Tema central
NUSO Nº 282 / Julio - Agosto 2019

Solidaridad ciudadana en democracias violentas

En un contexto de competencia violenta entre grupos armados ilegales, con personas torturadas, asesinadas o desaparecidas, ¿qué tipo de injerencia pueden tener los ciudadanos comunes y corrientes en el curso de los eventos? ¿Pueden hacer la diferencia? ¿En qué inciden sus actitudes y sus acciones? ¿Importa realmente la opinión pública? Estas preguntas permiten sumergirse en las dinámicas de la democracia en escenarios de violencia sistemática, como el mexicano.

Solidaridad ciudadana en democracias violentas

Imaginemos que México estuviera gobernado por una dictadura que hubiera asesinado a 140.000 personas en los últimos tres lustros. Por un régimen que torturara, secuestrara, extorsionara de manera sistemática. Que exhibiera a sus víctimas en plazas públicas, los colgara de puentes, los abandonara en camionetas, desnudos, amordazados, mutilados. Que almacenara en sus morgues unos 16.000 cuerpos sin identificar. Y que hiciera desaparecer a decenas de miles de sus ciudadanos enterrándolos en fosas comunes o disolviéndolos en tambos de ácido.

Sería, sobra decirlo, un horror, una situación intolerable, un escándalo a escala mundial. Afortunadamente, no es el caso. Desde el año 2000, México es una democracia. Una democracia deficiente y decepcionante, pero una democracia al fin y al cabo. Desafortunadamente, las cifras y los hechos de violencia son reales. No son las cifras y los hechos de un gobierno dictatorial, sino los de una guerra civil económica (no política) que comúnmente describimos como «guerra contra las drogas» o «narcoviolencia».

En las últimas dos décadas del siglo xx, México transitó lenta y pacíficamente hacia la democracia, luego de 70 años de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (pri). En la primera década del siglo xxi, se deslizó vertiginosamente hacia la guerra civil. No es una guerra por el Estado ni por ideología. La mexicana es una de las llamadas «nuevas» guerras civiles, que se libran por ganancias materiales, no por motivos políticos. Y es una guerra que contiene varias guerras. Una guerra opaca en la que conviven, se mezclan y se refuerzan la violencia criminal de empresas privadas ilícitas y la de agentes del Estado; la violencia entre organizaciones criminales y dentro de ellas; la violencia ejercida contra combatientes y contra la población civil. Ante la escalada vertiginosa de atrocidades organizadas, la mayoría de los ciudadanos mexicanos ha reaccionado con una mezcla de espanto e indiferencia. Ha tenido una reacción semejante a la que solemos tener cuando vemos noticias terribles a escala internacional: quizás nos espanten o entristezcan o enfurezcan un momento, pero nada más. Salvo de manera excepcional, no nos levantan del sofá frente a la tele. No nos empujan al espacio público, a la acción política.

En las «democracias violentas»1 de América Latina, hemos visto a los ciudadanos responder de muchas maneras a la violencia e injusticia que los rodea, desde el éxodo centroamericano hasta el «voto por el orden» (por encima de la ley) en las elecciones presidenciales brasileñas de 20182. Sin embargo, la parálisis de la ciudadanía mexicana frente a la violencia criminal no parece ser un fenómeno excepcional. Más bien, parece ser una actitud enteramente común, que expresa una contradicción profunda en las democracias desgarradas por la violencia criminal. Por un lado, los ciudadanos son actores fundamentales, imprescindibles, de cualquier solución a la violencia endémica. En democracia, los ciudadanos importan. E importan quizás aún más en una democracia azotada por la violencia organizada. Por otro lado, las condiciones estructurales de una guerra civil hacen muy difícil que los ciudadanos se movilicen. La opacidad de la violencia, su ambigüedad moral y la brutal asimetría de poder entre grupos armados y población civil crean obstáculos muy severos al involucramiento ciudadano. Mientras que la construcción del Estado de derecho requiere que los ciudadanos se movilicen, la violencia organizada tiende a paralizarlos.

La relevancia de la opinión pública

En un contexto de competencia violenta entre grupos armados ilegales, en una situación en la cual la tortura, la muerte organizada y la desaparición de personas se cuentan por decenas de miles, ¿por qué deberíamos pensar que los ciudadanos comunes y corrientes puedan tener alguna injerencia en el curso de los hechos? ¿Qué diferencia pueden hacer? ¿En qué inciden sus actitudes y sus acciones? ¿Por qué deberíamos pensar que la opinión pública importa? ¿Por qué vale la pena estudiarla? En la guerra, dice un refrán africano, la población civil es como el pasto bajo los pies de elefantes en pelea. Pero no del todo. Los elefantes no están en todas partes. Y aun donde están, pastando o peleándose, los civiles tienen recursos de movilización y resistencia civil que no tienen en un contexto dictatorial. Gozan de derechos políticos y libertades civiles. Tienen acceso al espacio público, pueden votar, militar en partidos y asociaciones civiles, echarse a la calle, levantar la voz. Todo bajo restricciones, ciertamente, pero también con ciertos márgenes de acción. Aun bajo la sombra de la violencia criminal organizada, los ciudadanos comunes y corrientes tienen tres vías principales de influencia:

a) La opinión pública puede incidir en la discusión pública y las políticas públicas. En México, ante la escalada de la «narcoviolencia», hemos hablado mucho de fallas del Estado y del gobierno y mucho menos de las fallas de la democracia. Sin embargo, el simple hecho de que la «guerra contra el crimen organizado» no fuera una cuestión destacada en las elecciones presidenciales de 2006, antes de su lanzamiento oficial, ni tampoco en 2012, 60.000 muertos después, tiene que considerarse un fracaso mayor de la democracia. Cuando falla la democracia, son muchos los actores que están fallando: el gobierno y la oposición, los partidos políticos, los medios de comunicación, la sociedad civil. En una democracia, se supone que todos estos actores deben responder a las preferencias y los reclamos de la ciudadanía. En última instancia, son entonces los ciudadanos quienes pueden sancionar y corregir las fallas democráticas. b) La opinión pública puede incidir en el crimen organizado. La idea convencional según la cual los grupos armados dependen de la población civil para obtener «los recursos necesarios para construir una organización» no aplica para los carteles de la droga3. Los carteles no necesitan que la población civil les dé techo y alimentación. Compran sus víveres en el supermercado y sus casas a alguna empresa inmobiliaria. Lo que sí necesitan son dos cosas: personal y silencio. Necesitan reclutar gente para llenar todas las posiciones requeridas en la división del trabajo criminal. Y necesitan que los ciudadanos civiles, cuando se enteran de hechos delictivos, no los denuncien ante las autoridades o la prensa. Casi inevitablemente, las opiniones que los ciudadanos tengan de los actores criminales afectan tanto la facilidad para contratar personal como la probabilidad de denuncias.

c) La opinión pública puede afectar a la sociedad civil organizada. Ante el fracaso masivo del Estado en proteger a sus ciudadanos de sus ciudadanos (y de sí mismo), en los últimos años familiares de víctimas de la violencia han formado numerosos movimientos de protesta en muchos lugares del país. Es muy probable que la opinión pública tenga efectos significativos tanto sobre los esfuerzos y las capacidades de movilización de las asociaciones de víctimas como sobre la sensibilidad de políticos y funcionarios ante sus reclamos.

Todo esto es un rosario de bellas posibilidades. No es fácil, sin embargo, que el potencial de intervención ciudadana se haga realidad. En México, las tendencias prevalecientes en estos últimos años de violencia endémica han sido la normalización de la violencia y la pasividad ciudadana ante ella. Los episodios de movilización ciudadana a favor de las víctimas, aunque impresionantes y conmovedores, han sido pasajeros. Necesitamos entender, sin embargo, que los imperativos morales y políticos de solidaridad ciudadana se enfrentan a obstáculos muy poderosos que la inhiben en la práctica.

La normalización de la violencia

La escalada de la violencia organizada en los últimos diez años ha tomado el país por sorpresa. México parecía encaminarse hacia la normalidad democrática. El descenso a la normalidad criminal ha sido vertiginoso. Ante la difusión pavorosa de la violencia extrema, podemos constatar que la respuesta prevaleciente ha sido la normalización. Muy rápidamente, tanto el gobierno como la sociedad han dejado de sorprenderse. El gobierno de Felipe Calderón (2006-2012), al ver el país estallar en sus manos, declaró una suerte de estado de emergencia nacional, al mismo tiempo que trataba de dar tranquilidad a la ciudadanía en general. En esencia, describía la violencia como conflicto entre grupos rivales de la delincuencia que se mataban entre sí. Las heroicas fuerzas de seguridad se iban a encargar de salvar a la patria de ellos, los criminales. Las personas decentes, o simplemente las personas, los ciudadanos, el pueblo, el país, nuestra sociedad, las comunidades, las familias mexicanas, no tenían nada que hacer ni nada que temer4.

El gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018) reemplazó el discurso de la negación por la negación a secas. En lugar de decir «tenemos un gran problema, pero no se preocupen, es un asunto entre malos que lo resolveremos nosotros los buenos», el gobierno esencialmente decía: «tenemos un problema, pero no es para tanto, hay cosas más importantes que atender». En lugar de externalizar la violencia como asunto de delincuentes simbólicamente expulsados de la nación, trataba de minimizar la violencia. Las fórmulas eran variadas: la violencia es peor en otros países, siempre ha existido, solamente afecta unas partes del territorio nacional y ya va a la baja. El mensaje a los ciudadanos era el mismo que en el gobierno anterior: nosotros nos hacemos cargo, ustedes quédense tranquilos.

En esos años, mientras escalaba la violencia, había muchos signos de su normalización también en el ámbito individual. Con rapidez osmótica y una ligereza que a veces pareciera festejar la transgresión de todos los límites civilizatorios, el lenguaje cotidiano ha sido un lugar privilegiado de normalización de la violencia. En México, se han movilizado muchos recursos lingüísticos para convertir el horror extraordinario en un hecho trivial. Se fue adoptando el propio lenguaje del mundo criminal para describir a los actores criminales (el cartel, el capo, el sicario, el halcón, la mula, el pozolero), los actos criminales (la ejecución, el levantamiento, el cobro de piso), los dispositivos criminales (la casa de seguridad, el cuerno de chivo) y las víctimas de la violencia (los descabezados, colgados, encobijados, encajuelados, enteipados). Absorbiendo este universo de eufemismos y falsos tecnicismos, se ha ido creando un mundo donde la violencia es un fenómeno delimitado, comprensible, esperable. La categoría amplia de «los narcos» y el uso extensivo del prefijo correspondiente (la narcoviolencia, la narcofosa, la narcomanta, el narcopolicía, el narcopolítico, la narcofiesta, la narcovivienda) sirven al mismo propósito: crean una distancia simbólica entre el mundo civilizado y un mundo de barbarie donde la violencia es normal5.

La normalización simbólica ha sido reforzada por múltiples estrategias de adaptación individual. Quizás la más importante ha sido el autoconfinamiento. Con el espacio público devenido territorio violento, los ciudadanos se han refugiado en sus espacios privados. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (inegi), «por miedo a ser víctima de algún delito», más de la mitad de los mexicanos ya no salen de noche y dos de cada tres niños tienen vetado salir a la calle6.

Movilización excepcional

Es un lugar común pensar que la sociedad civil mexicana es relativamente débil. También ha sido una observación común que la sociedad civil en su conjunto no se ha mostrado muy activa en relación con la seguridad pública7. Quienes sí se han movilizado han sido las víctimas de la violencia. Inicialmente, fueron solo algunas figuras individuales quienes irrumpieron en el espacio público nacional, como el empresario Alejandro Martí, convertido en activista prominente contra la inseguridad después de que su hijo Fernando fuera secuestrado y asesinado. Después, sin embargo, hemos visto dos grandes olas de movilización colectiva a favor de las víctimas de la violencia criminal.

Ya desde los inicios de la llamada «guerra contra las drogas» empezó a surgir una amplia gama de movimientos de víctimas en muchos rincones del territorio mexicano. Durante varios años, sin embargo, este caleidoscopio de movimientos locales permaneció prácticamente invisible desde la capital de la república. Fue con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, iniciado en la primavera de 2011 por el poeta Javier Sicilia a raíz del asesinato de su hijo a manos de policías locales, como el conjunto rico y diverso de movimientos locales de víctimas se hizo visible y audible a escala nacional (al menos durante algunos meses de atención mediática)8.

El movimiento de Sicilia no logró transformaciones estructurales en el Estado y la sociedad mexicana (sería pedir demasiado). Su gran logro histórico fue simbólico: el reconocimiento público de las víctimas como víctimas y como seres humanos. No como cifras, daños colaterales, archivos muertos, criminales que se la buscaron. Por lo menos durante unos breves meses de 2011, las víctimas tuvieron presencia pública y quien quería podía ver sus caras, escuchar sus historias y compartir sus lágrimas9. Aun antes de que Sicilia resolviera que sus botas ya no aguantaban y que tenía que dejar de marchar, el tema de las víctimas ya había salido otra vez de la agenda pública. Al año siguiente, los votantes dejaron al Partido Acción Nacional (pan), el partido del presidente que se había puesto uniforme militar, en el tercer lugar de las elecciones presidenciales. Durante toda la campaña electoral, los partidos y candidatos evitaron hablar de la violencia. Y ya que el silencio había sido una estrategia ganadora en las elecciones, el presidente Peña Nieto, al asumir su mandato en diciembre de 2012, lo impuso como política gubernamental. Trató de hacer virar la discusión pública hacia las llamadas reformas estructurales en la economía, la educación y las telecomunicaciones.

La estrategia del silencio elocuente funcionó un tiempo. Se pudo mantener a inicios de 2014 durante la llamada crisis de las autodefensas en Michoacán, que llevó al Poder Ejecutivo federal a suplantar el sistema político michoacano por una suerte de emisario presidencial plenipotenciario. Pero la gestión gubernamental del silencio se quebró finalmente con la matanza de Iguala: la desaparición de 43 estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa a manos de criminales estatales (policías municipales) y su probable asesinato posterior a manos de criminales privados (los agentes de represión del cartel local dominante)10. Gracias a la capacidad de acción colectiva de los estudiantes de Ayotzinapa, la inocencia transparente de las víctimas y la participación directa de agentes del Estado, el crimen de Iguala despertó a la sociedad civil mexicana. La ola de solidaridad fue amplia y masiva. Alcanzó a casi todos los estados del país y trascendió sus fronteras.

El movimiento de solidaridad con Ayotzinapa generó grandes expectativas. Tanto en la discusión pública como en las conversaciones privadas se percibía una crisis dramática y la necesidad imperativa de cambios radicales. Había quienes hablaban de la refundación del Estado, de la república, de la sociedad mexicana. La retórica de la revolución flotaba en el aire, parecía que estábamos ante una ruptura profunda en las actitudes, los discursos y las políticas hacia la violencia organizada. Sin embargo, el otoño de la indignación ciudadana duró poco. Después de apenas tres meses de movilización, se impusieron los límites estructurales inherentes al movimiento: su agenda limitada al caso de los estudiantes desaparecidos, la ausencia de un programa más amplio de transformación, la estrechez relativa de su base social, la falta de estructuras organizacionales a escala nacional, su renuncia a coordinarse con otros movimientos de víctimas, su antagonismo hacia los partidos políticos y su fácil desacreditación mediática a raíz de las tácticas disruptivas que han empleado sus franjas radicales.

Todas las movilizaciones ciudadanas son difíciles de sostener. Siempre es difícil traducir la fuerza de los grandes números en transformaciones políticas e institucionales sustantivas. Muchas veces sucede lo que sucedió en este caso: la ola de movilización se agota, las energías ciudadanas se disipan, la indignación activa vuelve a convertirse en resignación pasiva. El entusiasmo ciudadano cede a la frustración y los cambios exigidos apenas dejan huella en la memoria. A medio año del crimen de Iguala, parecemos estar de vuelta en el statu quo ante. Mientras que el caso de los estudiantes de Ayotzinapa sigue envuelto en una densa telaraña de sospechas, también sigue, lejos de la opinión pública, la organización cotidiana de asesinatos y desapariciones. Tanto el gobierno como los ciudadanos hemos vuelto a ocuparnos de otras cosas.

Los obstáculos a la solidaridad

En las dictaduras, sabemos que los ciudadanos no son ciudadanos. No tienen voz ni voto. No eligen al dictador ni aprueban sus políticas. No tienen responsabilidad directa en la represión estatal. Son objetos de violencia, no sus ejecutores. De todos modos, aun en las dictaduras, los individuos son más que víctimas pasivas del régimen. De muchas maneras pueden colaborar en su reproducción. Y de muchas maneras pueden socavar su funcionamiento. Todos los días enfrentan elecciones difíciles entre imperativos morales y riesgos personales. Con toda la distancia que media entre los mundos de la violencia desde arriba y de la violencia desde abajo, en las guerras civiles los ciudadanos enfrentan dilemas morales similares a los que enfrentan en dictaduras. ¿Qué es lo que saben de actos o campañas de violencia criminal? ¿Qué es lo que quieren saber? ¿Qué postura toman? ¿Qué hacen para impedir la violencia criminal? ¿Hacen todo lo que pueden? No hay respuestas fáciles, ni ante las dictaduras ni en las guerras civiles.

Lo difícil que es la solidaridad ciudadana, lo exigente y lo precaria, se aprecia de manera muy clara cuando analizamos su fracaso en contextos fáciles. Nos aflige cuando los ciudadanos renuncian a intervenir ante atrocidades a gran escala, como genocidios o campañas dictatoriales de represión política. Pero nos irrita también cuando renuncian a intervenir ante agravios ordinarios contra sus conciudadanos. La sociología y la psicología social llevan décadas analizando el papel de los bystanders, los espectadores pasivos ante injusticias cotidianas que suceden frente a sus ojos sin que ellos intervengan para pararlos. El caso paradigmático que ha inspirado centenares de estudios fue la muerte violenta de Catherine «Kitty» Genovese en 1964 en Nueva York. En una noche de invierno, esta joven fue brutalmente asaltada y apuñalada en la entrada de su edificio. Durante los 40 minutos que trató de defenderse contra su asesino, por lo menos tres docenas de vecinos pudieron escuchar sus gritos. Según la reconstrucción periodística, 38. Pero nadie levantó el teléfono para llamar a la policía (salvo uno, tardíamente)11. El caso se convirtió en una poderosa viñeta de la frialdad e indiferencia de los citadinos modernos hacia el sufrimiento de sus conciudadanos. La renuncia de los vecinos de «Kitty» Genovese a atender sus gritos de ayuda causó profunda irritación pública por lo fácil que habría sido hacer algo. El caso reunía prácticamente todas las condiciones estructurales que permiten que los ciudadanos acudan de manera segura y efectiva a proteger a sus conciudadanos en situaciones de peligro o injusticia: Información: posiblemente, como era una noche gélida de invierno, los vecinos estaban durmiendo con las ventanas cerradas. De todos modos, se encontraban suficientemente cercanos para que los gritos de «Kitty» Genovese los despertaran. También era difícil que los gritos desesperados de ayuda se interpretaran como síntoma de un desencuentro normal entre esposos. Estaba claro que alguien estaba en serio peligro. Había poco margen para la ambigüedad.

Injusticia: la división de roles y responsabilidades entre perpetrador y víctima era inequívoca. No había ninguna duda acerca de la responsabilidad personal y moral del atacante que acuchilló a la joven múltiples veces y la atacó sexualmente. Tampoco había duda de la inocencia de la víctima indefensa. El estatus moral del asesinato era claro: no era un acto de autodefensa ni un crimen con connotaciones políticas. Era un simple acto criminal, agravado por su carácter fortuito y carente de motivos.

Intervención: los testigos auditivos del asalto tenían varias opciones de intervención. Algunos abrieron la ventana y gritaron algo, sin que eso impresionara mucho al asesino. También podían haberse puesto las pantuflas para bajar las escaleras. Pero sobre todo, podían haber hecho algo tan sencillo como alertar a la policía por teléfono. Es posible que una llamada telefónica le hubiera salvado la vida a «Kitty». Habría sido una intervención efectiva que no implicaba ningún riesgo y prácticamente ningún costo para los vecinos.

Estas tres dimensiones son claves para la solidaridad activa de los ciudadanos. Para que acudan a ayudar a otros, necesitan tener ciertos mínimos de información sobre los hechos; ver que estos implican injusticias palpables que merecen su intervención; y tener expectativas razonables de que pueden intervenir de manera mínimamente segura y efectiva. Cuando no saben bien qué es lo que está pasando, cuando no les queda claro quiénes son los malos y quiénes los buenos, y cuando no ven que puedan hacer algo que ayude a la víctima sin ponerse en grave riesgo a sí mismos, entonces es muy improbable que salgan de su papel de espectadores pasivos. La gran irritación moral del caso de «Kitty» Genovese derivó del hecho de que aparentemente todas las condiciones eran favorables a la intervención ciudadana: era un caso claro de emergencia criminal, había información suficiente y opciones fáciles de intervención. En contextos de violencia criminal organizada, en cambio, nada de eso puede darse por sentado. Al contrario, las condiciones estructurales conspiran en contra de la solidaridad ciudadana activa. De manera esquemática, el cuadro compara las condiciones estructurales que enfrentan tres tipos diferentes de bystanders: los testigos oculares que presencian un acto de injusticia cotidiana, los sujetos que viven bajo una dictadura represiva y los ciudadanos que están inmersos en una guerra civil económica como en el caso mexicano. Para empezar, la configuración básica de actores es muy diferente en las tres situaciones. El clásico testigo presencial de injusticias cotidianas enfrenta a un conjunto bien delimitado de actores, con responsabilidades y líneas de división claras. Hay pocos perpetradores y pocas víctimas y no hay confusión sobre los papeles respectivos de cada uno. En un contexto democrático, el Estado aparece como aliado potencial de las víctimas. Muchas veces, no se espera del ciudadano espectador que intervenga de manera personal, sino que pida auxilio a un representante del Estado.

En una dictadura, el número de actores ya es muy grande. El Estado es el perpetrador principal que opera de manera especializada, con alta división del trabajo, aunque la responsabilidad última todavía se centra en la cúpula política del régimen. En las guerras civiles, las responsabilidades son más difusas, dispersas, opacas. No hay un dictador central ni una burocracia represiva que actúen como responsables de la violencia criminal. Los ciudadanos no están sujetos a un régimen represivo nacional, sino a redes dictatoriales locales. Hay mucha variación territorial y social en la violencia privada que ejercen los grupos armados ilegales. Los actores de la violencia son numerosos también, pero generalmente están ocultos. Además, las líneas divisorias entre ellos tienden a ser borrosas. Las redes criminales se incrustan en el Estado y se expanden en la sociedad. Los reclamos ciudadanos de paz y justicia, por tanto, no tienen destinatarios claros. Se dirigen al Estado, por su fracaso de dar protección, pero también a los actores sociales que se erigen en soberanos privados sobre la vida y la muerte.

Los tres contextos paradigmáticos también contrastan en sus estructuras de información. El testigo presencial ve todo con sus propios ojos. No necesita intermediarios ni intérpretes. La situación es transparente, el acceso a la información, directo. El ciudadano juega el papel del espectador en un sentido literal: forma el público alrededor de un crimen que se está cometiendo en vivo y en directo. No puede evadir sus responsabilidades alegando ignorancia. En contraste, tanto las dictaduras como las guerras civiles forman mundos opacos. Casi toda la información es indirecta, mediada por el gobierno, los medios, los rumores. Muchas veces, entre lo que revelan, distorsionan y ocultan los actores de la violencia, es muy difícil saber quién hizo qué a quién y por qué motivo. Para el testigo que presencia una agresión física en la vía pública, la evaluación moral del acto generalmente es clara. Hay una nítida separación de roles entre el atacante culpable y la víctima inocente. El espectador casual no tendrá grandes dificultades en discernir la agresión como una violación flagrante de las normas de convivencia cívica. Las campañas dictatoriales de represión política, en cambio, generalmente están sujetas a la controversia. Todo demócrata las va a condenar, mientras que los partidarios del régimen autoritario las van a justificar.

En las guerras civiles económicas, la claridad de los juicios morales tiende a diluirse aún más. Los observadores tienden a distinguir entre víctimas inocentes y culpables. Los primeros son los civiles sin involucramientos criminales que, por mala suerte, se convierten en «víctimas colaterales» de la violencia. Los segundos son los combatientes que se metieron a la guerra por voluntad propia (y sin ninguna justificación política que les pueda servir de atenuante) y que pagaron el precio correspondiente. Probablemente, en las guerras civiles económicas, los observadores también tienden a distinguir entre perpetradores malos y buenos. Los primeros van a la guerra únicamente para enriquecerse a sí mismos, mientras que los segundos comparten sus riquezas criminales con su familia o comunidad. En la medida en que se trazan estas distinciones morales entre víctimas y perpetradores, la violencia criminal aparece como un hecho moralmente ambiguo que se condona o se condena solo de manera débil.

Finalmente, los «espectadores pasivos» de la violencia cuentan con márgenes de intervención muy diferentes en las tres situaciones prototípicas. Sobre todo, cuando una simple llamada a un teléfono de emergencia resuelve el problema, los clásicos testigos presenciales de delitos cotidianos cuentan con una opción de intervención que es efectiva para las víctimas y segura para ellos mismos. Además, es suficiente con que intervengan de manera individual. Ni siquiera enfrentan problemas de acción colectiva12. En contraste, tanto en las dictaduras como en las guerras civiles económicas, los ciudadanos tienen muy poca capacidad de incidencia individual y mucho de lo que puedan hacer conlleva riesgos personales existenciales. Las acciones colectivas son más promisorias, pero siempre son costosas y aún más en contextos de violencia criminal, sea que esta emane del Estado o de organizaciones privadas.

Conclusión

La violencia organizada hace estructuralmente difícil que los ciudadanos, como espectadores pasivos, sean solidarios con las víctimas. Daña de manera sistemática los requisitos cognitivos de la solidaridad ciudadana (el conocimiento de los hechos), sus bases normativas (la percepción de injusticia) y sus fundamentos prácticos (responsabilidades claras y opciones eficaces y seguras de intervención). La difusión de responsabilidades, la opacidad, la ambigüedad moral y la impotencia no son terrenos fértiles para la intervención ciudadana. Invitan más bien a la indiferencia, la pasividad, la negación. Invitan a que los ciudadanos se laven las manos y deleguen la solución del problema a los políticos profesionales, sea bajo el manto del populismo penal que promete eliminar a todos los criminales (Bolsonaro), sea bajo el manto del populismo caritativo que promete eliminar la violencia eliminando la pobreza (López Obrador).

  • 1.

    Enrique Desmond Arias y Daniel M. Goldstein (eds.): Violent Democracies in Latin America, Duke UP, Durham, 2010.

  • 2.

    Ver Thomas Pepinsky: «Southeast Asia: Voting against Disorder» en Journal of Democracy vol. 28 No 2, 4/2017.

  • 3.

    Jeremy M. Weinstein: Inside Rebellion: The Politics of Insurgent Violence, Cambridge UP, Cambridge, 2006, p. 339.

  • 4.

    F. Calderón Hinojosa: «Sexto informe de gobierno», Ciudad de México, 3/9/2012.

  • 5.

    Julieta Lemaitre: «Civilization, Barbarism, and the War on Drugs: The Normalization of Violent Death in Mexico and Colombia», trabajo presentado en la 109ª Reunión Anual de la American Political Science Association (APSA), Chicago, 29 de agosto a 1º de julio de 2013; Lilian Paola Ovalle: «Imágenes abyectas e invisibilidad de las víctimas. Narrativas visuales de la violencia en México» en El Cotidiano No 164, 2010.

  • 6.

    INEGI: «Encuesta nacional de victimización y percepción sobre seguridad pública (ENVIPE) 2014. Principales resultados», INEGI, Aguascalientes, 2014, p. 39.

  • 7.

    Steven Dudley y Sandra Rodríguez: «Civil Society, the Government and the Development of Citizen Security», Working Paper Series on Civil Engagement and Public Security in Mexico, University of San Diego, San Diego, 2013, p. 5.

  • 8.

    Sobre el surgimiento de los movimientos de víctimas en México, v. Lauren Villagran: «The Victims’ Movement in Mexico», Working Paper Series on Civil Engagement and Public Security in Mexico, University of San Diego, San Diego, 2013. Bajo el título de «sitios por la paz», la página web del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ofrece una colección de ligas relevantes: www.mpjd.mx.

  • 9.

    El documental Javier Sicilia: En la soledad del otro, de Luisa Riley (Canal 22, 2013) narra los inicios catárticos del movimiento.

  • 10.

    Ana Gabriela Rojas: «La ONU dice que la investigación de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en México fue ‘afectada por torturas y encubrimiento’» en BBC en español, 15/3/2018.

  • 11.

    Las crónicas originales sobre el caso fueron reeditadas en Abraham Michael Rosenthal: Thirty-eight Witnesses: The Kitty Genovese Case [1964], Melville House, Nueva York, 1999.

  • 12.

    Irónicamente, cuando el número de testigos aumenta, la facilidad de la intervención individual puede terminar por bloquearla. Esta es la explicación más plausible del fracaso colectivo de los vecinos de «Kitty» Genovese. Como no era necesario coordinarse positivamente, terminaron coordinándose negativamente. Nadie hizo nada porque todos podían esperar de los demás que hicieran algo, ya que parecía tan sencillo. Cuando el peso de la responsabilidad se difunde entre muchos espectadores, cado uno puede repelerla diciendo: «¿Y por qué yo, si cualquiera de los demás lo puede hacer sin ningún problema?».

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 282, Julio - Agosto 2019, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter