Opinión
marzo 2019

Desplazamientos: tres líneas de demarcación para los progresistas

La vieja centroizquierda describía la política razonable y responsable como el arte de manejar la situación existente. El progresismo del futuro debería tratar de mostrar que los horizontes de la imaginación política deben ensancharse y que siempre hay una alternativa. En lugar de disputar la etiqueta de «izquierda» con las fuerzas que dicen ser «más radicales», los socialdemócratas deben intentar construir una sociedad igualitaria con las herramientas reales del mundo real. Pero siempre mostrando un horizonte de futuro.

Desplazamientos: tres líneas de demarcación para los progresistas

Derrotas, declive y desastre: estas palabras desalentadoras nos vienen a la mente cuando leemos las reseñas de los procesos políticos de 2016 y 2017. Desafortunadamente, estos epítetos no solo reflejan las opiniones de la prensa. También describen el estado de ánimo dentro del movimiento político progresista, que hasta no hace mucho tiempo era la fuerza política de vanguardia, capaz de marcar el rumbo de la historia contemporánea.

Es descorazonador tener que plantear esta pregunta, pero: ¿podrían estar peor las cosas? Un antiguo chiste que empieza con esa misma pregunta ofrece una respuesta cínica: bueno, si pudieran estar peor, ya lo estarían. Pero aunque algunas elecciones recientes nos hayan llevado cerca del mínimo histórico, todavía hay mucho más que podría salir mal. Un nuevo declive podría significar que hemos pasado de ser una familia política en problemas a otra en la que partidos políticos que alguna vez fueron pujantes se encuentran en vías de extinción. Ese escenario apocalíptico se ha convertido en un lamento muy común entre los heraldos progresistas, quienes –al anunciar la crisis existencial de la socialdemocracia– quieren crear una sensación de urgencia y promover un nuevo proceso de renovación.

Renovación tradicional

El problema principal es que la renovación de la socialdemocracia es una tradición tan antigua como el movimiento mismo. Y aunque se han celebrado muchas reparaciones exitosas, ninguna ha tenido lugar en las últimas dos décadas. En otras palabras, todas esas renovaciones precedieron a los conflictos desatados por la «Tercera Vía». En la actualidad, los llamados a la renovación comienzan por afirmar que no nos hemos desplazado lo suficiente hacia la izquierda, una cantinela que se escucha con particular frecuencia en países donde el partido socialdemócrata local acaba de ser expulsado del gobierno. Esos llamamientos suelen finalizar con el compromiso de que esas traiciones a los principios no deben volver a permitirse en el futuro, y que los errores pasados del partido deben dejarse de lado mientras se presenta a los votantes una nueva agenda. Cuando ese enfoque fracasa y la siguiente elección no marca un cambio de rumbo, lo habitual es que los ideólogos y propagandistas lancen el argumento de que el programa del partido y la campaña fueron buenos, pero los votantes no entendieron la propuesta. Y esa afirmación les hace ganar tiempo hasta las siguientes elecciones. La premisa sería entonces que el normal curso de los acontecimientos en sistemas electorales partidarios debería resultar finalmente en un movimiento pendular hacia la centroizquierda.

Aunque este esquema es, por supuesto, algo caricaturesco, es probable que a cualquier lector con experiencia de primera mano en los movimientos socialdemócratas le parezca conocido. Y esa es la razón por la que ya es tiempo de decir que una renovación tradicional no dará resultado. El mundo ha avanzado, la política ha evolucionado, los partidos tradicionales ya no ostentan el monopolio de la articulación de las opiniones de quienes participan en los conflictos sociales emergentes. En resumen, la partipación política ya no se ajusta a los patrones que se podrían haber observado hace una década. Lo que es más importante, después de esa profunda transformación, nadie excepto los socialdemócratas espera mucho de la perspectiva de una reinvención progresista. La llamada «gente común» que los progresistas han presentado en sus discursos desde que el término «trabajadores» perdió su connotación de clase ya no se sienta a esperar que la centroizquierda se reinvente. Más bien prevé que, tarde o temprano, los tiempos turbulentos van a pasar. Espera mejores perspectivas y aspira a recuperar el control de su vida. Mientras tanto, todavía mantiene temores que demandan alivio. Es en el abordaje de estas preocupaciones donde los socialdemócratas tendrán que buscar su nueva misión. Willy Brandt observó alguna vez que cada época necesita encontrar sus propias respuestas. Los socialdemócratas pueden redescubrir su razón y su propósito al ofrecer respuestas a problemas específicos que la gente común enfrenta en la actualidad.

En ese sentido, el primer paso no es enfocar los esfuerzos en la renovación, sino juntar coraje y pensar en el futuro. Aunque pueda parecer una distinción semántica, los párrafos anteriores demuestran que las palabras importan, ya que en general pensamos con palabras e imágenes. Esta observación no implica que los socialdemócratas deban sencillamente ignorar sus tradiciones. Al contrario, tienen todos los motivos para sentirse orgullosos de su legado político. Tampoco estoy sugiriendo que los progresistas deban olvidar el pasado, ya sean los aspectos buenos o los malos. Siempre hay mucho por aprender de la propia historia. Dicho esto, los progresistas deberían moderar su nostalgia y superar su obsesión por los viejos conflictos. Por sobre todas las cosas, deberían dejar atrás el hecho de que a comienzos de siglo fueron parte de la mayoría de los gobiernos europeos y dejar de lamentarse por las consecuencias desastrosas de la política de la «Tercera Vía» y el «Nuevo Centro» (Neue Mitte) alemán. Esas batallas pertenecen al pasado y ya no entusiasman a nadie, excepto a los miembros del partido. Existe la necesidad de dar vuelta la página y de mostrar que el movimiento progresista tiene mucho que ofrecer en cuanto a guiar el rumbo de los nuevos procesos. Y para eso, los socialdemócratas mismos tienen que abandonar la zona de confort asociada a la contemplación del statu quo y mostrarles a los ciudadanos de sus respectivos países que los partidos de centroizquierda son nuevamente merecedores de su confianza y de sus votos.

Dejar la zona de confort

En consecuencia, el segundo paso en la rehabilitación es tratar de definir qué les gustaría lograr en la arena de las políticas sociales y económicas a los partidos que se embanderan en la socialdemocracia, ya sea a escala local, nacional o global. Si bien hay valores fundamentales que deberían guiar la formulación de sus ideas, es importante que los socialdemócratas eludan un escollo peligroso: la ya mencionada tentación de los progresistas de desplazarse más hacia la izquierda. Sin importar lo que «moverse hacia la izquierda» haya podido significar en el pasado, en la actualidad tiene una connotación totalmente diferente. El surgimiento de partidos que dicen estar más a la izquierda que los socialdemócratas implica que el monopolio político de estos últimos se ha roto. Sin embargo, este recién surgido pluralismo ubicado a la izquierda puede resultar constructivo si los progresistas se focalizan en lo que quieren hacer y en lo que debería representar la centroizquierda moderna, en lugar de tratar de remarcar sus diferencias con las organizaciones rivales. Si los progresistas se ven tentados de entrar en cualquier tipo de competencia, esta debería ser por la primacía de las ideas socialmente justas más que por dirimir qué partido merece la etiqueta de «izquierda».

A los socialdemócratas claramente los beneficiaría una reputación de autenticidad y credibilidad en sus pronunciamientos, pero la autenticidad involucra de hecho dos ideas bien diferentes. Primero: ¿qué partido o corriente política «se apropia» de ciertos temas o puede mostrar ciertas credenciales cuando ofrece soluciones viables a problemas aún no resueltos? La autenticidad, en este contexto, tiene que ver con las convicciones originales; no es una carrera para probar qué grupo puede en última instancia ofrecer el programa más radical. La segunda idea se refiere al poder de las convicciones propias. Los valores y las creencias bien arraigados permiten a quienes los defienden persuadir a otros para que los sigan. Si observamos a los dirigentes que han surgido dentro del movimiento progresista en los últimos años (pero también a aquellos más cercanos al centro y a la centroderecha), tienen un elemento en común: son genuinos en términos de lo que defienden y están preparados para luchar por sus principios, incluso si las chances de éxito parecen pocas. El hecho de que esos dirigentes hayan decidido encolumnarse con determinación detrás de ciertas ideas y se rehúsen a aceptar supuestas limitaciones impulsa a otros a apoyarlos.

Esa determinación, autenticidad y fuerza para lograr apoyo se encuentra en el núcleo de la nueva energía que anima al progresismo –que tiene el potencial para convertirse en la «política del futuro»– y la distingue de la política de centroizquierda más tradicional. La vieja centroizquierda quería persuadir a todos de creer en los límites y describía la política razonable y responsable como el arte de manejar la situación. El progresismo del futuro debería tratar de mostrar que los horizontes de la imaginación política deben ensancharse y que siempre hay una alternativa. Debe involucrar la defensa de un objetivo que pueda sacar lo mejor de la gente y que la desafíe a unirse en nombre de un programa históricamente relevante, uno que beneficie a la humanidad y promueva el progreso de la civilización humana. De esa manera los progresistas pueden y deberían destruir la premisa de que se impondrá la política antisistema: es decir, probando que ellos mismos han sido y seguirán siendo un movimiento antiestablishment, en la medida en que el establishment continúe tolerando o causando inequidades, injusticias e indignidades.

Existen muchas posibles avenidas que pueden explorarse en pos de crear el movimiento progresista del futuro. La discusión sobre cuál de esas avenidas elegir se ha dado a la sombra de un debate sobre las instituciones y las alianzas, que a su vez ha puesto en primer plano temas más abiertamente políticos o tácticos: formas de gobernar y la composición de potenciales coaliciones. Estas discusiones son, por supuesto, relevantes, ya que los partidos socialdemocrátas participan hace ya tiempo de maniobras parlamentarias y entonces por definición buscarán adquirir poder legítimo ganando elecciones. Pero la conversación sobre las alianzas y los estilos de gobierno pasa por alto la perspectiva más amplia. Impone un marco conceptual que induce a los partidos a pensar principalmente en lo que mejoraría sus números en las encuestas y en cómo reaccionar de forma contundente ante los acontecimientos actuales. Este enfoque limitado podría ayudar a los partidos a sobrevivir en el día a día y a aferrarse a lo que queda de su núcleo de votantes. Sin embargo, si se presta atención a las tendencias a largo plazo que afectan a la socialdemocracia, se ve que el enfoque actual apunta a un objetivo muy modesto: no perder más terreno, en lugar de ganarlo y construir un mejor futuro para toda la sociedad.

Como alternativa a una política parlamentaria de estilo tan antiguo, los progresistas deberían mostrar que pueden pensar a largo plazo: es decir, que saben cómo articular una visión, que no sienten temor de tomar decisiones atrevidas y diseñar políticas que los ayuden a concretarlas. Esa audacia es necesaria, aun si implica que los partidos socialdemócratas tengan que aceptar algunas derrotas temporarias para reemerger con más fortaleza, más seguros y más firmes en sus posiciones. Las tres potenciales líneas políticas demarcatorias que permitirían a los progresistas hacer una demostración pública de su cambio de actitud son el nuevo debate sobre la globalización, la discusión sobre el futuro de Europa y el dilema de cómo construir una sociedad más igualitaria.

El debate sobre la globalización

En el debate sobre la globalización, los progresistas deberían a la vez defender la continuidad de la integración de la economía global y argumentar a favor de un nuevo modelo de gobernanza global. Deberían demostrar que lo segundo no solo es posible sino absolutamente necesario para corregir los desequilibrios que la globalización está causando y para dar forma a la trayectoria de futuras transformaciones. La posición progresista debe anclarse en el principio de que la geopolítica tiene prioridad por sobre una geoeconomía de flotación relativamente libre. Al formular un Nuevo Acuerdo Global, los progresistas deben describir las formas en que todos y cada uno de los continentes, Estados, sociedades e individuos pueden beneficiarse de las ventajas que ofrecen la modernidad y los avances tecnológicos. Sin embargo, también deben mostrar de qué manera se puede proteger a la gente y a sus sociedades de los riesgos creados por esos cambios tan rápidos. En consonancia, es necesario abandonar la retórica de los perdedores y los ganadores de la globalización. Esa manera de hablar tiende a intensificar la polarización y conduce al público a pensar en términos de sociedades abiertas y cerradas. Es obvio que esa clase de retórica sirve a los intereses políticos de quienes defienden un proteccionismo nativista ilusorio. Es necesario que los progresistas derroten ese discurso y lo reemplacen por uno que muestre que la modernidad puede ser reformada para responder a las aspiraciones y los deseos de todos.

El futuro de Europa

En cuanto a la línea de demarcación referida a la Unión Europea, los progresistas tienen que pronunciarse con más énfasis a favor de una Europa social. En verdad, su visión de una Europa así debe volverse aún más ambiciosa de lo que ha sido hasta ahora. La idea de construir un modelo social europeo que opere anclado en los respectivos Estados de Bienestar nacionales sigue siendo en principio correcto; sin embargo, no traerá aparejado un cambio sustantivo. Y esto es así por dos razones: en primer lugar, porque los Estados de Bienestar han sido sistemáticamente debilitados desde la década de 1990, y en segundo lugar, porque aunque se los considere en conjunto, no dan respuesta a los serios conflictos distributivos que dividen a la Unión Europea. Esos conflictos han desgarrado a Europa, enfrentando al norte con el sur, a los países que reciben el flujo de trabajadores con aquellos que pierden su fuerza de trabajo, a los Estados de la eurozona con aquellos fuera de ella y a los contribuyentes netos con los recipientes netos de los fondos de la Unión. Aquí se necesita más ambición. Aunque el Pilar Europeo de Derechos Humanos representa un paso importante y un logro luego de los años posteriores a la crisis de 2008, cuando se suprimió la agenda social, no será suficiente a menos que el principio de derecho sea seguido por el establecimiento de un sistema de reglas vinculantes que regule los estándares. Esto vale especialmente cuando se trata de definir el empleo de alta calidad y la protección social en toda la Unión Europea.

Una sociedad igualitaria

Por último, respecto de la línea de demarcación igualitaria, los progresistas otra vez deben tomar una posición sin ambigüedades en favor de una sociedad igualitaria. En este contexto, es necesario que tengan en claro que recuperar el poder, modernizar el Estado y formular las políticas apropiadas son solo medios y no fines en sí mismos. No será fácil para los socialdemócratas ponerse de acuerdo sobre esos temas o convencer a los ciudadanos sobre su sinceridad. En particular, luego de años de sacrificio que los gobiernos han endilgado a la «crisis», los ciudadanos ya no creen en prometedores escenarios futuros. Son especialmente escépticos en relación con nociones como la de movilidad social. Para muchos, la idea se ha vuelto sinónimo de estancamiento o de «carrera descendente». Es en este punto donde una nueva visión debe comenzar a hacer la diferencia buscando formas de acortar las distancias entre las aspiraciones y haciendo promesas creíbles de progreso social, igualdad de oportunidades y seguridad para todos. A menos que una renovada socialdemocracia declare prioritarias las tres áreas de política demarcadas, no puede haber esperanza de superar la polarización y la fragmentación. Para sanar los conflictos tanto entre los más empobrecidos como dentro de los grupos más vulnerables –jóvenes, mujeres y inmigrantes–, los socialdemócratas deben demostrarles que son realmente la alternativa a las oscuras perspectivas que muchos de ellos enfrentan.

Estas tres demarcaciones son solo el punto de partida que podría desarrollarse en adelante. Lo que las conecta es una idea. Aunque muchos sostienen que vivimos los peores tiempos, son de hecho los únicos tiempo que muchos de nuestros contemporáneos conocerán. Y si los progresistas dejan de adoptar la dialéctica apocalíptica y evitan el escollo de «siempre la misma» renovación, no hay en realidad razón para que no vuelvan a convertirse en una fuerza de modernidad que finalmente le dé forma al curso de este siglo. A pesar de los desafíos desalentadores del siglo XXI, estos son quizás también los tiempos más excitantes para estar vivos y activos. Dada la situación presente, casi todo es posible en la medida en que estemos preparados y dispuestos a emprender una reflexión a largo plazo, a reunir el coraje para creer que un movimiento progresista puede adoptar métodos modernos de organización, y a desarrollar una pasión por seguir luchando a pesar de quienes lo consideren naif. Aunque parezca idealista, la política progresista tiene que apuntar a hacer de nuevo del mundo un lugar mejor para todos.


Traducción: María Alejandra Cucchi

Fuente: https://www.frankfurter-hefte.de/upload/Internatio...



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