Opinión
junio 2016

Tragedia británica en un acto

La decisión de abandonar la Unión Europea dominará la vida británica durante la próxima década. Reino Unido se volverá más insignificante en el mundo.

Tragedia británica en un acto

Dicen que la noche del jueves fue trascendental para los que hicieron campaña por dejar la Unión Europea y volver la espalda de Gran Bretaña al siglo XXI. En eso, al menos, puedo estar de acuerdo. En palabras de Cicerón: «Trágico e infeliz fue aquel día».

La decisión de abandonar la UE dominará la vida nacional británica durante la próxima década, o tal vez más. Se puede discutir acerca de la magnitud exacta de la conmoción económica (a corto y largo plazo), pero es difícil imaginar alguna circunstancia en la que el Reino Unido no se volverá más pobre e insignificante en el mundo. Muchos de los que fueron alentados a votar, presuntamente, por su «independencia» hallarán que en vez de ganar libertad perdieron el empleo.

¿Cómo pudo pasar?

En primer lugar, los referendos reducen la complejidad a una sencillez absurda. El vínculo entre cooperación internacional y soberanía compartida que supone la pertenencia de Gran Bretaña a la Unión Europea se tradujo a una serie de afirmaciones y promesas mendaces. Se le dijo al pueblo británico que abandonar la UE no traería ningún costo económico ni ninguna pérdida para aquellos sectores de la sociedad a los que la pertenencia a Europa benefició. Se prometió a los votantes un tratado comercial ventajoso con Europa (el mayor mercado de Gran Bretaña), menos inmigración y más dinero para el Servicio Nacional de Salud y otros valiosos bienes y servicios públicos. Sobre todo, se dijo que Gran Bretaña recuperaría la vitalidad creativa necesaria para tomar el mundo por asalto.

Uno de los horrores que nos esperan es la creciente decepción de los partidarios del Brexit conforme todas estas mentiras queden expuestas. Se les dijo a los votantes que «recuperarían su país». No creo que les guste el país con el que se encontrarán.

Un segundo motivo del desastre es la fragmentación de los dos principales partidos políticos británicos. Por años, el antieuropeísmo erosionó la autoridad de los líderes del Partido Conservador. Además, toda noción de disciplina y lealtad partidaria se derrumbó hace años, conforme menguaba la cantidad de simpatizantes conservadores comprometidos. Aún peor es lo que sucedió en el Partido Laborista, cuyos simpatizantes tradicionales dieron impulso a la gran victoria del voto por la salida de la UE en muchas áreas de clase trabajadora.

Con el Brexit, hemos visto al populismo a lo Donald Trump llegar a Gran Bretaña. Es obvio que hay una difundida hostilidad, mezclada en una ola de resentimiento populista, hacia cualquiera al que se estime miembro del «establishment». Exponentes de la campaña por el Brexit, como el secretario de justicia Michael Gove, desacreditaron la opinión de todos los expertos, por considerarlos miembros de una conspiración interesada de los que más tienen contra los que menos tienen. Tanto si era la opinión del director del Banco de Inglaterra, del arzobispo de Canterbury o del presidente de los Estados Unidos, sus consejos no valieron nada. A todos se los pintó como representantes de otro mundo, sin relación con las vidas del pueblo británico ordinario.

Eso apunta a un tercer motivo del voto pro-Brexit: la creciente inequidad social contribuyó a una revuelta contra una presunta élite metropolitana. La vieja Inglaterra industrial, en ciudades como Sunderland y Manchester, votó contra una privilegiada Londres. A esos votantes se les dijo que la globalización solo beneficia a los que están arriba (cómodos trabajando con el resto del mundo), a costas de todos los demás.

Además de estas razones, por años casi nadie defendió vigorosamente la pertenencia de Gran Bretaña a la UE. Esto creó un vacío que permitió ocultar los beneficios de la cooperación europea tras un manto de espejismos y engaños, y alentar la idea de que los británicos se habían vuelto esclavos de Bruselas. A los votantes pro-Brexit se los imbuyó de un concepto de soberanía ridículo, que los llevó a anteponer una pantomima de independencia al interés nacional.

Pero ahora no sirve de nada lamentarse y rasgarse las vestiduras. En estas circunstancias difíciles, las partes involucradas deben tratar de asegurar honrosamente lo mejor para el RU. Solo nos queda esperar que los partidarios del Brexit tengan al menos la mitad de razón, por difícil que sea imaginarlo. En cualquier caso, las cartas están dadas y hay que hacer lo mejor que se pueda con ellas.

Pero nos salen a la mente tres desafíos inmediatos.

En primer lugar, ahora que David Cameron dejó en claro que renunciará, el ala derecha del Partido Conservador y algunos de sus miembros más acérrimos dominarán el nuevo gobierno. Cameron no tenía elección: no podía de ningún modo ir a Bruselas como representante de unos colegas que lo traicionaron, para negociar algo en lo que no cree. Si su sucesor es un líder del Brexit, a Gran Bretaña le espera ser gobernada por alguien que se pasó las últimas diez semanas esparciendo mentiras.

En segundo lugar, los lazos que mantienen unido al RU (en particular a Escocia e Irlanda del Norte, ambos lugares donde ganó el voto a favor de la permanencia) comenzarán a sufrir grandes tensiones. Espero que la revuelta pro‑Brexit no conduzca inevitablemente a un referendo por la ruptura del RU, pero sin duda ahora es una posibilidad.

En tercer lugar, Gran Bretaña tendrá que empezar a negociar su salida muy pronto. Es difícil imaginar que pueda terminar en una relación con la UE mejor que la que tiene hoy. A todos los británicos les aguarda la difícil tarea de convencer a sus amigos en todo el mundo de que no abandonaron también la sensatez.

La campaña del referendo revivió la política nacionalista, que en definitiva siempre gira en torno de la raza, la inmigración y las conspiraciones. Todos los que estamos en el campo proeuropeo tenemos por delante la tarea de tratar de contener las fuerzas que el Brexit liberó y afirmar la clase de valores que en el pasado nos ganaron tantos amigos y admiradores en todo el mundo.

Esto comenzó en los años cuarenta, con Winston Churchill y su visión de Europa. Para describir el modo en que terminará, nada mejor que uno de los aforismos más famosos de Churchill: «El problema con el suicidio político es que uno queda vivo para lamentarlo».

En realidad, muchos votantes pro‑Brexit tal vez no vivan lo suficiente para lamentarlo. Pero es casi seguro que lo lamentarán los jóvenes británicos que en abrumadora mayoría votaron por seguir siendo parte de Europa.


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