A tu revolución le falta fresa
Nueva Sociedad 268 / Marzo - Abril 2017
Muchos autores de izquierda subestiman, desprecian o consideran secundarias las luchas contra las opresiones que no son de clase, o insisten en que su superación depende apenas del fin del capitalismo. Otros solo admiten las reivindicaciones de LGBT, negros y feministas si tienen «recorte de clase» y acusan a los movimientos identitarios de reformistas, liberales o posmodernos. Tal vez sea hora de buscar en la literatura, la crónica y el testimonio lo que tantos teóricos marxistas han sido incapaces de entender.
Yo soy débil, me aterra la edad, no puedo esperar diez o quince años a que ustedes recapaciten, por mucha confianza que tenga en que la Revolución terminará enmendando sus torpezas. Tengo 30 años. Me quedan otros veinte de vida útil, a lo sumo. (…) Si fuera un buen católico y creyera en otra vida no me importaba, pero el materialismo de ustedes se contagia, son demasiados años. La vida es esta, no hay otra. O en todo caso, a lo mejor es solo esta. ¿Tú me comprendes? Aquí no me quieren, para qué darle más vueltas a la noria, y a mí me gusta ser como soy, soltar unas cuantas plumas de vez en cuando. Chico, ¿a quién ofendo con eso, si son mis plumas?Senel Paz, «El lobo, el bosque y el hombre nuevo»1
No creo que haya un texto teórico capaz de explicarle a parte de la izquierda lo equivocada que está cuando desprecia, subestima o trata como secundaria toda forma de opresión que no sea de clase, mejor que el cuento «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», del cubano Senel Paz. En la relación de Diego y David, llevada al cine en 1994 por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío en la premiada Fresa y chocolate, hay más enseñanzas sobre la crueldad y las injusticias que en cientos de páginas de lenguaje académico.
Estamos en Cuba, en 1979. David –el narrador–, un militante de la Unión de Jóvenes Comunistas que nació en una zona rural y emigró a la capital para estudiar en la universidad gracias a una beca del Estado, comienza una inesperada amistad con Diego, un maricón culto y demasiado crítico, al que conoce en el Coppelia, famosa heladería de La Habana donde Diego pide fresa, «habiendo chocolate». Pronto descubren que comparten su admiración por la obra de José Lezama Lima, también homosexual y autor icónico de la literatura cubana; que a David le gustan el teatro y los libros prohibidos, y que, además de a Lezama, Diego lee a Mario Vargas Llosa, «un reaccionario que habla mierdas de Cuba»2, pero cuya última novela David se muere por leer. Tanto que, para conseguirlo, luego de cambiar de un bolsillo a otro su carnet del Partido –para aclarar los tantos–, se anima a ir a la guarida del maricón. La historia de Diego y David, al llegar al cine y a la televisión, hizo que los cubanos se cuestionaran sus prejuicios sobre la homosexualidad. Fue algo revolucionario.
En el juego del adentro y el afuera de la Revolución, los maricones –«pájaros», en el lenguaje de La Habana– habían quedado del lado equivocado. «Nunca hemos creído que un homosexual pueda personificar las condiciones y los requisitos de conducta que nos permitan considerarlo un verdadero revolucionario», declaraba Fidel Castro en 1965, año de la creación de las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (umap), a las que enviaron a los homosexuales y otros «disidentes» a cosechar la caña de azúcar. De la Cuba de entonces a la de hoy muchas cosas cambiaron –las umap cerraron, leyes que excluían a los gays de la docencia fueron anuladas por el Tribunal Supremo en 1975 y hasta Fidel pidió perdón–, como fueron cambiando, al mismo tiempo, en países capitalistas. En junio de 1969, la policía de Nueva York irrumpió en el Stonewall Inn, lo que dio lugar a la histórica revuelta de la que nació el orgullo gay. En Inglaterra y Gales, las relaciones sexuales entre dos hombres mayores de 21 años dejaron de ser ilegales recién en 1967. El artículo 175 del Código Penal alemán, que criminalizaba el sexo entre varones, continuó vigente del lado capitalista y del socialista hasta 1994, años después de la caída del Muro de Berlín.
El mundo avanzó a ambos lados de la Cortina de Hierro, pero el dogmatismo de algunas corrientes de izquierda les impide procesar esos cambios y actualizar sus teorías oxidadas para que pongan los pies en el siglo xxi. Ya no dicen que un gay no puede ser un revolucionario, ni pretenden mandarnos a cortar caña de azúcar para hacernos hombres, pero no aceptan que reivindicar derechos civiles para lgbt –y para negros, mujeres y otros oprimidos– sea parte de la lucha por un mundo más justo. Aún hoy, algunos dicen que el matrimonio igualitario es una «reivindicación burguesa», que las «pautas identitarias» son «funcionales al capital», que el activismo gay es producto del pinkmoney, que solo se puede luchar contra la homofobia o la transfobia si es «con perspectiva de clase», que esas opresiones solo acabarán con el fin del capitalismo –y que el capitalismo las produjo– y que los derechos lgbt en Israel son «pinkwashing sionista» –concepto que combina antisemitismo y homofobia3–, entre otras barbaridades.
En un artículo reciente4, publicado por la Corriente Socialista de los Trabajadores –agrupación trotskista brasileña seguidora de Nahuel Moreno–, Diego Vitello y Priscila Guedes usan la dicotomía «posmodernismo versus marxismo» para un debate sobre representatividad identitaria lleno de clichés sobre la inutilidad de toda lucha que no sea de clases. Como ejemplo, usan la elección, en 2016, en San Pablo, del concejal Fernando Holiday, un joven negro y gay del Movimiento Brasil Libre, grupo financiado por empresarios y partidos de derecha que apoyó el impeachment de Dilma Rousseff. Pero Holiday, a pesar de ser negro y gay, tiene posiciones racistas y homofóbicas. No es «posmoderno» –ni siquiera en la acepción usada por ellos–, no participa de movimientos identitarios y, claro, no es «marxista», ni siquiera liberal.
En su artículo, los autores hacen una caricatura de lo que llaman «posmodernismo», que asocian al activismo feminista, negro, lgbt, etc., «sin perspectiva de clase», que no refleja la forma de pensar de la mayoría de los activistas de esos movimientos. Dicen que, para los «posmodernos», los negros deben luchar apenas por los negros, los lgbt por los lgbt, las mujeres por las mujeres, etc., mientras que «para los marxistas, no es posible superar las opresiones sin luchar para derrotar este sistema». El artículo es una colección de falacias, pero, conociendo sus orígenes teóricos, es un avance. En 1969, cuando estaba preso en Perú, Nahuel Moreno escribió Moral bolche o espontaneísta5, «un programa moral» para la educación de los militantes que parece del Opus Dei. Allí, Moreno habla de «la decadencia del imperio romano, con sus orgías, sus emperadores ‘marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos de la corte’» –referencia más que obvia a la homosexualidad– y lamenta que muchos militantes provienen de una sociedad en quiebra, nauseabunda, con padres separados que se meten los cuernos, con amigos o conocidos que relatan orgías sexuales reales o imaginarias, con películas que se solazan en describir todas las variantes de perversión sexual, con la lectura diaria de la cantidad de marihuana o ácido lisérgico que consume la juventud norteamericana o europea, con películas pornográficas japonesas o suecas que superan todo lo hecho en la guerra por los franceses o alemanes, con pederastas o lesbianas, con crimen o asaltos varios.
En una narrativa con referencias a la vida íntima de Marx, Engels, Lenin y Trotski –como cuando la teología cristiana recurre a personajes bíblicos como modelos para todos los tiempos–, Moreno critica el existencialismo, el Mayo Francés y el «espontaneísmo», despotrica contra la libertad de «hacer lo que uno quiera», y elogia la moral de los cubanos, representada por el Che Guevara, porque llevó al extremo «la liquidación o castración [sic]de lo inmediato» y, gracias a haber renegado de las necesidades humanas, impuso la máxima necesidad: «la de la revolución». No hay, para él, principios morales absolutos, sino apenas una regla pragmática: es «moral» lo que conduzca a la revolución proletaria. El líder trotskista argentino habla de la familia formada por la pareja monogámica heterosexual con hijos con el fervor religioso de una encíclica papal, critica la infidelidad, la promiscuidad y las orgías, llama a la prostitución un «acto repugnante» y cuestiona la «libertad de expresión sexual» y de tomar drogas, que considera libertades burguesas, pero admite que, a veces, esas reivindicaciones pueden ser útiles a la revolución. Y aquí está lo que perdura: si un movimiento contra características de la moral de un determinado periodo histórico crece, debe ser respaldado, no porque sea importante, sino porque sirve como «consigna de transición» contra el capitalismo. Si esas consignas «significan, para un simpatizante, un conocido, un grupo, un militante recién llegado o roído por el peso de los fetiches o tabúes burgueses, un punto de ruptura con la moral burguesa», entonces son «utilísimas y necesarias». Pero no pueden agotarse en sí mismas ni convertirse en «moral lumpen»; deben ser usadas para ayudar a comprender «que vivimos una guerra de clases y que la herramienta principal de ella es el partido, con su moral suprema». Ahí está el trasfondo del texto de Vitello y Guedes. Superados los prejuicios de antaño, ya no condenan la homosexualidad como perversión burguesa, pero solo aceptan las reivindicaciones del movimiento lgbt como «consignas de transición» si son útiles para enfrentar al capitalismo.
Las luchas «identitarias» no son importantes, pero pueden ser instrumentalizadas. Y no son los únicos que piensan así. Analicemos, por ejemplo, el libro En defensa de la intolerancia –¡vaya título!–, del sociólogo esloveno Slavoj Žižek, autor infaltable en toda mesita de venta de libros de eventos universitarios «progres». La obra de este escritor erudito y provocador –que dijo que habría votado por Donald Trump contra Hillary Clinton– da soporte teórico a otras corrientes de izquierda –a menudo cercanas a los nostálgicos de la Unión Soviética y a los populistas latinoamericanos– que, con una lectura fundamentalista de sus clásicos, desprecian las luchas de feministas, negros, lgbt, ecologistas6 y otros que cometen la herejía de distraer su atención del fundamento vital de todo revolucionario: la lucha de clases. Como música de fondo, resuenan los acordes espectrales de las peores lecturas de Sobre la cuestión judía de Marx.
Žižek ataca las «políticas identitarias posmodernas de los estilos de vida particu-lares» que «se adaptan perfectamente a la idea de sociedad despolitizada»7. En un ejercicio retórico increíble, compara los fundamentalismos y nacionalismos xenófobos del siglo xxi con «la multicultural y posmoderna ‘política identitaria’», que agruparía «estilos de vida8 híbridos y a grupos divididos en infinitos subgrupos», entre los cuales cita a «las mujeres hispanas, los homosexuales negros, los varones blancos enfermos de sida y las madres lesbianas». Según Žižek, la oposición entre fundamentalismo y política identitaria es «una impostura que esconde una connivencia» y ambos son funcionales al capitalismo.
Este autor también admite que las reivindicaciones de los colectivos queer puedan tener algún lugar en la Historia con mayúsculas del pensamiento marxista, pero solo si el cuestionamiento a la heteronormatividad se realiza de modo que represente una amenaza para el modelo de producción capitalista. Para Žižek, «habría que apoyar la acción política queer en la medida en que ‘metaforice’ su lucha hasta llegar –en caso de alcanzar sus objetivos– a minar el potencial mismo del capitalismo»… pero el problema es que «el sistema capitalista es capaz de neutralizar las reivindicaciones queer, integrarlas como ‘estilos de vida’»9. El capital, ese gran titiritero.
En una argumentación circular, reconoce el «impacto liberador» de los movimientos identitarios y dice que no está minusvalorándolos, pero advierte sin embargo que, para realizar sus reivindicaciones, es necesario «el retorno a la primacía de la economía»10:
Toda esa proliferación de nuevas formas políticas en tomo a cuestiones particulares (derechos de los gays, ecología, minorías étnicas...), toda esa incesante actividad de las identidades fluidas y mutables, de la construcción de múltiples coaliciones ad hoc, etc.: todo eso tiene algo de falso y se acaba pareciendo al neurótico obsesivo que habla sin parar y se agita continuamente, precisamente para asegurarse de que algo –lo que de verdad importa– no se manifieste, se quede quieto. De ahí que, en lugar de celebrar las nuevas libertades y responsabilidades hechas posibles por la «segunda modernidad», resulte mucho más decisivo centrarse en lo que sigue siendo igual en toda esta fluida y global reflexividad, en lo que funciona como verdadero motor de este continuo fluir: la lógica inexorable del capital.11
Derrape: los maricones somos falsos y neuróticos que luchamos por nuestros derechos civiles apenas para garantizar que lo que de verdad importa no cambie. Lo leo y recuerdo lo que le decía Diego a David en su casa de La Habana:
Yo sé que la Revolución tiene cosas buenas, pero a mí me han pasado otras muy malas, y, además, sobre algunas tengo ideas propias. Quizás esté equivocado, fíjate. Me gustaría discutirlo, que me oyeran, que me explicaran. Estoy dispuesto a razonar, a cambiar de opinión. Pero nunca he podido conversar con un revolucionario. Ustedes solo hablan con ustedes. Les importa bien poco lo que los demás pensemos.12
Si las opiniones de Žižek –que ya ha escrito otros textos ultraconservadores sobre la cuestión lgbt, como aquel que cuestiona el derecho de las personas trans a usar los baños que corresponden a su identidad de género13– representan una versión radical del desprecio histórico de cierta izquierda a los activismos «identitarios» –rescatado recientemente por un análisis oportunista de las causas de la elección de Trump–, otros autores más conectados con el mundo real y abiertos al diálogo han intentado hacer una síntesis entre los dogmas marxistas y las reivindicaciones de los movimientos sociales que luchan contra opresiones no-de-clase, pero a veces se quedan a mitad de camino.
En La izquierda que no teme decir su nombre, el filósofo brasileño Vladimir Safatle dice que «la lucha contra la desigualdad social y económica es la principal lucha política», que «somete a todas las demás»14. Partiendo de una premisa saludable en tiempos de posibilismo, resignación, acomodación y desesperanza –que la izquierda debe ser una «defensora radical del igualitarismo» y enfrentar la concentración de la riqueza y su resultado de exclusión, desigualdad, miseria y «flexibilización» del trabajo–, Safatle enuncia una consecuencia muy problemática: que la izquierda también debe ser «indiferente a las diferencias». Su política, propone, debe ser la de «la indiferencia».
Hay varios problemas en este libro de Safatle (con quien coincido en varios debates de la política brasileña), pero quiero poner el acento en tres. El primero es que, como otros, tiene miedo de que la lucha contra opresiones no-de-clase amenace la primacía de lo económico, como si la necesidad de preservar un dogma teórico lo obligara a pelearse con la realidad. Dice, por ejemplo, que el problema del reconocimiento de las identidades «culturales» –volveremos a esa palabra– se transformó en el problema fundamental, «abriendo la puerta para cierta secundarización de las cuestiones marxistas tradicionales vinculadas a la centralidad de procesos de redistribución y de conflicto de clase»15; una relación causal que muchos afirman y nadie demuestra.
Leyéndolo, recuerdo al diputado Eduardo Amadeo, ex-funcionario del gobierno más neoliberal de Argentina en décadas, durante el debate del matrimonio igualitario, gritando en el Parlamento: «¿Por qué, en vez de ocuparse de los homosexuales, no se ocupan de los chicos chagásicos?», como si una cosa impidiese la otra. Cuando estaba escribiendo el libro Matrimonio igualitario16, busqué en los archivos del Congreso: Amadeo jamás presentó un proyecto para ocuparse de los chicos (o los adultos) chagásicos. Y la comparación no es antojadiza: el mismo argumento de Safatle, dicho por izquierda –Amadeo lo decía por derecha–, sirvió a militantes del Partido de los Trabajadores (pt) brasileño para justificar que era necesario sacrificar los derechos de las mujeres, los gays o los guaraní-kaiowá en beneficio de la primacía de lo económico, pero después entregaron el Ministerio de Economía a un banquero para hacer el ajuste.
El segundo problema es que, al hablar de multiculturalismo –contradictoriamente, ya que primero clasifica peyorativamente ciertas luchas como «culturales» y después usa argumentos multiculturalistas para atacarlas–, Safatle insinúa una opción política muy cuestionable que no confiesa del todo, cuando dice que, si bien la dinámica de las luchas identitarias «tuvo [tiempo pasado] su importancia por dar mayor visibilidad a algunos de los sectores más vulnerables de la sociedad (como negros, mujeres y homosexuales)»,
a partir de cierto momento –continúa–, comenzó a funcionar de manera contraria a aquello que prometía, pues podemos actualmente decir que esa transformación de conflictos sociales en conflictos culturales fue tal vez uno de los mayores motores de una ecuación usada hasta el cansancio por la derecha mundial, en especial en Europa. Ella consiste en aprovecharse del hecho de que las clases pobres europeas son compuestas mayoritariamente por inmigrantes árabes y africanos y, así, patrocinar una política brutal de estigmatización y exclusión política travestida de choque de civilizaciones.17
Es decir, en nombre del multiculturalismo y de una falsa cuestión de clase (los inmigrantes musulmanes son proletarios, los gays son burgueses18), precisamos callar para no estigmatizar a los pobres homofóbicos musulmanes, tratando la negación de derechos, la violencia física y simbólica y el odio como una cuestión de diversidad cultural. Dice Safatle que hay «una línea recta que va de la tolerancia multicultural a la perpetuación racista de la exclusión» y que, así, «el único lugar donde la diferencia puede florecer en libertad es en nuestro Occidente, defendido por megaaparatos de seguridad antiterroristas»19.
Es cierto que, en algunos países de Europa donde los derechos lgbt ya dejaron de ser polémicos, la derecha xenófoba usa el miedo –muchas veces justificado– de gays, judíos, mujeres y otros para reforzar su discurso nacionalista antiinmigración. Algunos activistas gays de estos países se refieren a ese fenómeno como «homonacionalismo», un discurso que usa el orgullo gay, incorporado a la identidad nacional, como justificación para políticas xenófobas contra inmigrantes de naciones homofóbicas, generalizando injustamente para colocarlos como una «amenaza cultural» para sus tradiciones liberales20. Sin embargo, transformar un problema tan complejo en argumento simplista contra las políticas identitarias y los derechos civiles, o usarlo para, con un barniz de multiculturalismo, justificar la violenta homofobia de los países islámicos apelando al concepto de «eurocentrismo» –como si la conquista de derechos de mujeres y lgbt fuese algo inherente a la cultura «occidental» y no el resultado de mucha lucha política– es deshonesto. La fetichización del fundamentalismo islámico y su retórica antiimperialista –muchas veces asociada al antisemitismo y su discurso de odio contra Israel– es una tara izquierdista que nunca voy a entender.
El tercer problema, que ya anticipamos, es la dicotomía entre política y cultura, que Safatle asocia a otra, entre las políticas «igualitaristas» y las «de la indiferencia», a su vez asociada a la falsa oposición entre opresiones de-clase y no-de-clase (o «sociales» versus «identitarias»). La mejor crítica que leí a ese artificio está en el libro Crónicas del estado de excepción, de Idelber Avelar:
[Para Safatle], las políticas ancladas en el reconocimiento de diferencias étnicas, nacionales, de género y sexuales «buscan atomizar la sociedad por medio de una lógica impermeable (…) que funciona en el plano cultural e ignora los planos político y económico» [p. 35]. He aquí la repetición de otro lugar común que la izquierda ha sido incapaz de repensar: la extraña idea de que la lucha en torno de los derechos indígenas o quilombolas, por ejemplo, es «cultural», y la lucha de la izquierda clásica, centrada en las clases sociales, es «política».En ese argumento circula una serie de términos que, en su sentido a veces equívoco, dan una dimensión del problema: «atomizar», «veleidad comunitarista», «reificación de la diferencia», «cultual y no económico» son algunos de los ejes del universalismo izquierdista. Por más que el sentido de los términos sea confuso (…), el argumento parece claro: esa historia de colocar luchas afrobrasileñas, indígenas, feministas, antihomofóbicas y antitransfóbicas en el mismo plano de las luchas tradicionales de la izquierda, ancladas en la clase obrera, solo puede llevar a la «lógica estanca» de la «atomización».21
Avelar cuestiona con ironía cómo ese discurso se asemeja al de la derecha conservadora, que culpa a los «particularismos» y «racialismos» por la emergencia de «esa cosa incómoda llamada racismo, que no existía cuando los ‘racialistas’ negros estaban callados»22. El propio Safatle parece anticiparse a la crítica cuando aclara que su cuestionamiento a las políticas identitarias o «multiculturalistas» no tiene nada que ver con el miedo de los conservadores a «que el cosmopolitismo o el relativismo cultural vayan a provocar una erosión de las bases de nuestros valores occidentales»23, pero, como bien señala Avelar, no queda claro que ese miedo, tan propio de la derecha europea, no sea pariente del miedo de la izquierda à la Safatle de que las luchas «culturales» de indígenas, negros, mujeres y lgbt «atomicen» la lucha «importante» para sus «valores».
Mucho más interesante es el debate planteado en el libro Los irreductibles, en el que el filósofo trotskista francés Daniel Bensaïd analiza diferentes lecturas del concepto marxista de «clase», advierte que no hay una definición expresa en El capital24 y trata de entenderlo de forma más amplia que en sus versiones ortodoxas. Sin embargo, en uno de los enunciados de la serie que da título al libro, afirma que la lucha de clases es irreductible a las «identidades comunitarias» (¿y no viceversa?). Su modo de encarar la tensión entre políticas de reconocimiento y de clase es, junto con la de Nancy Fraser, una de las más lúcidas que citaremos (recomendamos leer a ambos), pero encontramos en ella elementos comunes con otros autores, como la irreductibilidad unilateral antes mencionada, que retornan a lo que entendemos que es el corazón de nuestro problema. En primer lugar, Bensaïd cuestiona la comprensión de los individuos como «combinación original de pertenencias múltiples» –que permite dar cuenta de otras pertenencias además de la de clase– y dice que, a partir de la crítica posmoderna a la vulgata ortodoxa, estamos disolviendo las relaciones de clase en un individualismo metodológico, naturalizando diferencias de sexo y raza y tratando como biológico y ahistórico lo que deberíamos ver como oposición estructurante. En ese sentido, reconoce que, «contra la reducción dogmática de cualquier conflicto social al conflicto de clase, llegó la hora de la pluralidad de campos y contradicciones»25, pero expresa su recelo de que ese movimiento deshaga la oposición entre burgueses y proletarios y acabe borrando todo antagonismo (no solo los de clase) y transformando cualquier diferencia conflictiva en una «diversidad sin diferencia». Así, la emergencia de movimientos identitarios y nuevas perspectivas teóricas que dan cuenta de conflictos no-de-clase vuelve a ser vista como una amenaza para la lógica de los pares antagónicos.
Hay algo no explicitado, pero que está presente como motivo de recelo: a diferencia de la lucha de clases, que el marxismo entiende como oposición entre intereses irreconciliables, la homofobia y la transfobia, por ejemplo, no pueden ser descriptas en esos términos. No se trata de un antagonismo entre homo- y heterosexuales, o entre cis- y transgénero. Aunque existan privilegios y exclusiones basados en tales distinciones, el fin de esas formas de opresión, discriminación y violencia no depende de la abolición de la diferencia –por la victoria de un antagonista sobre el otro–, sino de la superación de la norma –social, cultural y jurídico-política– que la torna relevante. Una norma con orígenes históricos complejos, que puede ser derrotada como parte de un proceso político, social y cultural en el que los antagonismos no están marcados por la oposición identitaria, sino por el enfrentamiento contra otros actores (ideológicos, religiosos, políticos) que defienden el statu quo en función de intereses diversos que no tienen que ver con la pertenencia a una clase, sino con otras relaciones de poder. Para que lgbt tengan los mismos derechos, reconocimiento social, respeto, dignidad y oportunidades que las personas cisgénero y/o heterosexuales, estas últimas no precisan dejar de existir o ser derrotadas –y, de hecho, nuestra victoria depende también de convertir a parte de ellas en aliadas contra la norma que reproduce la opresión–.Por momentos, el texto de Bensaïd resulta aporético. En su interesante reseña de los debates entre Nancy Fraser, Judith Butler y Richard Rorty, parece inclinado a coincidir con Fraser en puntos fundamentales, como la necesidad de encontrar una síntesis entre políticas de reconocimiento y redistribución, la idea de que el no reconocimiento es una injusticia fundamental, esté o no relacionado con una desigualdad de distribución –de modo que no haría falta demostrar que produzca discriminaciones económicas para que el daño deba ser reparado– y la aceptación de que las injusticias de estatus (como las que afectan a mujeres, negros, lgbt, etc.) son tan serias como las de distribución (económicas o de clase) y son conceptualmente irreductibles entre sí26, sin jerarquías.
Para Fraser, «no toda ausencia de reconocimiento es un resultado secundario de la mala distribución, o de la mala distribución agregada a la discriminación legal»27; «no toda mala distribución es un subproducto del no reconocimiento»28. Es por ello que ni los teóricos de la distribución ni los del reconocimiento tuvieron éxito en sus intentos de subsumir las preocupaciones de los otros. La solución, para Fraser, es desarrollar una concepción amplia de justicia basada en la posibilidad de las personas de participar en condiciones de igualdad en la vida social29, para que distribución y reconocimiento puedan ser vistos como dimensiones mutuamente irreductibles de la justicia30 –algo diferente de la irreductibilidad unilateral propuesta por Bensaïd–.
A pesar de reconocer que sus argumentos son «sólidos», Bensaïd cuestiona las «fórmulas evasivas» de Fraser sobre la relación entre las injusticias de reconocimiento y los modos de producción31. Volviendo a Marx, critica que, al disociarlos, «nos contentamos en corregir las discriminaciones y rectificar la mala distribución, sin tener que revolucionar las relaciones de producción y, por lo tanto, las relaciones de propiedad»32. Así, advierte, la reconciliación entre izquierda cultural e izquierda socialdemócrata no sale de «los límites fijados por el despotismo de mercado». Más adelante, reconoce a la crítica «posmoderna» la virtud de estimularnos a «no tratar la diferencia y la alteridad como aditivos accesorios a la crítica de la economía política»33, pero cuestiona que el «yo múltiple» de la posmodernidad, al reducir la totalidad a «migajas» (pertenencias de clase, género, etnia, nación), no admita que aún existe una gran narrativa: «la del Capital ventrílocuo, sujeto tiránico impersonal de la escena desolada del mundo», del cual los individuos son, aun contra su voluntad, los órganos y miembros, lo que perpetúa la ideología dominante34.
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La lectura crítica de textos teóricos podría continuar más allá de la extensión de este artículo. Nuestro objetivo inicial era recomendar lecturas para la izquierda, pero preferimos hacer primero una crítica a parte de lo que esta efectivamente lee. Porque hace falta leer críticamente a algunos autores para entender cuán profundo es el pozo en que parte de la izquierda se está enterrando, por su incapacidad para dialogar con sufrimientos, expectativas y demandas que no entiende porque no las describió Marx en el siglo xix, algo de lo que sería muy injusto culpar a Marx.
Muchos autores, cuando no subestiman o desprecian directamente las luchas contra las opresiones no-de-clase, insisten en que su superación depende directamente del fin del capitalismo y que fueron por él producidas, aunque la evidencia histórica muestre otra cosa: que existían desde mucho antes del capitalismo, permanecieron intocadas o hasta empeoraron en muchos países socialistas y hubo contra ellas avances significativos en sociedades capitalistas, como resultado de luchas políticas y sociales que Safatle o Žižek llamarían, con cierto desdén, «culturales». Y cuando esto último queda en evidencia, denuncian que se trata de un engaño, una trampa del capital para distraernos, pinkwashing, pinkmoney.
Muchos no comprenden que, si es cierto que en el capitalismo esas opresiones se entrecruzan y se potencian con las de clase –como en las repúblicas soviéticas se entrecruzaban y potenciaban con la falta de libertades democráticas y otras formas de opresión–, ese «recorte de clase» que reclaman es apenas eso, un recorte, y como tal solo será útil, inclusive para quienes aspiran a superar el capitalismo, visto como parte de una realidad más compleja. Las corrientes de izquierda que comprendieron esto son acusadas de «reformistas», «liberales», «posmodernas», «multiculturalistas», «identitarias», etc.; términos usados de forma vulgar, con sentido siempre negativo y a veces inclusive como sinónimos. La acusación de fondo es que estas corrientes no son más de izquierda, porque implican admitir un enunciado tabú: que hay vida más allá de la lucha de clases.
En parte por esa forma de pensar –aunque no solo por ella–, muchos autores marxistas y corrientes de izquierda han tratado como niños mimados a algunos gobiernos retrógrados, autoritarios, machistas, homofóbicos y antisemitas de América Latina (Venezuela, Ecuador, Nicaragua) y aún miran con simpatía a algunas dictaduras teocráticas de Medio Oriente, porque comparten con ellas su enemistad con Estados Unidos e Israel. En Brasil, donde escribo, muchos justificaron también –en nombre de la primacía de las cuestiones de clase– las alianzas del lulopetismo con el fundamentalismo neopentecostal, que lo llevaron a postergar todas las reivindicaciones descalificadas por «identitarias»… Pero el pt también se alió con el sistema financiero, el agronegocio y las grandes constructoras y dejó la lucha de clases para otro día.
Y, en parte también por esos problemas, una porción de la izquierda tuvo dificultades para entender las masivas protestas de junio de 2013 en Brasil, la «primavera árabe» y la resistencia de jóvenes y mujeres contra las dictaduras teocráticas islámicas, las movilizaciones de millones de mujeres contra Trump, las gigantescas marchas por «Ni Una Menos» en Argentina, el empoderamiento político de la comunidad lgbt y su lucha por el matrimonio igualitario y el reconocimiento de la identidad de género de las personas trans, la resistencia de los pueblos indígenas brasileños contra la usina de Belo Monte, las rebeliones de los negros de eeuu contra el racismo institucional y otras luchas que se gestaron fuera de los sindicatos obreros, las huelgas generales y los partidos clasistas y que, por eso mismo, no encuentran explicación en sus manuales.
No se trata de negar la relevancia de los conflictos de clase, sino de entender que estos existen junto a muchos otros que no son menos relevantes ni están subordinados a aquellos. Algo que, en buena parte de los textos teóricos que parte de la militancia de izquierda tiene en su mesita de luz, ha sido subestimado o directamente rechazado.
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Pero volvamos al principio. Comenzamos, a propósito, con un texto literario –y además, de un cubano–, y decíamos que, en el cuento de Paz, hay más enseñanzas que en cientos de páginas de teoría política. Dice Avelar en su crítica a Safatle –y coincido– que la izquierda uspiana35 precisa visitar el Xingu, región indígena del Mato Grosso, para ver lo que sus aliados les hacen a los pueblos originarios y descubrir que tal vez su «universalismo hegeliano-marxista» sea menos universal de lo que parece36.
Podríamos agregar otras realidades que esa izquierda haría bien en conocer, pero, como el objetivo era pensar lecturas, decidimos anticipar desde el inicio una conclusión que ahora enunciamos: a veces precisamos buscar en la literatura lo que la teoría se muestra incapaz de decir. Dejar de lado, por un minuto, a los teóricos que se leen y comentan hasta el cansancio en ciertos círculos, todos hablando el mismo lenguaje, citando los mismos libros, revisitando los mismos temas, usando el mismo instrumental teórico y discutiendo con la misma gente en su burbuja; y aventurarse por los caminos desconocidos de la ficción, la crónica y el testimonio, que dan voz a los silenciados.
Debe haber buenos textos históricos sobre el fracaso y la degeneración autoritaria y corrupta de la revolución apoyada por cubanos y soviéticos en Angola, pero no creo que sean mejores que las novelas A geração da utopia, Mayombe, As aventuras de Ngunga o Predadores, de Pepetela. Debe haber libros para explicarles la revolución iraní a los sectores de la izquierda que aún admiran a la dictadura de los ayatolás, pero nada mejor que Joseph Anton, de Salman Rushdie. Mucho se ha escrito sobre el estalinismo y sobre el asesinato de Trotski, pero me quedo con El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura.
Del mismo modo, ante la falta de mejores formulaciones teóricas que los ayuden a conocer a esos maricones a los que nunca entendieron –hace falta empatía antes que teoría–, les recomiendo leer algunas novelas y cuentos de temática lgbt. Hay muchos autores; en una lista arbitraria, justificada apenas por el gusto personal, menciono a Pablo Simonetti, Osvaldo Bazán, David Leavitt, Eduardo Mendicutti, Manuel Puig, Annie Proulx, Michael Cunningham, Jaime Bayly, David Rees, John Boyne o Marguerite Yourcenar. Por ejemplo, para enfrentar los prejuicios de algunos textos teóricos que analizamos en este artículo, lean las novelas Mientras Inglaterra duerme, de David Leavitt, y La más maravillosa música, de Osvaldo Bazán, que hablan de esa relación conflictiva entre la izquierda y los gays, como lo hizo Senel Paz y, claro, Reynaldo Arenas.
Cierro este artículo con una novela de Bazán37, por los mismos motivos que me llevaron a abrirlo con el cuento de Paz. Osvaldo cuenta la historia de amor de Héctor y Rubén en la violenta Argentina de los años 70. Uno, un pibito lindo con flequillo rebelde, desenfadado, lleno de ganas de vivir un mundo nuevo; un militante «de formación marxista» que en esos años se va acercando al peronismo revolucionario; «un puto con conciencia de clase» que participa del Frente de Liberación Homosexual, una de las primeras organizaciones políticas gay de Argentina. «Amar libremente en un país liberado». El otro, hijo de la burguesía terrateniente que renegó de su herencia y su linaje para asumir la causa del proletariado como propia; un chongo que dice que no es homosexual y le cuesta saber que sí lo es; doblemente clandestino, por su amor por Héctor y por su militancia en la guerrilla peronista; un tipo bueno, deseable, lleno de contradicciones, que cree profundamente que el pueblo siempre será más importante que él mismo.
Es una historia de amor de dos militantes –en una época en la que militar era arriesgar la vida–, cuyo amor era tan subversivo para el enemigo como para los compañeros. «El pueblo no es puto», le dice Alfredo, su cuñado y jefe político dentro de la orga, a Rubén, que parece obligado a elegir entre la militancia y el deseo, entre Héctor y la Patria, entre su deber como revolucionario –al que Moreno dedicaría sus enseñanzas «morales»– y su deber como hombre. «No estamos para pendejadas, la liberación, ¿ves la liberación? Está ahí, ahí, fijate, en la esquina, la ves, ¿está buena, no? ¡Mirá qué tetas tiene la liberación, hermano!».
La familia, el capitalismo, la Iglesia, los militares, el imperialismo... pero también el futuro por el que luchan, el mundo por el que se juegan la vida. ¿El hombre nuevo tampoco los entiende? Una frase del narrador lo dice todo, de una forma que, mientras continúe siendo cierta, será como un abismo: «La revolución se desnudaba reaccionaria frente a sus ojos. Si los compañeros ganaban, él continuaría siendo un oprimido».
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1.
Bruno Bimbi: es periodista, doctor en Letras / Estudios del Lenguaje por la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro y activista gay. Es autor del libro Matrimonio igualitario (Planeta, Buenos Aires, 2010; en portugués: Casamento igualitário, Garamond, Río de Janeiro, 2013), corresponsal de Todo Noticias (tn) en Brasil y editor del blog Tod@s. Se desempeña como coordinador político y legislativo en el gabinete del diputado brasileño Jean Wyllys. También es tesorero de la ejecutiva estadual del Partido Socialismo y Libertad (psol) en Río de Janeiro. Twitter: <@bbimbi>.Palabras claves: identidad, izquierda, lgbt, marxismo, populismo.. En Jonathan Dettman: El lobo, el bosque y el hombre nuevo. Una versión anotada para el estudiante de literatura, Northern Arizona University, Flagstaff, 2006, p. 32.
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2.
Ibíd., p. 12.
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3.
No me extiendo aquí sobre ese tema, que ocupará un capítulo de un próximo libro.
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4.
D. Vitello y P. Guedes: «Sobre Fernando Holiday e o debate da representatividade», 4/1/2017, disponible en http://cstpsol.com/home/index.php/2017/01/14/sobre-fernando-holiday-e-o-debate-da-representatividade/.
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5.
N. Moreno: La moral y la actividad revolucionaria, Perspectiva, Bogotá, 1988.
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6.
Es curioso que, en su afán por descalificar todas esas causas, Žižek considere al ecologismo una política «identitaria» o incluya la homosexualidad en una lista de cuestiones relacionadas con el multiculturalismo. Parece la enciclopedia china de Borges.
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7.
S. Žižek: En defensa de la intolerancia, Sequitur, Madrid, 2008, p. 46.
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8.
Nótese la repetición de la expresión «estilo de vida» en cada referencia de Žižek a la homosexualidad, la misma que usan la Iglesia católica y los pastores neopentecostales homofóbicos.
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9.
S. Žižek: ob. cit., p. 69.
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10.
Ibíd., p. 70.
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11.
Ibíd., p. 111.
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12.
S. Paz: ob. cit., p. 20.
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13.
S. Žižek: «The Sexual is Political» en The Philosophical Salon, 8/2016, http://thephilosophicalsalon.com/the-sexual-is-political/.
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14.
V. Safatle: A esquerda que não teme dizer seu nome, Três Estrelas, San Pablo, 2012, p. 21.
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15.
Ibíd., p. 28.
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16.
B. Bimbi: Matrimonio igualitario: intrigas, tensiones y secretos en el camino hacia la ley, Planeta, Buenos Aires, 2010.
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17.
V. Safatle: ob. cit., p. 28.
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18.
Un prejuicio tan absurdo como el mito del judío rico: no hay relación entre sexualidad y clase social.
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19.
V. Safatle: ob. cit., p. 29.
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20.
Escribí sobre ello: «Holanda: del matrimonio gay al nacionalismo gay» en blog tn, 14/10/2014, http://blogs.tn.com.ar/todxs/2014/10/14/holanda/.
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21.
I. Avelar: Crônicas do estado de exceção, Azougue, Río de Janeiro, 2014, p. 148.
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22.
Ibíd.
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23.
V. Safatle: ob. cit., p. 35.
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24.
D. Bensaïd: Os irredutíveis. Teoremas da resistência para o tempo presente, Boitempo, San Pablo, 2008, p. 35.
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25.
Ibíd., p. 44.
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26.
Ibíd., p. 47.
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27.
N. Fraser: «Reconhecimento sem ética?» en Lua Nova No 70, 2007, p. 116.
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28.
Ibíd., p. 117.
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29.
Fraser pone el acento en las consecuencias objetivas de la falta de reconocimiento, en detrimento de las consecuencias subjetivas que son enfatizadas por otros autores, un aspecto que no vamos a abordar a aquí, aunque nos parezca que descuida una parte del problema.
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30.
N. Fraser: ob. cit., pp. 118 y 123.
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31.
D. Bensaïd: ob. cit., p. 49.
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32.
Ibíd., p. 50.
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33.
Ibíd., p. 84.
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34.
Ibíd., p. 86.
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35.
Referencia a la elite académica progresista de la Universidad de San Pablo (usp).
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36.
I. Avelar: ob. cit., p. 150.
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37.
O. Bazán: La más maravillosa música. Una historia de amor peronista, Perfil Libros, Buenos Aires, 2002.