Tema central

Un balance crítico de los programas sociales en América Latina. Entre el liberalismo y el retorno del Estado


Nueva Sociedad 239 / Mayo - Junio 2012

Este artículo discute los límites y las potencialidades de las políticas de transferencias condicionadas de renta (TCR), implementadas en América Latina desde fines de la década de 1990 para constituirse en instrumentos de protección que respondan a la nueva estructura de riesgos sociales. Se exploran algunas experiencias regionales (con referencia a Argentina y Uruguay) que intentan establecer nexos institucionales de estas prestaciones con las que ofrece el mercado de empleo. Con estas iniciativas se busca superar la fragmentación del esquema de bienestar social producida por la aplicación de las estrategias de reforma promercado en los últimos 30 años.

Un balance crítico de los programas sociales en América Latina. Entre el liberalismo y el retorno del Estado

Introducción

La instauración del nuevo modelo de desarrollo en América Latina desde fines de la década de 1970 puso en tela de juicio las posibilidades económicas y políticas de sostener o inaugurar políticas de bienestar de orientación universal, vinculadas de alguna forma al mercado de trabajo. En el marco de la estrategia intervencionista de posguerra, la promoción de protecciones articuladas con el ámbito laboral suponía, para estas latitudes, la posibilidad de incorporación a un «movimiento político de modernización» en el que la integración social pretendía formar parte de la agenda pública. Por supuesto que la región estuvo lejos de alcanzar esa teórica meta política, en la medida en que la desigualdad social y la pobreza se transformaron en rasgos distintivos de este continente durante el siglo XX1.

La reforma socioeconómica promercado se impulsó bajo la consigna política de construir una alternativa eficiente de remoción de los factores estructurales que obstaculizaban un crecimiento regular y el establecimiento de un nuevo patrón de distribución económica en la región. Los nuevos formatos de protección pretendían –al menos discursivamente– atender la nueva estructura de riesgos sociales que comenzaba a instalarse en el continente, así como resolver los problemas de exclusión social.

Para alcanzar los fines políticos enunciados, en materia social se privilegió el recorte de las políticas sociales, ya sea privatizando o estableciendo criterios restrictivos para la selección de beneficiarios. Simultáneamente, se promovió una amplia gama de programas de combate a la pobreza, como muestra de la preocupación pública por el amparo de los sectores vulnerables.

Una versión actualizada de esas estrategias sociales son las llamadas «transferencias condicionadas de renta» (TCR), que se extendieron por Latinoamérica desde mediados de la década de 1990 hasta el presente. Si bien estos nuevos programas comparten algunas características con el conjunto de propuestas que los antecedieron –están focalizados en segmentos de población, ofrecen un conjunto básico de prestaciones, establecen contrapartidas, etc.–, a su vez se les reconocen rasgos particulares que los ubican como alternativas públicas con potencialidad de convertirse en un eslabón específico y permanente de los incompletos sistemas de bienestar regionales.

El objetivo de este artículo es analizar las potencialidades políticas que tienen las TCR para consagrarse como sólidos mecanismos de protección de la estructura de riesgos sociales instalada en la región: pobreza, desigualdad socioeconómica, generacional, de género, étnico-racial, etc. Sin lugar a dudas, para ello es necesario identificar posibles rutas de articulación institucional de esas iniciativas públicas con otras prestaciones sociales, fundamentalmente las provenientes del mercado de empleo, de forma de limitar la fragmentación de la seguridad social.

La vanguardia de los técnicos y la reproducción hasta el infinito de programas sociales

En la medida en que se intentó posponer el conflicto distributivo, en especial en los años 90, el repliegue del Estado y los recortes en los gastos sociales tendieron a suplirse mediante sucesivos ensayos de iniciativas públicas dirigidas a enfrentar las situaciones de extrema pobreza, que en su mayoría contaron con recursos económicos de organismos internacionales. En ese contexto, se buscó suplantar las políticas sociales –es decir, líneas de acción sustentables política, institucional y financieramente– con proyectos de última generación, formulados sobre la base de un conjunto de parámetros medibles y evaluables.

La incorporación de los mencionados criterios técnicos significa indudablemente un avance en el diseño de protecciones, pero ellos no reemplazan la lógica política de las acciones públicas. Estas nuevas iniciativas sociales de combate a la pobreza se transformaron en el núcleo inicial y moderno, aunque inestable, del componente de asistencia que se constituía en la región. En una amplia proporción, esas propuestas se gestionaban en las administraciones locales o contaban con su apoyo, y a la vez involucraron en su ejecución a la sociedad civil organizada, particularmente las asociaciones sin fines de lucro.

Más allá de la variabilidad de los programas catalogados en ese rubro en términos de áreas de intervención –género, infancia, adolescencia y juventud, trabajo, salud, etc.–, es posible identificar tres «oleadas» de este tipo de prestaciones claramente diferenciadas2, cada una con sus respectivos fundamentos ideológicos, que tienen como característica común la atención de los problemas asociados a la exclusión social.

En una primera etapa, que se extendió desde mediados de la década de 1980 hasta los primeros años de la década de 1990, prevalecieron intervenciones sociales compensatorias y coyunturales, dirigidas fundamentalmente a los sectores sociales considerados indigentes. Los argumentos que respaldaban la transitoriedad de estas intervenciones suponían que la propia dinámica de ajuste y saneamiento económico propiciaría el crecimiento y, a la vez, la superación de las situaciones de privación socioeconómica.

La segunda fase se inició avanzados los años 90, con programas que se concibieron como estrategias de cierta permanencia y que pretendieron contemplar la multiplicidad de causas presentes en las situaciones de pobreza. En este contexto, se destacaron las medidas que incluían iniciativas multisectoriales, que si bien mantuvieron una pauta de acción focalizada, ampliaron la cobertura incorporando a nuevos segmentos de población carenciada3. Estas iniciativas surgieron luego de que se advirtiera que las etapas de crecimiento económico de la región no habían logrado por sí mismas modificar las condiciones de bienestar de la población más necesitada. Para alcanzar ese objetivo, se requería de estrategias públicas que se sostuvieran en el tiempo y que, a la vez, abordaran los diversos aspectos de la vulnerabilidad social.

Por último, la tercera etapa coincide con la llegada del nuevo siglo y se inició con la promoción de paquetes específicos de protecciones. Si bien un porcentaje de los programas sociales del periodo anterior se mantienen, simultáneamente se impulsó una nueva categoría de protecciones, diseñadas como megaintervenciones de alcance nacional centradas en las TCR a los hogares pobres4. Estas consisten en una prestación monetaria específica a las unidades familiares que reúnen un conjunto de características que las ubican como pobres según criterios previamente definidos. La recepción de esas transferencias está pautada por una serie de contrapartidas, en la mayoría de los casos relacionadas con la realización de controles sanitarios a las embarazadas y los menores de edad, así como la asistencia de estos últimos a los centros educativos.

Un amplio porcentaje de estas propuestas sociales se institucionalizaron y para su implementación se adjudicó una proporción limitada del gasto público. La estabilización de este tipo de programas es indicativa de un leve giro político e ideológico en el tratamiento de la pobreza. El Estado parece asumir su cuota parte de responsabilidad en el mejoramiento de esas situaciones, transfiriendo a ciertos segmentos sociales recursos monetarios que tienden a provenir del presupuesto público nacional.

La ambigüedad política de los programas de TCR

De acuerdo con lo señalado en el punto anterior, resulta evidente que la emergencia de las TCR supone un avance político respecto a las intervenciones que las antecedieron en la consideración de las problemáticas de vulnerabilidad social. Si bien el papel que desempeñan las TCR depende del perfil de los esquemas de protección en los que se insertan –nivel de cobertura de población y riesgos, estratificación de beneficios, etc.–, se asume públicamente que el mercado no resuelve por sí solo la pobreza, sino que el Estado debe intervenir de manera activa para mitigarla. Algunos analistas consideran que el establecimiento de estas medidas públicas relacionadas con los servicios de salud y educación expresan un esfuerzo por integrar distintos bienes sectoriales, y a la vez cabría esperar cierto grado de racionalización de los fragmentados sistemas de provisión social que caracterizan a estos países5.

Más allá de las expectativas de los especialistas, los estudios detallados de las TCR muestran su carácter dual, en la medida en que presentan algunos rasgos que las asimilan a estrategias típicamente liberales y otros que las emparientan con intervenciones estatales6. Entre los aspectos liberales más destacados figuran la focalización de su operativa en categorías poblacionales en lugar de grupos organizados; la disociación de los beneficios otorgados de la dinámica del mercado de empleo, lo que refuerza la emergencia de reclamos dispersos; la generalización de ciertas obligaciones para la recepción de la renta, lo que debilita su categoría de derechos sociales; el enfoque de pobreza utilizado, que asocia ese fenómeno con la falta de capital humano7 y omite así la problemática de la distribución de la riqueza; y el bajo costo financiero que implica la puesta en práctica de esas medidas (el promedio se ubica alrededor de 0,30% del PIB anual)8.

En relación con los elementos de tipo intervencionista de estos programas sociales, se identifican: la obligación del Estado, estipulada por ley, de ofrecer bienes sociales esenciales –educación y salud– muchas veces ausentes en el territorio nacional, con el fin de tornar exigibles las contrapartidas previstas; la necesidad de garantizar un mínimo de calidad de las prestaciones brindadas, de modo que las obligaciones generen cierto impacto en términos de inversión de capital humano; el desarrollo de sistemas de información social para facilitar el acceso a los servicios públicos instalados; y la mejora de las funciones regulatorias en torno de la oferta social9.

En algún sentido, este universo contradictorio de criterios orientadores que encarnan las TCR establece límites precisos a la proyección de estas iniciativas, pero también abre algunas oportunidades para su reconfiguración en líneas de protección específicas, capaces de reforzar aspectos débiles de los sistemas de bienestar vigentes.

Los límites de los programas

Las características que restringen la potencialidad de las TCR de convertirse en algo más que simples programas singulares de asistencia social se centran en sus aspectos liberales; en particular, en la ausencia de nexos con las prestaciones provenientes del ámbito laboral y en su carácter de protección estrictamente focalizada en poblaciones en situación de pobreza.

Analizando cada uno de esos rasgos de forma específica, se vuelve evidente que la independencia de los beneficios sociales del mercado de empleo produce algunas consecuencias sociopolíticas de difícil remoción. La distribución de renta sin vinculación con los ingresos por salarios no solo margina a los individuos de las actividades productivas y creativas, sino que precariza la prestación, en la medida en que la autonomiza del clásico conflicto redistributivo. No existen razones sustantivas para que la transferencia monetaria no se asemeje a las viejas ayudas públicas de perfil asistencial, disimuladas con el barniz del nuevo siglo, en tanto ella no se enmarca en la esfera laboral o entre las funciones secundarias de los Estados modernos (sanitarias y educativas).

La situación arriba planteada se redimensiona por el propio diseño focalizado de esas propuestas, que contribuye en ciertos casos a la disminución de los niveles de pobreza –atendiendo únicamente a la insuficiencia de ingreso de los hogares o personas–, pero apenas impacta en el grado de desigualdad y concentración de riqueza de los países10.

La focalización de beneficios públicos en poblaciones vulnerables no se transforma por sí misma en un problema para la reconfiguración de los esquemas de protección, ya que ese formato de intervención es un medio que podría contribuir a potenciar una serie de prestaciones y corregir la organización de la oferta social. La debilidad de este instrumento surge cuando se lo concibe como un fin en sí mismo, es decir, una estrategia que resolverá por su propia operatoria, complementada por otros bienes sociales –salud y educación–, el fenómeno de la pobreza.

La producción de bienestar en las sociedades occidentales ha demostrado que la función primaria de las políticas sociales es la redistribución socioeconómica11, que se alcanza a través de estrategias universales respaldadas por actores colectivos. El resto de las iniciativas públicas tienden a ser subsidiarias en la estructuración del sistema de protección, ya sea ajustando la provisión social a nuevos riesgos, ocupando vacíos de intervención o introduciendo innovaciones sectoriales, entre los diversos papeles que pueden desempeñar.

Resulta evidente que la singularización y el aislamiento de las propuestas públicas no hacen más que propiciar la fragmentación del esquema de provisión de bienes sociales y facilitan así la instalación de programas «pobres» para grupos «pobres». Este tipo de líneas de acción implica una limitada distribución de beneficios, de dudosa calidad y de fácil cesación, ya que el costo político de recortarlos y suspenderlos es bajo, en tanto se dirige a una clientela dispersa y sin posibilidad de formular o sostener demandas públicas12.

La falta de oportunidades para generar acción colectiva de este sector social –«los pobres del mundo» suelen tener dificultades para organizarse– es otro de los elementos centrales que frenan el efecto distributivo de las medidas focalizadas y refuerzan su naturaleza precaria.

Las TCR no escapan a la lógica de funcionamiento antes descripta, y si además se analizan los «endebles» encuadres institucionales en los que operan en términos de capacidades de gestión –oficinas presidenciales, nuevos ministerios sociales o ejecución compartida por dos o más organismos estatales–, la situación de fragilidad aumenta. En algún sentido, parecen unirse las condiciones de vulnerabilidad de los segmentos sociales beneficiarios y la debilidad política, institucional y financiera de esas iniciativas públicas.

En busca de la profundización de los rasgos distributivos de los programas sociales

Las limitaciones mencionadas de los nuevos programas sociales no implican que se encuentren condenados a ocupar un lugar estrictamente residual y asistencial en la provisión de protección social. Cabría la posibilidad de que ellos se transformaran en un mecanismo de amparo de graves situaciones sociales –pobreza– y, a la vez, de prevención y anticipación de ese tipo de riesgos provocados por distintas circunstancias, que abarcan desde crisis económicas, pasando por problemas críticos de coyuntura –fallecimiento del adulto proveedor de ingreso, desempleo, etc.–, hasta el tránsito por las etapas del ciclo de vida –niñez, adolescencia y vejez–.

La dinámica de este cambio supondría modificar de manera sustantiva la concepción política de las TCR ampliando el universo de problemáticas objeto de intervención, aumentando el nivel de cobertura y vinculándolas institucionalmente a prestaciones del mercado laboral. Esto favorecería a su vez el involucramiento de actores colectivos tales como los sindicatos en su diseño y mantenimiento.Algunos países del Cono Sur –específicamente, Argentina y Uruguay– iniciaron este proceso de conversión emparentando sus propuestas de transferencia condicionada de ingresos con mecanismos típicos de la seguridad social. Se readecuaron algunos de los tradicionales instrumentos de bienestar, como las asignaciones familiares –operativas en el pasado reciente solo para los trabajadores formales–, en protecciones especiales para poblaciones que, además de caracterizarse por la insuficiencia de ingresos, mantienen un vínculo informal con el mercado de empleo. Bajo estos parámetros políticos se concibió la Asignación Universal por Hijo (AUH) en Argentina y la Asignación Familiar del Plan de Equidad en Uruguay.

La recalibración llevada a cabo en torno de una típica prestación social de corte universal que cuenta con legitimidad y aceptación de la ciudadanía parece indicar el comienzo de un cambio de rumbo político, aún incompleto o en etapa de profundización, en el tratamiento público de las vulnerabilidades. Las novedades más importantes que trae la consolidación de esa alternativa de protección se expresan en dos dimensiones. Por un lado, en la extensión de beneficios del ámbito laboral a otros grupos sociales, lo que frena la estigmatización producida por la singularidad de las iniciativas de combate a la pobreza; por otro, en la incorporación activa de los organismos de la seguridad social en su instrumentación, lo que modera la dualización del esquema de bienestar.

Las modificaciones enumeradas no se vislumbran aparentemente como simples ajustes formales, en la medida en que han dado lugar –en especial en el caso uruguayo– a reclamos sindicales en favor de la unificación de los regímenes de asignaciones familiares existentes en el país, producto de las ampliaciones de cobertura y población.

Por supuesto que no se debe descartar la posibilidad de que el vínculo institucional alcanzado hasta el momento entre las nuevas asignaciones familiares y las protecciones laborales se congele. También cabría la posibilidad de esperar cierto grado de progresión en el movimiento integrador de la asistencia y la seguridad social, incluyendo nuevas combinaciones, algunas de las cuales, en el caso uruguayo, apenas se han ensayado en periodos de crecimiento sostenido de la pobreza13.

La disminución de la segmentación de la oferta social y la búsqueda de potenciar sus intervenciones en términos redistributivos conducen necesariamente a la programación de prestaciones generosas y respaldadas en presupuestos públicos estables. Además, se requiere una revisión de los criterios de focalización aplicados que trascienda el enfoque centrado en la pobreza en dirección a otro, relativo a una amplia concepción de vulnerabilidad. Esta última visión contempla a los estratos sociales medios-bajos, que si bien se encuentran en cierta proporción integrados a la seguridad social, se insertan en el mercado de empleo en forma potencialmente inestable debido a las categorías laborales de pertenencia.

Los ajustes propuestos tienden a fomentar que las acciones focalizadas se conviertan en líneas complementarias y correctoras de políticas sociales estratégicas según las necesidades que atienden y el sector en el que operan –laboral, salud, educación, entre otros–. Las alternativas de ensamblaje entre los diversos componentes del esquema de protección social dependen estrictamente de los proyectos políticos incluidos en las agendas públicas de los países, así como de la construcción de coaliciones con capacidad de sostener ese esquema independientemente de los cambios de gobierno.

Una vez más, se hace evidente que el proceso de armado y revisión de las matrices nacionales de bienestar está lejos de asemejarse a la versión liberal moderna del agregado de programas o proyectos sociales. Por el contrario, supone la instalación de ámbitos de negociación y debate entre actores políticos y socioeconómicos sobre las modalidades predominantes de integración social, sus costos financieros y las rutas de inclusión de los grupos de población con precarias condiciones de vida.

Por último, importa señalar que no es tarea fácil erradicar en América Latina la perspectiva de reforma social «enamorada» de las propuestas de combate a la pobreza. Los distintos gobiernos, con independencia de su orientación ideológica, parecen utilizar de manera recurrente ese tipo de iniciativas en la medida en que se tornan redituables electoral y administrativamente, ya que generan adhesiones ciudadanas y evitan el peligro de conflictos redistributivos con agentes sociales que tienen capacidad de ejercer presión y vetar decisiones políticas.

Consideraciones finales

Las propuestas de reforma social promovidas en la región han tendido a dividir los limitados sistemas de protección entre dispositivos de asistencia dirigidos a los grupos en situación de pobreza y dispositivos de seguridad social encargados del bienestar de los estratos que tienen asegurado un adecuado nivel de integración social.La ausencia de nexos entre ambos componentes profundizó la segmentación de la oferta de bienes públicos de estos países, y más aún si se considera la aparente priorización que recibieron las iniciativas relacionadas con la vulnerabilidad social.

América Latina se convirtió en un escenario privilegiado del ensayo de programas temporales de combate a la pobreza, que tuvieron escaso impacto social y fracasaron además en crear capacidades institucionales para el tratamiento de complejas problemáticas sociales.

Sin embargo, una última versión de este tipo de iniciativas, las TCR, generó oportunidades políticas para replantear nuevos ajustes de los esquemas de bienestar, en un intento de moderar su fragmentación e identificar articulaciones entre aquellas prestaciones que mejoran la redistribución económica.

La orientación que asuma la potencial reestructuración de los sistemas de protección dependerá esencialmente de los proyectos políticos en disputa, del posicionamiento de los principales actores socioeconómicos y de la fortaleza de las coaliciones emergentes para respaldar distintas alternativas de integración social.

Bibliografía

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  • 3. Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal): La protección social de cara al futuro. Acceso, financiamiento y solidaridad, Cepal, Montevideo, 2006.
  • 4. Claudia Serrano: «La política social en la globalización. Programas de protección en América Latina», Unidad de la Mujer, Proyecto Gobernabilidad e Igualdad de Género, Cepal, Santiago de Chile, 2005.
  • 5. Armando Barrientos: «The Role of Tax-Financed Social Security» en International Social Security Review vol. 60 No 2-3, 2007; Julia Johannsen, Luis Tejerina y Amanda Glassman: «Conditional Cash Transfers in Latin America: Problems and Opportunities», Banco Interamericano de Desarrollo (bid), idb Publications No 9316, 2009, http://idbdocs.iadb.org/wsdocs/getdocument.aspx?docnum=2103970; Francisco Ferreira y David Robalino: «Social Protection in Latin America. Achievements and Limitations», World Bank Policy Research Working Paper No 5305, Banco Mundial, Washington, dc, 2010.
  • 6. C. Midaglia y Milton Silveira: «Políticas sociales para enfrentar los desafíos de la cohesión social: Los nuevos programas de transferencias condicionadas de renta en Uruguay» en Carlos Barba y Néstor Cohen (eds.): Perspectivas críticas sobre la cohesión social, Clacso, Buenos Aires, 2011.
  • 7. Este aspecto explica los condicionamientos establecidos para percibir las tcr.
  • 8. Enrique Valencia Lomelí: «Conditional Cash Transfers as Social Policy in Latin America: An Assessment of their Contributions and Limitations» en Annual Review of Sociology No 34, 2008. Algunos ejemplos de países que adjudican la mencionada proporción promedio del pib son México, con 0,39% en 2005; El Salvador, con 0,27% y Brasil, con 0,41%, ambos en 2006. Uruguay y Argentina están entre los países que más fondos destinan a estas iniciativas, con 0,60% en 2005 y 0,80% en 2002, respectivamente.
  • 9. C. Midaglia y M. Silveira: ob. cit.
  • 10. E. Valencia Lomelí: ob. cit.
  • 11. Evelyn Huber: «Globalization and Social Policy Developments in Latin America» en Miguel Glatzer y Dietrich Rueschmeyer (eds.): Globalization and the Future of the Welfare State, University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 2005.
  • 12. Barbara Geddes: «Los legisladores y la provisión de bienes públicos. Un ejemplo de la política brasileña y un modelo» en Sebastián Saiegh y Mariano Tommasi (eds.): La nueva economía política. Racionalidad e instituciones, Eudeba, Buenos Aires, 1998.
  • 13. A partir de la crisis económica de 2002, se asoció por vía administrativa una limitada transferencia monetaria al seguro de paro.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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