Opinión
octubre 2016

Un socialdemócrata en la ONU

António Guterres tiene una trayectoria de lucha por la dignidad de los sectores y países más vulnerables. Su llegada a la Secretaría General de la ONU podría ayudar a construir nuevos horizontes de justicia

Un socialdemócrata en la ONU

Por novena vez la Organización de Naciones Unidas eligió a su secretario general. El socialista portugués y director del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) durante los últimos 10 años António Guterres, fue aclamado por el Consejo de Seguridad y ratificado por la Asamblea General. Es el primer europeo que ocupará el cargo desde el fin de la Guerra Fría y desde la formación de la Unión Europea como entidad regional supranacional. También el segundo socialdemócrata, después del primer secretario general, el laborista noruego Trygve Lie, quien dirigió la ONU entre 1945 y 1952. Su peso político, dentro de las filas de la socialdemocracia internacional es, no obstante, mucho mayor que el de su lejano antecesor escandinavo, pues no solo ha sido presidente del Partido Socialista Portugués sino también primer ministro de su país en 1995-2002 y presidente de la Internacional Socialista en 1999-2005. Guterres combina, por lo tanto, la experiencia de un diplomático y funcionario internacional de alto nivel que conoce muy bien la maquinaria interna de la ONU (desde su cargo de director de ACNUR) con la de un político proveniente de una de las corrientes más arraigadas y organizadas internacionalmente de la modernidad occidental.

Frente a la tradición tecnocráticamente acotada y pragmática de la diplomacia del Este asiático a la que pertenece el secretario general saliente, Ban Ki-moon, Guterres podría representar un cambio de estilo importante. Sus declaraciones desde el cargo de director de ACNUR y su primera intervención ante la Asamblea General el día de su ratificación parten de una visión filosófica y éticamente fundada del mundo contemporáneo, que va más allá de una mera administración de conflictos. Su referencia en la primera alocución ante la Asamblea General, a «la xenofobia y el populismo» como amenazas a la paz internacional y a la «otra cara» del terrorismo ha sido novedosa conceptualmente para lo que estamos acostumbrados a oír desde esa tribuna y refleja una postura inequívoca frente a los procesos internos no solo de los países periféricos, sino también de las principales economías y potencias bélicas del mundo.

El mantenimiento de la paz global sigue siendo la tarea principal de la organización. Si bien la eliminación total de conflictos bélicos entre los países y en el interior de ellos está más allá de las capacidades de la ONU, bajar la intensidad de la contraposición de las potencias y canalizar por la vía diplomática las controversias entre las potencias nucleares hoy vuelve a ser tan importante como en los tiempos de la Guerra Fría. Y, tal vez, más difícil de lograr, pues la ausencia de un trasfondo ideológico estable de los conflictos hace más volátil e impredecible el comportamiento de los actores.

Junto con ello, el manejo de las crisis humanitarias y el apoyo al desarrollo sostenible conforman la agenda de la ONU. El perfil político del nuevo secretario general, su cosmovisión y su trayectoria hacen pensar, al menos potencialmente, en un enfoque social más consistente por parte de la organización. Sin embargo, la palabra que más suena en las últimas décadas, cuando se menciona la ONU, es «reforma». Los expertos hablan sobre su necesidad y su realización estaba en la agenda de los tres últimos secretarios generales, pero hasta ahora los cambios han sido escasos, lo que puede explicarse por la complejidad y multiplicidad de intereses cruzados involucrados.

Creada al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la ONU reflejaba en su estructura la arquitectura del mundo de la Guerra Fría. Los miembros permanentes del Consejo de Seguridad no solo eran los ganadores de la contienda mundial: eran potencias nucleares y «cabezas de serie» en la confrontación de la Guerra Fría. El Consejo de Seguridad y su capacidad de veto eran un espacio necesario de negociación y diplomacia para evitar un choque directo entre ellos. No obstante, con el colapso de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, esta estructura dejó de reflejar la relación de fuerzas a escala global. La Rusia actual no es la URSS de antaño, si bien sigue siendo potencia nuclear y en los últimos años ha incrementado sus pretensiones de volver a ser vista como potencia. Se trata, en todo caso, de razones suficientes para su mantención en el Consejo en aras de la paz mundial. Sin embargo, han emergido nuevos centros de poder en el cuarto de siglo transcurrido, que también deberían estar representados en el órgano ejecutivo y vinculante más representativo del mundo. La incapacidad de la sociedad internacional de ponerse de acuerdo respecto de quiénes deberían integrarse al club de los poseedores del veto y la falta de voluntad de los actuales miembros del club para ampliarlo no han permitido avanzar en esta dirección. Una muestra de la debilidad representativa y resolutoria del actual Consejo de Seguridad es la aparición de nuevas instancias de poderes fácticos internacionales que discuten y resuelven al margen de la ONU y su Consejo de Seguridad. En primer lugar, el G-7 (u ocho en algunos momentos), formado por las principales economías del primer mundo, y el G-20, donde junto con los miembros del G-7participan las potencias emergentes. ¿Cuál de estos dos modelos debería elegir a futuro la ONU para su Consejo de Seguridad? La lógica de dar espacio a la deliberación de una mayor cantidad de potenciales conflictos en el interior de la organización sugiere el modelo cercano al G-20; no obstante, parece un número demasiado grande de portadores de intereses contrapuestos para que el organismo pueda llegar a acuerdos efectivos.

Por otra parte, el creciente número de programas de cooperación para el desarrollo y de ayuda a situaciones de crisis humanitaria requiere nuevos y mayores recursos y choca con la reticencia de los Estados para cooperar con el organismo internacional. La tradición burocrática acumulada en 70 años de existencia de la ONU hace muy costosa cualquier operación de la ONU en el terreno, según observadores, hasta tres cuartas partes de los presupuestos de programas de ayuda se gastan en los propios «ayudistas», lo que deja para los destinatarios no más de 25% de los fondos. Si bien estos indicadores pueden mejorarse con una administración más eficiente, la falta de recursos puede llevar a situaciones que desnaturalicen el carácter de la organización. Así, entre los principales donantes que aportan recursos adicionales a los programas específicos, hay Estados que violan derechos y producen situaciones de vulnerabilidad, chantajeando a su vez con la eventualidad de suspender sus aportes para evitar condenas de sus prácticas. El saliente secretario general se refirió explícitamente a esas prácticas por parte de Arabia Saudita y justificó su decisión por la necesidad de mantener importantes programas de ayuda.

Se habló mucho en las etapas previas a esta elección acerca de la conveniencia de tener por primera vez una mujer en elmáximo cargo de la ONU, como señal de respaldo a las políticas de potenciación de género de la organización. Algunos países latinoamericanos, como Colombia, lo plantearon en términos de campaña. Y por primera vez hubo un potente grupo de mujeres candidatas al cargo. No obstante, en un momento caracterizado por tensiones inéditas desde hace un cuarto de siglo entre miembros permanentes del Consejo de Seguridad, se optó por una figura diplomática que reunía un mayor consenso. A la vez, dados los desafíos de la renovación del organismo, por una figura política, más que meramente administrativa. Con eso quedaron fuera las candidatas mujeres. La búlgara Irina Bokova, directora de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), por aparecer más cercana a Rusia. Su connacional Kristalina Georgieva, comisaria europea de Programación Financiera y Presupuestos, así como la actual canciller argentina, ex-jefa de gabinete de Ban Ki Moon y ex-directora del programa de alimentos de la ONU, Susana Malcorra, o la ex-primera ministra neozelandesa Helen Clark, actual administradora del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), por tener un perfil más bien tecnocrático. Respondiendo a las expectativas frustradas de esta elección en este aspecto, el nuevo secretario general expresó su aspiración de promover la paridad de género dentro de los equipos de la ONU.

El propio proceso de elección de secretario general, que no ha sufrido cambios desde la fundación de la ONU, esta vez ha generado mayores reparos en parte de la opinión pública y medios diplomáticos de los países que no forman parte del club de poseedores de veto. Y esto se puede interpretar como parte de una aspiración más amplia de la sociedad civil global hacia una mayor transparencia y democracia de los procesos políticos eleccionarios.

Hoy el secretario general es elegido por el Consejo de Seguridad, donde los miembros permanentes pueden vetar las candidaturas que no les satisfacen, y luego es ratificado por la Asamblea General. Considerando el carácter de las funciones del secretario, que debe aspirar a lograr entendimiento en el Consejo de Seguridad para dar respuestas a eventuales situaciones álgidas, el voto de confianza de los involucrados puede dar mayores garantías de que pueda cumplir con este rol. A su vez, la experiencia previa en la ONU parece ser importante para el desempeño de las funciones de la dirección diaria de la organización. Un eventual secretario general propuesto y elegido por la Asamblea General, sin contar con los requisitos arriba mencionados, estaría en riesgo de convertirse en una figura protocolar y decorativa. Pero ello no impide que la organización comience un trabajo que permita combinar mejor las exigencias de la funcionalidad del cargo y de una mayor democracia de su elección.

Los desafíos que enfrentan la ONU y su nuevo secretario general son múltiples. No se podrá terminar con las guerras, pero tal vez sí evitar algunas y bajar la conflictividad en otros casos. También, ayudar a sobrevivir a quienes sufren sus consecuencias, así como las de las eventuales catástrofes naturales o producidas por los humanos. En conclusión, hacer de este planeta un lugar un poco más digno para vivir. Si esto se logra, la ONU ya justifica con creces su existencia. Deseémosle éxitos.



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