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La socialdemocracia se juega en la batalla contra el miedo


Nueva Sociedad 297 / Enero - Febrero 2022

La nueva socialdemocracia necesita recuperar la centralidad de la lucha contra la desigualdad, pero, al mismo tiempo, debe dar cuenta de los cambios globales, en un mundo en plena transformación. En esta batalla por cerrar brechas, resulta fundamental articular respuestas sobre el cambio climático y la revolución digital.

La socialdemocracia se juega en la batalla contra el miedo

El año 2021 ha sido testigo de distintos triunfos electorales de las socialdemocracias europeas, lo que ha traído al debate público una cierta sensación de resurgimiento del ideario que, sin duda, vertebró la Europa del bienestar. Un análisis más detallado, sin embargo, tendrá que contemplar no solo la recuperación de algunos partidos socialdemócratas, sino también el retroceso de sus antagonistas, los conservadores, y sobre todo, la emergencia de nuevas fuerzas, a izquierda y derecha, que se pueden calificar de extramuros de lo que han sido los sistemas de partidos tradicionales. No estamos, por tanto, ante una recuperación robusta y consolidada de la socialdemocracia, sino ante una cierta recuperación unida a una mayor fragmentación del electorado y a un retroceso de los partidos conservadores que gestionaron, en buena parte de Europa, la crisis de 2008. Así las cosas, si bien es cierto que no conviene abanderar posiciones triunfalistas, tampoco es momento de dejar pasar la oportunidad. Los cambios en los sistemas de partidos y en las preferencias del electorado muestran a las claras que vivimos momentos de grandes transformaciones que hay que saber identificar e interpretar y que exigen respuesta. Quien acierte en este desafío diseñará el futuro, que es tanto como decir que lo gobernará. Las sociedades actuales, que ya vivían en un momento de incertidumbre generado por la revolución tecnológica, los cambios demográficos o el cambio climático –entre otros factores–, han visto cómo la incertidumbre y la inseguridad se han multiplicado tras la pandemia de covid-19. Muchas de las coordenadas sobre las que discurría la vida están en plena transformación, o directamente han desaparecido. Pocas certezas quedan en pie en apenas dos generaciones. Según el Eurobarómetro de primavera de 20211, entre los sentimientos que dicen tener los europeos en el momento actual figuran la incertidumbre en primer lugar, seguida de la esperanza, para a continuación describir sensaciones que apuntan en la misma dirección: frustración, impotencia, enfado y miedo.

La aversión a esta incertidumbre es algo común a la naturaleza humana y, de forma especial, a Occidente, cuya historia bien puede entenderse como una continua búsqueda de certezas. Todo esto incapacita en gran medida para entender lo que está ocurriendo. El compañero de la aversión a la incertidumbre es el miedo. Miedo al futuro, miedo a lo desconocido, miedo a no entender y no saber sobrevivir en ese nuevo espacio, en un momento en que la política, y en especial las instituciones democráticas, han dejado de ser percibidas en Europa como el manto protector que fueran en otros momentos. Las huellas de la gestión de la crisis de 2008 perviven en el imaginario de una ciudadanía que entendió que el futuro había dejado de ser una línea recta y ascendente de progreso, al tiempo que sentía que la política no le era útil porque no la protegía. La respuesta no se hizo esperar de forma especialmente contundente en el sur de Europa: desconfianza hacia las instituciones y desafección política. Si en 2011 la desafección tomó en España la forma del 15-m, que llenó las plazas de indignación, de los Brancosos en Portugal, de La Nuit debout [noches en pie] en Francia, etc., ahora la desafección muestra su otro lado, el del desapego de la política y la profunda desconfianza en el sistema democrático. Según el mismo Eurobarométro de abril de 2021, en España apenas 7% de la ciudadanía confía en los partidos políticos y poco más de 15% en el Parlamento2.No es la primera vez que emerge en Europa este estado de ánimo en forma de desafección y descontento. En Algo va mal, el historiador y escritor británico Tony Judt se preguntaba hace casi una década: «¿Qué legaron la confianza, la tributación progresiva y el Estado intervencionista a las sociedades occidentales en las décadas que siguieron a 1945? La sucinta respuesta es seguridad, prosperidad, servicios sociales y mayor igualdad en diversos grados»3. Curiosamente, todo aquello que hoy se tambalea, asimilando la incertidumbre al miedo. Quizá por eso el mismo Judt afirmaba que «si la socialdemocracia tiene futuro será como una socialdemocracia del temor».

El contexto actual crea sociedades temerosas y desconfiadas porque la línea recta del progreso se ha truncado, porque la revolución tecnológica y la inteligencia artificial dibujan un escenario de arenas movedizas, porque el cambio climático supone modificaciones en las condiciones de vida humana en el planeta cuyo alcance tan solo se puede estimar ligeramente y en escenarios cambiantes, y porque la desigualdad se ha instalado en el disco duro del sistema. Mientras esto ocurre, la política se muestra impotente. Porque no sabe, porque no puede o por ambas cosas, pero el resultado es una enorme sensación de desprotección de la ciudadanía, que observa temblorosa y desconfía.

El contexto: un modelo de globalización fallido

Si bien ya antes de la pandemia se detectaban repliegues nacionales y un cierto movimiento de desglobalización apoyado en tesis proteccionistas, la forma en que el covid-19 ha golpeado al planeta ha puesto de manifiesto algunas de las fallas más evidentes de la globalización. Una Europa perpleja por su dificultad para reaccionar ante el virus al carecer de capacidad de producir instrumentos básicos como respiradores; China consolidándose como la fábrica del mundo y el nuevo enemigo a batir por la política de un Estados Unidos que ha liderado la globalización y se ha roto en dos pedazos por el camino, y África que contempla cómo, mientras en Europa, al momento de escribir estas páginas, el porcentaje de vacunación supera ya el 70% de la población adulta, ellos apenan llegan a 7%, en lo que supone un claro fracaso de instrumentos como Covax4. Mientras tanto, el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (imdc, por sus siglas en inglés) muestra cómo el cambio climático es ya el principal motivo de desplazamientos internos y una de las mayores causas de migraciones5. Si a esto le unimos que la revolución digital, desde la extensión de las tecnologías de la comunicación hasta la inteligencia artificial, no reconoce frontera alguna, podemos concluir que las grandes macrotendencias que se dibujan en el momento actual tienen siempre una dimensión global. Por si esto no bastara, la pandemia ha mostrado a las claras que el planeta es uno, que cualquier cosa que ocurra en cualquier punto es capaz de generar efectos en el conjunto del globo, que somos interdependientes y que esta interdependencia es de una asimetría extrema. No obstante, los discursos de una vuelta al proteccionismo nacionalista están hallando eco en aquellos sectores de la población que se encuentran más desprotegidos frente a una globalización despiadada. Donald Trump, Jair Bolsonaro, pero también Viktor Orbán, Eric Zemmour y otras fuerzas de extrema derecha que pueblan Europa han encontrado en la vuelta a las identidades nacionales y el rechazo de la globalización un elemento de protección para ofrecer a sus fieles.

Frente a esto, la socialdemocracia debería ser capaz de pensar otro modelo de globalización capaz de plantear políticas globales, pero partiendo de la diversidad de lo local y tornando en protección lo que ha podido ser percibido como una amenaza. El reciente acuerdo alcanzado en España para garantizar que las plataformas de creación de contenidos audiovisuales tengan producción en lenguas cooficiales (como el catalán) es un ejemplo de ello: una industria eminentemente global a la que se obliga a producir en lenguas minoritarias para protegerlas6. Otro gran vector de la globalización, el comercio, debe también virar en esta línea. Como señala Manuel Escudero: «Se trata de plasmar en los nuevos acuerdos comerciales en el futuro un multilateralismo con valores, una apuesta por los acuerdos con transparencia, con cláusulas que protejan los derechos de los trabajadores, con respeto a los retos ambientales que se plantean en el planeta para las próximas décadas, con sanciones para la inobservancia de estos principios»7.

Se está gestando un nuevo contrato social

La Gran Depresión de la década de 1930 y la Segunda Guerra Mundial alumbraron un nuevo contrato social, de carácter progresista, que vio nacer el Estado social. En la década de 1970, la crisis energética y económica engendró otro contrato, esta vez de corte neoliberal, cuyas consecuencias se dejaron notar de forma dolorosa en la gestión de la crisis de 2008. Una de las herencias que dejó, y de la que Europa aún no se ha recuperado, es la ampliación de las brechas de desigualdad hasta niveles que no se conocían desde la Primera Guerra Mundial. Hoy la pandemia ha acelerado tendencias previas, ha traído otras nuevas y ha barrido en apenas unos meses dogmas neoliberales que se consideraban inamovibles. Si alguna vez la «doctrina tina» –«There is no alternative»– pudo resultar creíble, hoy se ha podido comprobar hasta qué punto no es así. Tras una gestión de la crisis de 2008 basada en lo que pasará a la historia como «austericidio», con una enorme factura en términos de desigualdad, de desconfianza en la política y de emergencia de opciones políticas de ultraderecha, hoy se asiste a un cambio de paradigma. La recuperación en Europa será posible por el impulso de fuertes inversiones públicas, lo que supone toda una impugnación de la década de la Troika, los recortes en los presupuestos públicos y el abandono de la población a un «sálvese quien pueda». No solo eso: los planes de recuperación con los que los Estados miembros harán frente a las secuelas de esta crisis están concebidos desde el convencimiento de la necesidad de transformación del modelo económico. En España, los fondos Next Generation llevan por título «Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia», en lo que supone una clara manifestación de la necesidad de transformar el modelo económico para generar economías y sociedades más resilientes. Todos estos elementos apelan a la necesidad de una «Gran Transformación» que revise el modelo económico, social y político sobre el que se asienta Occidente.

Si bien es cierto que está por verse que estas políticas expansivas se mantengan en el tiempo, desde distintas ópticas políticas se llama la atención sobre la renovación del contrato social en marcha. Es un momento clave para quien sepa verlo y tenga capacidad de liderarlo. Como afirman Antón Costas y Xosé Carlos Arias, «los interesados en fomentar una prosperidad inclusiva deben aprovechar este nuevo Zeitgeist y esta nueva mentalidad para promover una nueva Gran Transformación. (…). El instrumento de esta nueva Gran Transformación tiene que ser la construcción de un nuevo contrato social, el cual, inevitablemente, ha de ser diferente al de la posguerra del siglo pasado, porque ahora las fuentes de desigualdad y de la falta de buenos empleos son distintas»8.El punto de partida socialdemócrata: dar la batalla a la desigualdad

De todos los elementos que aparecen en los análisis de prospectiva sobre las grandes tendencias que dibujan un futuro cada vez más inmediato, dos aparecen como retos comunes de primera magnitud, entre otras crisis, por lo que suponen de vectores de desigualdad. No es extraño que en el ámbito europeo y en el marco del programa Next Generation se haya acuñado ya la expresión «doble transición» para subrayar la importancia de hacer frente a estos dos desafíos: el cambio climático y la revolución digital. Ambos fenómenos dibujarán buena parte de la sociedad del siglo xxi, pero su abordaje difiere en función de criterios ideológicos y de posicionamientos políticos. Tanto la transición ecológica, de cuya necesidad ya nadie duda, como la revolución digital, pueden ser gestionadas con criterios políticos diferentes y dar lugar a modelos distintos. Es en el «cómo», y no tanto en el «qué», sobre el que ya existen importantes consensos, donde las distintas ideologías habrán de mostrar sus propuestas.

La esencia de las visiones progresistas ha estado siempre ligada a la lucha contra la desigualdad. El papel de lo público, la regulación de la actuación de las empresas, la negociación colectiva y todos los elementos del Estado de Bienestar han tenido como objetivo fundamental la lucha contra las desigualdades y la apuesta por la redistribución de la riqueza. Ahora bien, en un momento en el que las teorías meritocráticas han mostrado su incapacidad para explicar los cambios sociales9, y donde la globalización ha supuesto un notable debilitamiento para las políticas fiscales sin generar instituciones que suplan sus funciones ni nuevos modelos de gobernanza, ¿se pueden seguir aplicando las mismas recetas? El mejor conocimiento existente sobre los efectos de estos fenómenos ha abierto la discusión sobre la necesidad de conjugar redistribución con predistribución. «La socialdemocracia del siglo xxi debería entrar en la sala de máquinas de la producción para tratar de reducir, antes de que se produzcan, las desigualdades en rentas primarias que generan los mercados»10. Es decir, combinar políticas fiscales progresistas que conlleven un incremento de impuestos a las rentas altas con aquellas que se centran en fortalecer las capacidades de las personas para que puedan desarrollar su talento en igualdad de condiciones. Educación, sanidad o vivienda son algunos de estos ejes. He aquí, por tanto, un asunto crucial: articular políticas que permitan dar la batalla a la desigualdad para gestionar desde el ideario socialdemócrata los retos del momento.

La crisis climática exige repensar la idea de progreso

Los últimos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (ipcc, por sus siglas en inglés) que asesora a la Organización de las Naciones Unidas (onu) en asuntos climáticos, los movimientos financieros que apoyan la economía verde para esquivar el riesgo climático de sus inversiones, la mayor importancia que la ciudadanía da a estos asuntos y la evidencia de que la crisis climática ya está aquí en forma de nuevos y salvajes tornados en eeuu, inundaciones en el centro de Europa o sequías prolongadas en África que ocasionan buena parte de los desplazamientos y migraciones, ponen de manifiesto que esto lo cambia todo y exige repensar los cimientos de nuestro modelo de desarrollo. La propia idea de desarrollo y de progreso necesita ser repensada a la luz de estos imperativos. El cambio climático nos empobrece a todos, pero más a los más pobres. Como buen acelerador de tendencias previas, los efectos del cambio climático sobre la desigualdad se dejan sentir ya tanto a escala global como en el interior de cada uno de los países, también de los desarrollados.

Desde una perspectiva global, lo que se viene denominando la «doble injusticia del cambio climático» llama la atención sobre el hecho de que los países en vías de desarrollo, que son los que menos responsabilidad tienen en la aparición del cambio climático, son los que más dificultades sufren a la hora de hacerle frente. Su economía es más dependiente del medio natural y su capacidad de invertir en tecnología o infraestructuras para la adaptación, manifiestamente escasa. Son estos países los más vulnerables ante la crisis climática, lo que tiene una relación directa con los desplazamientos y migraciones climáticas cuya consideración jurídica está todavía por dilucidarse. La Convención de Ginebra no incluye a los migrantes climáticos en la categoría de refugiados, si bien su naturaleza difiere sustancialmente de la de otros migrantes económicos. He aquí, por lo tanto, un reto que no debería tardar en resolverse.

No obstante, la desigualdad no se exacerba solo en el ámbito global. También en el interior de los Estados, incluso de los desarrollados, el cambio climático está acentuando ya hoy las desigualdades. Fenómenos como la pobreza energética son especialmente graves ante olas de calor en verano o episodios de frío extremo en invierno, como el insólito temporal Filomena que cubrió de nieve en enero de 2021 la mitad norte de la Península Ibérica, y cuyos estudios de atribución no dudan en relacionar con el cambio climático. Según la actualización de indicadores de pobreza energética en España elaborada por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, en 2019 16,7% de los hogares poseían un gasto energético superior al doble de la mediana nacional; 10,6% de los domicilios estaban afectados por la pobreza energética escondida; 7,6% de la población tuvo problemas para mantener su vivienda a una temperatura adecuada durante el invierno; y 6,6% de la población tuvo retrasos en el pago de facturas de suministros de la vivienda11.En estos debates sobre la compleja relación entre sostenibilidad y desarrollo, que se avivan al mismo ritmo que la crisis se acentúa, surgen dos posiciones, ambas merecedoras de atención. A un lado los tecnooptimistas creen que la tecnología todo lo puede, y lo que no puede hoy lo podrá mañana. Al otro, los decrecentistas argumentan que la sostenibilidad solo se alcanzará decreciendo económicamente. En ambas posiciones encontramos parte de sentido: sin tecnología no hay sostenibilidad posible; pero solo con tecnología, tampoco. Y de la misma manera, parece que será necesario decrecer en algunos sectores económicos; pero hacerlo en conjunto, como sociedad, es algo que no defendería nadie que quisiera ganar unas elecciones. Así las cosas, están cobrando cada vez mayor importancia las opciones que plantean analizar en qué sectores crecer y en cuáles decrecer en función de una nueva idea de progreso. Ya hace tiempo que se empezó a plantear que el pib no es la mejor forma de medir la riqueza, y organismos como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) llevan años trabajando en esto. Pero el pib es solo un indicador. Lo que hay que redefinir es el concepto que describe.

Esta nueva noción de progreso dentro del paradigma de la sostenibilidad condiciona desde la decisión de qué sectores económicos deben ser prioritarios y cuáles no, hasta la relación con los grandes oligopolios económicos o financieros; desde la manera de dar una salida justa y digna a las personas cuya actividad laboral resulte inviable bajo la premisa de la sostenibilidad o sea superada por los avances tecnológicos, hasta las políticas fiscales que permitan redistribuir la riqueza sin cargar las tintas ni en los más vulnerables ni, de forma exclusiva o desproporcionada, en las clases medias.

La transición ecológica es hoy ya una realidad que avanza imparable. Ahora bien, todas las transiciones tienen víctimas, y esta también las tendrá. Los «chalecos amarillos», que surgieron como reacción al incremento del impuesto al diésel en Francia, dieron un primer aviso, y no será el único si la transición se hace de espaldas a las exigencias de carácter social. Es imprescindible que la transición ecológica vaya unida a la «transición justa», como se encargaron de reivindicar hace más de una década los sindicatos españoles en las cumbres internacionales del clima, algo que hoy se ha convertido en una realidad no solo en la política española, sino también en el Pacto Verde Europeo y en los fondos Next Generation con los que se financiará su aplicación. Avanzar en la carrera por el clima y hacerlo con justicia es una prioridad para cualquier gobierno. Y de forma especial para la socialdemocracia, si quiere combatir el incremento de la desigualdad que la crisis climática y la transición ecológica pueden provocar.

Es necesario que la revolución digital sea legítimamente gobernada

La revolución digital cabalga a buen ritmo y llena cada vez más espacios de nuestras vidas. Se trata de una de esas tendencias que la pandemia ha acelerado y cuyos cambios difícilmente tendrán vuelta atrás. Además, es uno de los factores que mayor inseguridad e incertidumbre crean en buena parte de la población, en especial la más vulnerable. El incremento de la brecha digital, que va mucho más allá de disponer de tecnología, es uno de los grandes vectores de la desigualdad. Una socialdemocracia del siglo xxi debe albergar propuestas para gestionar los desafíos que esta revolución trae consigo.

El primero y fundamental se vincula con el empleo. Si bien es cierto que el efecto que la digitalización puede tener sobre la destrucción de empleo dista de estar claro, lo que parece ya un hecho cierto es que afectará de forma especial a los empleos con menor remuneración. Al menos en Europa y eeuu, los nuevos empleos que se creen al calor de la revolución digital lo harán en el 30% superior de la escala salarial. Esto exige revisitar debates y propuestas relativas a la mejora o aseguramiento del Estado de Bienestar como la renta básica u otros similares, además de incrementar la importancia de las políticas de predistribución anteriormente apuntadas.

Otro gran elemento es el referente a la gobernanza de la digitalización. Toca formular las preguntas adecuadas y no equivocarse con ellas, dado que es evidente que cada vez más aspectos de la vida cotidiana están mediados por la tecnología. De quién son los datos, qué tipo de información puede construirse con ellos, si tiene la ciudadanía alguna capacidad de negociación en los contratos con las grandes compañías de tecnología o si, por el contrario, son una imposición para seguir navegando o accediendo a algunos servicios, son algunas de esas cuestiones. Junto con ellas, el rol de lo público y lo privado debe definirse también. Es inexcusable poner en marcha ya medidas de transparencia y control en las empresas que adquieren los datos, en las que los tratan y en las que los compran, así como apelar a que lo público asuma su responsabilidad de garantizar entornos digitales seguros, velar por la privacidad y compartir en abierto aquellos datos que pueden ayudar a mejorar. Y todo esto sin olvidar el enorme poder de las cuatro grandes empresas –las llamadas gafa: Google, Amazon, Facebook y Apple– «que están concentrando cotas de renta, riqueza y poder muy pocas veces conocidas en la historia; lo que se refleja, en primer lugar, en las posiciones privilegiadas que ocupan en todos los rankings de capitalización bursátil (superando en conjunto, con el añadido de Netflix, los cinco billones de dólares, cifra superior al pib de Alemania)»12.Dado que la sociedad de la distancia en la que parece que vamos a vivir es muy posible que vaya acompañada de eso que Shoshana Zuboff llama el «capitalismo de vigilancia»13, es urgente democratizarlo. Para ello, este asunto debería convertirse en prioritario en el debate público, para lo que hará falta formación, información, la disposición de todos los actores públicos y privados, y la búsqueda de herramientas innovadoras que permitan gobernar lo que Javier Echevarría y Lola S. Almendros, en su último libro, Tecnopersonas, denominan «tercer entorno», ese espacio conformado por redes en las que cada día habitamos más y que hasta el momento carece del mínimo criterio democrático14.

A modo de síntesis

Una socialdemocracia útil para el siglo xxi pasa por generar mecanismos de protección social que ayuden a acotar la incertidumbre y generen seguridad. Una idea, la de seguridad, que a la izquierda no le suele resultar cómoda, pero que necesita ser reconceptualizada para responder a los retos actuales. En las antípodas de los hombres fuertes que seducen mediante retrotopías reconfortantes que apelan al cobijo de lo conocido, la socialdemocracia, como el conjunto de la izquierda, necesita ser capaz de articular dispositivos colectivos que ofrezcan seguridad.

En un claro ejercicio de vuelta a los principios, la nueva socialdemocracia necesita recuperar la centralidad de la lucha contra la desigualdad atacándola por todos los frentes y, en especial, por los dos grandes factores que hoy amenazan con ensanchar las brechas: el cambio climático y la revolución digital.

  • 1.

    Disponible en www.europarl.europa.eu/at-your-service/files/be-heard/eurobarometer/2021/spring-2021-survey/key-findings.pdf.

  • 2.

    Disponible en https://spain.representation.ec.europa.eu/system/files/2021-06/eb94_clean_finalfinal.pdf.

  • 3.

    T. Judt: Algo va mal, Taurus, Madrid, 2010, p. 77.

  • 4.

    Covax es el fondo de acceso mundial para las vacunas covid, dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Más información en www.who.int/es/initiatives/act-accelerator/covax.

  • 5.

    V. www.internal-displacement.org/.

  • 6.

    Carlos E. Cué, Javier Casqueiro, José Marcos y Camilo S. Barquero: «El Gobierno y erc pactan un mínimo de 15 millones de euros de producción anual en lenguas cooficiales y desbloquean los Presupuestos» en El País, 15/12/2021.

  • 7.

    M. Escudero: Nueva socialdemocracia, Pablo Iglesias, Madrid, 2021, p. 117.

  • 8.

    X.C. Arias y A. Costas: Laberintos de prosperidad, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021, p. 203.

  • 9.

    Para profundizar en este aspecto, es imprescindible la obra de Michel J. Sandel: The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good?, Penguin, s./l., 2020.

  • 10.

    Borja Barragué: Larga vida a la socialdemocracia, Planeta, Barcelona, 2019.

  • 11.

    MITECO: «Actualización de indicadores de la estrategia nacional contra la pobreza energética», 2020.

  • 12.

    X. Carlos Arias y A. Costas: ob. cit., p. 82.

  • 13.

    S. Zuboff: La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder [2018], Paidós, Barcelona, 2020.

  • 14.

    J. Echevarría y L.S. Almendros: Tecnopersonas. Cómo las tecnologías nos transforman, Trea, Gijón, 2020.

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