Reducir los riesgos de los pequeños agricultores para erradicar el hambre en la región
marzo 2017
La situación de los agricultores de América Latina y el Caribe atraviesa malos momentos. Sin una mejoría sustancial y una preocupación por las condiciones de sustentabilidad del continente, no se logrará la seguridad alimentaria planteada por la ONU como un objetivo fundamental.
Esta columna fue preparada por Arianna Mion y Caroline de Gineste
En 2015, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se propuso una nueva serie de objetivos para seguir mejorando la vida de los hombres y las mujeres. Para ello, se firmó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, la cual contiene, entre otros, el objetivo de «poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición y promover la agricultura sostenible» (Objetivo 2). En América Latina y el Caribe, una región con trayectoria de alto nivel de producción agrícola y, al mismo tiempo, de hambre, conseguir la seguridad alimentaria implica desarrollar un trabajo de políticas públicas con el fin de alcanzar mayores niveles de igualdad. En este contexto, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) examina algunos de los puntos principales a considerar para erradicar el hambre en la región. En este artículo, retomaremos algunos de los análisis que recopila en su informe «Seguridad alimentaria, nutrición y erradicación del hambre. Elementos para el debate y la cooperación regionales», publicado en 2016.
El informe dedica una sección importante al estudio de los pequeños agricultores, quienes se encuentran en el centro de las problemáticas más urgentes que debe enfrentar el campo. Por un lado, cuentan con una economía más frágil y, por ello, el acceso a una alimentación de calidad no siempre está garantizado para ellos. Por otro lado, son quienes alimentan a las poblaciones latinoamericanas. Con las proyecciones actuales de crecimiento de la población mundial, lo más probable es que se necesite que produzcan más alimentos en los próximos años y décadas. No obstante, los agricultores (particularmente los pequeños) tendrán que enfrentar un reto considerable para poder mantener su nivel de producción: el cambio climático y sus consecuencias sobre las tierras y los recursos naturales.
Una de las dificultades más trascendentales para los gobiernos de la región es que la vulnerabilidad de los pequeños agricultores y de las poblaciones rurales pobres se vincula directamente con situaciones de crisis de nivel mundial que suelen ser imprevisibles. Las dos crisis –en 2008 y 2011– muestran una correlación entre la caída de los mercados mundiales y un alza del índice de precios de los alimentos básicos, especialmente los cereales y el azúcar. Esta repercusión inmediata en la capacidad de conseguir alimentos se explica por varios factores. Si bien no pudo demostrarse claramente que exista una relación entre especulación y aumento de los precios, la Celac identificó un vínculo con el cambio climático, pero también con la orientación de la producción y el comercio. La aplicación de restricciones a las exportaciones fue un elemento clave de empuje hacia el aumento de precios internacionales. Lo mismo se puede decir de la producción de biocombustibles: como genera un valor agregado más alto que el de los alimentos básicos, sustituye cada vez más a la producción alimentaria.
Para los hogares más humildes, la volatilidad del índice de precios de los alimentos –es decir, la velocidad con la que cambian los precios y la amplitud de estos cambios– tiene efectos directos en la seguridad alimentaria, ya que en muchos casos son compradores netos de alimentos, le dedican una parte importante de sus ingresos –se registran cifras de hasta 75% en la región– y tienen poca capacidad de ahorro o de crédito. Además, se genera una situación de incertidumbre entre los agricultores. Se hace más difícil acceder a los mercados de crédito o invertir, ya que no existen parámetros sobre la probabilidad futura. Una volatilidad elevada es también asociada a un bajo nivel de rendimiento, de producción, de inversión e innovación, que influye negativamente en la producción del sector agrícola.
Las políticas más adecuadas para suavizar los efectos de la volatilidad de los precios de los alimentos bien podrían ser las que permiten la inversión y el acceso al crédito. Asimismo, resulta clave con el mismo fin la consolidación de los procesos de integración regional. En la misma línea, aparece como particularmente relevante la tarea de facilitar el comercio para disminuir los costos de transición a escala nacional y regional y favorecer la integración al mercado de los pequeños productores. Estas políticas permitirían aminorar el efecto de una fluctuación económica que seguramente se mantendrá de aquí a 2030 y que afectará la seguridad alimentaria.
Más allá de la protección frente a la variabilidad de los precios, los pequeños agricultores de la región necesitarán apoyo para aumentar su productividad en el contexto de cambio climático actual. Para producir más alimentos con menos insumos, se apuesta generalmente a la tecnología. Pero los agricultores más pobres tienen un acceso limitado a las tecnologías, lo cual puede perjudicarlos a la hora de producir más y mejor. En cuanto a los desperdicios de alimentos, que también influyen sobre la productividad del sistema, se dividen en dos categorías: las pérdidas, que ocurren en la parte de producción, y los desperdicios, que se registran en el ámbito del consumo. Mientras que en los países industrializados se suelen relevar más desperdicios que pérdidas, la falta de tecnología e infraestructura puede explicar que en los países menos industrializados se pierda más alimento antes de llegar al consumo. Para los productores familiares, esto no solo significa menores ingresos, sino también un menor aprovechamiento de los recursos naturales. En tal sentido, resulta deseable que las políticas públicas se enfoquen en la innovación tecnológica y su difusión entre todos los agricultores de la región, para producir más, desperdiciar menos y usar menos recursos.
Este último punto es particularmente relevante en un contexto de cambio climático como lo conocemos hoy en día. La biodiversidad es clave para la agricultura: provee comida, fibra, combustible, recursos genéticos y agua. Los recientes aumentos de las temperaturas globales afectan la estructura y el funcionamiento de los ecosistemas y facilitan su contaminación por especies exógenas, lo que termina impactando sobre las especies nativas. Una de las mejores medidas para contrarrestar los efectos del cambio climático en los ecosistemas consiste en mejorar sus características naturales, es decir, trabajar en la preservación y el mejoramiento de su capacidad de tolerancia y de respuesta a los efectos del cambio climático. El sector agrícola es el que más repercusiones negativas sufrirá en América Latina y el Caribe. Los países cuya agricultura más se debilitará coinciden con los que ya presentan problemas de seguridad alimentaria, por ejemplo Bolivia, Ecuador, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Paraguay. Se estima que para poder enfrentar y cambiar el camino rastreado para el cambio climático sería necesario un 0,02% del PIB regional anual.
El cambio climático provocará modificaciones no solo en los ciclos terrestres sino también en los marinos, aunque es difícil definir con precisión los efectos. Los tres ecosistemas marinos más importantes del mundo se encuentran en la región: el Sistema de la Corriente de Humboldt, la Plataforma Patagónica y la Plataforma Sur de Brasil. En términos de exportación, la región se presenta como una de las más relevantes para los productos de la pesca, aunque tenga el consumo de pescado más bajo del mundo (la mitad del promedio global). Se puede prever que tanto la pesca como la acuicultura se verán perjudicadas por fenómenos como el aumento del nivel del mar, la disolución de los glaciares, una mayor variabilidad en la frecuencia y el volumen de las precipitaciones y la creciente frecuencia de fenómenos como El Niño y La Niña. Además, la acidificación de los océanos será un fenómeno central. Provocado por una modificación del ciclo del dióxido de carbono (CO2), la reducción del pH tiene efectos negativos para los corales y también para otras especies marinas como crustáceos y moluscos. En las áreas tropicales que hoy presentan condiciones socioeconómicas desfavorables, la pesca es la principal actividad económica. Una disminución de las posibilidades de captura llevaría a dificultades alimentarias y económicas en esta subregión. El aumento de los fenómenos climáticos extremos es creciente. Los costos de los daños causados por esos eventos han superado los 40.000 millones de dólares en los últimos diez años. Las medidas de reducción del cambio climático deben ser, en tal sentido, de absoluta prioridad para los tomadores de decisiones en la región. De no reducirse la deforestación y la contaminación de las aguas, se podría desarmar toda la estructura socioeconómica de producción agrícola y esto afectaría tanto a los agricultores familiares como a los consumidores de la región.
Para enfrentar los riesgos económicos y asegurar una producción de alimentos accesible y de calidad para todos, los esfuerzos de los gobiernos de América Latina y el Caribe deberían enfocarse en los pequeños agricultores, no solamente porque estos se encuentran en una situación de gran vulnerabilidad, sino también porque son ellos quienes producen alimentos en la región. El acceso a mejores tecnologías y el apoyo para producir de manera más amigable para el medio ambiente, protegiendo los recursos naturales, son medidas de extrema urgencia que es preciso poner en práctica.