido con dramas internos, divisiones y luchas intestinas–; otro, la consolidación y auge del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), a pesar de que la socialdemocracia se encuentra en decadencia en buena parte de Europa. El Partido Popular (PP) se descompone pero consigue auparse en la fragmentación de la derecha para conservar el poder en plazas importantes como sucederá con toda probabilidad en la Comunidad de Madrid. La ultraderecha de Vox ocupa un buen puñado de escaños y concejalías. Pero sin duda, la evidencia más clara es el fin de los ayuntamientos «del cambio» que se pierden todos –salvo Cádiz y Valencia, aunque en este caso se tratase de un fenómeno algo diferente al resto al ser Compromís un partido joven pero al uso–.

Soplan vientos del este

La crisis de 2008 abrió un espacio de desafección política profundo; en el debate público se posicionaron las responsabilidades del capitalismo financiero y de los bancos, así como de la zarpa que imponía la salida austericida a la crisis impuesta por Bruselas. La generación de entre 25 y 40 años de clase media que vio amenazadas sus esperanzas de seguir perteneciendo a ella y asaltados por la precariedad, tomó las plazas. La legitimidad social estaba de su parte, como lo estuvo del movimiento de vivienda que consiguió un amplio consenso público a favor de las prácticas de desobediencia implicadas en la paralización de desahucios o en la ocupación social –por falta de vivienda–. Hoy, precisamente esta cuestión ejemplifica muy bien el cambio de clima político, el proceso de derechización social que permite a Ciudadanos colocar como problema público la ocupación, mientras continúa y se agrava el drama de los desahucios. La culpabilización de los débiles es un síntoma evidente de que soplan vientos por la derecha.

Por supuesto Europa –con sus imposiciones del marco neoliberal– ni ha estado en la agenda de la campaña ni se la espera. España se mira, una vez más, el ombligo. A eso contribuye el conflicto en Cataluña, el posicionamiento de la defensa de la unidad nacional como tema central de la agenda política a través de un proceso judicial surrealista. Los discursos mediáticos y sociales se derechizan también por aquí mediante claves que son muy españolas. La cosa nacional: una kryptonita que debilita a Podemos y un humus que alimenta la emergencia de Vox.

En Barcelona, en barrios obreros como Nou Barris, o Sant Martí, Barcelona en Comú pierde miles de votos –en conjunto en toda la ciudad, el descenso es de 20.000–, mientras que el Partido de los Socialistas de Cataluña (PSC) recupera sus antiguos bastiones. Está claro que la cuestión nacional tiene su parte de responsabilidad; ese tema en el que, en realidad, se juega tan poco –la independencia no está más cerca ahora que hace ocho años mientras que la especulación inmobiliaria y la turistificación campan a sus anchas por Barcelona–. Esta cuestión, no obstante, no se puede esquivar. A los que muchas veces se consideran catalanes de segunda –por ser hijos de la inmigración española–, y que habitan esos barrios, parece que les importan demasiado las ambigüedades de Ada Colau y su equipo en este tema. Quizás haya otras cuestiones de fondo que son más difíciles de trazar. Lo cierto es que en Barcelona, como en Madrid, se ganó en 2015 por un estrecho margen y el paisaje de fondo se ha movido profundamente en muchos sentidos.

Las apuestas municpalistas hacen aguas

Es cierto que parte del impulso movimentista que aupó a estas candidaturas ya no existe. Quizás hay que recordar qué fue lo que las animó ya que el contexto, y también su retórica han cambiado. Muy sucintamente: eran confluencias de partidos pero, sobre todo, de personas surgidas de los movimientos sociales o de los movimientos de las plazas con una vocación de transformación democrática radical de las instituciones y de las formas de hacer política. Surgieron en la crisis de representación que inauguró el 15M y por tanto pretendían impugnar las formas partidarias tradicionales. Así, aportaban un punto de innovación política importante –comunicativa pero también primarias, tecnopolítica, elaboración colaborativa de los programas, etc.– Al menos esa era la teoría.

Lo cierto es que en sus orígenes consiguieron levantar procesos de movilización a su alrededor y llegar impulsados por ellos a algunas alcaldías importantes como las de Barcelona, Madrid, Zaragoza, A Coruña, Santiago, entre otras. En cualquier caso, «cambio» no hacía referencia a arrebatar el gobierno a la derecha, sino a los partidos tradicionales –a hacer política desde abajo, apoyados en las movilizaciones sociales, en procesos más abiertos y menos jerárquicos que los de los dominados por las viejas estructuras–.

Hoy poco queda de esos procesos, y aunque es difícil entrar en la casuística de cada una de las candidaturas –que dependen de coyunturas locales–, podemos decir que ya no estamos en 2014, donde las grandes movilizaciones alimentaron los proyectos municipalistas.

Es probable también que se generaran expectativas de transformación muy alejadas de las cosas que finalmente se han podido realizar –a pesar de que también se han conseguido cosas, a veces muy valiosas–. Ya sea por falta de competencias, debido a las políticas de austeridad y a los férreos límites que impone a la política municipal, ya sea por cobardía o porque se ha preferido «gobernar para todos». Es posible que en barrios populares como los de Madrid y Barcelona, donde ha aumentado la abstención, se deba también a esperanzas no concretadas.

Algunas de esas candidaturas abandonaron además la radicalidad retórica y programática y se adaptaron a las formas consensuales de la política institucional. Pero las que no lo hicieron han obtenido todavía más pobres resultados. En algunos lugares no se ha producido un clima de movilización capaz de acompañar a los gobiernos del cambio. En otros, desde estos gobiernos, se ha buscado conscientemente separarse de esas aspiraciones radicales una vez en el poder y en tensión con algunas de las fuerzas que impulsaron la candidatura, como ha sucedido en Madrid.

En esta ciudad, el lenguaje de democracia radical que dio lugar a Ahora Madrid –confluencia de fuerzas diversas aunadas en un proyecto de carácter asambleario– ha sido sustituido por una clara apuesta personalista basada casi exclusivamente en una figura carismática y un marketing político muy cuidado que ha cristalizado en Más Madrid. Las primarias abiertas y proporcionales de 2015, en las que concurrieron varias listas y que compusieron una candidatura plural, han dado paso a la elección a dedo de los candidatos –aunque probablemente el clima sea otro y ahora no exista una demanda democratizante de los partidos tan fuerte como para servir de presión externa–.

La «concejalía de Empresas», la apuesta por el pelotazo de la Operación Chamartín o por un Madrid corporativo y de grandes eventos pero de tráfico regulado no ha acabado de cuajar y se pierden 16.000 votos respecto a 2015. Pero, ante la movilización de la derecha, no perderlos tampoco hubiese sido suficiente para retener la alcaldía, la victoria de la legislatura pasada ya fue ajustada. El escenario impone sus límites.

El futuro de estos proyectos municipalistas es incierto, unos acabarán convertidos en partidos tradicionales porque, en muchos lugares, el rechazo de las formas partidarias no ha conseguido generar alternativas mejores. Incluso se han llegado a generar estructuras menos democráticas y más jerárquicas que las de los viejos partidos, basadas en dinámicas de grupos o camarillas. Esto inaugura la incógnita de qué sucederá con ellos cuando los líderes falten. En Madrid, por ejemplo, Carmena dijo que dimitiría si no revalidaba la alcaldía.

Otros puede que sucumban a estas derrotas. Muchas de las candidaturas que no gobernaban pero que obtuvieron representación y que insuflaron aires y demandas nuevas a los plenos –Ahora Málaga, Terrassa en Común, Aranzadi en Pamplona, etc…– la han perdido hoy. Quizás no sea un adiós, sino un hasta luego y la apuesta municipalista sea capaz de reeditarse a medio plazo con proyectos militantes de construcción más pausada –sobre todo en los municipios más pequeños donde es más fácil la política cara a cara–. En cualquier caso, esos proyectos requerirán otros tiempos y otro tesón porque el clima, definitivamente, no es el que los encumbró en 2015.

Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y CTXT. Puede leer el contenido original aquí

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