Coyuntura
NUSO Nº 300 / Julio - Agosto 2022

Tres momentos en el triunfo de la izquierda colombiana

La victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez ha abierto una nueva etapa en Colombia, cuyo eje es la construcción de la paz con justicia social. Tres momentos durante la campaña electoral y los festejos de los resultados permiten capturar las dimensiones de la actual coyuntura política. Más allá de las dificultades que enfrentará el nuevo gobierno, en el país se siente en el aire un cambio político, ético y estético.

Tres momentos en el triunfo de la izquierda colombiana

Es el primer gobierno popular y de izquierdas en la historia de Colombia. Eso nadie lo discute. En 200 años de vida republicana ha habido algunos impulsos reformistas, como el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo en 1934 o la Constitución de 1991 ‒que fue el resultado de un proceso de paz y el esfuerzo de una generación‒, pero el poder siempre ha estado en un marco oligárquico: un puñado de apellidos, hombres ricos y emparentados. Las contadas irrupciones populares en las instituciones no habían logrado derribar ese marco. Hasta ahora.

El triunfo de Gustavo Petro y Francia Márquez es una ruptura radical y evidente con esa inercia histórica. Pero no fue un golpe de suerte ni un exitoso producto electoral, sino el resultado de un acumulado de luchas, de coincidencias afortunadas, e incluso puede leerse como una curva política que parte del momento de mayor violencia en el último medio siglo en Colombia (el auge del narcoparamilitarismo y la llegada al poder de Álvaro Uribe Vélez en 2002), pasa por la reactivación de muchas organizaciones populares durante el Proceso de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), y desemboca en movilizaciones y estallidos sociales cada vez más grandes entre 2018 y 2021. El viejo régimen había llegado a un punto de no retorno. 

Y no es poco el mérito de Gustavo Petro y Francia Márquez, pues palabra tras palabra establecieron otros puntos de referencia que fueron articulando las demandas de cambio: feminismo, antirracismo, pensiones, modelo de salud, cuidado del agua y el medio ambiente, limitaciones del modelo extractivista, justicia fiscal, propiedad de la tierra y soberanía alimentaria. Ellos marcaron la agenda y los términos del debate a los que los demás candidatos y el mismo establishment se vieron arrastrados. 

En un país cruzado por violencias e incertidumbres, Francia Márquez habló de «vivir sabroso», un concepto amplio de vida digna, libre y sin miedos. En un país con hambre y una inmensa desigualdad, Gustavo Petro no dejó de hablar de reconciliación y diálogo, de la necesidad de una transición hacia un verdadero proyecto democrático, y de recordar que la paz, como decía el líder popular liberal Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1948, no es otra cosa que la justicia social. 

Pero la crisis del viejo régimen oligárquico, la definición de los términos del debate y el llamado a la reconciliación no son suficientes para ganar la Presidencia. Detrás de esto hay toda una serie de tensiones culturales, disputas narrativas, movimientos del imaginario colectivo. Y ante la imposibilidad de verlos y describirlos todos, tal vez convenga elegir algunas situaciones que parecerían anecdóticas, pero que ilustran dinámicas y tienen raíces y consecuencias en las relaciones de poder.

Propongo, pues, tres momentos que resumen y explican no solo el discurso disruptivo de Gustavo Petro y Francia Márquez, sino sobre todo el cambio en el sentido común de la sociedad colombiana que condujo al triunfo.

Una trabajadora barriendo las calles

Sucedió en Medellín, una semana antes de la primera vuelta, en un barrio de clase media alta. Un hombre conducía su camioneta de alta gama con publicidad de Federico Gutiérrez (el principal candidato de la derecha, con el apoyo del uribismo) en el vidrio de atrás, cuando vio que en el carrito de la basura de una trabajadora de una empresa pública de aseo había un pequeño volante de Gustavo Petro y Francia Márquez. El hombre detuvo su camioneta, enfrentó a la mujer que estaba sola barriendo las calles, y completamente seguro de que su postura estaba justificada, sacó su teléfono móvil y empezó a grabar. Con tono agresivo y aires de superioridad, la increpó:

—¿A usted quién le dijo que tenía que cargar esa publicidad? 

La mujer, de uniforme naranja con bandas reflectantes, siguió barriendo la calle. 

—Nadie, señor —contestó. 

—¿Por convencimiento propio? —preguntó el hombre, displicente. 

La mujer asintió varias veces mientras seguía barriendo las hojas secas en el suelo.

—Muy ilegal, vea —dijo el hombre, y fue a enfocar la prueba del supuesto delito, mientras al fondo se seguía escuchando el sonido de la escoba—: esta niña tiene pegado en su carrito de Empresas Varias esta publicidad. 

Era tan contrastante que parecía una parodia. Él, un hombre de derecha en su gran vehículo, sentía que tenía toda la legitimidad para manifestar públicamente su inclinación política, pero que ella, una «niña» (el término habitual en Colombia en el cruce del patriarcado y el elitismo), una mujer de clase trabajadora, estaba excediendo su lugar natural de invisibilidad y silencio. Él estaba indignado y agresivo en su barrio de casas grandes y calles arborizadas, y grababa la escena para mostrar a todos el descaro de esa mujer. Ella estaba barriendo las calles, como todos los días, y soportó con dignidad la intimidación y le dijo que sí, que ella misma había pegado con cinta y por convicción esos dos volantes arrugados en su herramienta de trabajo.

El video se viralizó en las redes sociales. Era el retrato de un país que todavía arrastra el peso de las castas coloniales y en el que nada desespera tanto a ciertos sectores como la irrupción de la voz popular. A una semana de las elecciones, miles de personas vimos la escena como un símbolo de la coyuntura política, y a esa mujer como un reflejo de la dignidad de las mayorías sociales. Incluso el candidato Gustavo Petro replicó el video y comentó sin disimular su emoción: «Este es el pueblo por el que daría hasta mi vida».

Pero ahí no terminó la historia. Al día siguiente fue el último gran acto de campaña antes de la primera vuelta. La plaza de Bolívar de Bogotá estaba llena, se sentía en el aire la inminencia del cambio, y en mitad de su discurso Petro recordó el video del hombre rico tratando de humillar a la trabajadora. Dijo que no la conocía, y agregó:

"El día de la posesión del gobierno popular quiero tenerla a mi lado, quiero que nos acompañe como invitada de honor, porque ella representa la dignidad del pueblo trabajador, la dignidad de quien no baja la frente, la dignidad de quien no hinca la rodilla, la ciudadana moderna que se sabe libre, autónoma, sujeta de derechos; mujer poderosa y sabia, trabajadora, como la Policarpa, tan querida, que ayudó a fundar esta nación".

Hasta allí había un potente mensaje político contra un orden elitista, un orden de exclusión y humillación permanente a los de abajo. Pero Gustavo Petro fue más allá, tal vez por su afinidad con la Teología de la Liberación y la opción preferencial por los pobres; tal vez porque le pareció un acto mínimo de justicia. Lo último que hizo el sábado 28 de mayo, el día anterior a la primera vuelta de las elecciones presidenciales, fue ir a cenar con esta mujer trabajadora, Kellyth Garcés, y su hijo Justin. Era un mensaje directo al viejo régimen y a «los nadies», el concepto de Eduardo Galeano que se popularizó tanto en campaña. Y solo se publicó una foto, desde lejos, discreta, conversando, sonrientes.

Las familias y la politización de lo cotidiano

Han sido tantas las transformaciones y los hitos políticos en Colombia en los últimos años, que suele pasarse por alto que Gustavo Petro devolvió la política a las plazas públicas. Desde hacía tiempo, la disputa política y electoral se había reducido al ámbito de los grandes medios de comunicación. Y en el oligopolio mediático colombiano no había mucho margen para la irrupción de discursos que fueran más allá de la seguridad, el conflicto armado y la corrupción. 

Fue en su destitución en 2013 como alcalde de Bogotá –por parte de un funcionario administrativo de extrema derecha y como represalia por la desprivatización parcial de un servicio público– cuando Petro surgió como convocante, orador y líder de multitudes1. Fueron tres días seguidos con la plaza de Bolívar llena de ciudadanos que exigían el respeto por el voto popular y la restitución del alcalde que estaba impulsando ambiciosas políticas sociales. El nerviosismo del establishment quedó retratado en una portada de la revista Semana: una fotografía de Petro dando un discurso desde la sede de la Alcaldía y el titular «¡No más balcón!».

Gracias al descubrimiento accidental de ese potencial comunicativo y popular, la apuesta de Petro y la Colombia Humana ‒su proyecto político‒ en 2018 fue empezar a llenar plazas en todo el país. A veces una, dos y hasta tres en un mismo día. Los grandes medios no reproducían las imágenes, pero sí lo hacían las redes sociales, y su discurso de justicia social arraigó con tanta fuerza que más temprano que tarde los demás candidatos se vieron obligados a referirse a él y a moverse en sus márgenes.

En esta campaña de 2022, ya no solo con la Colombia Humana sino con el Pacto Histórico –la apuesta por un frente amplio–, la estrategia fue la misma: plazas públicas, multitudes en grandes, medianas y pequeñas ciudades, discursos largos y pedagógicos. Se decidió además hacer mayor presencia en esos lugares del país en los que hace cuatro años hubo menos apoyo, con el convencimiento de que bastaba que la gente lo escuchara, romper en las plazas el cerco mediático para construir una nueva mayoría y un nuevo sentido común.

Así, en los últimos meses antes de las elecciones, Gustavo Petro llenó y dio discursos en alrededor de 130 plazas en toda Colombia. Fue una maratón y una logística difícil, pero también una tensión con el oligopolio mediático, porque hubo algunas semanas en las que el candidato dejó de ir a los debates casi cotidianos que estaban organizando los grandes medios. El planteamiento era claro: ya se había debatido y se volvería a debatir en los últimos días antes de las elecciones, pero si Petro dedicaba su último mes a los medios no solo estaría en terreno del adversario –en el que el objetivo único de candidatos y comunicadores era derrotarlo–, sino que además eso impediría hacer presencia en las plazas de muchas ciudades. Fue una decisión acertada: las plazas estaban llenas, y los debates sin Petro estaban sin rating

Así se llegó al triunfo en primera vuelta: ocho millones y medio de votos por Gustavo Petro y Francia Márquez. Y por un giro de las últimas dos semanas su adversario en segunda vuelta sería Rodolfo Hernández, un empresario multimillonario imputado por corrupción, famoso por su despotismo, su autoritarismo y su ignorancia en casi todos los temas, pero que era un exitoso producto de marketing político a fuerza de redes sociales y la repetición incesante de que iba a acabar con la corrupción «dándole juete a los corruptos». ¿Cuál debía ser la estrategia de Petro para las semanas que quedaban antes de la segunda vuelta? Ya las plazas parecían agotadas. Ya se había convocado a las multitudes y se habían dado discursos de muchas horas. La decisión, inteligente y sensible a la vez, es a mi juicio el segundo momento que resume y explica el triunfo.

Se decidió hacer todo lo contrario de las plazas, los discursos y las multitudes: durante dos semanas Gustavo Petro se dedicó a visitar, a conversar, a compartir la cocina y la mesa de familias de clase trabajadora de todo el país. 

Empezó el viernes durmiendo en casa de Arnulfo, un pescador a orillas del Magdalena. A la madrugada siguiente lo acompañó en el río por varias horas y luego conversó con su familia. Esa tarde viajó a Medellín a cenar con una familia de campesinos floricultores. El lunes almorzó con pequeños mineros de Boyacá, todos sentados en una tabla larga y con la olla sobre las piernas, resolvió dudas sobre su plan de transición energética y bajó a la mina. El miércoles fue a la casa de Genoveva y sus hijos en un barrio de Quibdó –la ciudad con mayor índice de pobreza de Colombia–, ayudó a fritar los plátanos de la cena, durmió en una de las habitaciones de la casa y al día siguiente tuvo que bañarse con un balde porque no funcionó la ducha.

Así continuó varios días, para arriba y para abajo, de una esquina a otra esquina de Colombia. Antes de la primera vuelta, sus jornadas eran de plaza en plaza, ahora eran de mesa en mesa, de familia en familia, dialogando, compartiendo las jornadas de trabajo. La cobertura mediática era mínima y en el aire estaba el resquemor de que renunciar en la recta final a las multitudes podría ser un error. Pero había algo en esas imágenes que le daban un nuevo sentido a toda la campaña.

A diferencia de Iván Duque y Álvaro Uribe, del candidato Hernández y de casi cualquier miembro de la clase dirigente colombiana, Petro iba a los barrios populares no como un turista, y cogía un machete y se ponía las botas de caucho no como un disfraz, sino como herramientas naturales de su ámbito económico y cultural. En otras palabras, a diferencia de todos los demás, Petro hace parte de la clase trabajadora de Colombia y por eso, aunque nadie ignoraba que estaba en campaña y transmitiendo un mensaje, en esos espacios no se veía una actitud falsa o impostada. 

Había incluso algo más que el mensaje de pertenecer –y por tanto defender– a la clase trabajadora. Tal vez no fue el propósito, pero sí fue el resultado: se transmitió a toda Colombia, en una coyuntura de vértigo, que la política no está en los grandes discursos multitudinarios, sino en la vida cotidiana, en el aire de cada día, en los tiempos para conversar, para trabajar, para cocinar y compartir la mesa. Y que era posible dar a este conjunto de particularidades un relato compartido y un horizonte de acción.

La madre de Dilan Cruz

El 21 de noviembre de 2019 se inició el gran Paro Nacional en defensa de la paz, contra el asesinato de líderes sociales y las políticas neoliberales del gobierno de Duque. Fue tal la dimensión de las movilizaciones en todo el país que se volvió común hablar del último gran referente de algo así en Colombia: el Paro Cívico Nacional de 1977. Y así como haría el año siguiente, en las movilizaciones de 2020 contra la brutalidad policial, y el siguiente, en el gran estallido social de 2021 (probablemente el más grande en medio siglo), la respuesta del gobierno de Duque fue militarizar ciudades, aumentar el discurso de criminalización de la protesta social y darle vía libre a la Policía Nacional para reprimir a sangre y fuego a los manifestantes.

El 23 de noviembre de ese 2019, en el centro de Bogotá, un capitán del Escuadrón Móvil Antidisturbios (esmad) le disparó en la cabeza con una escopeta «de letalidad reducida» a Dilan Cruz, un joven de 18 años al que le faltaban dos días para graduarse del bachillerato. Lo mismo estaba sucediendo en todo el país: jóvenes heridos, mutilados, asesinados por la Policía, pero en esta ocasión sucedió en un punto en el que había por lo menos una docena de cámaras grabando desde distintos ángulos. En una de ellas se ve a los oficiales del esmad decir, justo antes de disparar: «¡A quien sea pero ya! ¡Dele, dele!».

Dilan Cruz estuvo dos días en estado crítico: la bolsa de tela con bolitas metálicas (la munición de «letalidad reducida») se le incrustó en el cerebro. Lo vio tanta gente que se convirtió en un símbolo de las movilizaciones, el símbolo de un Estado que no dejaba de asesinar ‒en la guerra y la protesta‒ a los más jóvenes. Dilan Cruz protestaba por un país más justo y un sistema educativo para todos, y falleció el día de su graduación.

Por eso fue tan significativo lo que sucedió la noche del 19 de junio de 2022, cuando Gustavo Petro y Francia Márquez estaban celebrando su victoria junto a miles de ciudadanos. Todas las cadenas de televisión estaban transmitiendo en directo. Todos los medios internacionales estaban grabando y enviando los primeros reportes. Todos estábamos atentos a los primeros discursos de la vicepresidenta y el presidente electos, sin todavía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Francia Márquez habló primero, y luego, cuando Gustavo Petro estaba en la mitad de su discurso, por encima de las cabezas de las decenas de personas que estaban en la tarima empezó a avanzar una fotografía grande en un marco de madera. 

Era Jenny Alejandra Medina, la madre de Dilan Cruz, abriéndose paso. La gente veía la fotografía de su hijo y poco a poco la dejaba pasar, hasta que llegó al lado de Gustavo Petro, que estaba dando su discurso de victoria. Él la vio, cortó la frase a la mitad, la abrazó y le dio el micrófono.

Este es a mi juicio el tercer momento que resume y explica el triunfo: la madre de Dilan Cruz no solo habló, dijo lo que le había sucedido y lo que estaba pensando y sintiendo, sino que irrumpió en medio del gran discurso del poder. Esta fue la muestra de un cambio necesario de paradigma en la relación entre el Estado y las víctimas. Y es parte de un nuevo relato que se ha construido desde abajo, en las asociaciones de víctimas, en el movimiento social, en el Proceso de Paz, y que han recogido y replicado Francia Márquez y Gustavo Petro en todo el país. Ya no es la hora de los negacionistas del conflicto; ya no más gestores de la indolencia heredada de las elites. En uno de los países más desiguales del mundo, después de décadas de conflicto armado en el que 80% de las víctimas fueron civiles y en el que el Estado ha sido un victimario central, por acción y por omisión; ante las millones de personas en situación de desplazamiento forzado, ante la impunidad sistemática, ante el vicio arraigado de silenciar y revictimizar a las víctimas, los futuros gobiernos solo serán legítimos en la medida en que sean capaces de mirar a la barbarie a los ojos y reconocer públicamente el horror de tantas injusticias acumuladas. 

Lo que Gustavo Petro hizo al darle el micrófono a la madre de Dilan Cruz en su gran momento de victoria ‒cuando todas las cámaras esperaban escucharlo a él‒ significa un cambio de prioridades en el uso de la palabra en la esfera pública. Significa que cuando los de abajo hablan, cuando las víctimas hablan, el poder debe callarse y escuchar.

El sancocho nacional

De modo que el nuevo gobierno, popular y de izquierdas, ha sido el resultado no solo de luchas acumuladas y de una crisis del viejo régimen de exclusión, sino de transformaciones importantes en el sentido común. La pregunta natural ahora es cuál va a ser su margen real de acción y hasta dónde van a llegar las transformaciones.

Pues bien, habría que empezar reconociendo que a pesar de que un día militó en una guerrilla revolucionaria y se alzó en armas contra el Estado, es difícil encontrar un líder político en Colombia menos sectario que Gustavo Petro, más dispuesto a hablar hasta con sus adversarios más acérrimos. O corrijo: esto quizás suceda precisamente porque militó en una guerrilla particular, el M-19, y no solo participó en un proceso de paz que desencadenó la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, y acompañó de cerca al comandante Carlos Pizarro en su defensa apasionada de la audacia y la imaginación para transformar a Colombia, sino que tuvo siempre como referencia la idea del «sancocho nacional». 

El concepto es de Jaime Bateman Cayón, cofundador y comandante del M-19 hasta la mañana de 1983 en que la avioneta en la que viajaba a Panamá se desplomó en la selva del Darién. Era un hombre caribe, festivo, espontáneo, y por eso para resumir la necesidad de un gran diálogo nacional en el que se entendieran viejos adversarios, distintas ideologías y corrientes políticas por el bien del país, apeló al nombre de la más popular de las sopas colombianas.

En esta campaña de 2022, incluso más que en la de 2018, Petro llamó constantemente a todos los actores políticos, incluso de derecha y extrema derecha, a que se sumaran a un gran pacto por la justicia social en Colombia. Por eso el nombre de su coalición es el Pacto Histórico. Y esto se complementa con otra bandera icónica para la reconciliación y modernización de Colombia, la de Álvaro Gómez Hurtado –hijo de ex-presidente, conservador, constituyente en 1991 y asesinado en 1995–: el pacto sobre lo fundamental. 

Gustavo Petro defendió estas ideas en toda la campaña, por eso aceptó a miembros del viejo establishment en su proyecto político y ha dicho que –contrario a lo que siempre ha hecho la derecha– la oposición tendrá las puertas abiertas para conversar en la Casa de Nariño. Y también por eso en sus primeros días de presidente electo se ha reunido no solo con Hernández, el candidato derrotado, sino incluso con el ex-presidente Uribe.

En ello reside una de las grandes potencias del nuevo gobierno (todos son bienvenidos en el sancocho nacional, la concertación es posible, y en medio de las diferencias podemos suscribir un pacto sobre lo fundamental), pero quizás también una limitación y un reconocimiento tácito de fragilidad. Está bien conversar y que entre aire fresco en las instituciones. Está bien abrir espacio en el gobierno a individuos con capacidad de gestión, aunque vengan de otras ideologías y tradiciones políticas. Está bien, en un país habituado a la guerra, que los distintos actores se escuchen en un marco institucional y no violento. Pero la política –la realidad– es confrontacional. El gran hosanna del abrazo colectivo satisface a la moral conservadora, tal vez neutraliza algunos discursos hostiles, pero corre el riesgo de reducir radicalmente el margen de acción. Además es un espejismo, porque cambiar cosas implica molestar a mucha gente.

Tarde o temprano, cuando empiecen las reformas, cuando se ponga en cuestión la doctrina neoliberal y los grandes poderes se vean amenazados con medidas concretas, todas las molduras y la yesería de la conciliación y la unidad se vendrán abajo. Y entonces los pilares de la fuerza real quedarán al descubierto.

Lo revolucionario en Colombia

Gustavo Petro es consciente de la tensión y la fragilidad. Ya lo vivió en la Alcaldía de Bogotá y de allí ha sacado varias lecciones. Él sabe que tiene muchos frentes de lucha, y que cualquiera de ellos puede desencadenar las fuerzas para tumbar su gobierno. Recuerdo una entrevista de hace muchos años en la que decía –cito de memoria–: «Es suficiente con una acción coordinada de los camioneros para tumbar un gobierno en Colombia». Y estos días se han conocido reuniones organizadas por oficiales retirados invitando a militares activos a desconocer el mando del nuevo presidente, pues dicen que rendirle cuentas a un ex-guerrillero es la mayor humillación en la historia de las Fuerzas Militares.

Los adversarios son muchos y poderosos. La industria financiera, las mafias en todos los sectores, los ejércitos del narcotráfico, el oligopolio mediático, los grandes latifundistas... apenas vean una gran debilidad saltarán a la yugular del nuevo gobierno. Y es por la consciencia de esto, por el análisis concreto de la realidad concreta, que desde algunos meses antes de las elecciones Petro empezó a plantear que lo realmente ambicioso era aspirar a un gobierno de transición, uno que sin ser una revolución abriera un nuevo ciclo en Colombia, dejara por fin atrás la violencia política y asegurara una serie de derechos fundamentales. Es la suscripción de otra de las ideas de Jaime Bateman Cayón: «Lo más revolucionario hoy en Colombia es la democracia».

¿Hasta dónde va a llegar el nuevo gobierno? Me atrevo a decir que los cambios en el sentido común que lo llevaron a la victoria son la mayor garantía de una transformación de largo aliento y que no termina con Gustavo Petro y Francia Márquez, sino que apenas empieza. Ya los marcos se han ampliado, los mitos funcionales al viejo régimen se han vuelto añicos, la correlación de fuerzas no deja de moverse y el futuro nunca se ha visto tan inmenso. 

Por eso son tan significativos esos tres momentos de la campaña: el de la dignidad de «los nadies», el de la politización de lo cotidiano y el de la legitimidad y urgencia de la voz de las víctimas y los de abajo en la esfera pública. Más allá del triunfo histórico, más allá del nuevo ciclo progresista en América Latina, esta reivindicación popular ya es revolucionaria en Colombia. Tenemos esperanza: ya se siente en el aire un cambio político, ético y estético.

  • 1.

    Arturo Wallace: «Destituyen e inhabilitan por 15 años al alcalde de Bogotá, Gustavo Petro» en BBC Mundo, 9/12/2013.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 300, Julio - Agosto 2022, ISSN: 0251-3552


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