Un pajarillo llamado «Mané». Evocación de Manuel dos Santos, Garrincha
Nueva Sociedad 248 / Noviembre - Diciembre 2013
Este artículo está dedicado a recordar a Manuel dos Santos, Garrincha, el mítico puntero brasileño de los Mundiales de 1958 y 1962, y especialmente los alcances de su juego en los márgenes de una cancha. Su signo fue la excepcional habilidad en los espacios mínimos, con la que construía los laberintos donde se perdían sus rivales, quienes debían resignarse a simplemente verlo pasar. Las torcidas lo consideraban «la alegría del pueblo» porque su juego, más allá de las rivalidades, lograba que lo lúdico primara sobre cualquier otra posibilidad, fascinando por igual a propios y ajenos.
1. Pocas cosas más efímeras e insignificantes que los masivos espectáculos públicos de nuestro tiempo: nadie ni nada vale ahí sino la renovación perpetua de esas máquinas que convierten el ocio colectivo en fuentes de dinero. El heracliteano «todo pasa» puede haber sido pensando peyorativamente para ese mundo donde una oscura red de empresarios y promotores arman precarios teatros donde se ritualizan vanos simulacros de las tensiones que agitan los deseos humanos. En general, poco o nada «sucede» ahí: el espectador lo sabe, también el actor, y todos, cada uno a su manera, con resignado realismo, tratan de aprovechar lo mejor posible las circunstancias. «Ya vendrán otras mejores».
Sin embargo, en los intersticios de tales sistemas de banalidades, algo surge, algo brilla de vez en cuando, algo totalmente ajeno a la lógica dominante del sistema. Como si de pronto Alicia hubiera pasado a través del espejo.
2. Un 15 de junio de 1958, allá en Suecia, el seleccionado brasileño de fútbol –futuro campeón mundial– incluyó en su alineación a dos figuras suplentes, Pelé y Garrincha, que con el tiempo llegarían a ser símbolos de la maravilla y la magia posibles en este deporte. Hay una zona en la que todo deporte –sistema de reglas y habilidades– toca las fronteras de lo excepcional y se traduce, para la memoria colectiva, en un más allá que se explicita con analogías mágicas y artísticas. Sabemos que Pelé la frecuentó y de ahí el justificado lugar, el del Rey, que ocupará para todos aquellos que, de una u otra manera, se han acercado al fútbol. Pero no es Pelé quien, para mí, concentra los más inéditos alcances de ese deporte, sino Garrincha: esa indeleble finta en la punta derecha en un costado de la cancha, «esa diablura que los atareados años desafía», esa concentración de astucias donde el cuerpo y la pelota, y el espacio y el tiempo, y el orden de propios y ajenos, forman por momentos un estructurado casi-cristal donde él introduce la siempre inédita –la siempre añorada o esperada– diferencia –transparencia– que, al desordenado todo –todo lo previsible–, abre no sé qué puertas, no sé qué salidas, que no sabemos qué nos andan diciendo, si no verdades, felicidades.
No creo entender realmente lo que significó y significa el juego de Garrincha; pero tampoco puedo abandonar la idea de que lo suyo llevaba el juego del fútbol a una zona «otra» donde lo popular inscribe una marca irrecuperable para cualquier sistema; aunque esa marca, en un cierto sentido, como en su vida íntima, haya sido también un fracaso. Estas notas no son, pues, una hermenéutica del juego de Garrincha, son solo digresiones en torno de una leyenda, notas a un cuento de Las mil y una noches, se diría.
3. Es muy significativo, en un mundo cifrado en dominaciones, que Garrincha –quien parecía armar sus melodías sobre la base de disonancias y silencios, y cuyos «quiebres» de cintura, valga el clisé, tienen algo de pasos de samba– haya sido apodado «la alegría del pueblo» y que solo en sorna o cruel ironía del tiempo –tal su aparición en un carnaval carioca– haya sido figurado como un monarca. Todo ocurre como si los atributos del poder le hubieran sido fundamentalmente ajenos. No tenía –felizmente, quizá– los sobrios y severos rasgos que motivan proyecciones y adjetivaciones nobiliarias: ni «rey» como su compañero de selección, ni «káiser» como Franz Beckenbauer, sino, simplemente, «la alegría del pueblo».
En ese sentido, uno tiende a situarlo –como quien asume una etimología fantástica– surgiendo de las favelas e invadiendo con su juego el «centro» de un territorio enemigo, cuyos habitantes, hipnotizados, apenas lo ven pasar. Ciertamente, el «pueblo» y «lo popular» se prestan a todo tipo de articulaciones, y no en vano son el objeto privilegiado de todas las demagogias. Sin embargo, quizá todavía podemos pensarlo como esa masa que propone René Zavaleta Mercado en su ensayo «Las masas en noviembre»1: como un cuerpo social cuya intersubjetividad se construye territorialmente y que se marca históricamente por su permanente enfrentamiento con los instrumentos represivos del poder. Para ese tipo de pueblo, Garrincha es su alegría.
Y si el pueblo es –en el fondo– algo territorial, terrestre, es claro que el juego de Garrincha era uno apropiadísimo para imbricarse en ese tipo de intersubjetividad. No olvidemos, de partida, que Garrincha jugaba de puntero derecho, bien pegado a la línea de cal, como quien juega en las fronteras, en los márgenes, siempre un poco lejos del «centro». Norman Mailer, quizá, hubiera comparado su juego –y el tipo de puntero que representaba: artífice de pequeños espacios y no penetrador en diagonal y no perseguidor de pelotas largas– al ajedrez introducido, entre otros maestros, por Aron Ninzovitch y Richard Réti. Ajedrez que no ocupa de partida el centro del tablero sino que se desplaza a mínimos espacios laterales donde se prepara –gracias a minuciosos juegos tácticos– una posterior y definitiva y fatal apropiación del centro. Mailer en The Fight (1975):
En el ajedrez, ningún concepto había estado más firmemente establecido que el control del centro, y por la misma razón que en boxeo: daba movilidad al ataque ya sea por izquierda o por derecha. Más tarde ocurrió una revolución en el ajedrez y nuevos maestros argüían que si uno ocupaba demasiado temprano el centro se creaban debilidades tanto como fortalezas. Era mejor invadir el centro luego de que el contrario estuviera ahí ya comprometido. Por supuesto, con tal estrategia uno tenía que ser habilidoso en espacios apretados. Un brillo táctico era esencial en cada paso.2
A su manera, Garrincha –como los punteros de su estilo– habría manejado su derroche técnico en una perspectiva análoga: al jugar apretadamente en los bordes, anulando uno tras otro en reducidos espacios a los relevos que, finalmente, acababan mirándose sorprendidos unos a otros mientras él pasaba entre ellos, él «abre» la defensa contraria, la disemina, la ralea y prepara la muchas veces fatal llegada del gol. «Espejismos».
4. La producción del gol no alcanza, sin embargo, para entender a Garrincha. Ciertamente, hacía y provocaba innumerables goles; pero, para su juego, eso solo parece ser el suplemento de una más básica diferencia: el gol, un mero signo entusiasmado por un exceso más elemental. Con él, en cierto sentido, el gol se hacía muchas veces innecesario porque ya era inevitable: alguien, cualquiera que estuviera «a mano», podía empujar la pelota al arco contrario pues ella ya había sido liberada de todo azar y salía en su pase vestida de destino. En su juego había, pues y necesariamente, goles, pero su sentido estaba «en otra parte».
Utilitariamente, es cierto, todo gol, cualquier gol, vale en el fútbol y, ciertamente, los partidos se definen por goles. A veces, estos son resultado de barullos en el área, errores defensivos, casualidades en las que la pelota encuentra la cabeza o el pie apropiados y, otras veces, son la preciosa estocada que acaba una brillante faena individual o colectiva. En todo eso, en el suspenso de la llegada de la pelota a la red, el gol –cualquier gol– es la cortina que cierra y clausura un acto, una obra. El gol es un producto que, a la larga, está hecho para ser consumido; lo de Garrincha tiene menos que ver con el producto que con la producción misma. En su juego, no es la culminación la que atrae, sino el complejo de fintas, quiebres, cambios de ritmo, excesos técnicos, todo aquello que se basta con sugerir el gol posible como si la construcción de una red hiciera ya inútil el acto de la captura. Lo suyo no se mide, pues, por las finalidades que persigue sino por las etapas que atraviesa: como Ulises, Garrincha llega a casa sólo para poder contar sus aventuras y son estas, fundamentalmente, la clave de toda odisea. Garrincha, fecundo en ardides.
Según Jean-François Lyotard, hay dos tipos de movimientos ligados a la producción y el deseo: uno, volcado hacia el producto, hacia el resultado y su consumo utilitario, y otro más bien inútil, que se complace en procesos que no llevan a ninguna parte. Dice Lyotard:
Un fósforo frotado se consume. Si prende con él el gas gracias al cual calienta el agua del café que debe tomar antes de ir a trabajar, el consumo no es estéril, es un movimiento que pertenece al circuito del capital: mercancía fósforo –> mercancía-fuerza de trabajo –> dinero-salario –> mercancía fósforo. Pero, cuando un niño frota la roja cabeza para ver, por gusto, él disfruta del movimiento, gusta de los colores que se mutan los unos en los otros, las luces que pasan por el apogeo de su brillo, la muerte del pequeño pedazo de madera, el siseo. Gusta, pues, de diferencias estériles, que no llevan a nada, es decir, que no son igualables y compensables, meras pérdidas que un físico llamaría degradaciones de la energía.3
El juego de Garrincha tiene mucho que ver con la segunda posibilidad: con la de prender un fósforo para verlo simplemente. Garrincha también nos sitúa allí donde lo gratuito –lo inútil– adquiere su sentido propio, independiente de una finalidad suplementaria. Este terreno es, como se sabe, uno muy próximo al del arte. En este sentido, Lyotard sugiere –siguiendo a Theodor Adorno– que quizá los fuegos artificiales son la forma suprema del arte moderno: pura dilapidación de bellos juegos –añadamos– que brillan en su propia muerte. Quién sabe si algunas vidas –todas las vidas– se ven así desde la eternidad.
Ajeno a finalidades inmediatas, enamorado de su propio discurso, el juego de Garrincha ni siquiera parecía estar interesado en el circunstancial partido que jugaba. En esta vena, un comentarista, cuyo nombre no está consignado en la nota que conozco («Los demonios de la línea de cal»), destaca la siguiente impresión a propósito del juego de este endiablado puntero:
El pueblo carioca gozaba todos los domingos de sus diálogos con el imposible, de sus invenciones sobre la línea de cal, con ese acto mágico en que aparecía y desaparecía delante de sus marcadores, dando a veces la impresión de que se olvidaba del partido y se llevaba la pelota a su casa para jugar con los niños de la favela, en las laderas de los morros, con el paisaje de la increíble bahía de Guanabara.
Por ahí debe estar todavía.
5. Si Lévi-Strauss tiene razón, los fundadores de mitos son seres que vacilan entre la naturaleza y la cultura; son algo deformes, pues en ellos la naturaleza no ha sido todavía apropiadamente domesticada. Tienen algo de animales, algo de las máscaras tal como las entendía Georges Bataille, es decir, como parte del caos que todavía rige detrás de los rostros civilizados. En Garrincha, el juego, en efecto, se asocia fácilmente a esas categorías no del todo cerradas, fronterizas, marginales, algo irracionales. Lo suyo sucedía allí donde la plenitud no necesita todavía de la perfección. En un juego territorial como es el fútbol, lo suyo parecía extremar esta característica como si anduviera contemplando e intensificando los más mínimos espacios. Como si, en realidad, no quisiera o no pudiera despegarse de la tierra.
Pero, son sus «patas chuecas», más precisamente, las que lo signan –como a Edipo– con un defecto que está en la base de su leyenda. Cuando, por un instante, comparamos la figura torcida de Garrincha con las perfecciones apolíneas de esos atletas que ahora se ocupan del fútbol, se entiende bien que él no estaba jugando ningún «deporte». En sus piernas chuecas hay el resto de una naturaleza informe –una khora semiótica, valga la erudición– de la que nacen todas las formas: el misterio que hace que la mariposa haga un rodeo por el gusano y que la orquídea diseñe la sexualidad del insecto que la fecunda. (Y ¡qué torpes!, a su lado, los «perfectos»). En un cierto sentido, con esas piernas no podía ir muy lejos y, se diría, prefirió frecuentar lo suyo, inscribiendo sus sueños en los más mínimos pedazos de tierra.
«La alegría del pueblo». Por dónde estará el inédito sentido que ese hombre introdujo en el fútbol cuando construía minúsculos y mínimos laberintos al borde de la cancha, laberintos donde irremediablemente se perdían las defensas y donde él llevaba –como un dibujo en un tapiz– el hilo de Ariadna que se convertiría –ya suplementariamente, como un mero exceso de libre y gratuita donación– en el gol de sus compañeros o en el suyo... o en nada, finalmente.
Nunca realmente acabado, el juego de Garrincha era como una promesa no cumplida: la permanente promesa de que en cualquier parte, como en el costado de una mera cancha de fútbol, un hombre deforme –es decir: todos los hombres– podía encontrar el paraíso que juguetona e inocente y torpemente buscaba. «Solo los dioses pueden prometer, porque son inmortales», dice Borges en su poema «The Unending Gift»; pero, sabiamente, agrega: «También los hombres pueden prometer, porque en la promesa hay algo inmortal».
- 1. En R. Zavaleta (comp.): Bolivia hoy, Siglo xxi Editores, México, df, 1983.
- 2. N. Mailer: The Fight, Little, Brown and Company, Boston, 1975.
- 3. J.-F. Lyotard: Des dispositifs pulsionnels [1973], Bourgois, París, 1980.