Opinión
junio 2016

¿Queremos tener líderes poderosos?

Liderazgos como los de Putin, Trump y Erdogan podrían estar mostrando una tendencia ascendente hacia el autoritarismo.

¿Queremos tener líderes poderosos?

En todo el mundo parece estar extendiéndose una tendencia hacia el autoritarismo. Vladimir Putin ha logrado usar el nacionalismo para reforzar su control de Rusia, y aparentemente goza de gran popularidad. A Xi Jinping, que preside cada vez más comités decisorios cruciales, se lo considera el líder más poderoso que tuvo China desde Mao Zedong. El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, reemplazó hace poco a su primer ministro con otro más dispuesto a colaborar con su intento de concentrar el poder ejecutivo. Y algunos comentaristas temen que si en noviembre Donald Trump gana la presidencia de los Estados Unidos, podría convertirse en un «Mussolini estadounidense».

El abuso de poder es tan viejo como la humanidad. La Biblia nos cuenta cómo tras vencer David a Goliat y convertirse en rey, sedujo a Betsabé y envió a propósito a su marido a una muerte segura en combate. El liderazgo implica el uso del poder, y como señala la famosa cita de Lord Acton, el poder corrompe. Pero sin poder, que es la capacidad de hacer que otros hagan lo que uno quiere, no se puede ser líder.

David C. McClelland, psicólogo de Harvard, dividió a las personas en tres categorías según sus motivaciones. Están los que quieren hacer mejor alguna cosa: tienen «necesidad de logro». Los que quieren tener relaciones amistosas con otras personas: tienen «necesidad de afiliación». Y los que quieren influir en otros: tienen «necesidad de poder».

Del tercer grupo salen los líderes más eficaces, lo que nos lleva otra vez a Acton. Pero el poder no es bueno ni malo en sí. Es como una dieta: muy pocas calorías producen desnutrición, demasiadas producen obesidad. Para limitar el ansia narcisista de poder son útiles la madurez emocional y el entrenamiento; y para hallar un equilibrio justo es esencial contar con instituciones adecuadas. La ética y el poder pueden reforzarse mutuamente.

Pero la ética también puede usarse como instrumento de poder. Maquiavelo se ocupó de la importancia de la ética para los líderes, pero sobre todo en relación con el efecto que hacen en los seguidores las muestras visibles de virtud. La apariencia de virtud es para el líder una fuente importante de poder blando, es decir, de la capacidad para conseguir lo que uno quiere por medio de la atracción en vez de la coerción o el pago. Para Maquiavelo, las virtudes de un príncipe deben ser solo aparentes, nunca reales. «Me atrevo incluso a afirmar que tenerlas y practicarlas todas es perjudicial, mientras que la apariencia de tenerlas es útil».

Maquiavelo también resaltó la importancia del poder duro de coerción y pago cuando el líder se enfrenta a un dilema entre este y el poder blando de la atracción, «ya que ser amado depende de los súbditos, mientras que ser temido depende solo de él». Maquiavelo creía que puestos a elegir, es mejor ser temido que ser amado. Pero también comprendía que el temor y el amor no son opuestos, y que lo opuesto del amor (el odio) es particularmente peligroso para los líderes.

El anárquico mundo de las ciudades‑Estado de la Italia renacentista era mucho más violento y peligroso que el de las democracias actuales, pero algunos elementos de los consejos de Maquiavelo siguen siendo útiles para los líderes modernos. Además del coraje del león, Maquiavelo ensalzó la astucia estratégica del zorro. Rara vez cambiará el mundo un idealismo sin realismo, pero al juzgar a nuestros líderes democráticos modernos, debemos tener presentes tanto a Maquiavelo como a Lord Acton. Debemos buscar y favorecer líderes que posean un elemento ético de autocontención y una necesidad de logro y de afiliación, no solo de poder.

Pero además de la ética del líder, el dilema de Lord Acton incluye otro aspecto: las demandas de los seguidores. El liderazgo es una combinación de las características de los líderes, las demandas de los seguidores y el contexto en que interactúan. La opinión pública rusa obsesionada por el estatus de su nación; el pueblo chino preocupado por la corrupción rampante; la población turca dividida por la pertenencia étnica y la religión: todo eso crea entornos propicios para líderes con necesidad psicológica de poder. Trump también busca satisfacer su necesidad narcisista de poder amplificando el descontento de una parte de la población estadounidense, mediante una hábil manipulación de los noticieros televisivos y de las redes sociales.

Aquí es donde las instituciones son cruciales. Cuando Estados Unidos estaba naciendo, James Madison y los otros «Padres Fundadores» del nuevo país comprendieron que ni los líderes ni sus seguidores serían ángeles, y que debían diseñar instituciones que reforzaran mecanismos de restricción. El estudio de la antigua República romana les enseñó que para prevenir el ascenso de un líder avasallante como Julio César, se necesitaba un marco institucional de separación de poderes, en el que una facción hiciera de contrapeso a la otra. La respuesta de Madison a la posibilidad de un «Mussolini estadounidense» fue un sistema de controles y contrapesos institucionales que aseguró que Estados Unidos nunca se pareciera a la Italia de 1922, ni a Rusia, China o Turquía en la actualidad.

Los «Padres Fundadores» se enfrentaron a un dilema: ¿cuánto poder queremos que tengan nuestros líderes? Dieron una respuesta pensada para preservar la libertad, no para maximizar la eficacia del gobierno. Muchos analistas han alertado sobre la decadencia institucional, y otros señalan cambios (como la aparición de los reality shows y de las redes sociales) que rebajaron la calidad del discurso público. Dentro de unos meses, veremos cuán fuerte es el marco que crearon los «Padres Fundadores» para el poder y el liderazgo.


Fuente: Project Syndicate

Traducción: Esteban Flamini



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