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NUSO Nº 284 / Noviembre - Diciembre 2019

República Dominicana: cuando la xenofobia se institucionaliza

Haití y República Dominicana constituyen un sistema socioeconómico desigual y muy conflictivo. Uno de los componentes claves de este sistema es la movilidad de haitianos a República Dominicana, donde ocupan espacios en mercados laborales vitales para la economía nacional. Esta relación se reproduce desde una construcción ideológica xenófoba y racista, que tuvo su expresión más trágica en la desnacionalización masiva de ciudadanos de origen haitiano en 2013. El mito de la «invasión pacífica» haitiana, sin embargo, parece no ser apoyado por los resultados estadísticos de las últimas encuestas de migrantes.

República Dominicana: cuando la xenofobia se institucionaliza

Un dato crucial para explicar lo que sucede con la movilidad humana de Haití hacia República Dominicana es entender que ambas naciones –un caso poco usual en que dos Estados nacionales comparten una isla– forman un sistema socioeconómico, imperfecto y notablemente desigual, que se ha ido desarrollando desde el mismo momento en que los primeros bucaneros franceses pisaron la parte occidental de la isla. Un lugar excelente para una nueva vida, que había quedado despoblado merced a las políticas coloniales españolas de reconcentración de población para evitar contactos con los herejes.

No es posible explicar la historia de una parte sin tener en cuenta a la otra. Durante mucho tiempo, la porción occidental de la isla –la colonia francesa de Saint-Domingue y luego la República de Haití– fue la parte dominante de la relación bilateral. Todavía hasta la segunda década del siglo xx, los dominicanos apreciaban a Puerto Príncipe como una metrópoli con oferta variada de servicios y mercancías, en contraste con una capital propia –Santo Domingo– que no pasaba de ser un pueblo provinciano con calles lodosas, plagas de mosquitos y una carencia angustiante de agua potable.

La situación comenzó a cambiar cuando se produjo la inserción violenta de la isla en la economía capitalista mundial, de la mano de las compañías azucareras estadounidenses. República Dominicana pasó a ser productora de azúcar a gran escala, mientras que Haití –con mucha población y poca tierra– fue diseñada como proveedora de mano de obra barata y desprotegida para las plantaciones de Cuba y República Dominicana. Esta última comenzó a despegar como una economía agroexportadora dependiente. Haití, en cambio, inició una autofagia que no concluye.

En 1937, el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo inició lo que se llamó la «dominicanización de la frontera», en esencia, una limpieza étnica sangrienta, la destrucción de los vínculos transfronterizos y el cierre de los contactos entre las dos partes de la isla. Pero sobre todo, y es vital para el tema que nos ocupa, el programa trujillista contenía una codificación ideológica que anatematizaba al haitiano y lo ubicaba como antítesis del ser dominicano. República Dominicana existía a pesar de Haití, y su esencia blanca, católica y de raíz española era retada por un vecino negro, africano y pagano. Haití pasó a ser el enemigo protagonista de una «invasión pacífica» y la frontera, una trinchera que defendía a la comunidad nacional. El racismo antihaitiano devino parte de la cultura nacional y una pieza bien cotizada en el mercado político. «Dominicanizar la frontera –escribió un testaferro ideológico del dictador– es devolver la patria entera a la hispanidad»1.

Durante seis décadas, casi la única excepción a este cierre de contactos fue el paso anual de los contingentes de braceros haitianos destinados al corte de la caña de azúcar, lo que resultaba una necesidad para la economía azucarera y un negocio altamente redituable para los grupos militares de ambos países. El comercio binacional se limitaba a unos pocos millones de dólares, regularmente reexportaciones haitianas.

Pero desde la década de 1990, cuando la economía dominicana abandonó su modelo sustitutivo de importaciones y produjo una diversificación económica con las miras puestas en el mercado externo, Haití pasó a ser un objetivo de primer orden. Los trabajadores migrantes dejaron de ser «trabajadores huéspedes» concentrados en los bateyes azucareros y controlados militarmente, para desparramarse por todo el mercado laboral que requiriera mano de obra barata y desprotegida. Los haitianos pasaron a ser piezas imprescindibles de la dinámica constructiva, de la producción de alimentos y de los servicios urbanos. La movilidad de los haitianos se descentralizó y rebasó los estrechos límites de los bateyes. Sin esa fuerza de trabajo joven y barata, muchos sectores económicos dominicanos, ineficientes y poco rentables, sucumbirían a la competencia internacional y pondrían en peligro la propia seguridad alimentaria nacional.

En segundo lugar, el capitalismo dominicano percibió el mercado haitiano como una posibilidad particularmente provechosa de realización, no solo por la cercanía geográfica y la baratura del transporte, sino por las pocas exigencias de calidad. Ha sido un comercio tremendamente desbalanceado en el que las exportaciones dominicanas, que pueden llegar a los 1.000 millones de dólares, se componen fundamentalmente de productos de difícil exportación a otros lugares –por ejemplo, materiales de construcción o huevos– o sencillamente de tan baja calidad que ni siquiera se pueden realizar en el mercado dominicano. Haití resulta, en consecuencia, una prolongación degradada del mercado interno dominicano. A cambio, la ex-colonia francesa solo logra vender a su vecina algunos bienes de consumo por montos totales anuales que no exceden regularmente unas pocas decenas de millones de dólares. El mercado haitiano es, en consecuencia, una suerte de subsidio para las ineficientes industrias dominicanas.

Desde una óptica económica, la manera como Haití compensa este desbalance es exportando su mercancía más abundante y demandada por el mercado dominicano: la fuerza de trabajo. Solo que esta mercancía porta en sí la condición humana, y en consecuencia su consumo pone sobre el tapete los dilemas del reconocimiento y la redistribución que animaron aquel famoso debate entre Alex Honneth y Nancy Fraser2, pero que el capitalismo dominicano y su sistema político-cultural han tratado de sepultar bajo la herencia de los prejuicios trujillistas. Por consiguiente, la sociedad dominicana ha vivido bajo la esquizofrénica situación de percibir al haitiano como un peligro, pero que la beneficia; como un enemigo sin el cual la vida sería menos confortable. En última instancia, como un sujeto supuestamente antitético, pero con el que convive y es capaz de establecer relaciones cordiales en la cotidianeidad.

La interrelación de las economías haitiana y dominicana apunta a la formación de un sistema interdependiente. Como todo sistema asimétrico, es altamente conflictivo. Y diría que es, también, notablemente imperfecto, sea porque se asienta en una construcción ideológica y cultural que resalta la diferencia y atiza el conflicto para sus propios fines, o por el hecho de que el sistema carece de mecanismos políticos de mediación. Haití y República Dominicana no son parte de algún proyecto integracionista supranacional, no poseen acuerdos durables y consistentes y los pocos espacios de coordinación bilateral –como las comisiones mixtas binacionales organizadas por cada cancillería– apenas funcionan y no son efectivas en ningún sentido.

En buena medida, estas comisiones no funcionan porque cada parte pretende hacer prevalecer sus propias demandas y temáticas. Los dominicanos siempre quieren priorizar el comercio, denunciando las diversas trabas y prohibiciones que el gobierno haitiano coloca a los productos «estrellas» dominicanos cuando ocurren acciones antiinmigratorias en República Dominicana. Los haitianos, por razones obvias, prefieren focalizar la discusión en el tema migratorio. Unos y otros pierden de vista que estas cuestiones forman parte de flujos de trabajo, abstracto y concreto, que vertebran un sistema económico insular y que seguirá consolidándose a pesar de las veleidades políticas y los resentimientos chovinistas de ambas partes.

Acotar la «invasión pacífica»

El antihaitianismo no es un elemento secundario de la cultura política dominicana, sino un componente organizador. En la actualidad, ese discurso opera sobre dos campos. El primero de ellos es el campo duro, del odio heredado directamente de la prédica trujillista: es el que percibe y explica al haitiano como un agresor cultural, político y biológico. El otro es más blando y fija su atención en la pobreza haitiana. El migrante es descripto como una persona muy pobre que viene a aprovechar los servicios dominicanos y resulta una carga insoportable para el presupuesto y un competidor para los dominicanos pobres que deben consumir los mismos servicios. La versión dura no otorga nada al haitiano: su principal sistematizador contemporáneo, Joaquín Balaguer, lo recalcaba: «La influencia de Haití ha corrompido la fibra sagrada de la nacionalidad (…) La vecindad de Haití ha sido y sigue siendo el principal problema de la República Dominicana»3. La segunda, la blanda, los considera merecedores de afectos básicos, pero omite sus inmensas contribuciones a la economía nacional y en ningún momento los percibe como productores culturales. Una y otra sirven de sustento para el arraigo de una visión racista en la que la categoría de «negro» solo es aplicada al haitiano. El dominicano nunca lo es, aun cuando sea de piel muy oscura: a lo sumo es «moreno». Hasta hace poco tiempo los mulatos eran llamados «indios» y así quedaba estampado en los documentos oficiales. Todo ello, en la que probablemente es la sociedad más mestiza afrodescendiente de nuestro continente.

El uso del «peligro haitiano» sigue siendo un recurso de primer orden para la clase política dominicana. En ocasiones puede resultar un recurso coyuntural de alta visibilidad –como ocurrió en 1996, cuando la derecha nacional se alió en un llamado Frente Patriótico para impedir el ascenso de un político negro progresista–, pero es también un recurso cotidiano cuando se trata de enmascarar los graves problemas nacionales tales como el conservadurismo, la corrupción y la depredación social. En cualquier caso, resulta un elemento corrosivo de la cultura política democrática y auspiciador de tendencias autoritarias y alterofóbicas.

Desde comienzos del siglo xxi, el antihaitianismo tomó un derrotero inédito: la institucionalización de la lucha contra la inmigración haitiana, una «invasión pacífica» que no solo dañaba «las fibras sagradas de la nacionalidad» sino que amenazaba con el copamiento del propio Estado. En 2004 se dictó la Ley Migratoria (Nº 285), que dio un primer golpe al derecho de suelo que había constituido la piedra de toque del sistema de ciudadanía. Pero esta ley permaneció varios años sin reglamentación, por lo que su impacto inicial fue reducido. Tres años más tarde, en 2007, la Suprema Corte de Justicia, en un fallo sobre una disputa legal sobre el tema, dictaminó un sinsentido memorable: los haitianos indocumentados deberían ser considerados pasajeros en tránsito –aun cuando hubieran habitado la media isla por decenios– y sus hijos no podían acceder a la ciudadanía por nacimiento. Acto seguido, todas las oficialías fueron instruidas de no extender certificaciones de nacimiento a las personas de origen haitiano que hubieran tenido padres en condiciones irregulares. En 2010, una nueva Constitución conservadora restringió medularmente el principio de ius solis, y un año más tarde la ley de 2004 fue reglamentada de la peor manera imaginable.

Esta institucionalización fue acompañada de violentos brotes racistas en varios puntos de la geografía nacional, que culminaron en la expulsión e incluso el asesinato de ciudadanos haitianos. La propaganda antihaitiana se intensificó como nunca antes, usando como vectores a una serie de pequeñas organizaciones bien financiadas y encabezadas por figuras de alta raigambre trujillista. La prensa se hizo eco –a veces de manera francamente delirante– de la «invasión pacífica» y de cálculos exorbitantes sobre los «millones de haitianos» en el país. Y más de un político vio aquí un campo fértil para captar votos y apoyos, prometiendo muros en las fronteras y expulsiones masivas.

En este contexto de histeria fabricada, la elite política dominicana dio su paso más deplorable: la desnacionalización de cientos de miles de personas dominicanas de origen haitiano mediante la sentencia 168 de 2013 del Tribunal Constitucional. El argumento legal fue que, siendo descendientes de personas en situación irregular (en realidad, todos los inmigrantes estaban en una situación legal que hoy se consideraría irregular, pero entonces era sencillamente normal), sería anulada de manera retroactiva la ciudadanía de todas aquellas personas de origen haitiano nacidas entre 1929 y 2010. Se trató de una auténtica monstruosidad jurídica que lanzó a la apatridia a más de un cuarto de millón de personas, la mayoría de las cuales no tenía nacionalidad haitiana, ni hablaba creole, ni siquiera había visitado alguna vez el país vecino. Los haitianos perdieron empleos y oportunidades de estudios, fueron humillados en las oficinas públicas y debieron someterse a un escrutinio burocrático degradante.

Pero no por truculento el hecho debe considerarse una anomalía en el sistema político dominicano. Fue el resultado lógico, como antes anotábamos, tanto de los usos de los migrantes en la reproducción económica y política de esa sociedad, como de las derivas autoritarias de la propia cultura política. Según Wilfredo Lozano, fue «un producto directo del proceso de pérdida de poder ciudadano y exclusión social que intenta asumir por la vía autoritaria los problemas que genera la masiva inmigración haitiana en Santo Domingo»4. De alguna manera, esta «organicidad» de la desnacionalización explica que el gobierno dominicano no tuviera serias dificultades internas para ejecutar la resolución del Tribunal Constitucional. Aunque todas las encuestas de opinión indicaban que la mayoría de la población no simpatizaba con la medida, solo una «inmensa minoría» –compuesta por intelectuales, activistas sociales y jóvenes dominico-haitianos afectados por la expropiación de derechos– se opuso de manera pública, lo que dejó el escenario libre para la actuación de los grupos chovinistas. Fueron días particularmente tensos en los que, con total complicidad de la clase política, se profirieron amenazas contra figuras democráticas y se realizaron actos de violencia estructural y física contra residentes haitianos. Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que visitó la isla en diciembre de 2013 señalaba la prevalencia de un clima de «discriminación estructural: afectación al acceso a los servicios básicos, incluyendo la educación infantil; incremento de la vulnerabilidad de los grupos afectados y un régimen de intolerancia e incitación a la violencia»5.

A fines de 2013 se promulgó el decreto 327-13, que ordenaba a todos los despojados de ciudadanía someterse a un programa de regularización que les permitiría recuperarla en un plazo considerable, lo que fue complementado (con fuertes presiones internacionales de por medio) en mayo de 2014 por la ley 169-14, que dispuso la devolución de la ciudadanía a quienes estaban «legalmente» inscriptos en los archivos del registro civil, y remitía a los que no poseían esta ventaja a un largo y costoso proceso de naturalización, aun cuando pudieran demostrar que habían nacido en República Dominicana en momentos en que ius solis les concedía la ciudadanía. Es decir, dejó incólumes los argumentos ilegales y xenófobos de la derecha, pero les antepuso una supuesta razón humanitaria para beneficiar a una parte de los decenas de miles de afectados.

Estas últimas personas debieron acogerse a un riguroso proceso que les exigía justificar vínculos estables con la sociedad dominicana, estabilidad socioeconómica, un tiempo suficiente de radicación, relaciones familiares, etc., mediante la presentación de documentos formales difíciles de obtener para una población que sobrevive en la informalidad. Tras 18 meses de gestión, se informó que unas 288.466 personas habían presentado los papeles, pero se le había negado la regularización a 17%. Según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) basado en una encuesta nacional, 58% de los afectados no se presentó al programa de regularización6. Y en 2016, la Mesa Nacional de Migraciones reportaba a través de un periódico nacional que el proceso había dejado afuera a medio millón de personas y denunciaba la ocurrencia de persecuciones y deportaciones masivas sin garantías.

¿Quiénes son los «invasores pacíficos»?

La idea sembrada durante decenios acerca de cientos de miles de invasores haitianos que parasitan a la sociedad, interesados en subvertir los valores nacionales y copar el Estado para una fusión insular, comenzó a mostrar fisuras cuando diferentes grupos técnicos miraron hacia dentro de la comunidad haitiana y hurgaron tanto en su composición como en sus motivaciones. Tres conclusiones reiteradas en esos estudios tempranos apuntaban a que los inmigrantes eran normalmente personas en edades laborales óptimas que estaban empleadas la mayor parte del tiempo, que sus cantidades eran mucho más discretas que las cifras millonarias difundidas por los nacionalistas vocingleros y que una buena parte de ellos no eran técnicamente migrantes, sino temporeros que circulaban y estaban dispuestos a volver a Haití a la primera oportunidad.

En 2012 y 2017, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (unfpa, por sus siglas en inglés) tuvo la loable idea de patrocinar encuestas con muestras muy amplias que permitieron realizar diagnósticos más exhaustivos y más convincentes para la comunidad nacional7. La primera indicaba que había en el país 524.632 inmigrantes y 244.161 descendientes, una buena parte de ellos con nacionalidad dominicana según las normas de derecho de suelo vigentes hasta 2010. 87% de los inmigrantes eran haitianos, 77% de ellos en edades laborales óptimas y 65% varones.

La encuesta de 2017 –sobre la que me detengo con más detalle– fue más concluyente. Se aplicó sobre 73.000 viviendas, donde fueron encuestados 24.547 migrantes de todos los orígenes. Por entonces había 570.933 extranjeros y de ellos nuevamente 87% eran haitianos, unos 497.825. Sumados los descendientes, el total de personas haitianas o dominico-haitianas era de 750.174. Es decir, la cifra total distaba mucho de los apocalípticos «uno o dos millones», y el incremento de los inmigrantes no solo se debía a los haitianos, sino a extranjeros en general. Esto representaba 5,6% de la población nacional, muy por debajo del porcentaje aproximado de 10% de dominicanos que han emigrado a otros lugares, tal y como hacen los haitianos, en busca de mejoras en sus condiciones de vida.

La migración haitiana se había movido del campo a la ciudad (66% vivía en ciudades, aunque otros inmigrantes se ubicaban en el medio urbano en 96%) y seguía siendo predominantemente masculina (63%) en edades laborales óptimas. 71% se ubicaba en regiones de alta demanda de fuerza de trabajo, lo que apunta a su funcionalidad productiva. 56% se empleaba en empresas privadas –principalmente en las actividades agropecuaria y de construcción– y otro 33% era cuentapropista, sobre todo en el área comercial. Un dato interesante es que, tanto en la construcción como en la agricultura, los nacionales dominicanos tenían poca presencia, regularmente operaban en tareas jerárquicas, por lo que los haitianos estaban ocupando y valorizando actividades que en otras circunstancias no podrían funcionar, con el efecto dañino que esto tendría en las cadenas de valor en que se insertaban. Curiosamente, 73% estaba alfabetizado, una proporción que no es sustancialmente diferente al porcentaje de alfabetización en República Dominicana, donde 17% de la población es analfabeta.

Los haitianos ocupaban el lugar inferior de la escala social inmigratoria. Sus salarios promedio se ubicaban en torno de los 14.000 pesos (algo menos de 300 dólares estadounidenses al cambio del momento), lo que equivalía a 40% de los salarios de los otros inmigrantes y a 80% de los promedios dominicanos. 95% vivía sin seguros de salud y la mitad carecía de contratos formales. Era también el grupo inmigrante que afrontaba mayores dificultades para realizar trámites, debido tanto a que el sistema público dominicano resultaba poco amigable, como a que la situación crítica haitiana les impedía obtener documentos básicos. Ello se reflejaba en la situación de sus descendientes, que continuaban ocupando los estamentos inferiores de la sociedad.

Sin embargo, a pesar de la masividad, los inmigrantes haitianos no parecían ser los invasores devoradores de la dominicanidad que denunciaban los grupos xenófobos. Aproximadamente 16% de los haitianos entraban y salían usualmente del país, por lo que técnicamente habría dificultades para considerarlos inmigrantes. Pero entre los que habían entrado una sola vez, 32% lo había hecho en el último año, por lo que si consideramos los valores de 2012, una cantidad considerable de haitianos había hecho un regreso sin retorno a su país. Todo ello, concluía el informe, era «revelador del carácter circular de la inmigración en el grupo predominante: el de origen haitiano».

A modo de conclusiones

Si seguimos a Gary Freeman en su discusión sobre los regímenes de incorporación –los marcos regulatorios que acotan las aspiraciones de integración de los migrantes en los campos mercantil, legal, de acceso al consumo colectivo y de producción y consumo cultural–, habría que concluir que los haitianos y sus descendientes encuentran en República Dominicana muros francamente infranqueables8. A sus usos en los espacios menos favorecidos del mercado laboral –construcciones y agricultura– se une el acecho ideológico y político a que son sometidos, que tuvo su peor expresión en la desnacionalización masiva de dominico-haitianos en 2013.

Este uso de la fuerza de trabajo haitiana es equiparable al uso que los empresarios dominicanos hacen del mercado consumidor en la otra mitad de la isla. Y que en última instancia habla del engarzamiento sistémico de la economía insular, y de la manera como la asimetría de las partes actúa en beneficio del capitalismo dominicano. Aunque la propaganda antihaitiana en República Dominicana se empeña en mostrar los supuestos costos de la relación con Haití, en realidad sucede lo contrario: la relación con Haití es, en varios sentidos, un subsidio monumental para el capitalismo dominicano.

Pero ello tiene un efecto perverso. Al mismo tiempo, la prevalencia de las políticas de discriminación estructural, xenofobia y racismo que apuntalan la subordinación haitiana constituye un caldo de cultivo ideal para la proliferación de zonas autoritarias en la cultura política dominicana y en el funcionamiento de su precario régimen político democrático. Mirar la cuestión haitiana desde la tolerancia desprejuiciada es una necesidad para la sociedad dominicana. Una manera de superar su propia esquizofrenia y entender la historia común. Y una condición para avanzar en su propia realización democrática.

  • 1.

    Manuel Machado: La dominicanización fronteriza, Impresora Dominicana, Ciudad Trujillo, 1955, p. 53.

  • 2.

    N. Fraser y A. Honneth: ¿Redistribución o reconocimiento?, Morata, Madrid, 2006.

  • 3.

    J. Balaguer: La isla al revés, Corripio, Santo Domingo, 1994.

  • 4.

    W. Lozano: «República Dominicana en la mira» en Nueva Sociedad Nº 251, 5-6/2014, disponible en www.nuso.org.

  • 5.

    cidh: Desnacionalización y apatridia en República Dominicana, disponible en www.oas.org/es/cidh/multimedia/2016/RepublicaDominicana/republica-dominicana.html.

  • 6.

    «El proceso de desnacionalización de personas dominicanas de ascendencia haitiana –afirma el informe– reflejó prácticas excluyentes y discriminatorias que limitaron sus libertades y derechos civiles y políticos. Y aunque solo una minoría de este grupo fue finalmente desnacionalizada, se sentó un precedente legal que dejó abierta la posibilidad de que futuras decisiones judiciales privasen retroactivamente de derechos adquiridos a determinados grupos. Del mismo modo, las personas afectadas por una negación de sus derechos tampoco fueron reparadas, sino que se les obligó a naturalizarse como si siempre hubiesen sido extranjeras». pnud: Informe sobre calidad democrática en la República Dominicana, Santo Domingo, 2019, p. 50.

  • 7.

    Los datos que aquí exponemos corresponden a las encuestas nacionales de inmigrantes (eni) de 2012 y 2017, publicadas por el unfpa en coordinación con el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo y la Oficina Nacional de Estadísticas de República Dominicana.

  • 8.

    G. Freeman: «La incorporación de migrantes en las democracias occidentales» en Alejandro Portes y Josh DeWind (coords.): Repensando las migraciones. Nuevas perspectivas teóricas y empíricas, Instituto Nacional de Migración / Universidad Autónoma de Zacatecas / Miguel Ángel Porrúa, Ciudad de México, 2006.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 284, Noviembre - Diciembre 2019, ISSN: 0251-3552


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