Opinión
septiembre 2018

¿Un conflicto acabado?

Sobre el asesinato de líderes sociales en Colombia

Desde el 1 de enero de 2016 al 22 de agosto de 2018, 343 líderes sociales y defensores de derechos humanos han sido asesinados en Colombia. El proceso de paz parece correr peligro. El gobierno de Iván Duque podría minar lo conseguido. El progresismo, mientras tanto, intenta plantar cara a la situación.

<p>¿Un conflicto acabado?</p>  Sobre el asesinato de líderes sociales en Colombia

Después del acuerdo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la evidencia de que Colombia aún no goza de una «paz estable y duradera» se verifica en la violencia sistemática contra líderes sociales. Desde el 1 de enero de 2016 al 22 de agosto de 2018, la Defensoría del Pueblo ha registrado el asesinato de 343 líderes sociales y defensores de derechos humanos. Esta situación es señal de la persistencia del conflicto –que actualmente se reconfigura– y debe llamarnos la atención porque todo ocurre a los ojos de un gobierno que habla de paz diciendo guerra.

En la mayoría de los casos, los asesinados eran líderes locales o regionales encargados de la organización comunitaria, la promoción y defensa de los derechos humanos, representantes de sus pares en los reclamos colectivos en contra de políticas de grandes mineras o de mineras ilegales, y/o eran directos colaboradores de las políticas públicas que hacían parte del diseño institucional que siguió el acuerdo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Estas mujeres y hombres eran agentes o «promotores de paz». Por un lado, porque lideraban programas de sustitución de cultivos ilícitos o estaban a cargo de programas de restitución de tierras en los que se beneficiaba a familias campesinas que habían sido desplazadas por el conflicto armado. Por otro lado, porque algunos de estos líderes tenían el rol de organizar a los miembros de su comunidad en torno a la defensa de sus derechos colectivos o de reunir los reclamos contra amenazas en sus territorios, como la que hoy representa la explotación de yacimientos no convencionales de hidrocarburos, también conocido como fracking. No es casualidad que un informe haya señalado que los «conflictos por tierra, territorio y recursos naturales» han estado vinculados con 83% de los homicidios en 2018. Estamos entonces hablando de promotores activos de paz que, con sus acciones directa o indirectamente involucradas con el acuerdo, estaban construyendo las condiciones para el tránsito entre vivir en medio de un conflicto armado a un futuro posible de «posconflicto» no armado.

La generalidad de estos hechos ha ocurrido en zonas con mayoría de población indígena, campesina o afrocolombiana, pueblos históricamente empobrecidos, con dificultades de acceso a servicios básicos que debían ser provistos por el Estado Social de Derecho, como dice la Constitución de 1991. Los hechos han ocurrido allí donde existe una presencia de facto de diferentes grupos armados, y cuya economía no ha sido diversificada sino que ha estado más orientada a los monocultivos. Se trata de lugares en los que, en algunos casos, el cultivo de coca ha empleado a una importante proporción de sus pobladores. Por ello, son puntos estratégicos de la compleja red de producción y distribución del tráfico de drogas ilícitas. También son lugares que enfrentan recurrentemente conflictos socioambientales y cuyos pobladores han atestiguado las prácticas corruptas de empresarios y caciques políticos locales que afectan los bienes comunes.

Quizás las diferentes dimensiones de esta problemática puedan entenderse mejor si se tiene en cuenta el cambio «cualitativo» del conflicto en Colombia y si –pensando en lo que podría pasar hacia adelante– se advierte el sesgo «antipaz» del gobierno del presidente Iván Duque.

El cambio en el conflicto en Colombia está hoy asociado a la reconfiguración local y regional de los actores involucrados. Con la desmovilización de más de 12.000 militantes, las zonas en las que las FARC ejercían algún control político y económico y regulaban también las relaciones sociales quedaron ahora sujetas a la posibilidad de nuevos órdenes entre grupos que hoy están en conflicto. Entre ellos, se encuentran narcotraficantes, grupos «neoparamilitares» (entre otros nombres que les han dado), «disidencias» de las FARC y otros grupos guerrilleros que aún no se han desmovilizado (como el Ejército de Liberación Nacional y el Ejército Popular de Liberación). Esta es hoy una de las realidades más dramáticas y difíciles de entender por varias razones, entre ellas, por la dificultad de estudiar un fenómeno de violencia que aún no termina y también por la falta de interés de diferentes grupos oficiales y no oficiales.

A esta competencia violenta –que hace que en algunas zonas la amenaza, la extorsión y el reclutamiento sean hechos cotidianos– se suma la compleja relación que los diferentes gobiernos han tenido históricamente con el conflicto. Por un lado, se ha resaltado la dificultad que han tenido en hacer presencia y en regular realmente la violencia en el territorio. En este sentido, se ha insistido en que el problema es la incapacidad estatal. Sin embargo, con ello se ha dejado de lado que en muchos otros casos los gobiernos sí hacen presencia, y de hecho conviven con fuerzas ilegales, lo cual los hace copartícipes de estas situaciones de violencia. En este sentido, se tendría que insistir en el problema de la corresponsabilidad estatal. ¿Qué tanto mantendrá el gobierno actual esta situación? Lo que es evidente es su sesgo antipaz que, entre otras cosas, ha acentuado los problemas de implementación del acuerdo que empezaron a mostrarse durante el gobierno de Juan Manuel Santos.

Como se sabe, el éxito de Duque se explica, sin duda, en que se lo promovió como «el que dijo Uribe». Duque fue el elegido para representar a uno de los personajes más populares de la historia reciente de Colombia y a la tendencia que se ha opuesto a la salida negociada al conflicto, cuya victoria reciente –antes de estas elecciones– fue la del «No» en el referendo por la paz de hace casi dos años. Este episodio, vale resaltarlo, recordó que no había un consenso en torno de la resolución política del conflicto armado. Pero, sobre todo, revivió a este sector antipaz que estuvo relativamente aislado después de la reelección que logró Santos –tras ganarle al candidato uribista– en 2010.

De esta manera, el sector que ahora gobierna está intentando implementar su victoria atrasada. De hecho, a pesar de los matices que algunos intentaron darle a Duque como candidato porque no venía del ala «dura» del uribismo (y que él mismo intentó aprovechar al presentarse como un candidato de centroderecha para capturar a un electorado indeciso), la orientación de su gobierno le ha hecho honor a la vieja promesa (fallida) de que el medio para alcanzar la paz es la guerra. Evidencia de ello son las declaraciones de su ministro de Defensa, Guillermo Botero, quien en julio de este año anunció que su primera propuesta iba a ser regular la protesta social. Hace pocos días, ya en el cargo, afirmó que grupos armados financiaban las protestas en el país. Esta estigmatización revela, por lo menos, un punto clave: que el gobierno de Duque –y en esto se parece al de Santos, aunque se distancien en la voluntad formal en la paz– evade el compromiso que tiene con la situación actual. Su discurso elude la responsabilidad que tiene el Estado en los asesinatos y, por el contrario, intenta atribuírsela a los líderes mismos; ya sea porque se «extralimitan» (de ahí la pretensión de «regularlos») o por que están «infiltrados» por grupos armados. Esto recuerda la retórica usada por Uribe durante su gobierno para culpar a jóvenes inocentes que fueron asesinados y luego clasificados como guerrilleros, o contra estudiantes de universidades públicas y también líderes sociales a los que se acusó de «colaboradores» de la guerrilla.

Una consecuencia evidente de este sesgo antipaz es que al gobierno de Duque no le interesa buscar respuestas a una pregunta fundamental: el porqué de la sistematicidad de los asesinatos. De hecho, su retórica evidencia que no se toman en serio este fenómeno y les facilita atribuir los asesinatos, por ejemplo, a efectos secundarios del narcotráfico, aun cuando no exista una correlación entre aumento de homicidios y cultivos de coca. Además, su gobierno ha confirmado que va a revertir los programas de sustitución de cultivos ilícitos para retomar las fumigaciones con glifosato, al tiempo que ha respaldado políticamente a varios de los actores que tienen mucho que contar para esclarecer estos casos, como las empresas mineras (beneficiadas por el apoyo del gobierno de Duque al fracking y a la minería a gran escala).

El gobierno de Duque no tiene un plan claro para identificar a los actores que participan en las estructuras criminales que diseñan los asesinatos y financian su ejecución (ni para ir más allá de la identificación de los autores materiales). Es evidente que ello ha dificultado también el seguimiento de los diferentes casos y la consolidación de un registro confiable y unificado de cuántos líderes sociales y dirigentes han sido asesinados en Colombia.

Quizás lo único que hoy pueda ayudar a comprender el fenómeno y, sobre todo, a contribuir a la resolución de esta situación, sea la activa participación política de lo que algunos han llamado «las ciudadanías libres». Así se ha comprendido a sectores diversos de la sociedad que se expresaron electoralmente –votando ampliamente, aunque no mayoritariamente, por candidatos de centroizquierda y de izquierda– y quienes también se han organizado para defender lo pactado desde 2016 mediante diversas formas de incidencia que trascienden las urnas. Tal vez estas ciudadanías no solo conviertan en real la posibilidad electoral de un primer gobierno progresista en Colombia para 2022, sino que quizás también logren encontrar la salida sociopolítica a la espiral de violencia. Lo dramático de la situación es que están matando precisamente a muchas de las personas que encarnan esta posibilidad de cambio. Y así se asienta el conflicto.


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